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La pista de los dientes de oro |
Lauro
Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda
mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes
de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los
dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los
dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece
nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de
los falsos dientes de oro. Lauro
se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa
maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer
que sus dientes aparecieran como de ese metal. Esto
ocurre a las once de la noche. A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado. A
las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el
pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters
policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el
agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el
cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que
llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos
estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida
en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de
un hombre. En
el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina
esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras
blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana
arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del
muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con
que ha sujetado a la víctima. Hugo
Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi,
botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos
veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y
anteojos amarillos. A
las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos
escriben titulares así: El
enigma del bárbaro crimen del diente de oro Son
las diez de la mañana. El
asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del
boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo
ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro
pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a
Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra
bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de
un empleado de comercio en vacaciones. Lauro
Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al
vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha
sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los
que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes
de oro. No
se equivoca. A
esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las
intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina
donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad. Un
barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa
desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las
declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son: —Yo
he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo
nada que ver con el crimen. El
calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los
que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo
la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota: —Entre
nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las
personas que le han visto en tal lugar? Algunos
se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de
presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan
distinguido como el que ellas presentaban. En
las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó
haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado
al control de la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón,
con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas
cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo
en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado.
Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón
a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha
cometido. Queda detenido. También
se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para
declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se
queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana
pudiera alcanzar proporciones inusitadas. Los
ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos.
Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que
en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al
conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas
las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se
sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada (...)* de
los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos
dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo. En
tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital
las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la
dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el
orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la
presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo
respecto a este crimen de características tan singulares. Las
hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes
en todos los periódicos. Doménico
Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado
con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que
para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un
puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado,
circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las
cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima.
Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien
después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil,
no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de
odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana. La
primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso
desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla
apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por
el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la
puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de
dramones espeluznantes. La
policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se
confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para
descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen
dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días
todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el
recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros
aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año
después, el asunto pasa a los archivos de la policía... El
asesino no es descubierto nunca. Sin
embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini. Era
Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo. A
las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen,
Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una
hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del
diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en
un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su
tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le
aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse
los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego
se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación
quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías
y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la
acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la
presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un
shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de
fosforescencias pasan por sus ojos. Lauro
comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y
fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un
diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un
odontólogo. Instintivamente,
no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista,
en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono. Una
hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y
observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe
aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna
picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la
atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve
reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan
los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría
la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la
boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro
Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras
examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada
esa veta de papel de oro. Diana
Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole
la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes
superiores de la dentadura izquierda. Diana
se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo
blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice: Hay un diente
picado. Habrá que hacerle una orificación. Lauro
tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia,
pregunta: —¿Cuesta
mucho platinarlo? —No;
la diferencia es muy poca. Mientras
Diana prepara el torno, habla: —A
causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos
cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras. Lauro
esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la
frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras
escoge unas mechas: —Yo
creo que ese crimen es una venganza. . . ¿Y usted?. .. —Yo
también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una
venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo,
reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios
y matarlo?.. . Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos. Media
hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha
dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección, Diana
Lucerna le dice: —Véngase
pasado mañana. Lauro
sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y
niqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las
techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada,
va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación
externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los
comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor
de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en
la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con
una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si
en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de
la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese
sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino;
él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe... Una
congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí
hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza
estacionada en su voluntad moral. Debe
denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le
gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón
palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta
el pecho con las manos. Diana
se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de
Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!. . Diana se
quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan
clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre
como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la
ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas. Una
impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida
diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo
desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y
en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a
la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita
iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una
puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra... Está allí... Allí,
de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie
tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca
de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la
puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie
frente a él. Diana
le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido
descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la
joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico
Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece. Lauro
la mira, y después, con voz dulce, le pregunta: —¿Qué
le pasa, señorita? Ella
se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se
atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los
desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación
sobreviene la repulsión, y entonces dice: —Yo
soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita.
Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En
Brindis—yo soy italiano—, hace siete años, se llevó de la casa de
mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana
vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días
con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él.
Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un
golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir
auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi
hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no
castiga ciertos crímenes. Diana
lo escucha y responde: —Supe
que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la
hendidura de la caries. Lauro
prosigue: —Supe
que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo. —¿No
lo encontrarán a usted? —No;
si usted no me denuncia. Diana
lo mira: —Es
espantoso lo que usted ha hecho. Lauro
la interrumpió, frío: —La
agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó
las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él
ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una
pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas. Diana
Lucerna comprende que el hombre tiene razón: —¿No
lo encontrarán a usted? —Yo
creo que no... —¿Vendrá
usted a curarse mañana? —Sí,
señorita; mañana iré. Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará. |
Roberto Arlt
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