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La perra vida de los Rosales
Luis Barud
luisebarud@hotmail.com
 

Ese viernes comieron un asado de Pacú en la casa de los Rosales. Alberto festejó el triunfo de Colón, encaminado definitivamente al primer ascenso de su historia a primera división. Toda Santa Fe se convulsionó con la campaña sabalera. 

Los Rosales vivían en el barrio de Guadalupe, frente a la rivera del Paraná. Apenas cruzaban la calle, daban con la mansedumbre del río. Pasaban las tardes de domingo a mate limpio, observando el paso de los pescadores en sus canoas, en busca de algún dorado.

Esa noche, Alberto Rosales -visitador médico, 54 años, fanático de Colón- dio rienda suelta a su alegría. El equipo rojinegro acababa de ganarle en Campana a Villa Dálmine por tres a uno y se cortaba solo al campeonato, a cinco fechas del final.

Alberto festejó con estilo bien santafecino: un Pacú a la parrilla. Silenció la radio cuando todo terminó y la música siguió a los gritos triunfales de la justa deportiva. Limpió con parsimonia el pescado y encendió el fuego.

Se acompañó con cerveza. El calendario marcaba el 2 de diciembre de 1966. Eran las diez y media de la noche, con una temperatura de 28 grados y una humedad de casi el cien por ciento. El insoportable diciembre a la orilla del río. 

Mónica, la esposa de Alberto, terminó de darle un planchado ligero a la remera de Albertito, listo para asistir a un baile en el club Guadalupe. 

Un hilito de voz sollozante llegaba desde la pieza de Rosarito, la joven de 20 años que trabajaba desde hacia ocho meses en la casa como doméstica.

Lloraba sin consuelo. Había llegado recomendada por la madre de Alberto, oriundo de Esperanza, un pueblo pujante ubicado a 35 kilómetros de la capital.

Mónica era subdirectora del Colegio Nacional Simón de Iriondo, con dedicación exclusiva. Era referente de una familia de clase media con aspiraciones. Conseguir una empleada para su casa, con la carga de tres hijos varones y adolescentes, era más importante que ella misma.

Fue por eso le encomendó a su suegra Elvira que le consiguiera a alguien y entonces apareció Rosarito.

A medida que el pescado avanzaba irresistible en la parrilla, la crisis de la niña se agudizó. Fue cuando Mónica decidió sentarse junto a su cama, preocupada ante la manifestación de dolor. 

Una pena de amor imposible. Esa fue la explicación de la joven para su patrona. Nada que ella pudiera solucionar ni tampoco con entidad para alarmarse tratándose de una adolescente, se dijo para si la dueña de casa. 

Roberto y José, los dos más chicos llegaron a tiempo para sentarse a la mesa. Alberto puso el Pacú en la tabla y caranchearon la exquisitez en un santiamén. Cerveza y la desaparecida gaseosa Canada Dry -que suplantaba a la Coca Cola- sin permiso por ese entonces para ingresar a territorio santafecino, acompañaron el menú. 

Esa noche Rosarito no cenó. Prefirió quedarse en su pieza una vez que la patrona logró calmarla.

El sábado arrancó con la rutina de siempre. Alberto se preparó temprano para viajar a Esperanza, donde lo esperaban sus amigos para jugar un partido de fútbol, excusa para el asado y la sobremesa. Y luego, volver cerca de las nueve de la noche a casa. 

Rosarito lo acompañaba hasta la entrada a Esperanza, donde bajaba del auto y caminaba unas diez cuadras hasta su casa materna. Volvía en el primer colectivo del lunes por la mañana. Una rutina repetida desde que la joven comenzó con su trabajo.

El domingo por la tarde sonó el teléfono en la casa de los Rosales con una noticia preocupante. La madre de Rosarito preguntó por su hija, que no había regresado ese sábado a pesar de acordar que así sería. 

Mónica se mostró desorientada. Según Alberto, la joven había bajado como siempre en el ingreso del pueblo e incluso la recordaba caminando animada hacia su hogar, bajando por la calle de tierra que anunciaba los andurriales del pueblo.

La madre cortó la comunicación y corrió desesperada al destacamento policial. 

El lunes siguiente, sin novedades a la vista de la muchacha, la patrona decidió viajar a buscarla. En la vivienda estaba la madre quien, desesperada ante la falta de noticias de su hija, optó por contarle a la mujer la más cruel de las frealidades: la chica estaba embarazada del patrón -su esposo y padre de sus tres hijos- con quien mantenía una relación amorosa desde el inicio de los viajes a Esperanza. 

