Rafael Alberti frente al destierro

ensayo de Catherine G. Bellver

Rafael Alberti

Rafael Alberti, como los otros escritores españoles exilados a raíz de la guerra civil, refleja en su producción posterior a la contienda la soledad, la desorientación, y la angustia del destierro, junto a un deseo insaciable de recobrar, a través del recuerdo, la vida perdida en el pasado. La poesía de Rafael Alberti siempre ha transparentado una visión nostálgica de poeta que vive anhelando unos paraísos que son sucesivamente creados y perdidos por él. "Alberti es el poeta que no está nunca donde quisiera: el desterrado del mar, primero, y desterrado de su tierra después. El que busca siempre: en su mocedad, vuelto hacia el pasado reciente de la infancia y sus litorales, se inventa el huerto feliz de sueño submarino... Mas al alejarse geográficamente de España se inicia el viaje de vuelta. Al huerto submarino y a la tierra también.. ."[1] Pero es más porque "cuando el poeta vuelva algún día al paraíso natal, añorado y recreado desde el destierro, algo le faltará: sentirá entonces la nostalgia del presente, de las verdes barrancas, que al ser fatalmente perdidas con el regreso a la patria se convertirán en el nuevo —y viejo— paraíso.”[2] Es fácil acordar con Sólita Salinas de Marichal que Alberti es "esencialmente el poeta del destierro.”[3] Sin embargo, pese a esta perenne propensión a la nostalgia en Alberti, el motivo de destierro cobra nuevas dimensiones tras el patético destroncamiento espiritual y físico del poeta ocasionado por su exilio de España. El destierro se convierte en una auténtica realidad basada en un hecho material y no, como antes, simplemente en una predisposición psicológica. La separación ahora es absoluta y continua, temporal tanto como espacial.

Las consecuencias del exilio sentidas por Alberti y transcritas, simultáneamente, a su poesía son numerosas y profundas. Desarraigado, el poeta gira sin rumbo fijo, fuera de su órbita y sin sitio donde echar raíces. Negándose a adaptarse al ambiente ajeno que le ha sido impuesto, siente una enorme soledad dentro de sí y una irremediable incompatibilidad y frialdad hacia el medio en que vive. Por otro lado, sus sentimientos hacia su patria se intensifican hasta el punto en que su nostalgia por ella llega a ser una obsesión y su nacionalismo se traduce en un idealismo acentuado. En su poesía y en su corazón apenas cabe más que la España abandonada. Como no acepta el presente, el poeta intenta evadirse de él, viviendo constantemente en el pasado. Sin embargo, se da plena cuenta de que no vive ni aquí ni allí, ni en España ni en América, que su escape del presente es imposible, y que su retorno al pasado queda incompleto. Frustrado y solo, el poeta siente el peso de una melancolía agobiante que no puede menos de manifestarse en su poesía. "Una terrible carga de mortalidad pondrá plomo en las alas de su canto,” dice González Lanuza[4]. Todo lo que ve el poeta es un recuerdo del pasado "a la manera de esos viudos vueltos a casar y que insisten en no ver en su segunda mujer sino una imagen casi siempre insatisfactoria de la primera que, por olvido de sus naturales limitaciones, asciende a transformarse en paradigma.”[5] La nostalgia se revela en una imposición constante de su pasado perdido sobre su realidad presente, mientras que su frustración se refleja en la impregnación de su psique sobre sus imágenes poéticas y sobre el transcurso acompasado e independiente del tiempo. La voz del poeta alcanza resonancias graves y una tonalidad reflexiva a través del dolor, pero manteniendo siempre, bajo esa gravedad de expresión, chispas de la serenidad y alegría innatas en él para impedir, de ese modo, que su alma se rinda ante la soledad y la desesperación.

Cuando se ve obligado a despedirse de su patria, en marzo de 1939, y a encararse con la dudosa realidad de la expatriación, Alberti encuentra su contrafigura propicia en el Cid. "Como leales vasallos,” sección de Entre el clavel y la espada (Buenos Aires, 1941), es una glosa libre de los versos del Cantar de Mío Cid donde se habla del destierro del héroe y "se refleja la sensación de acoso y abandono, la impresión de desamparo sentida al ver las puertas cerradas, en sombra el campo, incierta el alba.”[6] El desterrado del siglo xx compadece al héroe del siglo xi y al retirarse comparte sus sentimientos de amor, temor, y rabia ante el rechazo de todos:

¿Quiénes son los que así marchan?

—Cerrad las puertas de casa.

¿Los que con la frente alta

van arrancando crujidos

de amor, de temor y rabia?

 

—Ni pan, ni silla, ni agua.[7]

Los pueblos, los llanos, los ríos, y los aires quieren seguir al héroe; pero éste sólo los puede llevar consigo en sus recuerdos y llorar fuertemente al tener que despedirse de ellos: "¡Qué sofocación tan grande: / bajo los arcos, doblada, / y hacia la mar, alejarse!” (532).

