El Hudson |
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O! Und dann wieder dies Bei-sich-selbst-Sein! |
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Cuando la tomamos demasiado en serio, la poesía empieza a tomarnos en broma: Dónde es el papel, en qué otro cielo vuela este insecto porque yo lo escribo. Por qué cadencias la madurez de su ausencia se troca en lo que ya antes sin yo saberlo era una agregada catástrofe, quizá feliz, sin que sea del todo aquí la falta del volumen y del peso, casi inconsistente pero ya medianamente cierto, éste que revolotea entre el cuarto y aquel cielo, sin duda tan entero como nosotros lo estamos de su lado. Y si no, certidumbre dime de dónde viene y adónde va su desafiante respiración que señalas como ajena y es suya aunque lejana, en trayecto. De igual modo allí están cuantos y cuanto no veo, adonde el insecto va y donde vuela... ¿Quieres cuál insecto, dime, tras esos bordes? Nadie conjura nada que no lo haya evocado. Y leer que es buscar lo que más se teme, el otro acto tan indivisible como el caballo o el hombre del centauro, no es atravesar ningún borde sino en la misma vigilia otra repentina forma; las manos que vuelven cada página abren la maleza de una ambigua selva. Atardece, es de noche en la ciénaga, ya ves como obediente a la luz que declina se ha posado a cantar en la orilla vecina, las alas contra el cuerpo, inocente de todo. Nada puede ocurrir si le acierta esta piedra. I. ¿Qué otro río es éste bajo el nombre sino el mismo río que te mata, Heráclito, en sus aguas? Las saladas y las dulces son el idéntico caudal que las transporta: una orilla es el Hudson, otra es el Ganges y hay otra orilla, además, para otros nombres. Ancho y angosto, largo y corto río del mundo al que tomamos por sus meandros: incluso el que gotea en sus sótanos profundos. Todo es la orilla: ni la rueda ni el fuego ni el lenguaje salieron jamás hacia otras tierras que no fueran esta azul Mesopotamia. Siempre atrás, siempre adelante, nunca supiste, Almirante, cuán interiores eran las aguas que cruzaste. Así es de noche y es de día en cada mitad del río. II. Qué ingenuo, viejo Hudson, el que creyó que iba a hablar de ti y del Rin y del Danubio, cuando esta noche he bebido tus metáforas como allá enfrente ¿es New Jersey? alguien bebe su vodka, su arak, su whisky, el usho de las Cícladas, el vino negro y espeso de un fuerte mediodía. El trago de tus aguas que emborrachan lleva al centro mismo de tu corriente múltiple: cuanto más quito de ella, más le devuelvo. ¿Qué relación habrá, íntimo Hudson, entre tú y este río al que veo escurrirse entre los puentes, este sí, seguro, de la estirpe del río único del que habla el primer canto? Cuánto se aclararía y se enturbiaría de saberlo, entre un juego del mundo y un juego de palabras. Pero tenía que engañarte a ti que lees o a ti que escuchas (¿dónde, en qué lugar correrá ahora, después de escrito, el poema-río?) para que con menos desconfianza me acompañaras a estos movedizos remolinos, donde como en el desorden de una sopa de letras muchos nombres se asoman y se esconden. Me pregunto también qué pasaría si estuviera a mi lado un poderoso policía, un hombre bueno, y tuviera que explicarle todo esto paso a paso, la intoxicación con agua que no está pero que sí, también ella deja su huella en el aliento y un andar trémulo y distante, es esto ya una experiencia rara en el mundo pero igualmente fácil de confundir con otras dilatadas pupilas, con otros pulsos alterados, con otras alucinaciones ¿más baratas? Ni hablar de las secuelas. Crea un hábito incontenible. En otros tiempos seguramente había quien mataba para proporcionársela (¿Me escuchas Gilles de Rais? ¿Me escuchas gran Tiberio debajo de la tierra?) O nunca hubo nadie en ese trance. Ni siquiera alguien que muriera por ella; viejo Hudson de la mente, tú que eres su objeto y su riego tendrías que saberlo y que decírmelo. Ya nadie dice “caballo” y hay un potrillo nuevo sobre el mundo. Maldice, bendice, de ahora en más el pan que lleves a tu boca sabrá a contradicción |
Luis Benítez
De "La yegua de la noche"
Ediciones Del Castillo Editores, Santiago de Chile, 2001.
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