Asesinos de la historia Landrú, el Barba Azul crónica de Juan-Jacobo Bajarlía
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Don Juan (según creo yo) tenía un antecesor que los historiadores y sicólogos desconocieron: Barba Azul. La diferencia es que Don Juan no seduce a las mujeres para matarlas, sino para burlarse de ellas. Barba Azul, con ¡guales métodos, las enamora y después tas asesina. Y hasta podría decirse que, históricamente, Don Juan y Barba Azul son hermanos gemelos. Más noble el uno. Más criminal el segundo. El primero es capaz de desafiar al Diablo. El segundo, cuando se enfrenta con él, se deja derrotar por la angustia. Es el destino de los monstruos. Si excluyo al Barba Azul que nos ha relatado Charles Perrault (una historia de crímenes para niños que viven entre la realidad y el sueño), tendríamos que el primero fue Gilíes de Rays (ochocientos asesinatos en ocho años), ajusticiado en 1440. El segundo, Henri Desiré Landrú (cerca de trescientos asesinatos), decapitado en 1922. El tercero, el médico Henri-Jean-Marcel-Félix Petiot (sesenta y tres asesinatos por asfixia e inyecciones), decapitado en 1946. El cuarto... ¿A qué seguir? Por ahora me voy a ocupar de Henri Desiré Landrú, el Barba Azul II, nacido en París en 1868. 1. La casa junto al cementerio Cuando comienza esta historia, enero de 1915, Landrú sólo tiene 45 años. Está casado con Marie Remy y tiene cuatro hijos. Es de regular estatura. Viste de negro. Tiene ojos castaños, bigote y una barba bien cuidada. En la cabeza, muy pocos pelos, casi calvo. Ha leído a Baudelaire, a Oscar Wilde y a Víctor Hugo. Conoce de memoria algunos versos de Les fleures du mal y un pasaje entero de Hemani. (Posiblemente, con excepción del primero, los ha leído junto a sus hijos cuando éstos preparaban sus lecciones.) Como contrapartida tiene en el debe varios procesos ya olvidados por estafas y defraudaciones. Los grandes criminales siempre comienzan tímidamente. Es el origen de su resentimiento. En 1915, con el falso nombre de Frangois Du Pont, ingeniero inventor al servicio de la defensa del gobierno francés, alquila una casa de varias habitaciones y un sótano en Gambais, cerca de París. Su familia está distante. Lo más alejado posible. La casa tiene un jardín hacia el fondo. Detrás del jardín, cerco por medio, el cementerio y el bosque de Rambouillet. Como él es un “famoso inventor”, ordena algunas modificaciones. Entre ellas, una caldera gigantesca con su chimenea. Simultáneamente alquila un departamento cerca de la torre Eiffel. Allí se instala con sus oficinas, su mesa-escritorio estilo Luis XVI, con tapa de mármol, varias sillas y una estantería llena de diarios. (Landrú compraba cuantos aparecían.) Sobre su mesa, un block de papel color crema, una libreta con tapas de hule negro que guardaba en su bolsillo al salir, un tintero de bronce v un ejemplar del Salomé, de Óscar Wilde. El 13 de enero leyó el siguiente aviso en uno de los diarios: Institutriz se ofrece. Tiene estudios. Habla y escribe correctamente inglés. Rué de Tourenne 122. En la página anterior se leían estos títulos: Resisten los aliados. Desastre alemán. Pero a Landrú no le importaba la guerra. Acosado por la miseria y el hambre de París, sólo le interesaban las institutrices o las viudas. Corrió a la calle Tourenne. Se puso en contacto con la dama que se ofrecía en el diario, y se halló con Mme. Georgette Cuchet, viuda de cuarenta y cinco años, de rostro agradable, con un hijo de apenas veinte. Le explicó a Landrú (el rostro de Landrú siempre expresaba confianza) que ella tenía algunos bienes: dinero y acciones depositados en los Bancos. Pero que había concebido la idea de trabajar mientras durara la guerra, para no descapitalizarse sin posibilidades de recuperación! Landrú dijo llamarse Raymond Diard (siempre cambiaba de nombre) y la invitó a sus oficinas. Ahí le hizo el amor. Le ratificó que era soltero y estaba desolado. Que una mujer de su condición no podía ser institutriz. Mme. Cuchet también estaba desolada. Las finas palabras de Landrú, sus modales delicados, su conocimiento de los poetas y la propuesta final de matrimonio, la exaltaron de gozo y 1a rindieron. Era el hombre que podía restituirle la felicidad perdida. Llenarle su absurda existencia. En lo sucesivo, todas las mujeres de Landrú se integrarán en el tipo de Mme. Cuchet. Serán mujeres tristes, con un complejo de frustración, que de pronto hallarán una fisura. Esta fisura las volcará hacia un desconocido delicado y varonil, acaso la misma muerte que ya esperaban en su ineludible angustia. 2. Mme. Cuchet en el horno Cierta noche, en una berlina, Landrú, alias Raymond Diard, alias el inventor-ingeniero Frangois Du Pont, conocido en Neuilly con el nombre de Fremyet, llegó a su casa de Gambais con Mme. Cuchet. Los novios cenaron tomados de una mano. Esbozaron sus proyectos para el inminente casamiento. Landrú ya le había hecho retirar el dinero y las acciones de los Bancos.