El dolor de Alberti, también inconsolable, le hace llorar igual de fuerte. Su lamento puede variar entre añoranza melancólica, pura elegía y lo simplemente patético[8], pero es en todo momento hondo y conmovedor. Busca el desahogo de su dolor en el llanto:

Dejadme llorar a mares.

largamente como los sauces.

 

Largamente y sin consuelo.

Podéis doleros...

 

Pero dejadme. (511)

 

Su tristeza le envuelve en un manto de viva oscuridad:

Las velas ya derramaron

cuantas lágrimas tenían.

No tienen más que llorar.

Empieza a ver. Me acompaña

tan solo la oscuridad.

 

La más viva oscuridad. (1055)

Las tinieblas del desconsuelo en las horas del despiadado despertar” le rodean como "altas figuras pálidas, sombras exangües,” y le arrastran, sin identificarse, hasta terribles abismos subterráneos de tristeza:

donde las voces llegan a ser como un susurro

de voces, un vencido

eco solo de voces,

subterráneas gargantas que murieran

por romper algún muro,

subir de alguna sima,

sacudirse de algo lento que las ahoga. (949-950)

Incapaz de desprenderse de "tanta noche” y de su "interminable desgracia desoída,” el poeta llega al punto de la desesperación ("Tú desesperas, tú sufres, / pierdes el sueño. Te irías.”), pero esto así ocurre en contra de su voluntad, puesto que su canto es de poeta "que no quiere desesperarse” (1098). Nada parece consolar por completo al poeta abatido; su mujer, su niña, sus amigos no bastan para apaciguar su dolor entrañable. El peso de ese dolor le apremia, en las primeras composiciones después de la guerra y a lo largo de los años de destierro, con su constante e implacable presencia:

Nos dicen: Sed alegres

..............................

Está bien. Yo quisiera, diariamente lo quiero,

mas hay horas, hay días, hasta meses y años

en que se carga el alma de una justa tristeza

y por tantos motivos que luchan silenciosos

rompe a llorar, abiertas las llaves del río. (918)

El tiempo no logra suavizar el dolor, sino, al contrario, como afirma Ciplijauskaite, "El dolor se intensifica a medida que las posibilidades del retorno van disminuyendo.”[9]

La voz llorosa que canta sus añoranzas, sus pérdidas, y sus soledades se hace íntima y pensativa. Durante la guerra civil la poesía de Rafael Alberti se sostenía en el presente; el poeta vivía su actualidad con entusiasmo y exuberancia. La acción dejaba a un lado la reflexión y cualquier pensamiento que no le empujara a participar con más fervor aún en el momento actual o no le orientara hacia un futuro de conquista. Pero con el destierro los contornos de su futuro ya no le son claros y peor aún su presente queda deshecho, roto e inseguro. Su visión gira hacia el pasado, porque en él se contiene todo lo que era suyo: sus momentos gloriosos, su patria, sus amigos y su auténtico ser. El desterrado necesita el recogimiento de sus pensamientos para poder juzgar el significado de las nuevas circunstancias en que se encuentra y para intentar recomponer su espíritu desgarrado. Sus poemas adquieren un tono confesional de diario, de apuntes secretos, de divagaciones mentales. La difusión de estas meditaciones puede encauzarse entre los rieles de la métrica fija o puede salir espontáneamente, como ocurre varias veces en los poemas en prosa incluidos en Poemas de Punta del Este donde, trabajando solo entre los pinares de Uruguay, Alberti escucha la voz interior de sus anhelos, recuerdos, dudas y deseos que le canta al compás del mar cercano y ai vaivén de la» nostalgia que inunda su alma.

A pesar de su lamento y su marcada visión nostálgica, Alberti conserva cierta serenidad y esperanza dentro de la tristeza. “Rafael Alberti se nos presenta en general como el poeta que ha conservado toda la gracia andaluza. Sus cantos nostálgicos son líricos y muchas veces dejan una impresión serena aun siendo tristes.”[10] En la obra de Alberti no se adivina el sentido de la vida en términos unamunianos como lucha trágica, como agonía constante, que se percibe en tantos de los exilados españoles[11], ni se ve esa nota de desesperación de un Juan José Domenchina, para quien el vivir a medias en el destierro se asemeja a la muerte y, por consiguiente, no puede ofrecer al poeta ningún consuelo ni vía de escape. Quizá esta disposición positiva de Alberti proceda de su temperamento andaluz y su gracia innata, como sugiere Ciplijauskaite[12], o quizás sea una prueba de valentía, como señala González Lanuza[13]. Los largos años de destierro no disminuyen su confianza en la posibilidad de que se realice el día de paz definitiva:

Un día los olivares

se llenarán de palomas

 

—Más palomas ese día,

madre, que hojas.

 

—Y, también, más que aceitunas,

hijo, palomas. (1088-1089)

Alberti nunca pierde su capacidad de soñar, de soñar "un futuro / que no le pese el ayer” (1086). El mismo define su canto como alegre ... Y, sin embargo, ¡qué alegre, / qué alegre y feliz ha sido / —y volverá a ser— mi canto!” 1082) y afirma con convencimiento su confianza en el retorno a ese canto alegre suyo:

Hoy digo: No estoy alegre.

