A intervalos irregulares el agua se
estancaba e impedía el paso de los vehículos. Casi detenido por
completo, el tráfico se extendía hasta formar una hilera que se
prolongaba varios kilómetros. La autopista se hallaba inundada en ambas
direcciones.
La noche estaba más oscura de lo común porque al cielo lo cubría una
nube oscura, interminable. Tras varios días de inclemencia, las calles y
avenidas comenzaban a mostrar el deterioro provocado por las lluvias.
Orlando buscó la manera de salir por el acotamiento, desviarse entre las
calles y trazar así un atajo.
A lo lejos, una patrulla cortaba el paso que pretendía tomar.
—¡Por qué no contestas?— dijo Julieta mientras su esposo ensayaba un
cambio de carril—. ¡No te hagas, responde!— Julieta lo cazaba con la
mirada.
—¡Déjame conducir! ¡Ya te dije que es una conocida!
—¡Pues se conocen muy bien! ¿O no?...
Orlando dibujó una mueca de repulsión y coraje.
Entrevió la patrulla vacía. Había civiles alrededor pero dedujo que sólo
un uniformado. Aferrado, fue acercando el tsuru, calculando la
distancia. Casi golpea a un hombre con sombrero en su primer intento.
Giró de súbito y tomó la desviación. Otros autos trataron de seguir su
ejemplo. El guardia acomodó la patrulla para que nadie más pasara. No
fue tras ellos, sólo indicó por el altavoz que regresaran, que el canal
estaba muy crecido.
II
Paola lloraba en su alcoba. En la ventana se descubrían unas gotas
pequeñas, inofensivas, “más inocentes que yo”, pensó. “No hace mucho
frío”, se dijo, “y todavía no llueve”. Sin embargo, mamá era inexorable,
no la dejaría salir a jugar.
—Apenas son las siete, má.
—Pero ya está muy oscuro y ha estado lloviendo todo el día. ¡Mejor vé la
tele y estate quieta!
—¡Pero má!
—¡Ya dije!
En la televisión el noticiario abría con un resumen de los hechos más
importantes en el mundo. Federico indicaba la situación delicada del
próximo oriente; Liliana, como siempre, fingía interés.
—¿Por qué llora la niña? —inquirió Federico.
—Porque quiere ir a jugar —contestó Liliana— y ya le dije que no, pero
es muy necia.
—Déjala en su cuarto, ahorita se le pasa.
Por un momento estuvieron a oscuras. La luz estaba fallando: seguramente
habría interrupciones en el sistema eléctrico.
Afuera los truenos anunciaban la lluvia.
III
Decían los vecinos que el drenaje no podría ser destapado. Desde el día
anterior dieron informes a los bomberos pero no obtuvieron respuesta.
Beatriz supuso que con tantas lluvias no tendrían cómo abastecerse.
Notó que el agua llegaba cerca de los treinta centímetros: el negocio
familiar estaba cerrado. Pero fue la llovizna lo que más la preocupó.
Una vez en la puerta, vio a su madre y a su hermano en la faena de sacar
el agua de la casa.
—¡Apúrate, m’ija, el agua está llegando a las máquinas!
Las computadoras estaban desconectadas y hacinadas sobre una mesa, en un
rincón del local.
Beatriz corrió por una cubeta.
IV
Una luz estridente iluminaba la opacidad del estrato; con insistencia
caían las gotas hasta convertirse en cubitos de hielo, pequeñitos.
El camino de terracería era un pantano casi intransitable. Juan aceleró
el paso. Su casa todavía quedaba muy lejos, en la parte más alta de la
colina. Su sombrero no lo cubriría del granizo.
Desde la semana anterior su barrio estaba hecho un caos. Era necesario
ir a cuidar a su gente. Intuía un desastre pero ignoraba que en su jacal
las cosas ya tenían un cariz desolador: las paredes de lámina cedían
ante la tempestad.
V
La tierra comenzaba a desgajarse: un considerable trozo de cerro se
desprendía y rodaba hasta confundirse con el suelo pantanoso. Piedras
grandes y pesadas, kilos y kilos de lodo, algunos árboles y una que otra
casa desaparecían en un instante; era como si nunca hubiesen existido.
