El portal, soportal o pórtico, es por definición práctica la galería que precede a la entrada principal de un edificio, y está entrañablemente unida a las columnas o las pilastras que soportan su cubierta. Este elemento arquitectónico llegó a Hispanoamérica, y a la isla de Cuba, como uno de los aportes o transferencias tecnológicas trasladadas desde España durante la época colonial. En la tercera década del siglo XVIII es posible encontrar, en los libros de actas del Cabildo de la Habana, las primeras solicitudes para erigir portales públicos en céntricas plazas habaneras del recinto de intramuros.
Alejo Carpentier nos refiere con gran belleza literaria los comienzos habaneros de la tipología que estudiamos en La ciudad de las columnas (Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, Cuba, 1982):
“Al principio fue el alarife. Pero las casas empezaron a crecer, mansiones mayores cerraron el trazado de las plazas y la columna –que no ya el mero horcón de los conquistadores- apareció en la urbe. Pero era una columna interior, grácilmente nacida en patios umbrosos, guarnecidos de vegetaciones, donde los troncos de palmeras-véase cuán elocuentemente queda ilustrada la imagen en el soberbio patio del convento de San Francisco-- convivieron con el fuste dórico.” (Ob. cit. pp.20-21.)
La construcción de este apéndice real de la fachada del edificio era costeado por el propietario, quien de ese modo marcaba su posición económica y social en el entorno urbano, mientras que, al mismo tiempo, con esta obra beneficiaba a los peatones y a los comerciantes ambulantes.
La protección contra los rayos solares, la lluvia, o las ráfagas de aire frío, aportan los motivos más importantes para la existencia y el uso del portal público, rodeando plazas y calles; aunque era promovido y construido por una persona privada, sus beneficios para el peatón o transeúnte lo convirtieron en una construcción de utilidad pública. La función del portal continuó y abierto en su frente y laterales, en nuestra ciudad, fue descrita por Carpentier en la obra que ya he citado más arriba:
“No hace falta recordar aquí que, en La Habana, podría un transeúnte salir del ámbito de las fortalezas del puerto, y andar hasta las afueras de la ciudad, atravesando todo el centro de la población recorriendo las antiguas calzadas de Monte o de la Reina, tramontando las calzadas de El Cerro o de Jesús del Monte, siguiendo una misma y siempre renovada columnata en la que todos los estilos de la columna aparecen representado, conjugados o mestizados hasta el infinito.” (Ob. Cit., p.32)
A fines del siglo XVIII y principios del XIX, la expansión espontánea (no planificada) de La Habana hacia la zona de extramuros, mediante la creación de los repartos privados --o la lotificación por dueños particulares de antiguas fincas rústicas--, creó una imagen desordenada, caótica, de los primeros ensanches de la ciudad, por la falta de un trazado regular y coherente.
Las Ordenanzas de Construcción para la ciudad de la Habana y pueblos de su término municipal de 1861, reglamentaron la relación entre las nuevas urbanizaciones; se definió esencialmente el diseño de tales relaciones entre sus respectivos límites viales y la continuidad en sus puntos de encuentro. La imagen del crecimiento urbano acontecido mejoró notablemente mediante la construcción obligatoria de portales públicos en las principales calzadas o vías de primer orden de lo que hoy conocemos como Centro Habana: Paseo del Prado, Galiano, Belascoaín, Reina, Monte y, posteriormente, se extendieron por la Avenida del Puerto o Malecón habanero, desde el castillo de La Punta hasta la Calzada de Belascoaín.
Las condicionales o normativas impuestas en las vías de primer, segundo o tercer orden, para homogeneizar las medidas del portal, de acuerdo con el orden de la vía y la fachada del edificio, a los cuales acompañaba: altura, ancho y profundidad o extensión, desde la fachada edificada hasta el límite con la acera, y el ancho de esta última considerando su borde exterior, bordillo o contén, permitieron crear un paisaje urbano unificado y más racional, hasta cierto punto. Sin embargo, la diversidad con que cada propietario hacía gala de su individualidad, e inventaba o “recreaba” algún “estilo” –-solicitado según su gusto a un albañil---, para el tramo específico de su galería, influyó en el llamado “estilo sin estilo” (frase carpenteriana) de La Habana; la dotó de una arquitectura vernácula a gran escala urbana. De esta forma Alejo Carpentier comentaba ese rasgo de nuestras vías con portales públicos:
“Columnas de medio cuerpo dórico y medio cuerpo corintio, jónicos enanos, cariátides de cemento, tímidas ilustraciones o degeneraciones de un Vignola compulsado por cuanto maestro de obra contribuyera a extender la ciudad, desde fines del siglo pasado, sin ignorar a veces la existencia de cierto modern-style parisiense de comienzos del siglo, ciertas ocurrencias de arquitectos catalanes, y, para quienes, en los barrios primeros, querían sustituir las ruinosas casonas de antaño por edificaciones más modernas (hay dos de este tipo, notables, casi hermosas al cabo del tiempo, en ángulos de la antigua Plaza Vieja), las reposteras innovaciones de “estilo Gran Vía” de Madrid.” (Ob. Cit., p.32.)
Los nuevos ensanches de La Habana que tuvieron lugar durante el primer período de la época republicana también aplicaron en sus repartos privados, inclusive en los residenciales, las mentadas regulaciones urbanas cuya flexibilidad ya ha sido comentada en artículos anteriores.
Hacia 1940 el aspecto grandilocuente que identificó a “La Habana Monumental” se logró, en gran medida, gracias a los portales públicos. El impacto de la tipología a que me he referido ---que acogió el activo centro comercial habanero, localizado en la actual Centro Habana--- estableció una significativa relación entre el exterior e interior de cada barrio. Mientras que la vía dotada de portal público se vinculaba al tránsito externo, de los transeúntes ajenos al barrio, los vecinos del mismo hacían sus contactos cotidianos mediante la comunicación visual o hablada a través de sus calles interiores, aceras, y los balcones y ventanas insertos en las fachadas de las casas.
Una vida muy cercana entre todos los habitantes del barrio, de vecindad, adornada por la solidaridad de los ocupantes de cada vivienda con sus convecinos, y que casi no se repite en otra parte de la ciudad, parece trascender de estos antiguos repartos de subsistencia muy modesta, ocupados por pago de rentas a sus dueños por obreros portuarios, tabaqueros, trabajadores del comercio, gastronomía, y muchos otros. Su estado constructivo actual, ciertamente, ya está bastante alterado o destruido, a pesar de la buena calidad de sus construcciones.
Múltiples formas de la vida espiritual ciudadana se unen a las edificaciones y la trama y urdimbre urbana; ellas nos remiten a una original cultura popular que persiste en la música, los bailes, en la práctica de religiones de origen africano, pero también en las cristianas de toda índole, así como en las asociaciones fraternales, como la abakuá y la masonería.
El conjunto de las vías con portales públicos de La Habana, sin duda alguna, es parte de nuestra identidad y contiene una riqueza cultural y patrimonial extraordinaria, que a mi modo de ver y entender, aún no ha sido suficientemente reconocida por parte de las autoridades correspondientes. Por ello, reiterar la importancia de su rescate y protección contra la desaparición total, es un asunto urgente para todos los cubanos.