Algún día voy a estarlo.

 

(Sin mentirme, voy a estarlo.) (1081)

Esta inherente tendencia a tener fe y a sobreponerse a la tristeza no impide que Alberti sienta, a su modo, el desarraigo, la desorientación, la vaciedad y la gran soledad que el destierro precipita. Alberti coincide con los demás poetas exilados españoles en sufrir las agudas consecuencias del desarraigo. Como dice Marra-López, si el español es, por naturaleza un ser arraigado y la situación del exilio le resulta angustiosa, la situación del escritor desterrado resulta aún más trágica: "pues si el resto de sus compatriotas se ven afectados por el desgajamiento que el exilio supone, el escritor se encuentra doblemente a la deriva, como español y como profesional. Toda expatriación supone, en principio, un aislamiento y fracaso total, desde el punto de vista de la intencionalidad intelectual. El impulso creador necesita ser realizado sobre la base de unos supuestos y unos materiales de experiencia naturales, unas vivencias’ que son las más de las veces fluidas, aprehendidas inconscientemente...”[14] Pero es más; si las circunstancias del destierro de todo escritor español se aproximan a la tragedia, entonces, para un poeta, como Alberti, con su sentido de lo popular y del andalucismo gaditano, tan enamorado de su terruño, el "cercenar sus raíces nutrientes y sustentadores, podría muy bien significar la muerte.”[15] Alberti no muere, pero el dolor del desarraigo sí le hiere con corte tajante, como a un árbol de raíces arrancado ("desenraizándote el corazón saliste, / lleno de tierra herida,” 948) y posiblemente incapaz de ser transplantado:

Pensaba el árbol pleno,

viéndose las raíces

de fuera, doloridas,

pensaba en lo imposible

de enterrarlas de nuevo

en nueva tierra... (615-616)

El desarraigo conduce al peor dolor: al de una existencia rota y ambigua. ("No hay dolor más dolor que un pulso muerto / entre dos hojas no correlativas,’’ 622). El desterrado siente su drama interior como una ruptura, como una tensión entre su pasión por España y sus discrepancias con el régimen actual. No puede vivir plenamente ni en el destierro, ni en la patria. No puede echar raíces en la tierra en que se encuentra, porque no está desarraigado de España. Si volviese, todo le parecería extraño; él se ha vuelto extraño, extrañado, desterrado[16]. No está en España y también rechaza el medio en que se encuentra. No está ni en un sitio, ni en el otro; verdaderamente no está en ningún lado. Aturdida, el alma extraviada pide al río el porqué de su situación:

Perdido está el andaluz

del otro lado del río.

 

—Río, tú lo conoces:

¿quién es y por qué se vino? (1027)

Sin recibir ninguna respuesta tiene que seguir arrastrando su existencia partida.

Como ha perdido el ancla de su vida, el poeta es inseguro, duda de su propia existencia, y siente que no tiene sustancia:

Pero no sé, viento solo,

perdido de estas barrancas,

si seré al fin lo que tú:

viento.

Algo que tan sólo pasa

y en nadie deja recuerdo.

 

Viento quizás, solo viento. (1043-1044)

El poeta vaga desorientado, cantando con voz trémula para espantar el miedo e intentando palpar algo que sea familiar. Huye de sus pensamientos agobiadores y busca a tientas, a modo de sonámbulo, una vía de escape; pero todo es en vano. La confusión de recuerdos le hunde destinándole a la disyunción para siempre:

Quieren sus palmas apretar, baldías,

esos propios espacios que antes pudo,

llenos, besar, henchir, cambiar de sitio.

Tres, cuatro, ¿seis? El hombre no lo sabe.

Inolvidado, en él se hunden confusas

paredes de memoria ya finadas.

Baja, baja a la calle siempre el hombre. (622)

La inseguridad en que sucumbe el desterrado no sólo influye en su presente sino que presta su sello al futuro del poeta también. Un futuro desconocido se abre ante el poeta duro, hostil y oscuro:

Ante nosotros, las cerradas puertas.

Este es el escabel, el seco filo

inicial de la entrada, la cuchilla

para los pies, que tienden los umbrales.

Cuida ... (621)

El dolor, "con todo su sabor amargo,” su "sabor a desenterrado,” y su "sabor a llanto,” dobla al poeta, infundiéndole un gran cansancio que le hace anhelar el sueño tranquilo o el desahogo del grito angustiado: "Puedes gritar, desgañitarte a lloros, / hasta erguir, llanto a llanto, grito a grito, / tanta desmantelada, hermosa vida” (621). La dureza, la hostilidad de las tierras ajenas, y su propia incompatibilidad con ellas intensifican su sentido de pérdida y ruptura:

Duras, las tierras ajenas.

Ellas agrandan los muertos,

ellas.

 

Triste, es más triste llegar

que lo que se deja

Ellas agrandan el llanto,

ellas. (536).

