Infancia de la maravillosa |
Y allí estabas, viva, venías de los candentes países que no recuerda nadie sino en el último minuto, al inicio del tiempo estabas entre la sangre y la luz como una llorosa perla entre raíces, allí estabas luego de la larga agonía entre dos respiraciones, luego del largo túnel y el sueño donde eras una sola Humanidad, ¿recuerdas? un minuto antes eran las calles de Ur, la turbia prehistoria, el ciclo de la savia a la sangre, la desnuda inocencia de un mezclado universo donde todo convivía; ¿recuerdas? oh sí dime que lo recuerdas largo y centellante amor mío, dime que te acuerdas de tu rostro en un lago que se secó hace siglos, que memoras la sangrienta imagen del interior del útero donde toda la historia pasaba veloz por las paredes y dime que te acuerdas de alguien que te amó y que no era yo y que era un fenicio, un tirio, un hombre de lejanas edades y de tu vestido desgarrado en la cámara del rey. Yo hablaré del tiempo en que te he reconocido,. como reconociste al fuego, ese movedizo compañero que te entibió las manos, que te quemó los dedos. Tenías dos años, ¿recuerdas? Dime que recuerdas, un pesado secreto puede hacerse pedazos tan sólo por ese olvido, dime que te acuerdas de hombres y mujeres gigantes y de paredes enormes y así sabré que es cierto: antes, en ese tiempo, danzaba el tiempo y tú corrías como corrimos todos detrás de duendes y de hadas que se tragó un lento movimiento hacia nosotros, hacia estas manos y rostros que insultan el espejo. ¿Tienes presentes a tus muñecas? ¿Te acuerdas de la negra que odiabas y de la deshilachada rubia que veías, porque tú la veías, no es cierto, llorar sobre tu falda? Y los pequeños animales, los míticos y los otros, formaban el cortejo de una niña sola. Te acuerdas del miedo, ese viejo emisario, te acuerdas de la sombras en un rincón del cuarto, de la horrible lámpara que te hacía llorar. Allí del miedo nació tu risa, ésa que yo solo puedo ver, ese gesto infinito que borra la muerte de las edades, esa revancha del hombre sobre el polvo que será. Y allí seguías viva sobre un billón de muertos, sobre todos los muertos y nada detenía el pujar de los huesos, el avance del cuerpo entre los cuerpos, la lanzada mente hacia la luz corría, entre precipicios y sombras y entre sangres y olvidos de lo que eras ayer, venías, sí, tú venías atravesando tu espacio, tu forma, tu materia, eras un universo en viaje a través del universo. Pero de dónde vino ese rostro a preocuparme de sí, de dónde ese olor que se ignora a sí mismo, desde qué entonces sutil ya te conocía. ¿Te acuerdas de un aula donde ya eras callada y peregrina entre papeles y canastos y mapas? Hoy la mitad de esos niños son fantasmas que erran por el mundo, ellos no te recuerdan y sin embargo envidio su inútil privilegio: el haber visto en flor tus ocho años cuando el inocente trazo del mundo era feliz. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas la jirafa de un domingo lluvioso de la mano de tu padre? Bien, yo envidio a ese alto animal que se sonríe siempre, porque te vio una tarde, hace ya mucho. El amor es dadivoso: nos da lo irreparable y no se vuelve a ese ya nunca donde vivimos tanto, aunque por qué no gozar la fruta de la memoria. Todo es suponible y yo supongo que esa manchada, elevada arquitectura, desde su tiempo sin límites es la misma que vio lo que ya jamás podrás mostrarme: esa alma primera que todavía, entonces, hablaba con todos los animales y el centro de las cosas. ¿Pero de dónde vino este rostro a llamarme desde un tiempo ido que ni él recuerda aunque nunca lo olvida? ¿Pero de dónde, dónde? Los objetos, las llaves, los cuadernos, las aves, los insectos, las nubes de los cielos que hubo, los paisajes donde hoy se han derrumbado casas y se han sacado muertos, las noches y los días por los que has caminado sola, vuelven en cada medianoche, en cada mediodía, vamos a llorar sobre esas imágenes, vemos a gritar sobre esas imágenes y sobre el mismo llanto que no reconocemos: un hombre, una mujer que se han perdido son una victoria más de un cerrado círculo, la sombra sobre la luz traza su cono arduo, hemos perdido ambos esta guerra infinita. Hemos perdido ambos lo más preciado: a un desconocido. Yo imaginé tu infancia. Yo fui valiente. |
Luis Benítez
De "Mitologías / La balada de la mujer perdida"
Ediciones Ultimo Reino, Buenos Aires, 1983
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