Las viviendas eran arrancadas por la lluvia con facilidad. Las montañas
se desgajaban y formaban una avalancha que iba demoliendo todo a su
paso. Cuando la luz se restableció, la pantalla proyectaba imágenes de
una inundación en China.
Liliana quedó conmovida. Suspiró alentada por la admiración y el
espanto.
—¡Qué bueno que no vivimos en los cerros de enfrente! —dijo por inercia.
—¡Ja! Aquí no pasan esas cosas, mujer. Lo más que sucede es que se
inundan las calles. ¡Asómate por la ventana y mira nada más cómo está la
autopista!
En la televisión aparecía el río Yang Tsé desbordado. En él, varios
autos naufragaban; otros más se hallaban varados entre troncos y restos
de casas. Una anciana de ojos rasgados imploraba clemencia en una lengua
incomprensible. Había perdido a su familia.
—Por Dios, Federico, cámbiale de canal: eso me pone triste, ponle en las
caricaturas y dile a Paola que se venga a ver la tele.
Paola observaba desde la ventana. La visibilidad cada vez era más nula.
En la carretera cientos de luces formaban una columna cada vez más
larga. Los puntos luminosos en los cerros empezaban a extinguirse.
VI
El aroma fétido apenas era tolerable. No muy lejos, el canal debía estar
atestado.
—¿Y de dónde la conoces?
—Se encarga de darle mantenimiento al equipo. Trabaja para casi todas
las oficinas. Es negocio familiar, luego va con sus hermanos.
—¡No me vengas con tonterías: crees que no me di cuenta!
Orlando se quedó callado. Movía la cabeza en señal de negativa.
—¿Por qué te saludó así?
—¡Ya, por favor, déjame conducir!, ¿no estás viendo cómo está el camino?
¡Tú con tus celos de siempre!
—¡¿Mis celos de siempre?! ¡No seas descarado! ¡Esa tipa casi te besa en
la boca!
Orlando fingió no escucharla.
—¿Cómo se llama?
—No sé. No me acuerdo.
—¡No me digas que ésa era la tal Beatriz!
—No, ella no es…
—¡Eres un cínico! Ésa es la tipa con la que te mensajeabas, yo lo
vi en tu teléfono.
—¡Puedes esperar a que lleguemos a la casa?
Orlando sintió los jaloneos de Julieta.
—¡Te estás metiendo con esa vieja? ¡Di la verdad!
El tsuru salió del camino y se enfiló hacia el canal. Orlando trató de
frenar pero la tierra mojada hacía que el auto se deslizara.
VII
Con la llegada del granizo sus intentos fueron inútiles. En unas horas
el agua ya superaba el medio metro. En la casa los muebles comenzaban a
flotar y en el negocio cada vez era más difícil sacar las máquinas sin
arruinarlas. Afuera, basuras, excrementos y residuos de materia ahora
irreconocible brotaban de las cloacas y se dispersaban por las calles.
Beatriz no resistió el llanto. Sabía que lo estaban perdiendo todo.
Pensó en las cosas que no recuperaría, ni siquiera la información tan
necesaria para empezar otra vez.
Escuchó a su hermano maldecir y lo vio salir de casa. Era hora de
retirarse, el lugar ya no era seguro.
VIII
Juan quiso arribar a su jacal, pero el único sendero que lo conducía
estaba arruinado. Vio a mucha gente correr, tejados de lámina surcando
el cielo, chozas deshaciéndose con el paso silencioso del agua. No temía
por su vida: le preocupaban sus hijos, su casa a las orillas del
barranco.
Hizo un esfuerzo para bordear la cima. Varios arroyos se habían formado
y descendían haciendo de la tierra una masa inestable y resbalosa. Juan
cayó en varias ocasiones. Buscó cómo otear en derredor. Las barracas ya
no estaban. Desesperado, corrió hacía el lugar en que debería estar su
gente. Sólo veía lodo, tierra, lluvia, granizo.
IX
“¿Las gotas de granizo romperán el vidrio?” Paola salió huyendo hacia la
sala. El reportero hablaba de los muertos y de los damnificados en
lejano oriente. En la cocina, Liliana preparaba el café.
Cuando por fin se resignó a ver la tele, un apagón los dejó a oscuras.
Paola sintió coraje. Miró de reojo por las ventanas: odiaba la lluvia,
no la dejaba salir a jugar. Las cosas se volvían aburridas. |