El mismo vivir es duro porque cada minuto de desvelo le tortura con el recuerdo de lo que ha perdido: "Es el desvelo / de no haberse olvidado que está vivo, / que está más vivo lo que ya no alienta, / quien, sombra abajo, lo fustiga, oscuro” (622).

El dolor con que Alberti siente el destierro es tan fuerte que el poeta ve manifestaciones de él en todo lo que le rodea —en el mar ("Huye el mar, doloridas las espaldas, / oyéndosele luego llorar desconsolado, / como niño sin postre en una carbonera,” 579), en el bosque (bosque "grande y solitario” que "vive como encerrado dentro de una nave de silencio,” 891, o que está vacío, salvo por la infrecuente presencia de un negro y mudo caballo), y también en la tierra misma, donde se reflejan toda la soledad y desamparo que el poeta siente:

América está muy sola

todavía.

 

¡Qué cuerpo deshabitado,

piel de desértica vida! (1050)

En "De los álamos y los sauces," sección de Entre el clavel y la espada, escrita en recuerdo de Antonio Machado, Alberti paga tributo al poeta de las Soledades y encuentra también un objeto al que sobreponer sus sentimientos y las facultades emocionales del ser humano. Los álamos son símbolos del anhelo por la altura, de la fortaleza, y de la firmeza, pero también son figuraciones de duelo, de sangre, y de muerte:

Veo en los álamos, veo,

temblando, sombras de duelo.

 

Una a una, hojas de sangre.

Ya no podréis ampararme.

 

Negros álamos transidos.

¡Qué oscuro caer de amigos!

 

Vidas que van y no vienen.

¡Ay, álamos de la muerte! (512-513)

Al personificarse, los álamos andan, cantan, tiemblan y sonríen. Incorporándose la intangible alma humana de esta manera a la tangible realidad del árbol, éste se transforma en palpitante ser con quien el poeta solitario puede dialogar. Alberti habla con los álamos; los llama "amigos en el mal tiempo,” porque le consuelan y le inspiran como fijo ejemplo de idealismo. El poeta se identifica con este árbol e intenta fundirse con la materia perdurable y la inherente fuerza del árbol ("Ahora me siento ligero, / como vosotros... Voy a crecer, a subir. / Voy a escalaros / ahora que tengo mil años,” 517), para poder compartir esa misma fortaleza e inmortalidad.

La fuerza inquietante del destierro influye no sólo en lo que el poeta ve sino también sobre el ritmo normal del tiempo o, al menos, sobre ese ritmo tal como lo percibe el desterrado a través de sus propias circunstancias de dolor, lejanía, y pérdida. La regularidad y constancia del paso del tiempo pierde sentido para el hombre exilado, convirtiéndose en un elemento regido por la disposición psíquica del hombre. Así que mientras que la intensidad con que siente su separación de España alarga el tiempo (“¿Ha pasado ya un siglo? Y no han pasado/ —¡oh llanto!— ni siquiera 2.000 días,” 652), la duración de esa separación subraya su fracaso personal y el veloz, pero seguro, vuelo del tiempo: 'Oigo, y sobre todo más intensa y dolorosamente después que cumplí cuarenta y cinco, el latido del tiempo, el '¡Cómo de entre mis manos te resbalas,/ cómo te desvaneces, edad mía!’ de Quevedo, el desvelado poeta de la muerte” (862). En otras ocasiones el tiempo no se mueve ni lento ni rápido, sino que queda encarcelado en la monotonía de su constante repetición, sirviendo de paralelo a la vida estancada del desterrado:

Otra vez en el balcón

del verano.

A cantarme nuevamente

cómo se va otro verano.

 

Nuevamente,

lo inmóvil que está el caballo,

lo inmóvil que pasa el río,

lo inmóvil que arde el bañado.

Nuevamente,

lo inmóvil que arde el bañado. (1033)

Esta suspensión del ritmo regular del tiempo y la intimidad de Alberti con la naturaleza, que discutimos antes, implican la soledad del poeta y su falta de solidaridad con el ambiente social en que se encuentra. Alberti lucha por encontrar algo que sea suyo y que tenga significado para él en su vida desarraigada y desorientada, pero da, en cambio, con la vaciedad y una soledad interminable. Canta alto "aunque esta tierra ni me escuche y hable” (512). Su sentido de vaciedad se traduce en imágenes de "vestidos huecos,” "mangas sin brazos” y un corazón de diez pisos "desamueblados” que nos recuerdan la desolación espiritual expresada en "El cuerpo deshabitado” de su Sobre los ángeles de 1929. Hay momentos en que ni siquiera los recuerdos hallan entrada en esta soledad. Hablando del dominio absoluto que tiene la soledad sobre los poetas exilados, Birute Ciplijauskaite escribe que "Si a ratos logran poblarla con fantasmas ideales, en lo hondo de su alma, saben que tal engaño no durará mucho y que al despertar los asediará de nuevo. ... Ninguno ha conseguido evadirse de ella; tiene sus redes en todas partes.”[17] Las momentáneas soledades de Alberti también se convierten en compañero perpetuo:

Fuego de mis soledades

momentáneas, en ti aprendo

lo que es la vida sin pan,

sin calor, sin ese sueño

que tiembla, fijo, en tu llama,

fuego.

..............................

De mi soledad de hoy

volveré contigo adentro. (1080)

La peor parte de este sentimiento es la soledad de España, el deseo de reanudar su vida auténtica abandonada en la patria perdida: "Es doble esta soledad: la tierra se queda sola, y el que se ausenta de ella no dejará nunca de sentir un hueco en su existencia.”[18] Las consecuencias psicológicas de esta ausencia espiritual de la patria son reafirmadas por el aislamiento material perpetuado por las circunstancias políticas del momento. Puesto que no se admiten sus libros en España, la voz del poeta queda vedada al público español, y al mismo tiempo, por otras razones, pocas obras o noticias literarias le llegan de España, dejándole completamente divorciado de España e incapaz de recuperarla.[19]

Alberti a veces busca la soledad voluntariamente para poder trabajar tranquilamente, como nos cuenta en su primer "Diario de un día” de Poemas de Punta del Este, o para estar a solas con sus pensamientos y sus recuerdos. Sin embargo, la soledad en Alberti por lo general es un dolor que le ha sido impuesto y no un estado que él mismo se ha buscado. Así que, por más que quisiera enfrentarse con esta soledad, Alberti termina por rebelarse contra ella. Reconoce, con franqueza, su incapacidad esencial de tolerar la soledad que le ha sido impuesta:

Yo no soy para estar solo.

Pienso de pronto que sí,

y pienso que no, de pronto.

Me espanta la soledad. (1076-1077)

A su propia pregunta de si él es hombre de soledad, responde que antes pensaba que lo era, pero "Ahora, cuando me quedo solo demasiado tiempo, perdido el choque de mi vida con la de los demás, siento que en mí se paraliza algo, remordiéndome. Y entonces vuelvo de mis soledades con más renovadas ansias de contacto” (864). Prorrumpe un grito que es mitad protesta y mitad desesperación: "¡Qué solo estoy a veces, oh que solo;/ y hasta qué pobre y triste y olvidado!” (895) y luego, con voz mendicante, pide un mínimo trozo de paz interior:

Dadme al que vuelve, ¡por amor!, un trozo

de luz tranquila, un cielo sosegado.

¡Por caridad! Ya no me conocéis ...

No es mucho lo que pido... Dadme algo. (895)

El alma del poeta se incorpora para contrarrestar su soledad pero sin nutrir la hostilidad y misantropía de algunos exilados. Ansiosamente busca el escape o el olvido ("A la soledad me vive/ para ver si encontraba el río/ del olvido,” 1029); llena el hueco de su ser con recuerdos placenteros; o simplemente canta, porque "no hay nadie/ que esté solo si está cantando" (1053) -

Alberti invita a sus amigos a llorar con él, convirtiendo así su llanto particular en lamento plural, general, para todos sus amigos desterrados o difuntos. A diferencia de la mayoría de los poetas exilados después de la guerra civil, Alberti considera su situación de desterrado como ejemplo de un ser aislado entre una amplia colectividad de personas con semejantes experiencias en vez de como caso especialmente señalado por el destino para la calamidad. El no es caso único; también "Antonio, Juan, Francisco o Pedro/ a otras orillas arribaron” (1049). Al recurrir a la figura del Cid en la sección "Como leales vasallos” de Entre el clavel y la espada, Alberti confirma su concepción del exilio que sufrieron tantos en 1939 no como incidentes aislados o una dispersión de individuos sino como un gran éxodo de gentes unidas en sus valores fracasados y en su mutuo dolor. La camaradería siempre ha desempeñado un papel significativo en la vida y obra de Alberti: en sus años juveniles de poeta incipiente[20], en sus años de activa participación en causas políticas revolucionarias, y ahora también en las horas solitarias del destierro. Prueba patente de ello es la cantidad de poemas escritos en el destierro para sus amigos: "De los álamos y los sauces” a la memoria de Antonio Machado, su "Elegía fúnebre” para Miguel Hernández, un poema en recuerdo de "un poeta asesinado,” otros poemas para Vicente Aleixandre, Paul Eluard, sus amigos americanos, y hasta colecciones enteras (por ejemplo, Poemas diversos, 1945-1959 y Poemas con nombres, 1965-1969) de poemas circunstanciales dedicados a varios amigos suyos. La comunión en el dolor y las amistades en el destierro parecen mitigar la desolación de la soledad. Al generalizarse la expresión albertiana, ésta se hace universal y Alberti se convierte en intérprete lírico del sufrimiento mutuo[21].

No obstante lo susodicho, al mismo tiempo que Alberti se evade de la soledad, él mismo intensifica el alcance de esa soledad y su sentido de vacío, porque se niega a adaptarse a su nuevo ambiente. Su afecto por España, o al menos por la España que él conocía, le impide traicionarla con integrarse por completo a otra patria. Agradece la hospitalidad del país que le ha acogido, pero su corazón está vuelto hacia España, hacia el día venidero en que pueda reunirse con ella o hacia aquel pasado en que gozaba de su presencia. Más de veinte años de residencia en América no son suficientes para echar raíces permanentes en la nueva tierra, y en 1963 deja América para regresar a Europa. Aunque el cuerpo ha sido obligado a separarse de su tierra, el alma sigue allí todavía, y allí quiere quedarse:

Allí yo siento el corazón, los ojos

allí casi cegados por la luz sólo miran,

allí me sube la palabra, el himno

allí me brota igual que si surtiera

de una templada fuente.

Dejadme allí, que allí yo seré el bueno,

el más dócil y dulce, el más oído. (889)

Este desarraigo, perpetuado porfiadamente por parte del poeta, es un fenómeno común entre todos los desterrados, según explican estas palabras de Durán: "Una negativa obstinada, a veces consciente, otras no; y lo que nos negaba más a aceptar era, nada menos, que el presente tuviera razón, peso, sentido. Los exilados seguían viviendo en Madrid, en Barcelona, en Valencia. Y si el mundo exterior les enviaba unos árboles, unas calles, unas voces que correspondían más bien a los detalles cotidianos de alguna ciudad americana, era que el mundo exterior andaba un poco trastornado —cosas de la guerra— pero aquel espejismo no podía durar.”[22] Alberti siente la presencia viva de España y en el destierro el poeta todavía sigue rodeado del paisaje español. Aunque sienta cierta intimidad hacia los pinares de Uruguay, nunca llegarán éstos a substituir su afecto por los pinares del Guadarrama ("Pinar, te quiero y te digo / que habrá un pinar en España / que siempre hablará conmigo,” (870). Y aunque sea una noche otoñal bajo el cielo austral, con su Cruz del Sur, el poeta sigue viendo la Osa Mayor de su hemisferio norte y pensando en la primavera que empieza a brotar allá en España. El poeta sólo vive por su patria, sueña con ella, sufre por ella. Le duele ver a España vencida y martirizada como toro herido, volcado, moribundo, que resolla de sangre y brama "por abrir una brecha en el cielo.” Le oprimen sus visiones de una España ensangrentada sobre "un seco mar de llanto” y desde lejos le llaman voces de muerte y pena al contemplar a su patria amortajada entre violetas.

Pocos recursos le quedan al poeta para mitigar su dolor menos el desahogo del llanto y la evasión mediante los recuerdos nostálgicos. Llora "largamente como los sauces” y junto a los algarrobos de América: "Algarrobos de América,/ me veis llorar,/ junto a la rota vida/ y el nuevo andar” (506-507). La nostalgia, sin embargo, es el mayor consuelo que tienen los exilados a su disposición, como indica Ciplijauskaite: "Sólo la imagen de la patria les da fuerzas para resistir el dolor y las desdichas del destierro. Sólo esperando poder volver aguantan la vida del exilado.”[23] La idea del feliz retorno siempre está viva en Alberti:

Al dejar el vestíbulo,

ya no tienes más ámbito que el de los escalones

que uno a uno descienden a las viejas aceras,

ni más dulce consuelo que perderte invisible,

peregrino en tu patria, por sus vivos retornos. (914)

Cree firmemente en la posibilidad de su realización cuando, dirigiéndose a las barrancas del Paraná en "Baladas del posible regreso,” les dice "conmigo os iréis el día/ que vuelva a pasar la mar” (1030). El canto nostálgico lleno de melancolía y recuerdos de la vida feliz perdida en su juventud española se convierte en tema único en la poesía de postguerra de Rafael Alberti. Todos los demás temas —mar, amor, amistad, naturaleza— son secundarios a esta obsesión suya y resultan todos, directa o indirectamente, ligados a su nostalgia esencial. Hasta su interés reanudado en la pintura puede considerarse como una tentativa de encontrarse de nuevo en esos años juveniles cuando todavía contemplaba una carrera de pintor.

La nostalgia, como cualquier obsesión, puede llegar, por sus excesos, casi a un nivel de vicio, cegando al poeta y distorsionando la realidad que se plantea delante de él. Sus prejuicios contra el medio que le rodea impide que encuentre o busque en él algo que le agrade. La nostalgia, dice Alberti aleja y cambia todo ("Siempre esta nostalgia, esta inseparable/ nostalgia que todo lo aleja y lo cambia,” 1029); nada es igual a lo que tenía antes —ni el viento, ni la tierra, ni el sueño de amor, ni la estrella, ni la noche misma. Lo que ve no es la realidad palpable y presente sino una imagen de su perdido pasado sobrepuesta a esta realidad, la cual siempre juzga inadecuada e inferior. Mira el Paraná y su bañado, pero ve el campo y el río de Jerez de la Frontera mientras el paisaje americano queda completamente ofuscado por las imágenes resucitadas. Oye "trenes en el viento” que son "trenes lejanos/ que van hacia el Guadarrama.” Cuando saborea un vino americano, se le llena el corazón de repulsión y de pena porque no alcanza la calidad del vino español:

... cuando llega

al labio de quien la bebe,

más que alegría es ya pena.)