Después se levantaron y se dirigieron al dormitorio. En la mesita de noche siempre había una botella de ajenjo. Landrú la ayudó a desvestirse y le ofreció una copita. Ella se negó. Cuidaba excesivamente su hígado. Pero la fineza del novio (Landrú era un gran sicólogo que conocía los caprichos femeninos) acabó por derrotarla. Tomó el ajenjo y se llenó de rubor. Mme. Cuchet sintió que la sangre le fustigaba el cuerpo. Se sintió mareada. Landrú la besó cariñosamente,
recorrió su cuerpo y le acarició el cuello cuya blancura comparó con un símbolo
angelical. Cinco minutos después, Mme. Cuchet estaba estrangulada. Esta
inferencia surge de una hipótesis muy popular en la época del proceso a Landrú.
Lo que éste negaba o silenciaba, lo reconstruía el público apostado en la sala
de audiencias. Dos días después, Landrú, el Barba Azul de los mil nombres, se instaló nuevamente en sus oficinas de París. Una tarde, a fines de enero, golpearon a su puerta. Landrú repasaba en ese instante los avisos de ofrecidos. Dejó el diario y se halló con Andrés, veinte años, alto, buen mozo, hijo de Mme. Cuchet. Landrú lo tranquilizó. Le dijo que su madre descansaba en Gambais, y lo invitó a visitarla ese mismo día. Llegaron a medianoche. Cuando Andrés traspuso la segunda habitación, Landrú le descargó un hachazo, lo descuartizó piadosamente como un hábil cirujano y lo puso en la caldera. Otra vez la humareda intensa y fétida. La muerte en una espiral. El monstruo era frío. Tenía el alma de amianto. 3. Siguen las novias en el horno El dinero de Mme. Cuchet sirvió para solventar algunas necesidades de la familia de Landrú, la cual vivía miserablemente en Clichy. El asesino era padre y esposo amantísimo. Cuidaba de Marie, casi siempre enferma, y ayudaba a sus hijos en los estudios. Landrú dejaba el dinero necesario y desaparecía por un tiempo. El interregno era ocupado por otra víctima, y el procedimiento no variaba: o la aspirante a Institutriz o el aviso matrimonial en el que el mismo Landrú daba sus datos falsos ofreciéndose para una unión duradera. Siempre había una mujer desolada. La angustia a la espera del paraíso. A Mme. Cuchet siguió Mme. Laborde-Line, una aspirante al matrimonio. El hallazgo tam-tyén fue periodístico. Landrú anotó el nombre y su dirección en la libreta de tapas de hule negro y fue a visitarla en calidad de funcionario del Servicio Secreto. Mme. Laborde-Line también era viuda y tenía cuarenta y cinco años. El difunto le había dejado una pequeña fortuna que ella quería conservar para su vejez mientras trabajara en alguna ocupación honorable. Esto sucedió a mediados de 1915. Landrú le declaró su amor. Le recitó al instante aquel pasaje en que Herodes le pide a Sa-•lomé la danza de los siete velos. A los pocos días, ya en su poder los caudales de Mme. Laborde-Line, la llevó a Gam-bais. La rapidez fue otra de sus características. Llegaron una noche fantasmal, llena de neblina. Pero esta vez el viaje se hizo en ferrocarril, con un pasaje de ida y otro de ¡da y vuelta. Luego se repitió la cena con sus proyectos. Al llegar al dormitorio, Landrú ofreció la copita de ajenjo, y esta vez recitó a Baudelaire: De tu cabeza se expande olor a selva y desierto. Tienes el misterio incierto y el enigma de la Esfinge.