El detalle que la mujer le entregó a Mónica fue guardado con sigilo. Sirvió para probar la verdad de los dichos de la madre de la empleada. Alberto y la niña, llegaban cerca de las diez de la mañana al parador El Camionero, ubicado unos diez kilómetros antes de Esperanza y tomaban una habitación hasta el mediodía, cuando Rosarito bajaba alegremente del auto rumbo a su casa.


Los Rosales presintieron que la madre de la joven abrió las puertas de su infierno. Alberto montó en cólera, insultó, gritó y amenazó con dejar la casa si su esposa era capaz de sospecharle.

Mónica sintió íntimamente que su marido mentía. Ahora, además, tenía la intuición de que podía ser un asesino. Mientras el matrimonio no terminaba de saldar la disputa, la Policía no podía dar con el paradero de la joven, que parecía tragada por la tierra. Alberto declaró tres veces en dos semanas, repitiendo siempre los mismos dichos. Dejó a Rosarito en la entrada del pueblo y no volvió a saber nada de ella. 

La última vez, sin embargo, la Policía ingresó una pregunta adicional y clave que Alberto no esperaba: el embarazo. Negó la relación categóricamente. Esa misma tarde le incautaron el auto en busca de algún indicio de la joven. Buscaban sangre, presumiendo una posible pelea allí dentro, con el posterior asesinato de Rosarito. Nada de nada. Ni una mancha, ni una gota, ni una esperanza. Las sospechas quedaron en eso.

Justo al cumplirse un mes de la desaparición de Rosarito, la Policía detuvo a Alberto Rosales en el momento que se sentaba a cenar en su casa de Guadalupe. El dueño del parador dio un detallado testimonio sobre el alquiler de la habitación que la pareja tomaba todos los sábados, a media mañana. 

Alberto no pudo seguir negando los hechos ni ante su esposa ni ante la Policía. Salió de su casa esposado, con medio vecindario asomado a las ventanas. Una vergüenza impensada, hasta entonces, para los respetables y considerados Rosales, que se movían en círculos sociales importantes de la ciudad de Santa Fe.

Como era de esperar, Alberto admitió su relación con la joven pero negó cualquier participación en su desaparición. Su abogado defensor, hábilmente, dejó a la investigación sin pruebas y luego de ocho meses Alberto volvió a su casa. Apenas lo recibieron por una semana, tiempo durante el cual debió apurarse para procurar otra vivienda y un nuevo trabajo. Su vida se destruyó de un soplo. Juró y perjuró no tener nada que ver con la desaparición de la chica ni con la paternidad del hijo que le atribuían. 

No le creyeron ni sus propios hijos. Cargó con el estigma de la muerte de Rosarito. Todos los meses, durante años, se presentó ante el juzgado de Esperanza, certificando que estaba a disposición de la Justicia sin ánimo de fugarse. Un amigo, entre los pocos que le quedaron ante el abandono masivo por esos días, le consiguió un trabajo de capataz en el puerto de Santa Fe. 

Con eso subsistía diariamente. Anotaba los movimientos de los estibadores en una planilla, y luego la entregaba en la sede de la cerealera ubicada en Colastiné. Su vida se convirtió en una fotografía gris y deslucida. Pagaba con el ostracismo y la soledad su pecado. 

Antes de cumplirse diez años de su desaparición, Rosarito apareció una tarde en su casa de Esperanza. Tenía dos hijos con un prófugo misionero, finalmente detenido por la Policía, con el que se marchó la mañana en que se ausentó definitivamente. 

Volvió buscando un lugar donde mantener a su descendencia. Ni Alberto la mató ni era el padre de su hijo mayor. La conmoción fue inmensa en el pueblo. Su madre urgentemente llamó a la casa de los Rosales. Quería ella cerrar la tragedia de la familia, que casi diez años antes, abrió con un grave reproche. 

La atendió Mónica quien, tras escuchar a la mujer, rompió en llanto y colgó el teléfono. 

Era tarde, Alberto se había suicidado dos años antes, solo y deprimido, la noche del día que cumplió 63 años. Se colgó de una soga en el muelle de Santa Fe.

Luis Barud

luisebarud@hotmail.com
Diario Puntal de Río Cuarto
5
de diciembre de 2010

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