Una de las obras más destacadas del arte funerario católico en América, segunda mitad del siglo XIX, es la necrópolis habanera, el Cementerio Cristóbal Colón. Sin dudas, este es el sitio más extenso y urbanistícamente jerarquizado de los que en el mundo se han dedicado a la memoria del Gran Almirante genovés.
Tras su fallecimiento, ocurrido en Valladolid el 20 de mayo de 1506 – en este año se recuerda el medio milenio de su muerte – los restos mortales de Colón no descansaron en paz. Por el contrario, recorrieron un itinerario de países en el que se registran inhumaciones y exhumaciones de la osamenta: en España (1506 a 1537 ó 1540), República Dominicana, (Santo Domingo 1537 ó 1540 a ¿1795?), Cuba (La Habana, 1796 a 1898), y de vuelta España (Sevilla, ¿1898 hasta la actualidad?). Un valioso artículo del historiador Dr. Eusebio Leal Spengler, “Tras las huellas del Almirante Cristóbal Colón” (en revista Universidad de La Habana, La Habana, nº 236, p. 7-27), nos permite conocer los detalles de ese curioso destino y de la autenticidad, bastante cuestionada, de los referidos restos traídos hasta nuestra capital, desde Santo Domingo, hace más de dos siglos.
Hoy día, españoles y dominicanos aún mantienen abierto el debate iniciado en 1877, cuando se descubrieron osamenta y cenizas en el lugar que ocupaban los Almirantes Colón, padre y su hijo Diego, en la Catedral Metropolitana de Santo Domingo. Entonces, ¿a quién pertenecieron los restos que se trasladaron a La Habana en 1796? Posiblemente el resultado de una prueba de ADN, ya propuesta por un investigador español, ponga punto final a esta vieja querella.
La Habana, ciudad fundada – por tercera vez – en 1519 junto a la bahía homónima, había sido recomendada por el arzobispo de Santo Domingo, Fernando Portillo Torres, para alojar los restos del primer Almirante según relata el Dr. Leal. La capital colonial estaba reforzada con nuevas instalaciones militares, una vez devuelta en 1763 a manos españolas, once meses después de su capitulación ante los ingleses el 13 agosto de 1762. También, con posterioridad a la creación de la diócesis de La Habana en 1787, se había erigido la Catedral habanera –cuyo edificio, en construcción, había sido la iglesia del Colegio de los jesuitas, orden expulsada de la Isla en 1767. Hasta ese momento, la diócesis y la única catedral del país radicaban en Santiago de Cuba y, aquella era sufragánea, desde su fundación, de la Catedral Metropolitana de Santo Domingo.
Las autoridades y la población habanera recibieron, el 19 de enero de 1796, la caja que contenía los últimos despojos del universalmente denominado “Descubridor de América”. Estos habían sido trasladados a La Habana por motivo de la cesión de la parte española de Santo Domingo a Francia, mediante el Tratado de Basilea, acordado entre Manuel Godoy y Napoleón a mediados de 1795, y con más razón aún, a causa de la presión militar ejercida por el general negro Toussaint Louverture sobre los españoles para que llevaran a efectos tal acuerdo. En Saint Domingue, entonces, se vivía en medio del proceso revolucionario desatado en 1791 por los esclavos, el cual concluiría poco después, menos de una década, con la fundación de la República de Haití, primera república negra del mundo.
El Gran Almirante fue considerado por el profesor, filósofo y padre católico José Agustín Caballero y Rodríguez de la Barrera (La Habana, 1762-1835), como el emblema de las virtudes más altas logradas hasta entonces en pro del avance de la ciencia y la cultura (eurocentrista). La reflexión ética predominó en el “Sermón fúnebre en elogio del Excmo. Sr. Don Cristóbal Colón, Primer Almirante, Virrey y Gobernador General de las Indias Occidentales, su Descubridor y Conquistador”. Dicho elogio fue publicado en la Imprenta de Estevan Joseph Boloña, precedido de una “Dedicatoria al muy Ilustre Ayuntamiento de la Havana” escrita por el propio padre Caballero. Dos cartas para agradecer la elocuente pieza oratoria fueron enviadas por el Duque de Veraguas, uno de los descendientes de Colón; éstas se publicaron para conocimiento general en el Papel Periódico de la Havana, en el transcurso de mayo de 1796.
Hasta cierto punto, los ilustrados habaneros deseaban y esperaban que el futuro desarrollo de su patria chica fuese auspiciado por la ciencia y el arte, unidos a una economía floreciente; ésta última había despegado poco antes, alrededor de 1790, por la vía de la plantación azucarera esclavista; así, se produjo el auge de la trata y de la esclavitud africana en la isla de Cuba. Ciertamente, los recién estrenados empresarios azucareros habaneros se habían apartado muy poco de los propósitos mercantilistas que animaron a las expediciones colombinas hasta nuestras tierras.