 

Vino que no hace cantar,

no es vino de nuestra tierra.

 

Lo mejor aquí es el río,

el agua corriente y fresca. (1083)

Todo esto atestigua que en el caso de un desterrado como Alberti la ausencia de su patria sirve no de agente del olvido sino de estímulo que acendra y aumenta su amor por ella, envuelta ahora en un vaho de idealización.

La imagen de España es imborrable. Todo —tanto lo visible como lo invisible, tanto lo concreto como lo abstracto— es para Alberti un recuerdo de España. Su poesía de postguerra está esencialmente motivada por un deseo profundo y conmovedor de recordar y hacer volver su pasado. América no puede reemplazar a España porque, amén de ser eso una traición a su patria y a su auténtico vivir, América representa para él demasiada tristeza. Los recuerdos de las catástrofes de la guerra le abruman, pero nada consigue borrar la belleza natural de su patria: "No puede, no, no puede la belleza/ morir o ser cegada/ por cualquier conmoción o cataclismo’’ (893). Sigue el mar tan bello como siempre, persiste la arena, continúan los pinos y los montes. España, para Alberti, existe fuera de su alcance, pero sobrevive por encima de todos los muertos allí en la lejanía: "No moriste,/ porque ellos nunca murieron./ Tu hermoso rostro de siglos/ está en ellos” (1061). La imposibilidad de olvidarse de su vida dejada en España se confirma en el fracaso de sus esfuerzos por huir de ella. El peso y la omnipresencia de los recuerdos son inescapables, dominando éstos por completo la voluntad del poeta. Con mentalidad de obsesionado, el poeta ve reflejos de España por doquiera: en los caballos al lado del Paraná, en los barcos, en los pinos, en el mar, en los colores, en las nubes, en los trenes, en todo. Por semejanza con España o aun por formar contraste con ella, todo sirve de punto de referencia que orienta al poeta hacia el pasado y le facilita un retorno mental. Consta destacar que pese a la melancolía que oscurece su espíritu, en lo más hondo de su subconsciencia, Alberti ni desea ni intenta olvidarse de su pasado. Su vida consiste en una persistente búsqueda de rastros palpables de su pasado y de modos de retornar a él.

El inevitable retorno del pasado se puede explicar por varias razones. Como atesta Aranguren, la predisposición de los desterrados a vivir entre sus remembranzas y sus nostalgias, en la España no de su realidad, sino de su corazón, les ciega a la cruda luz de un presente. Por serles ajeno ese presente, niegan su existencia y, por consiguiente, se exigen el retorno a la única vida que aceptan como viable: aquella dejada en el pasado[24] Con palabras semejantes Ciplijauskaite resume el dilema del exilado: "Ninguno de ellos puede participar plenamente en las actividades del mundo. El destierro ha producido un vacío en torno a ellos y la vida exterior de cada día que ven alrededor les es ajena. Se produce en todos una reversión a lo anterior, buscando allí el hilo que les permita, reanudando las dos vidas, la continuación de su existencia[25].” En suma, el desterrado tiene que volver al pasado porque allí está su vida. El presente es un vacío sin significado y el destierro un mal del cual quisiera evadirse. El recuerdo de los días despreocupados de la infancia y la juventud se convierte en bálsamo para sosegar el alma partida por el dolor del destierro. Según los días de inocencia infantil, alegría, y libertad van sumiéndose en el abismo de la lejanía cronológica, el poeta necesita aferrarse con más fuerza aún a los recuerdos y a la resucitada visión de ese pasado feliz para volver a crearlo y mantenerlo vivo en los confines del mundo de la poesía que, por su capacidad de hacer revivir las cosas perdidas en la temporalidad, salva el pasado del poeta de las garras aniquilantes del tiempo. Como el poeta no disfruta de un presente viable, la pérdida también del pasado significaría el vacío completo, la muerte.

Así la nostalgia, tema perenne en Alberti, adquiere en el destierro dimensiones de obsesión y un profundo sentido existencial que deriva de las necesidades humanas de auto-conservación. La ilusiva vuelta a su pasado manifiesta el deseo instintivo del poeta de no hundirse en la vaciedad de su presente sin sentido. Tras las llorosas despedidas del primer momento de exilio, se extienden, como hemos visto, años de desarraigo, cansancio, inseguridad y soledad. Con su vida rota y su alma pronta a romperse, el poeta no puede menos de acudir a su poesía para verter allí la expresión de su dolor y hacer revivir en ella los recuerdos de su patria querida. Aunque el poeta está en América, su alma sigue en España, viviendo de ella y sufriendo con ella. Las exigencias psicológicas de la nostalgia hacen imposibles el olvido o la traición de su amor ciego por su patria con una desviación de afecto hacia otro país. El destierro es un dilema palpable e inexorable que no se resuelve, sino que se contrarresta con los efectos aliviantes del recuerdo nostálgico. Además, ayudan a salvar a Alberti de los abismos de la situación desesperante del destierro su temperamento optimista, que le permite alcanzar la serenidad a través de la melancolía, y su actitud humanista, que le deja ver el destierro como destino colectivo en cuya pluralidad residen el consuelo de la camaradería y la encendida esperanza de la realización venidera de sus sueños.

