El Aviso, las señales de Nazca

por Carlos Germán Belli

Desde la cabina de una frágil avioneta, he aquí repentinamente, una tras otra, más de cuarenta figuras y líneas trazadas con precisión milimétrica hace mil quinientos años a ras del suelo a pocos kilómetros de la bahía de Paracas, en el Pacífico, en uno de cuyos acantilados se observan también grabadas tres cruces o, si se quiere, un candelabro o un tridente. El contemplador, desde arriba, tiene ante sí una vasta zona donde hay surcos cavados en una profundidad de cinco a diez centímetros sobre una superficie de arena entremezclada con pedruscos, configurando trazos que reproducen una monumental y nítida composición. Así, larguísimas líneas paralelas, simétricos espirales, una solitaria imagen humana y diversas figuras zoológicas.

La vista aérea de los dibujos de Nazca probablemente no habría sido posible si cierto día entre fines del siglo XV y albores del XVI, en Fiésole, alguien no hubiera a su vez reflexionado acerca del vuelo de un milano, que remontaba los cielos sin batir las alas. Por esta fortuita observación, Leonardo da Vinci había comprendido el enigma del aleteo, y empezó entonces a imaginarse y dibujar aparatos destinados a elevarse por el firmamento, como los propios pájaros. Más antes, en Córdoba, bajo el califato de Abderraman II, en los alrededores del año 852, el filósofo y matemático Abul Quasim Abbas ben Firmas, con unas alas artificiales adheridas a los brazos y hombros (a la manera de los ángeles intenta volar. lanzándose desde un promontorio, y tras de hacer un vuelo planeado se desploma, se desploma y queda inválido para el resto de sus días.

En las antípodas de la florentina Fiésole y de la bética Córdoba, más o menos por el año 550, hay quienes se dedicaban en cuerpo y alma a dibujar sobre la corteza terrestre. Pero eran imágenes tan colosales que acaso sólo podían ser percibidas por émulos de Abul Quasim Abbas ben Firmas, o desde aparatos como los soñados por Leonardo. La misma concepción, trazado y contemplación posterior de estas líneas y figuras, están de suyo asociados a la altura y en consecuencia al vuelo, que es el acto de elevarse como las aves hacia el aire (medio más sutil que el agua), y que simboliza a su vez la fantasía y el pensamiento. Es la elevación ya como sinónimo del saber cifrado en los dibujos, ya como movimiento en el espacio para concebirlos y contemplarlos.

Poco antes de que los aviones comenzaran a sobrevolar Nazca, en las páginas de una revista limeña, en 1922, en una concisa entrevista se lee la siguiente frase: “Siempre a lo desconocido”. Es el lema de José María Eguren, quien pasó casi toda su vida en el balneario de Barranco, a orillas del Pacífico, a unos quinientos kilómetros de las pampas. Nunca salió de Lima ni supo tal vez de la existencia de los dibujos, pero no cesó de cruzar el umbral de lo desconocido, al rastrear diariamente las correspondencias entre lo visible y lo invisible. En el fondo, un presagio adivinatorio que fue puesto de manifiesto en vísperas de que los trazos pudieran ser vistos en toda su magnitud y complejidad.

No sólo la premonición egureniana sino también la coincidencia sorprendente. El azar es decisivo como una potencia del destino, al escoltar los pasos de María Reiche hacia estas latitudes, en medio de la multiplicidad y heterogeneidad de los caminos del mundo, algunos de los cuales ella bien pudo escoger. Desde su natal Alemania, se enrumba hasta acá guiada por la fuerza de la intuición, tal vez a modo de los impulsos que reciben algunas migraciones de peces y pájaros, cuyos repentinos desplazamientos se explican sólo por una oculta armonía cósmica. Frente al Pacífico, a la intemperie, bajo el sol incandescente, sumida en la más tremenda de las soledades, María Reiche ha dedicado prácticamente todo su tiempo a la conservación y estudio de los dibujos de los estudios de Nazca. En virtud de ella, y de nadie más, sin duda alguna, los trazos se han mantenido intangibles, y, por fortuna sigue subsistiendo el colosal criptograma, que guarda en sí la llave codiciada.

Nadie sospecha cómo han podido ser vistos los dibujos de Nazca antes de la era del avión. Hasta hoy tampoco se sabe a ciencia cierta respecto a su sentido y alcances, si en verdad constituyen un santuario, un mapa astronómico o inclusive una base destinada a vuelos interplanetarios, como algunos lo conjeturan sin reticencias. Al parecer tampoco se han descubierto los cálculos matemáticos que hicieron posible la materialización de estas líneas y figuras, ni nadie sabe cómo han logrado mantenerse intactos los surcos que las representan, pese a la erosión de los vientos en el curso de quince centurias.

La vista humana sí distingue desde las alturas claramente una sola cosa: gigantescas incisiones en la superficie. Son tatuajes terrenales que reproducen variados dibujos, realizados no sobre lienzos, ni tablas, ni paredes, sino sobre la viva piel del mundo.

Sin duda, como imágenes visuales, recuerdan las obras del land art (arte de la tierra), y una vez más lo ejecutado en Nazca siglos atrás se da la mano con las manifestaciones de la estética moderna. En este caso es la fantasía desatada al infinito, que hace uso de la naturaleza no sólo como fuente de inspiración sino aun como componente del lenguaje plástico. Algo así como cuando Vicente Huidobro pretendía que la rosa, no ya loada a la distancia, fuera creada en el seno de la escritura, como si el poeta oficiara de hacedor divino. Efectivamente, entre los dibujos milenarios y las creaciones land art se insinúa un paralelo en lo que atañe a la expresión formal. ¿Cómo no recordar, pues, el rompeolas en espiral en medio de un lago sagrado y ceñido de algas, la gigantesca cortina anaranjada extendida como un tendal entre dos montes distantes; y, sobre todo, la montaña marcada a fuego como el lomo de una res?

Pero la contemplación aérea de las pampas de Nazca significa mucho más. De pronto, aparece un médium en el umbral por entre las tinieblas. Es la mujer féerica cuyo magnetismo nos eleva al firmamento, en un paseo perpetuo por las regiones inaccesibles, como una deidad bienhechora que quiere devolvernos lo perdido. El ojo interno entonces —no el que revela la realidad circundante— pone en evidencia que la percepción desde la bóveda celeste, de arriba abajo exactamente, tal vez equivale a la conciliación de las nociones opuestas, específicamente, lo alto y lo bajo. Es el aviso, son las señales. La noticia de lo desconocido a través de signos por ahora indescifrables. ¿Por qué no imaginamos, pues, que en los aledaños de la bahía de Paracas, dejan de ser percibidos contradictoriamente el pasado y ei futuro, la vida y la muerte, lo comunicable y lo incomunicable, y que de repente podemos vislumbrar el punto supremo, causa de todas las cosas?

 

Crónica de Carlos Germán Belli

 

Publicado, originalmente, en: Revista tsé-tsé Nº 2 año 1996

Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires
Fechas de publicación: 1995-2008
Números publicados: 19 (tres números dobles)

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/tse-tse-n-2/

 

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