A lo largo del siglo XIX, la devoción por Colón fue alimentada en el imaginario de los pobladores isleños de ascendencia española, con numerosas publicaciones, obras literarias e historiográficas, que ensalzaban su valor y sabiduría como “Descubridor” de Cuba – isla que exploró en su primer y segundo viajes – y del Continente ingratamente denominado América. Algunos valoraban su presencia simbólica en La Habana como el patrimonio más antiguo e importante que poseían los cubanos, y se lamentaban de la humildad con que honraba su ilustre memoria una simple lápida en la Catedral. En 1853, el capitán general y gobernador político Don Juan Manuel de la Pezuela y Cevallos Escalera, marqués de la Pezuela, hizo la propuesta de construir un cementerio monumental para sustituir al Cementerio general de La Habana (también conocido como Cementerio de Espada, porque su fundador principal había sido ese Obispo de La Habana, en 1806; fue clausurado en 1878). Pezuela unió el nombre de Cristóbal Colón a la denominación del citado proyecto funerario.
Sin embargo, no se compraron los terrenos para el nuevo cementerio hasta 1867 (R.O. 19 de septiembre). Por cierto, éstos tuvieron un valor de $40 867 pesos oro. Y no fue hasta 1870, cuando se llevo a cabo por la Junta de Cementerios el concurso para elegir el necesario proyecto arquitectónico. Calixto Aureliano de Loira y Cardoso (El Ferrol, Galicia 1840 – La Habana, 1872), residente en La Habana desde los seis años de edad y graduado de Arquitecto de la Academia de San Fernando, Madrid, ganó el premio otorgado por un exigente tribunal del que formaba parte el ingeniero militar Francisco de Albear y Fernández de Lara, el constructor habanero más genial y mejor informado de su tiempo. Loira murió joven, a los treinta y dos años, y fue sustituido en el cargo de Director de la obra por Eugenio >Rayneri Sorrentino, eficaz constructor habanero graduado en la misma Academia española.
Las obras del Cementerio Cristóbal Colón fueron inauguradas oficialmente el 30 de octubre de 1871, justamente en el lugar donde se alzaría la Puerta de la Paz, o del norte, y se terminaron en 1886. A la celebración del notable suceso asistieron las personalidades militares y eclesiásticas principales del gobierno colonial español. Sin embargo, en aquel solemne acto no estuvo presente el capitán general y gobernador político de la Isla Blas Villate de la Hera, conde de Valmaseda, quien, significativamente, se encontraba en el Departamento oriental, al frente de sus tropas, combatiendo a los cubanos independentistas que habían iniciado la Guerra de los Diez Años, el 10 de octubre de 1868.
Los terrenos donde se construyó el Cementerio, inicialmente formaban un rectángulo que abarcó 53,72 ha.; en la segunda década del siglo XX fue ampliado hacia el extremo noreste. La Puerta de la Paz o del norte, acceso principal de la necrópolis, es un imponente arco de triunfo diseñado en estilo románico-bizantino, hecho con piedra caliza local. La obra está dividida en tres cuerpos por tres accesos: uno central, bien destacado por su altura, para la entrada de los funerales y dos laterales, para los visitantes; las puertas son rejas de hierro terminadas en puntas de lanzas, que cierran los respectivos vanos, y tienen al centro tres C (CCC) caladas, sigla que identifica el nombre de este sitio funerario.
En 1902 el arco fue rematado por tres figuras (Fe, Esperanza y Caridad) y dos medallones, uno a cada lado de las caras del muro, que simbolizan la crucifixión y el milagro de la resurrección. Las piezas fueron diseñadas por José Vilalta Saavedra (La Habana, 1865, ¿Italia, 1912?)[1] primer escultor en gran formato nacido en Cuba, y realizadas en mármol blanco de Carrara.
También se había proyectado la construcción de un cenotafio para guardar los restos de Colón en la plaza nombrada con su nombre, que está ubicada entre la Puerta del norte y la Capilla central del Cementerio. Pero nunca se hizo realidad ese nuevo traslado, ni tampoco se erigió el cenotafio. Solamente quedaron los muy ilustres nombre y apellido del navegante en dicha plaza.
Al finalizar la Guerra de Independencia (1895-1898), ocupada ya La Habana por las tropas estadounidense, el 26 de septiembre 1898 se abrió el nicho donde habían permanecido por más de un siglo los sagrados despojos para ser trasladados, de nuevo, hacia Sevilla el 12 de diciembre del antes mencionado año. Queda pendiente la aclaración de si en verdad salieron por el puerto habanero los polvos y la poca osamenta que restaban del valeroso hombre de mar que admiró sorprendido, ¡la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto!
No obstante, podemos afirmar convencidamente, que el espíritu emprendedor y corajudo del Almirante acompañó a nuestra ciudad por ciento dos años y que todavía la sobrevuela, al estilo carpenteriano de lo real maravilloso, en alas de El arpa y la sombra.
[articulo publicado originalmente en Cubarte, portal de la Cultura Cubana, La Habana, sábado, 03 de junio de 2006.]
nota
[1] Los datos de lugar y fecha del
fallecimiento del escultor José Vilalta de Saavedra no están
confirmados por la Autora.
sobre el autor: Lohania J. Aruca Alonso (La Habana, 30 de diciembre de 1940) Licenciada en Historia (1976, Universidad de La Habana), Especialista en Urbanismo (1982, Facultad de Arquitectura, ISPJAE), Investigadora agregada (1990), Maestra en Ciencias Estudios de América Latina, El Caribe y Cuba (1996, Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana).