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Crónicas del crimen

La maldición de la quebrada
Luis Barud
luisebarud@hotmail.com
 

Los esperaba una comisión de Gendarmería. Les costó un día y medio bajar a duras penas, del peñón trasero del Aconcagua. La expedición estaba terminada sin remedio.

Habían intentado subir los primeros días de noviembre. Ricardo Almirón, un experimentado andinista de 54 años, comandaba la misión dispuesta a hacer cumbre en menos de veinte días. Además de Almirón, tomaron parte dos amigos de este, José Luis y Renato Florís, su yerno Maximiliano Zabala, esposo de su hija Josefina, quienes vivían en la localidad de San Martín distante a 50 kilómetros de Mendoza y dos primos de este, Eduardo y Matías Sánchez.

La expedición se preparó durante seis meses. Los hermanos Sánchez y Maximiliano, se alistaron en San Martín, donde explotaban una venta de pasas de uvas.

Maximiliano llegó a la familia Almirón a pocos meses de conocer a la joven Josefina. En un viaje a Mendoza, para cerrar una operación de venta de pasas de uva a Buenos Aires, se topó con Josefina en la oficina de ventas oficiales. Trabajaba allí por pedido de su padre, un conocido empresario al Secretario de Comercio. 

Se gustaron mutuamente y comenzaron a salir, en menos de una semana. El romance creció vertiginosamente. En menos de un mes, Maximilliano visitaba la casa de Josefina, para pedir su mano tal como se estilaba. Conoció a su padre y comenzó a frecuentar a su hermano Fernando.

Sin embargo cuando la pareja no había hecho ningún plan, pensando en el matrimonio del joven de 26 años y ella de 19, un embarazo inesperado cambió la historia.


Para la familia Almirón fue un golpe. No tenían preparado para su hija ser una abnegada madre a esa temprana edad y encima separada del núcleo familiar, por más que el pueblo en que viviría estuviera tan solo a 50 kilómetros. No querían una cosa así.

Sin embargo a pesar de todo, era preferible el casamiento. Se trataba de una vieja y reconocida familia de Las Heras y aunque Mendoza se levantaba cada vez más como una gran ciudad, no dejaba de ser aún un pueblo con límites muy rígidos. El alumbramiento de la década de los sesenta, además traía pocos cambios. Salvo aquellos que llegaban de la mano de Elvis Presley el fenómeno mundial que sonaba en todas las radios, produciendo la primera revolución musical del siglo. 

A pesar de todos tuvieron una fiesta de casamiento, para recordar. Todo a la perfección, tal como querían.
A ruego de su esposa, Ricardo logró una línea telefónica para su hija. Las mujeres quedaron comunicadas, más ahora que Josefina esperaba un bebé.

Nació Maximiliano, el 22 de agosto de 1960. Fue el acontecimiento familiar que terminó con todas las prevenciones funestas que antecedieron la unión de la pareja.

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La primera luz de alarma sonó en la casa de los Almirón, durante los festejos navideños de ese año.

Ricardo y su esposa, encontraron a su hija con la cara golpeada. Una marca ostensible debajo del ojo izquierdo y dos hematomas de proporciones que el maquillaje no pudo disimular.

Pensaron lo peor y era lo peor. Golpes de puños. Cenaron con mucha angustia, sin alegría, aunque la joven mantuvo una negativa tajante para admitir que su esposo la golpeaba. Maximiliano tenía un golpe grave en la boca, con pérdida de un diente y la rotura de otros dos.

Dijeron que se pelaron con una patota que quiso asaltarlos cuando entraban a su casa y no les comentaron para no preocuparles. No fueron convincentes, pero los dejaron con la duda. Tanto Ricardo como su esposa, sospecharon que si la convivencia tenía semejante nivel de violencia, la muerte de alguno de ellos, estaba a la vuelta de la esquina.

Echaron mano al padre Eliseo, el párroco de toda la vida en Las Heras y los obligaron a sentarse ante el cura. Allí si se animó bajo secreto de confesión, Josefina a contar la verdad de su escarpado camino a la felicidad. Su esposo bebía en exceso y tomó la mala costumbre de pegarle, por cualquier motivo. El más frecuente, la negativa a tener sexo.