Notas:

[1] Solita Salinas de Marichal, "Los paraísos perdidos de Rafael Alberti”, Insula, Año 18, No. 198 (mayo 1963),

 

[2] Ibid.

 

[3] Ibid.

 

[4] Eduardo González Lanuza "Homenaje a Rafael Alberti”, Sur, No. 281 (marzo-abril, 1963), p. 59.

 

[5] Ibid.

 

[6] Ricardo Gullón, "Alegrías y sombras de Rafael Alberti (segundo momento)”, Asomante, 21, No. 1 (1965), 34.

 

[7] Rafael Alberti, Poesías (1924-1967), Madrid: Aguilar, 1972, p. 535. Las páginas citadas entre paréntesis en el presente estudio proceden de esta edición de las poesías de Alberti.

 

[8] Ver Eduardo González Lanuza, "Rafael Alberti: Entre el clavel y la espada”, Sur, No. 86 (noviembre, 1941), p. 75.

 

[9]  Birute Ciplijauskaite, La soledad y la poesía española contemporáneo (Madrid: Insula, 1962), p. 207.

 

[10] Ciplijauskaite, p. 214.

 

[11] Para noticias sobre la presencia de Unamuno en los españoles exilados ver José Luis Aranguren, Crítica y meditación (Madrid: 1957), p. 189 y José Marra-López, Narrativa española juera de España (1939-1961), Madrid: Ediciones Guadarrama, 1963, pp. 72-78.

 

[12] Ciplijauskaite, p. 220.

 

[13] Eduardo González Lanuza, "Homenaje a Rafael Alberti”, p. 55,

 

[14] José Marra-López, p. 55.

 

[15] Eduardo González Lanuza, "Homenaje a Rafael Alberti”, p. 55,

[16] Aranguren, pp. 191-192.

[17] Ciplijauskaité, p. 206.

 

[18] Ibid., p. 199.

 

[19] Para una discusión más completa de este tema ver Manuel Durán, La generación del '36 vista desde el exilio”, Cuadernos Americanos, 25, No. 148 (1966), 223-228.

 

[20] Recordemos, según Alberti nos cuenta en Arboleda perdida (Buenos Aires: Compañía General Fabril Editora, 1959), pp. 214-215, como sus ansias de tener amigos le llevó a gastar con completa despreocupación el dinero de su Premio Nacional de Literatura: "Por las heladerías que me salían al paso, tomaba helados, convidando a cuanto desconocido no ponía reparos en aceptar mi invitación. . . La gente me miraba, pero \o seguía tan campante, comiendo helados y ofreciéndolos. Gran parte del premio se me evaporaría así aquella primavera: frescando la sed de amigos y personas cuyos nombres ignoraba y que jamás volvería a ver”.

 

[21] Claude Couffon, ed. Rafael Alberti (París: Editions Pierre Seghers, 1966), p. 79, mantiene que es por la ternura lírica y su llanto desarraigado y no por su poesía política o satírica que Alberti llega a ser intérprete del sufrimiento de su pueblo: "Pourtant ce ne fut pas par sa poésie politique ou satirique qu’Alberti devait interpréter le mieux les souffran-ces de son peuple déraciné, son amertume, son désespoir devant un exil que sa durée finissait par rendre intolérable et obsédant. Non, sa meilleure arme de combat ce fut —ce sera toujours— la tendresse lyrique, le cri déchirant de l'Espagnol blessé par 1 eloignement, détruit peu á peu par le temps, et dont la vie est une incessante quéte par la mémoire des paysages et des étres du pays natal, ce paradis perdu.”

 

[22] Durán, p. 222. Durán también cuenta aquí que un día en Cuernavaca Joaquín Xirau le dijo, "Mañana tengo que regresar a Barcelona”, queriendo decir, en el pleno consciente, "con la voz de sentido común”, que tenía que regresar a la ciudad de México, pero sin darse cuenta de la substitución. Aunque su vida continuaba en México, su voz interior y su alma seguían en Barcelona.

 

[23] Ciplijauskaite, p. 203. Este crítico mantiene que "La imagen de la patria perdida es el tema más importante en la poesía del exilio” y que la poesía más bella la forma precisamente esta poesía nostálgica llena de melancolía y recuerdos de la vida feliz (p. 200).

 

[24] Aranguren, pp. 192-193.

 

[25] Ciplijauskaite, p. 205.

 

ensayo de Catherine G. Bellver
Publicado, originalmente, en "Cuadernos americanos"

Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

Link del número enero/febrero 1976 Año XXXV Vol CCIV:

http://www.cialc.unam.mx/ca/CuadernosAmericanos.1976.1/CuadernosAmericanos.1976.1.pdf

 

Ver, además, Rafael Alberti en Letras Uruguay

 

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