Huele tu carne de raso como incensario bendito, y encantas como e! ocaso, ninfa de fuego infinito. Mientras recitaba, Landrú le acariciaba tiernamente la cabeza y el cuello. Después... Mme. Laborde-Line terminó como la anterior, como las otras cuyas pruebas de cargo no llegaron al proceso: el estrangulamiento, la caldera con el fuego crepitante y el hedor escapando por la chimenea. Van Dine hubiera envidiado para sus novelas policiales, el comienzo tan pródigo de una serie sangrienta, cuyo final, aunque previsible, no dejaba de ser misterioso en ningún momento. La tercera novia, Mme. Marie Guillain, viuda de cincuenta años, también fue cremada en la caldera, en agosto del mismo año. No fue estrangulada. Landrú, que ahora era un flamante abogado, puso un veneno en el vino con que ella debía brindar por la proximidad de la dicha. Y Mme. Guiilain obtuvo una muerte apacible, con la sonrisa en los labios, mientras el “doctor Du Pont” reiteraba sus juramentos de amor para toda la eternidad. Es posible que en algún momento este monstruo se creyera un ser superior, una fuerza irreductible. Pero como en todos los casos, un pequeño error sería suficiente para destruirlo. La equivocación siempre acecha en la génesis del crimen. Y siguieron las novias en la caldera. Copio de un cronista la lista final de las víctimas que precedió a la instrucción sumarial: BERTHE HEON, viuda, 47 años. Estrangulamiento e incineración, en diciembre de 1915. ANDREE BABFLEY, soltera, 18 años. Envenenamiento e incineración, en abrii de 1917. CELESTE BUISSON viuda. 42 años. Estrangulamiento e incineración, en setiembre de 1917. LOUISE JAUME, viuda, 37 años. Envenenamiento e incineración, en noviembre de 1917. ANNE COLOMBE. viuda, 44 años. Estrangulamiento e incineración, en diciembre de 1917. ANNE-MARIE PASCAL, viuda, 34 años. Envenenamiento e incineración en agosto de 1918. MARIE - THERESE MARCHANDIER, viuda, 39 años Estrangulamiento e incineración, en enero de 1919. Como puede observarse, las más jóvenes eran envenenadas previamente. Las más viejas, con excepción de Mme. Guillain, estranguladas. Landrú era un criminal seráfico, piadoso. No quería morir con remordimientos. Por otra parte, había logrado grandes cantidades de dinero, y hasta se había comprado una Enciclopedia. Heredero de mujeres tan dadivosas, ¿qué podía esperar ya de esta vida estúpida y contradictoria donde todo consistía en anticiparse al prójimo? El siglo XX comenzaba a derrumbarse. Los soldados morían de a miles en los campos de batalla. Que él estrangulara o envenenara a unas cuantas mujeres, la mayoría sin prole y sin obligaciones, no tenía ninguna importancia si se salvaba del hambre. En algún momento pensó así para justificarse Como Raskolnikoff cuando tramaba el asesinato de Alena Ivánowa. Cerró sus oficinas de la Tour Eiffel, dejó el dinero necesario a su familia, y convertido en el ingeniero Lucien Guillet, se fue a vivir con Fernande Segret, actriz de veintisiete años, al número 76 de la rué Rochechouart. Era Fausto en busca de la felicidad absoluta. Sin urgencias de dinero ni de muerte. Sólo que en este caso, su Margarita no creyó en él. Se dejó amar. Se dejó halagar por un hombre que a más de cuidar su barba y pagar la casa, la festejaba con grandes regalos. Las “herencias” de sus víctimas le servían ahora para creer que podía escapar de esa humanidad de la que tantas veces se había burlado. 4. Jean Belin, Comisario de la Sureté Las humaredas, el olor fétido de Gambais, las misteriosas desapariciones de mujeres generalmente viudas, los nombres François Petit, François Du Pont, Raymond Diard, Fremyet, los extraños títulos de inventor, ingeniero, abogado, agente del Servicio Secreto y otros datos confusos, había desorientado a la Süreté. Jean Belin, el más activo de los comisarios que tenía a su cargo la investigación, tomaba nota, reunía presunciones. Pero a! final desistía. Tenía dos ayudantes, también neutralizados por la nebulosidad del caso. Nadie aportaba un hecho concreto para dar con el criminal de los tantos apelativos. Era un caso para Vidocq, tan conocedor del hampa. Pero éste ya no existía. Un día se presentó ante él un gendarme para decirle que cierta señora, hermana de Mme. Marie-Thérese