Nunca he practicado la
demagogia, mucho menos en los escritos de opinión que entrego para
publicar; mis colegas y lectores no me dejarán mentir. Me parece que ser
cubana o cubano lo dice todo cuando se requiere de una autodefinición
abarcadora. Pero, si debo especificar mi color de piel, de acuerdo con
una clasificación biológica y social, no puedo negar que puesta entre
los extremos, más que blanca soy negra; aunque generalmente me declaro
“mestiza” ante los registradores de los censos de población.
Nací en una familia blanca y pobre; me crié entre los barrios de San
Leopoldo y Pueblo Nuevo - antiguamente el último era llamado
despectivamente “barrio de negros”- allí corría libremente el ron, la
droga, la prostitución, la rumba, se rendía culto a la Santería, y así
vivíamos “todos mezclados” en la popular y populosa Habana (hoy
municipio de Centro Habana) de la primera mitad del siglo XX. Sé lo que
es vivir en un solo cuarto y compartir el baño entre varias familias,
así como una sola pila de agua para lavar y fregar. Conocí el desdén con
que me miraban otras personas, porque vivía en un “barrio de negros” (yo
no los veía negros, de niña ni cuenta me daba del color de mis
compañeras y amiguitas de la Escuela Pública), o porque no vestía ropas
ni calzaba zapatos flamantes, lo verdadero e importante era que siempre
estaban limpios y en buen estado, debido al rigor y la disciplina en que
me educaron mis padres, sin timbres de gloria alguna. “Pobres, pero
dignos, decentes y limpios” fue el lema de honor de nuestro blasón
familiar.
Conservo el justo orgullo de haber nacido y salido de la clase
trabajadora, de uno de los estratos menos pudiente de la capital, y,
sobre todo, de continuar perteneciendo a la misma clase, como parte de
mi identidad personal, aún cuando los cambios que llegaron a mí con la
Revolución del 1º de enero de 1959, me transformaron en una especie de
“Cenicienta” (en una joven diplomática) militante y miliciana. Tuve y
aproveché, con todo el ánimo posible (mis padres solamente cursaron
parte de la primaria), la oportunidad de estudiar, y hasta hoy persisto
en mis estudios, como investigadora científica y profesora jubilada.
Muchos de los ciudadanos y ciudadanas cubanos nacidos después de 1959,
desconocen o ignoran, o pretenden hacerlo –a pesar de que se enseña la
historia en las escuelas primaria, secundaria, etc.- cómo era la vida de
la mayor parte de los jóvenes en la Cuba pre-revolucionaria,
capitalista, burguesa, o, pequeño burguesa, pro-yanki (sin haber vivido
en los Estados Unidos de América un solo día), llena de “sueños
americanos”, que jamás se hacían realidad.
El año 1953, unido al Centenario de José Martí, marcó la diferencia
para muchos jóvenes pobres, o para los que abandonábamos la niñez
precozmente, a los 12 años, para cargar directamente con la
responsabilidad de mis actos. Entonces, se vislumbró el drama nacional
con mayor intensidad que nunca antes, a través de nuestros propios
maestros y maestras, que, en ciertos casos, eran perseguidos o quedaban
sin trabajo, solamente por defender las ideas de José Martí y
explicárnoslas, para que supiéramos que había una Patria por
reconquistar y sintiéramos la angustia de lo que nos pertenecía y,
todavía, no poseíamos realmente.
Teníamos, sí, un dictador-asesino (Fulgencio Batista y Zaldívar), que
perseguía con toda la fuerza de la represión estatal a los jóvenes
inconformes sin distinguir cuál era su color de piel; los “indignados”
de la época, que fueron víctimas inocentes de torturas, muertes
violentas, y vivieron en medio del caos reaccionario, del terror
gubernamental, de la anticultura que los rechazaba, sin obtener una
oportunidad, ni una sola, para crear una familia en paz y en base a un
trabajo honesto. Esta humilde aspiración se hizo realidad al costo de
raudales de sangre, sudor y lágrimas, tras seis largos y duros años de
lucha insurreccional. Fue por estas razones (arduamente simplificadas en
estas pocas líneas) que el país, poblado en su mayoría por negros,
mestizos y “blancos” pobres, urbanos y rurales, estalló de alegría,
entusiasmo y esperanza un inolvidable 1º de enero.
Teníamos adentro tantas lágrimas sin llorar, tanta angustia sufrida,
tantos temores y resentimientos, que decidimos, en un instante,
olvidarlos, y, a partir de aquel mismo instante, dedicarnos a hacer una
Patria, una Cuba, distinta; ese era el homenaje que merecía José Martí y
todos los que habían luchado por la independencia total; refundamos la
República y a la par, casi -los dos primeros años del torbellino
revolucionario fueron muy breves-, optamos por “construir el
Socialismo”.
Así comenzó la epopeya de un pueblo nuevo (conceptualizado, poco
después, por Darcy Ribeiro), que fue refundado también, integrado por
cubanos y cubanas -en constante revolución, en contradicción y ruptura
entre ellos y con ellos mismos- que dura hasta hoy (más de medio siglo
después), y que perdurará por muchos años más: ¡los que sean necesarios,
hasta alcanzar toda la justicia!
