Antes de que Flora hable, sin que
realmente te lo propongas, piensas en el abuelo. ¿Dónde estará
ahora? ¿Seguirá combatiendo contra Dios y sus huestes en los páramos
del norte? Entonces llega la pregunta estúpida: ¿has salido alguna
vez con una madre soltera? El recuerdo del abuelo se difumina y ves
a Flora, tendida en la misma cama que compraste hace mucho tiempo
con tu exmujer; en ese entonces llevabas unas semanas casado, y los
anillos brillaban en sus respectivos anulares al sol estival.
¿A quién engañas? Ni siquiera es una cama completa, es sólo un
colchón al ras del piso, al estilo japonés, que aquí se dice “a lo
jodido”. Es más, nunca lo terminaste de pagar. Digamos que después
del divorcio, el king size navegó entre todas las
deudas como un barquito apuntando hacia la oscuridad de los
albañales, un barquito sobre el que ahora te tiendes boca arriba
como un ser amorfo, mientras los rayos del sol se cuelan entre las
persianas y acarician tu barriga. Flora aún jadea a tu lado.
La Flora es una morena veracruzana, veterana de las canchas del
sexo, una cajerita del minisúper donde compras tus panes Bimbo, las
Cocas y la Nutri Leche. Condecorada honoris causa por
innumerables hombres, te instruyó en temas desconocidos para ti:
explorar colinas de palmeras negras y llenas del sudor de múltiples
batallas, quizá como las que libraba el abuelo. Hundes las manos en
ese cabello indio, áspero. Su tenue aroma a pueblos lejanos,
remotos, te excita, y tu dureza pétrea se levanta y se curva.
Sin embargo, ella arruina tu momento de gloria olímpica, y repite:
¿has salido alguna vez con una madre soltera? Tu respuesta hubiera
sido: sí, y antes de que se pusieran de moda, Florita, muchísimo más
jóvenes además, chiquillas elásticas de diecisiete con dos hijos a
cuestas, tratando desesperadas de graduarse del instituto. Pero sólo
gruñes como un oso viejo. Jugueteas con tu vello púbico mientras las
últimas rayas luminosas se traslucen desde la ventana del cuarto. Sí
que lo has hecho, te dice Flora inopinadamente entre risitas. Se
incorpora, sentándose a horcajadas sobre tu pene ya flácido. Lo
intenta revivir con sus manos que parecen enguantadas con
terciopelo. Llega entonces esa irritación de cuando terminas coitos
como aquéllos: un arrebatado deseo de que la hembra se vaya de
inmediato; la necesidad primaria quedaba satisfecha y ya no se
requería su presencia. Un segundo gruñido sale de ese tú
que mira el techo granuloso y desconchado. Una lagartija avanza,
vacilante, lista para devorar una pequeña araña.
Eso te fascina de las madres solteras y ligadas: sexo seguro y
resbaladizo, “hasta que rebose el cantarito”, como decía el abuelo,
el teniente cabrón que luchó contra los cristeros en los veinte. El
recuerdo vuelve a enhebrarse con las rayas de luz de la ventana y
toma fuerza. Pareces escuchar su verborrea ingeniosa y envidiable
con la que terminabas riendo a carcajadas, como cuando apelaba a un
mal llamado “furor uterino” aludiendo a las nuevas generaciones de
muchachitas embarazadas; Dios había mandado el furor uterino como
una pandemia, como el sida pero al revés: no son ellas, decía el
abuelo, mientras tu madre negaba con la cabeza, diciéndole que no
tenía temor de Dios. Claro que tengo temor de Dios, respondía al
vuelo, pero soy un viejo demasiado insignificante para Él, está
difícil que me haga caso. Además, mi batallón ya lo hirió de muerte
allá en las sierras del norte.
El viejo teniente se fue hace mucho tiempo a reunirse con su
batallón. Justo ahora extrañas aquellos consejos que ya no puede
darte: ocúltate y espera el momento; dales en su madre desde el
matorral; eres tú o ellos. Intentas recordar su rostro, pero no
puedes. Quizá tienes una foto escaneada en el portátil, pero no
estás seguro. La lagartija consigue atrapar la araña y empieza a
triturarla con sus dientecillos.
De nuevo la voz de Flora acaba con la ensoñación: ¿qué tienes,
papito?, te pregunta con ese tono que seguramente utiliza con su
hijo de diez años. Pero tú no eres su hijo ni tienes diez años y te
caga sobremanera que lo utilice, justo cuando acabas de venirte
dentro de ella. Necesitas que Flora se vaya ahora. Le pretextas
cualquier cosa. Báñate, te dice con ese tono imperativo que ya
conoces y que te toca los huevos; yo preparo algo para que comas.
¿Escuchaste bien? A cada minuto —y esto te parece una señal en
verdad alarmante— te conviertes en su párvulo de diez años, alguien
en quien despiertas instintos maternales fuera de lugar, o peor aún:
te transformas en la pieza que Flora quiere para completar su vida
rota, un rompecabezas dañado. Pero eres una pieza que no puede
embonar con algo así: ser el padre tierno y gentil de algo que no es
tuyo, los tres sentados junto al fuego de la chimenea esbozando
sonrisas forzadas. Con suerte, un día se articulará en ellas un
“papá”. Sientes vértigo. No, no, no.
Te metes al baño pero no te duchas, no la vas a obedecer, por
supuesto que no. Te vistes rápidamente y te le enfrentas así como
está, al descubierto, con sus enormes pechos morenos, la cicatriz
difuminada de la cesárea que te sonríe por arriba del pubis de
palmeras negras y rematando con ese rostro costeño, bonito, tratando
de engatusarte con pausas silenciosas.
A mí no me hagas ni madres, Flora. Vete ya, le dices sin inflexiones
en tu voz, como un soldado aletargado. Le avientas unos billetes
para su taxi. Aparece en ella una mirada que no habías visto, pero
la identificas: es una mirada de madre cansada, y eso te encabrona
todavía más. Decides que es la última vez que la verás. De otra
forma, queda la otra opción que llegaría más temprano que tarde:
Florita te traería al mocoso “como quien no quiere la cosa”, y te
induciría a salir al cine con ellos, a la feria, al parque, como una
familia feliz y disfuncional. No, no y no.
Flora adivina en tus ojos la despedida cruel y silenciosa. Intenta
besarte, pero la evades. Te fulmina con una mirada muy veracruzana y
susurra un “chinga tu madre” mientras del tirón abre y azota la
puerta, una última defensa de su titubeante dignidad.
Entre las cortinas observas el taconeo despectivo al ritmo de sus
lonjas, ese caminar resignado; el atisbo de la cicatriz de cesárea
bajo la falda, consecuencia inequívoca de la pandemia de nuestros
días, el furor uterino. Todo eso te indica tristemente el paso del
tiempo, su tiempo, como las huellas circulares plasmadas en los
troncos de los árboles muertos. Caes en la cuenta de que la
oportunidad de formar la familia feliz ya pasó para ella y nada
podrá cambiar eso, ni tú.
Un pensamiento te recrimina, un mendrugo de conciencia sobreviviente
de guerras y naufragios: eres un cabrón y Dios te castigará por ser
quien eres. El sol ya se ha ocultado y lo que ahora se filtra por
las persianas es una niebla densa que enfría la habitación. Entonces
sonríes y respondes a la estancia vacía: soy alguien demasiado
insignificante para que Dios se fije. Además, el abuelo ya lo hirió
de muerte, allá en las sierras del norte.
Mauro Barea (Cancún, 1981). Estudió la maestría
en Creación y Apreciación Literaria en el
IEU
Puebla. Finalista en el I Premio “Hispania” de Novela Histórica
de Madrid y consultor del documental Entre dos mundos (TV
UNAM, Sherefe, Minotauro). Ganador del XX Premio de
Narrativa Breve del Certamen Jóvenes Creadores 2017 (Ávila,
Castilla y León). Actualmente colabora en las revistas
Relatos sin contrato (España), Bitácora de vuelos
(México) y escribe la columna “Mexicano en Gades” para el
periódico El Castillo de San Fernando (Cádiz).
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