Marchandier, había visto al señor Du Pont en una tienda de porcelanas de la rué Rivoli. Jean Belin se estremeció. Intuyó, por fin, que ya tenía la pista del monstruo. Se trasladó a la tienda. Landrú había realizado una compra dejando su dirección de la rué Rochechouart. La primera providencia del comisario fue la declaración de la denunciante. Ella explicó el suceso. Su hermana —dijo— andaba en amores con un señor Du Pont. Tenía tres perritos, y con ellos había partido, en compañía de éste, hacia un lugar desconocido en los aledaños de París. En una oportunidad —agregó—, acompañó a Mme. Marchandier hasta las oficinas del señor Du Pont, en enero de ese año de 1919. Después no la vio más. No pudo hallarla a pesar de todo el empeño puesto en la tarea. Belin tenía ahora datos más precisos. Pero pensó, asimismo, que debía observar cierta cautela. Eligió pues los hombres que habían de acompañarlo, convenientemente vestidos de civil, y se dirigió hacia el domicilio de la Rué Rochechuart, mientras los suyos se rezagaban estratégicamente. No es aún el mediodía. Sin embargo, cuando Belin accionó el llamador de la puerta ei el número 76, Landrú preguntó sobre quién llamaba “tan temprano”. “Un vecino suyo”, fue la respuesta del comisario. Su amante, desnuda, estaba aún en la cama. Landrú se halló ante “dos fuegos”. Tuvo una visión apocalíptica, y hasta pensó en huir por alguna ventana. La sospecha de que venían a buscarlo se le introdujo en la sangre. Pensó sin embargo que podía estar equivocado, y, rápidamente, respondió sin abrir la puerta, que él se estaba vistiendo y que era necesario esperar “un segundo”. La policía ya había rodeado la manzana. No había manera de escapar. El cherchez la femme, de Fouché, ese viejo zorro de la policía napoleónica, se justificaba ahora aunque la investigación había seguido los datos del azar. Cuando la amante de Landrú cubrió a medias su desnudez y éste le abrió al “vecino”, la historia del monstruo tomó otro rumbo. Landrú y Belin se miraron un instante. Se leyeron la mirada y las intenciones. “Mon Dieu —dijo el asesino, repitiendo su interjección favorita—, estaba seguro que vendríais a mi modesta mansión”. Siguió un nuevo silencio como en una acotación escénica, y luego se produjo la irrupción de varios policías. Landrú extendió sus brazos para que lo esposaran y habló nuevamente adivinándolo todo (no necesitaba diálogo ni respuesta): “Os acompañaré gustoso”. Belin accionó lleno de furia. Aseguró a Landrú, rodeado ya por sus ayudantes, y comenzó a inspeccionar la casa. Lo primero que halló fue la libreta con tapas de hule negro. En ella, entre los datos imprecisos de gastos, itinerarios y anotaciones inconexas, dio con los nombres de infinidad de mujeres, entre las cuales figuraban los de las víctimas: Mme. Cuchet, Mme. Buisson, Mme Pascal, Mme. Laborde-Line... Mme. Marchandier. También halló algunos datos de fechas y horarios. O se trataba de indicaciones de ferrocarril o de apuntaciones siniestras que el comisario no podía sospechar todavía. Después se llevaron a Landrú ante una multitud de curiosos que nada sabían de ese “caballero” tan fino que ahora detenían con un despliegue increíble de la Süreté. En los días subsiguientes, Belin llegó a la conclusión de que estaba ante un criminal, y que los tres primeros asesinatos se llevaron a cabo en Vermouillet y no en Gambais, como se creía y afirmaban las crónicas policiales de los diarios. Faltaba, sin embargo, la inspección ocular de la casa de Gambais. La instrucción completó ahí las pruebas de cargo que faltaban. Halló la caldera, algunos “polisones”, trapos chamuscados, varios dientes de seres humanos y los esqueletos de tres perritos, indudablemente los de Mme Marchandier, estrangulados con un alambre cuyo nudo circunvalaba el cuello de uno de ellos. Realizadas las comprobaciones se llegó a la conclusión de que los dientes no se habían consumido por el fuego debido al exceso de calcio. Es la parte más dura del ser humano lanzado a las llamas. Lo que más tarda en consumirse, cosa que no previno Landrú, como no previno tampoco otros detalles que servirían para condenarlo, a pesar de que la defensa exigía siempre los cadáveres de las víctimas como prueba para dictar una condena. 5. Defensa y ejecución Henri Desiré Landrú, el Barba Azul II, compareció ante el jurado vestido impecablemente. Conservaba su bigote y su barba. La frialdad, esa mirada desdeñosa. Al sentarse en el banquillo de los acusados, según los diarios de la época, murmuró: “—Esto es una infamia. Sin embargo tengo suerte. ¡De doscientos ochenta y tres mujeres asesinadas, sólo se me acusa de diez, de un muchacho y de tres perritos! ¡Mon Dieu!” El público que asistió a la audiencia ya conocía su vida. Nacido en París en 1868, Landrú se había aficionado, desde muy joven, por el arte teatral y la poesía. Había estudiado con éxito en la École des Arts et Métiers, y aprobado algunas asignaturas de ingeniería mecánica. La miseria y la necesidad de ganarse la vida, lo apartaron de la carrera. Después se dedicó al pillaje y a la estafa. Marie Remy, novia entonces de Landrú, fue abandonada por éste en estado de gravidez. Tres años después, en pleno servicio militar, negoció el tedio del cuartel por el matrimonio. El señor Remy lo ayudó a salir del Ejército, y hubo casamiento. El fruto de la seducción, una niña de ojos grandes, se sumó a los tres hermanitos que vendrían con el tiempo. Después, nuevamente la miseria, las enfermedades y los procesos, hasta que un día se convirtió en Barba Azul. Recordemos aquí que para Jean Belin, Landrú era un hombre de extraordinaria virilidad. Lo creo inverosímil. Las mujeres de Landrú, como ya lo dije, eran neuróticas. Padecían de un complejo de frustración, cuya soledad las traicionaba hasta hacerlas adherir al supuesto salvador de una felicidad perdida. Sentado ahora en el banquillo, inclinándose como un gentleman ante el tribunal, Landrú, olvidado de todos sus crímenes, insistió en su inocencia. Refirmó que las mujeres habían desaparecido por su propia determinación. Los cronistas lo vieron actuar como a un gran actor. Oyeron, inclusive, sus citas de Baudelaire y Víctor Hugo. Sus gestos dramáticos. Su rapidez en contestar o anticiparse a los cargos. Cliff Howe (Scoundreis, fiends and human monsters, 1959), nos relata su contundencia de esta manera. Cuando lo interrogaron sobre si era cierto que se le había secuestrado una obra dedicada a los venenos, respondió instantáneamente: “—No se mata a nadie con un libro”. Preguntado si se consideraba un embustero, contestó: “—No soy abogado, monsieur”. Interrogado sobre las víctimas, expresó: “—Hay secretos relaciona, dos con las mujeres que un caballero debe callar”. Cuando quisieron que aclarara por qué sacaba un pasaje de ida y otro de ida y vuelta a Gambais, dijo: “—La villa era un sueño de optimismo. Las damas que la visitaban no iban para regresar al día siguiente”. El público de la audiencia festejaba el humor y los hallazgos de Landrú. La ironía sutil del monstruo. El abogado Moro-Giafferi, gran criminalista francés, fue su defensor. Se dejó fascinar por la inteligencia del reo, y hasta empleó sus mismos argumentos. He aquí una síntesis: I) Es un absurdo que Landrú haya incinerado 283 mujeres. Si un cuerpo, en una caldera, necesita cerca de 20 horas para convertirse en cenizas, la chimenea de Gambais debió humear noche y día durante un año entero, lo que hubiera llamado la atención de todos los habitantes de la zona, incluido París y la Sureté. II) Se acusa a Landrú del asesinato concreto de 10 mujeres, un joven y 3 perros. El resto, hasta completar el número de 283, no ha sido hallado en el cementerio de Gambais ni en ningún otro lugar. Y de estos cadáveres sobre los cuales el fiscal (maítre Robert Godefroy) formula su acusación, el tribunal no ha visto aún ninguno de ellos. III) La acusación no ha demostrado tampoco que los dientes hallados en Gambais pertenecieran a Mme. Cuchet o a las otras damas que tuvieron relaciones con él. IV) Los esqueletos de 3 perros podrán ser el índice de un daño o una crueldad. Pero no prueban , que pertenecieran a Mme. Marchandier o que ésta fuera asesinada. V) Los indicios no son convincentes, y la prueba testimonial de cargo es confusa y de pura presunción, no coordinada con pruebas materiales. VI) La libreta con tapas de hule negro sólo probaría que Landrú tuvo relaciones con las mujeres cuyos nombres aparecen en ella. Pero nada más. La ley no adivina. Exige el hecho concreto. VII) El que las mujeres hayan desaparecido, no significa que las haya asesinado. VIII) Landrú no puede ser condenado a la pena de muerte. El ministerio fiscal exagera los hechos. Moro-Giafferi estuvo elocuente, firme. Pero el público le fue hostil. Entendía la ley de otra manera. Y hasta hubo manifestaciones contra Landrú. Este, conmovido, abrazó a su defensor en un gesto teatral que indignó a la concurrencia. Aclaremos que no a toda ella, porque algunos defendían la inocencia del reo. Luego se pronunció la sentencia. Landrú fue condenado a la pena de muerte por decapitación. El reo escuchó la sentencia sin importarle nada, y dijo serenamente: “—¡Mon Dieu, tanta batalla para un solo muerto!” Cuando fue llevado a la guillotina, en la prisión de Versalles, se le acercó el capellán para consolarlo. Pero Landrú, siempre correcto, con una gran pulcritud, respondió: ‘—Os agradezco, señor capellán. El verdugo está impaciente y no queda bien que lo hagamos esperar”. Y la cuchilla cercenó la cabeza de Landrú el 22 de febrero de 1922. Era el año en que André Bretón imaginaba su futura defensa del marqués de Sade, rotos ya sus lazos con el dadaísmo. 6. Landrú post mortem Al día siguiente de su muerte, circularon en París algunos estribillos que exaltaban el recuerdo del monstruo. Uno de ellos expresaba: Si quieres, vieja loca, un beso bu-lu-lú, te vas a la caldera moderna de Landrú. Ciertos cronistas transcribieron las cartas que Landrú había recibido en la celda. Eran cartas de amor que le enviaban las mujeres para defenderlo de sus acusadores. De una de ellas, transcribo las siguientes líneas: Cuando te vi en el banquillo del tribunal, se me partió el alma. Estabas triste, con los ojos perdidos en la muchedumbre que pedía tu cabeza. ¡Pobre amor mío, lo que habrás sufrido! Hubiera querido estar a tu lado, ir contigo a Gambais para demostrarles a los jueces que todo lo que dijeron contra ti, eran calumnias. Pero yo sé que eres fuerte y que la justicia te absolverá. Entonces... Yo iré a Gambais y te confortaré. Tengo bienes de fortuna, todo lo que necesita un hombre inteligente para realizarse. Marie Desbordes. Landrú había enloquecido a las mujeres de París. El inconsciente colectivo del que hablaría Jung, hallaba en la fiera una impulsión que se proyectaba a través de un masoquismo primitivo. Era una inverificable parapatía. Los crímenes de Landrú les hablaba de un anhelado autocastigo. Complejo de culpabilidad, indudablemente, provocado por la guerra. Los hombres, por su parte, arrastrados por la neurosis femenina, pusieron de moda la barba “a lo Landrú”, estrecha, recortada en punta, formando un cono invertido que se enlazaba con el bigote. Era la inmortalidad del monstruo que acrecía de la misma tristeza que la guerra había llevado a Francia. Muerta una generación, perdidos los bienes y el honor, ¿por qué no regresar al masoquismo? Derrotada la agresividad en los campos de batalla, el autocastigo podía tener como digno origen un criminal de la talla de Landrú. De ahí los estribillos, las cartas y la barba. Era la decadencia. El sabor de la derrota. Glorificado hasta en el cine, Landrú pasó a ser una especie de bestia sagrada. Chaplin, cuando rodó su Monsieur Verdoux (1944) (Verdoux era el símbolo de Landrú), lo mostró como a un ser necesario, ineludible, que cuidaba de su pobre esposa enferma, incineraba mujeres, viudas o solteronas, que no merecían vivir a causa de su avaricia o de su estrecho sentido social. La imagen era falsa, por supuesto. Landrú mataba por interés. Era el antiguo ladrón o estafador que sustituía la efracción y el fraude por la sangre y el fuego. Y sus víctimas, mujeres frustradas que buscaban el paraíso perdido. La felicidad que el tiempo les había devorado. |
Crónica de
Juan-Jacobo Bajarlía
Publicado, originalmente, en: Umbral Tiempo Futuro. Selección de relatos fantásticos y ciencia ficción Nº 8 , marzo 1979
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/umbral-tiempo-futuro-no-8/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
Ver, además:
Juan-Jacobo Bajarlía en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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