El hilo de la continuidad, el que une los hechos de nuestra historia
patria, y nos une a quienes la amamos y deseamos su existencia feliz y
próspera, está trenzado desde hace mucho tiempo, cuenta más de seis
milenios, y sus cabos tienen el color de los aruacos, de los colonos
europeos, de los africanos negros y blancos (los guanches y sus
descendientes), de los yucatecos, de los chinos… Todavía la historia
social de Cuba cocina el ajiaco –y está en pañales para las Ciencias
Sociales y Humanas-, es una asignatura pendiente, que deberá contribuir
con sus verdades irrebatibles a la discusión científica de muchos
problemas de esta índole, cuya profundidad, en tiempo y espacio, jamás
puede ser olvidada.
No se trata de definir en blanco y negro para ubicarnos en posiciones
sociales diferentes, precisamente porque en el “color cubano” esos
colores están indisolublemente unidos, mezclados, en la sangre de
cualquiera y todos los cubanos y cubanas. ¿Cómo podré separar en mi
sangre, en mis recuerdos más queridos, a mis abuelos y abuelas, más o
menos “blancos”, negros, indocubanos? ¿Cómo saber el color exacto de mi
posible primer ascendiente Antonio Arucas, canario del siglo XVIII, que
aparece entre los primeros pobladores del Señorío de San Juan de Jaruco,
llegado a La Habana sin nada más que su “familia” (a veces la familia
estaba compuesta por vecinos), labrador de tabaco en tierras de un Señor
desconocido, a cambio de pagar un censo?¿Como procreó sus descendientes,
los que cruzaron La Habana de norte a sur, que se asentaron en el
Señorío de Santa María del Rosario, en Managua, y llegaron hasta el
antiguo marquesado y Señorío de San Felipe y Santiago de Bejucal,
siempre cultivando tabaco en tierras de otros?¿Quiénes fueron sus
compañeras nacidas en Cuba, sin duda pobres como ellos, “blancas”,
negras, mestizas…? Y qué decir de Blanca Rosa Bonet, mi abuela paterna,
hija de un catalán perdido en tierras bejucaleñas, unido en matrimonio
a… ¿blanca, negra o mestiza? Mi adorable y adorada abuela, que
simplemente fue una obrera, escogedora y despalilladora de hojas de
tabaco -había sido antes ama de casa, cuando llegó a La Habana de los 20´s,
con tres niñas, un niño y una barriga, y su esposo (mi abuelo Daniel
Arucas) la dejó sola en el cuarto de un solar y se fue a Tampa en busca
de un salario (se fue solo diciendo que regresaría muy pronto, pero esto
ocurrió 14 años después). ¿Cómo explicarme la belleza mestiza de mis
tías Arucas, Dalila y Zenaida, tan distintas de su hermana mayor la
blanquísima Francisca, costurera de la tienda “El Encanto”? No es fácil.
Y así recorro las otras ramas de mi poco conocido árbol genealógico:
Alonso (asturiano), Laborie (de Burdeos, Francia), y voy siempre
haciendo preguntas, todas difíciles de contestar, porque hay una
Historia pendiente de hacer.
El problema del racismo en Cuba contemporánea, en lo esencial, se
explica en gran parte por la ignorancia que padecemos acerca de nuestra
Historia social. De otro modo sería imposible de comprender, pues no
tiene fundamento concreto alguno. Recientemente historiadoras tan
experimentadas como María del Carmen Barcia, o jóvenes como Aisnara
Perera y su compañera María de los Ángeles Meriño, por mentar algunas de
las tantas y tantos que se han unido para la reconstrucción de la
historia de familias, o de la historia de géneros, u de otros temas
similares (porque una historia de blancos y negros, por separado, no se
puede hacer en Cuba seriamente, ni siquiera se puede pensar en ella,
teniendo en cuenta las características histórico sociales de nuestro
país y cultura). Los antes citados colegas transitan por caminos
intrincados, difíciles de investigar, en los cuales la documentación de
cada paso cuesta no sólo muchísimo trabajo, también muchísimos recursos,
que no existen para facilitar y hacer más inmediatos los resultados,
publicarlos y con ellos demostrar verdades y cambiar las mentalidades y
las culturas que practicamos hoy día.
Sin embargo, para los negros y negras que como yo, pensamos, vivimos y
creamos para que Cuba socialista permanezca, se engrandezca con su
verdadera Historia y Cultura, la Revolución que llegó con el primer día
del año 1959, si fue y es un punto de partida fundamental y fundacional.
Somos los mismos y las mismas, pero no lo somos. (Somos los padres y
madres, abuelos y abuelas de las nuevas generaciones de cubanos.)
Ganamos aquel día, “de un solo golpe” (como el Sastrecillo Valiente): la
dignidad, el respeto y el orgullo de ser cubanos y cubanas, a pesar de
que nada cambió nuestro color, y, más o menos reducido, se mantiene
nuestro patrimonio material, tangible. En realidad, esto último, por
suerte, es lo menos importante de nuestra pequeña historia.
La Habana, lunes, 22
de abril de 2013
*Periodista, investigadora histórica, Licenciada en Historia,
especialista en Urbanismo. Miembro de la sección de literatura histórica
y social de la UNEAC y de la Unión de Arquitectos e Ingenieros de la
Construcción de Cuba. Fue profesora de Historia de la Arquitectura y del
Urbanismo.
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