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También supo que su hermano Fernando enterado de la situación por una vecina, viajó hasta San Martín y le pegó con tanta brutalidad a su cuñado, ocasionándole la rotura del maxilar y los dientes. Luego de ello, los hombres que habían montado una profunda amistad, dejaron de hablarse. Salvo para los encuentros familiares, en que simulaban convivir en paz.

Durante el año siguiente, la situación se agravó. Ni los Almirón, ni sus consuegros pudieron revertir un cuadro de deterioro de la convivencia. El pequeño Maxi empezaba a caminar y pasaba varios días de la semana, en casa de sus abuelos en Mendoza. Acaparó toda la atención familiar.

Ricardo pensó en una salida de hombres solos, con varios días juntos para llegar al fondo del problema. Le pidió a su hijo y su yerno que tomaran parte de la aventura de escalar el Aconcagua, total nadie pensaba en hacer cumbre, con una buena trepada hasta el segundo campamento, era suficiente. En Mendoza quedarían Josefina con Maxi y el resto de la familia. La propuesta llegó en julio, para comenzar los preparativos con la debida antelación.

Sin que lo supiera Ricardo, su hijo y Maximiliano deterioraban su amistad por día. Las peleas eran cada vez más violentas y más peligrosas. Tanto que Fernando desistió de integrar la comitiva montañera. Guardó discreción sin decirle nada a su padre, pero con la firme decisión de quedarse en el llano.

La expedición partió finalmente el 5 de noviembre de 1961 a las nueve de la mañana. Ricardo mascullaba la rabia que su hijo los hubiese abandonado en el momento de partir. Le exigió por última vez que los acompañara y Fernando le contó el infierno que vivía su hermana. Ese era el motivo.

Convenció a su padre que era una buena oportunidad para plantearle la separación de Josefina en buenos términos, tal vez porque las promesas de mejorar eran absolutamente vanas. 

Con los dos primos de Maximiliano y sus amigos, se puso en marcha rumbo a la cima. Al cuarto día de ascenso, ocurrió la desgracia. Maximiliano se separó del grupo por invitación de Ricardo, para hablar de los problemas familiares. Después de todo, ese era el único interés que tenía el paseo.


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Se ubicaron junto a una profunda quebrada. Desde allí se escucharon los gritos de Ricardo, alterado. A más de veinte metros, el resto de la expedición seguía atentamente la acalorada discusión.

Sucedió en un instante, un segundo, que nadie pudo describir. El momento en que Maximiliano se despeñó por la quebrada de más de cincuenta metros de profundidad, quedó registrado en sus oídos con un grito seco y aterrador. Luego vagamente se escuchó al cuerpo golpeando entre las piedras. Volvieron sin el cadáver, que fue rescatado por andinistas profesionales dos días después.

En los trámites de rigor, declararon ante la Policía, donde saltó la sorpresa. Matías el primo de Maximiliano, dijo que vio el preciso momento en que “don Ricardo sentado de cuclillas empujó con su pié a la altura de la rodilla a Maximiliano que hablaba parado delante de él y lo tiró al abismo”. El instructor cortó la declaración y llamó al juez por teléfono. Agregó que “mi primo movía las manos para atrás y de golpe se perdió, don Ricardo se levantó y miró para abajo, se pasó la mano por la barbilla y estuvo un rato mirando, antes de venir a decirnos que se había caído, pero lo tiró adrede”.

Recordó que llamó la atención la explicación de don Ricardo, cuando bajaban, diciendo que “esa quebrada tiene una maldición, según los andinistas, y casi siempre se cobra una vida”.

Ricardo Almirón quedó detenido durante un año y cuatro meses, hasta ser liberado por el beneficio de la duda, en un juicio de un mes, que conmocionó a Mendoza. 

Josefina volvió a la capital mendocina a vivir con sus padres. Maxi creció mimado por sus abuelos. Durante un viaje a San Martín para visitar la familia de su padre, en el verano de 1977, se reunió con Matías, quien le refirió la historia con lujo de detalles. 

Se convenció que esa era la verdad y nunca más le dirigió la palabra a su abuelo. Cinco años después estuvo en el velorio, parado en la puerta de la sala, sin emitir ni un sonido y a pesar de los ruegos de su abuela, no se arrimó al cajón para darle el beso de despedida. Maldición cumplida, si es que eran ciertas las creencias de los andinistas.

Luis Barud

luisebarud@hotmail.com
Diario Puntal de Río Cuarto
24 de octubre de 2010

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