Para dedicarse a la vida
rea-contemplativa, hay que tener vocación, vale decir, hay que
esgunfiarse. No conozco en el léxico castellano un vocablo que encierre
tan profundo significado filosófico como el verbo reflexivo que acabo de
citar, y que pertenece a nuestro reo hablar.
El esgunfiado -no hay que confundir- no es aquel que se tira a muerto.
No. Tienen pasta distinta; broncas subjetivas; distintas. Fiacas
desemejantes. El que se esgunfia es un "orre" filosófico que tiene esta
razón oscura para cuanta pregunta se le hace:
-Me esgunfié.
Y al contestar así, estira la jeta en reagria expresión de aburrimiento.
Dejó un día de hacer acto de presencia en el taller. Se despertó, y su
primera bronca fue darle un mordiscón a la bombilla matera, y decir,
rechazando el mate:
-Estoy esgunfio. Este mate me revienta.
Luego volvió la cabeza para el muro; se tapó la porra con la sábana y se
apoliyó hasta las tres de la tarde. A las tres, se levantó, se puso el
traje dominguero, y con paso tardo entró al café de la esquina. Y los
amigos, al verlo, le preguntaron:
-¿No fuiste a laburar?
-No; me esgunfié.
Y silenciosamente se mandó a bodega el café, entre la sobradora mirada
del mozo, que pensó:
-Otro, vago a la pileta. ¡Qué barrio de sábalos, éste! (Explicación
técnica de sabalaje: pez que abunda en las orillas de agua sucia.)
Al día siguiente repitió el programa "farnientesco". La vieja lo miró de
reojo, y dijo tímidamente:
-¿No vas a trabajar?
Y el otro, cejijunto, contestó:
-No; estoy esgunfio de tanto taller.
Y la hermana torció para el lado de la cocina, pensando:
-Este también se esgunfió. Igual que Juancito. (Juancito es su novio.)
A la semana, mientras cenaban, el viejo, que con el cucharón llenaba el
plato de sopa, dijo:
-Así que no vas más al taller ¿eh?
-No; me esgunfié.
El "jovie" detuvo un instante el cucharón en el aire; movió la cabeza
rapada a lo Humberto "primo", se rascó los mostachos, y luego,
arrancando medio pan se llenó la boca de miga.
Y todos morfaron en silencio.
Y el vago no trabajó más.
Desde entonces, no labura. Su trabajo se limita a esgunfiarse. Se
levanta a las diez de la mañana, se pone el "fungi" y sale hasta la
esquina para apoyarse en la vidriera del almacén. De diez a once, se
solea. Quieto como un lagarto, se queda arrimado a la pared, con los
pies cruzados, los codos apoyados en el alféizar de la vidriera, el ala
del sombrero defendiéndole los ojos; una mueca amarga tirando sus dos
catetos de la punta de la nariz a los dos vértices de los labios;
triángulo de expresión mafiosa que se descompone para saludar
insignificantemente a alguna vecina.
El almacenero lo sobra desde el otro lado del vidrio, y tras de la reja
de la caja, y piensa maldiciéndolo:
-Estos hijos del país...
El odia a los hijos del país. Los odia porque se tiran a muertos, porque
se esgunfian, porque no trabajan. Quisiera ver la tierra convertida la
mitad en un almacén y la otra mitad en dependientes de ella. Luego
inclina el "mate" sobre el Haber y firma un cheque, regocijado de su
prosperidad y de no haberse esgunfiado nunca de ese tren de laburo, que
comienza a las cinco de la mañana y termina a las doce de la noche.
El que se aburre, de pie junto a la vidriera, charla ahora con otro
vago. Ese no se esgunfió nunca. Pero, en cambio, se tiró a muerto.
Porque sí. Por prepotencia. "¡Qué trabajen los otros!" Los dos vagos
intercambian palabras fiacosas. Lentas. Palabras que son así: "¿Te dije
que estuve en lo de Pedro?" Y al rato, nuevamente: "¿Te dije? Lo vi a
Pedro". Y a los quince minutos: "Pedro está bien, ¿sabés?" Y a los otros
cinco minutos: "Y qué es lo que te dijo Pedro". Diálogo fiacoso, con las
jetas arrugadas, la nariz como oliéndo la proximidad de la fiera:
trabajo; los ojos retobados bajo los párpados en la distancia de los
árboles verdes que decoran la callejuela del barrio sábalo.
A la tarde, de cada vizcachera sale uno de estos "orres". Las mujeres
hacen rechinar la Singer, ellos, con balanceo lento, salen para el café.
Siempre hay uno en el café que tienen veinte guitas. Ese es el que toma
café. Otros siete amigos vagos, hacen rueda en torno de la mesa y sólo
piden agua. El mozo relojea resignado, ¡qué destino el suyo! ¡En vez de
ser sirviente del Plaza Hotel, haber rodado a esa ladronera! Bueno, a
todos no les están concedidos los triunfos magníficos. Y el mozo
avinagra el gesto en un pronunciamiento mental de mala palabra. Y en la
mesa i corre la pachorra de este diálogo:
-¿Te dije que lo vi a Pedro? -Silencio de cinco minutos. -¿Y qué te dijo
Pedro? -Otros cinco minutos de silencio. -¿Así que lo viste a Pedro?
-Otros diez minutos de silencio. -Lo vi ayer a Pedro. -Otros cinco
minutos de silencio. -¿Y qué te contó Pedro?
Son los esgunfiados. La fiaca les ha roído el tuétano. Tan aburridos
están, que para hablar, se toman vacaciones de minutos y licencias de
cuarto de hora. Son los esgunfiados. Los que no hacen ni bien ni mal.
Los que no roban ni estafan. Los que no juegan ni apuestan. Los que no
pasean ni se divierten. Tan esgunfiados están, que a pesar de ser fiacas
podrían tener novia en el barrio, y no la tienen; que es mucho laburo
eso de ir a chamuyar en una puerta y darle la lata al viejo; tan
esgunfiados están, que a lo único que aspiran es a una tarde eterna, con
una remota puesta de sol, una mesita bajo un árbol y una jarra de agua
para la sed.
En la India, estos vagos, hubieran sido perfectos discípulos de Nuestro
Señor, el Buda, porque son los únicos que entre nosotros conocen los
misterios y las delicias de la vida contemplativa. |