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El juguete rabioso |
Después de lavar los platos, de cerrar las puertas y abrir los postigos, me recosté en el lecho, porque hacía frío. Sobre la tapia, el sol enrojecía oblicuamente los ladrillos. Mi madre cosía en otra habitación y mi hermana preparaba sus lecciones. Me dispuse a leer. Sobre una silla, junto al respaldar del lecho, tenía las siguientes obras: Virgen y madre de Luis de Val, Electrotécnica de Bahía y un Anticristo de Nietzsche. La Virgen y madre, cuatro volúmenes de 1800 páginas cada uno, me lo había prestado una vecina planchadora. Ya cómodamente acostado, observé con displicencia Virgen y madre. Evidentemente, hoy no me encontraba dispuesto a la lectura del novelón truculento y entonces decidido cogí la Electrotécnica y me puse a estudiar la teoría del campo magnético giratorio. Leía despacio y con satisfacción. Pensaba, ya interiorizado de la complicada explicación acerca de las corrientes polifásicas. "Es síntoma de una inteligencia universal poder regalarse con distintas bellezas", y los nombres de Ferranti y Siemens Halscke resonaban en mis oídos armoniosamente. Pensaba: "Yo también algún día podré decir ante un congreso de ingenieros: 'Sí, señores... las corrientes electromagnéticas que genera el sol, pueden ser utilizadas y condensadas.' ¡Qué bárbaro, primero condensadas, después utilizadas! —diablo, ¿cómo podían condensarse las corrientes electromagnéticas del sol?" Sabía, por noticias científicas que aparecen en distintos periódicos, que Tesla, el mago de la electricidad, había ideado un condensador del rayo. Así soñaba hasta el anochecer, cuando en la habitación contigua escuché la voz de la señora Rebeca Naidath, amiga de mi madre. —¡Hola! ¿cómo está, frau Drodman?, ¿cómo está mi hijita? Levanté la cabeza del libro para escuchar. La señora Rebeca pertenecía al rito judío. Su alma era ruin, porque su cuerpo era pequeño. Caminaba como una foca y escudriñaba como un águila... Yo la detestaba por ciertas trastadas que me había hecho. —¿Silvio no está? Tengo que hablarle. En un santiamén estuvo en la otra habitación. —¡Hola, ¿Cómo le va, frau, qué hay de nuevo? —¿Tú sabes mecánica? —Claro... Algo sé. ¿No le enseñaste, mamá, la carta de Ricaldoni? Efectivamente, Ricaldoni me había felicitado por algunas combinaciones mecánicas absurdas que yo había ideado en mis horas de vagancia. La señora Rebeca dijo: —Sí, yo la vi. Toma —alcanzándome un diario en cuya página su dedo de uña orlada de mugre señalaba un aviso, comentó—: Mi marido me dijo que viniera y te avisara. Lee. Con los puños en las caderas echaba el busto hacia mí. Se tocaba con un sombrerito negro cuyas plumas desbarbadas colgaban lamentables. Sus pupilas negras me inspeccionaban irónicamente el rostro, y a momentos, apartando una mano de la cadera, se rascaba con los dedos la encorvada nariz. Leí: "Se necesitan aprendices para mecánicos de aviación. Dingirse a la Escuela Militar de Aviación. Palomar de Caseros." —Sí, tomas el tren a La Paternal, le dices al guarda que te baje en La Paternal, tomas el 88. Te deja en la puerta. —Sí, anda hoy, Silvio, es mejor —indicó mi madre sonriendo esperanzada—. Ponete la corbata azul. Ya está planchada y le cosí el forro. De un salto me planté en mi cuarto y en tanto me trajeaba, escuché a la judía que narraba con voz lamentosa una riña con su marido. —¡Qué cosa, frau Drodman! Vino borracho, bien borracho. Maximito no estaba, había ido a Quilmes a ver un trabajo de pintura. Yo estaba en la cocina, salgo afuera, y me dice mostrándome el puño así: "'La comida, pronto... ¿Y el canalla de tu hijo por qué no vino a la obra?' Qué vida, frau, qué vida... Voy a la cocina y ligerito prendo el gas. Pensaba que si venía Maximito iba a suceder un bochinche, y temblaba, frau. ¡Dios mío! Ligerito le traigo el sartén con el hígado y huevos fritos en manteca. Porque a él no le gusta el aceite. Y lo hubiera visto, frau, abre los ojos grandes, frunce la nariz y me dice: "'Perra, esto está podrido' y eran frescos los huevos. ¡Qué vida, frau, qué vida...! Toda la cama de huevos y manteca. Yo corrí hasta la puerta y él se levantó, agarró los platos y los tiraba contra el suelo. Qué vida. Hasta la hermosa sopera, ¿se acuerda, frau?, hasta la hermosa sopera se rompió. Yo tenía miedo y como me fui, él vino y pum, pum, se daba tremendos puñetazos en el pecho... ¡Qué cosa horrible!, y me gritó cosas que nunca, frau, me gritó: '¡Cochina, quiero lavarme las manos con tu sangre!'" Se oía suspirar profundamente a la señora Naidath. Los percances de la mujer me divertían. En tanto hacía el lazo de mi corbata, me imaginaba sonriendo al grandulón de su marido, un canoso polaco, con nariz de cacatúa, vociferando tras de doña Rebeca. El señor Josías Naidath era un hebreo más generoso que un etman del siglo de Sobiesky. Hombre raro. Detestaba a los judíos hasta las exaspeación, y su antisemitismo grotesco se exteriorizaba en un léxico fabuloso por lo obsceno. Natural, su odio era colectivo. Amigos especuladores le habían engañado muchas veces, pero no quería convencerse de ello y en su casa, para desesperación de la señora Rebeca, siempre podían encontrarse inmigrantes alemanes gordos y aventureros de miserable traza, que se hartaban en torno de la mesa con chucrut y salchicha, y que reían con gruesas carcajadas, moviendo los inexpresivos ojos azules. El judío les protegía hasta que encontraban trabajo, valiéndose de las relaciones que como pintor y francmasón tenía. Algunos le robaron; hubo un pillastre que del día a la noche desapareció de una casa en refacción llevándose escaleras, tablones y pinturas. Cuando el señor Naidath supo que el sereno, su protegido, se había despachado en tal forma, puso el grito en el cielo. Parecía el dios Thor enfurecido... más no hizo nada. Su esposa era el prototipo de la judía avara y sórdida. Recuerdo que cuando mi hermana era más pequeña, estaba un día de visita en su casa. Con candidez admiraba un hermoso ciruelo cargado de fruta en sazón, y como es lógico, apetecía la fruta y le pedía con palabras tímidas. Entonces la señora Rebeca la reprendió: —Hijita... Si tenés ganas de comer ciruela, podés comprar toda la que quieras en el mercado. —Sírvase el té, señora Naidath. La judía continuaba narrando lamentosamente: —Después me gritaba, y todos los vecinos oían, frau; me gritaba: "Hija de carnicero judío, judía cochina, protectora de tu hijo." Como si él no fuera judío, como si Maximito no fuera su hijo. Efectivamente, la señora Naidath y el cernícalo de Maximito se entendían admirablemente para engañarlo al francmasón y sonsacarle dinero que gastaban en tonterías, complicidad de la que era sabedor el señor Naidath, y que sólo mentándola le sacaba de sus casillas. Maximito, origen de tantas desaveniencias, era un badulaque de veintiocho años, que se avergonzaba de ser judío y tener la profesión de pintor. Para disimular su condición de obrero, vestía como un señor, gastaba lentes y de noche antes de acostarse se untaba las manos con glicerina. De sus barrabasadas yo conocía algunas sabrosísimas. Cierta vez cobró clandestinamente un dinero debitado por un hostelero a su padre. Tendría entonces veinte años y sintiéndose con aptitudes de músico, invirtió el importe en un arpa magnífica y dorada. Maximito explicó, por sugerencia de su madre, que había ganado unos pesos con un quinto de lotería, y el señor Naidath no dijo nada, pero escamado miró de reojo el arpa, y los culpables temblaron como en el paraíso Adán y Eva cuando los observó Jehová. Pasaron los días. En tanto, Maximito tañía el arpa y la vieja judía se regocijaba. Estas cosas suelen suceder. La señora Rebeca decía a sus amistades que Maximito tenía grandes condiciones de arpista, y la gente, después de admirar el arpa en un rincón del comedor, decía que sí. Sin embargo, a pesar de su generosidad, el señor Josías era un hombre prudente ciertas veces y pronto se hizo cargo por qué trapacería era dueño del arpa el magnánimo Maximito. En esta circunstancia, el señor Naidath, que tenía una fuerza espantosa, estuvo a la altura de las circunstancias, y como recomienda el salmista, habló poco y obró mucho. Era sábado, pero al señor Josías, importábale un ardite el precepto mosaico, a vía de prólogo sacudió dos puntapiés al trasero de su mujer, cogió a Maximito del cuello y después de quitarle el polvo lo condujo a la puerta de calle, y a los vecinos que en mangas de camisa se divertían inmensamente con el barullo, desde la ventana del comedor les arrojó el arpa a las cabezas. Esto ameniza la vida, y por eso la gente decía del judío: —¡Ah!, el señor Naidath... es una buena persona. Terminado de acicalarme, salí. —Bueno, hasta luego, frau, saludos a su esposo y a Maximito. —¿No le das las gracias? —interrumpió mi madre. —Ya se las di antes. La hebrea levantó los ojillos envidiosos de las rebanadas de pan untadas de manteca y con flojedad me estrechó las manos. Ya reaccionaban en ella los deseos de verme fracasado en mis gestiones. Anochecido, llegué al Palomar. Al preguntarle por él, un viejo que fumaba sentado en un bulto, bajo el farol verde de la estación, con un mínimo gasto de gestos, me indicó el camino entre las tinieblas. Comprendí que me las había con un indiferente; no quise abusar de su parquedad, sabiendo casi tanto como antes de interrogarle, le di las gracias y emprendí el camino. Entonces el viejo me gritó: —Diga, niño, ¿no tiene diez centavos? Pensé no beneficiarlo, mas reflexionando rápidamente, me dije que si Dios existía podría ayudarme en mi empresa como yo lo hacía con el viejo y no sin secreta pena me acerqué para entregarle una moneda. Entonces el andrajoso fue más explícito. Abandonó el bulto y con tembloroso brazo extendido hacia la oscuridad señaló: —Vea, niño... siga derechito, derechito y a la izquierda está el casino de los oficiales. Caminaba. El viento removía los follajes resecos de los eucaliptus, y cortándose en los troncos y los altos tilos del telégrafo, silbaba ululante. Cruzando el fangoso camino, palpando los alambres de los cercos, y cuando lo permitía la dureza del terreno rápido, llegué al edificio que el viejo ubicara a la izquierda con el nombre de casino. Indeciso, me detuve. ¿Llamaría? Tras de las barandas del chalet, frente a la puerta, no había ningún soldado de guardia. Subí tres escalones, y audazmente —así pensaba entonces— me interné en un estrecho corredor de madera, material de que estaba construido todo el edificio, y me detuve frente a la puerta de una oblonga habitación, cuyo centro ocupaba una mesa. En derredor de ella, tres oficiales, uno recostado en un sofá junto al trinchante, otro de codos en la mesa, y un tercero con los pies en el aire, pues apoyaba el respaldar de la silla en el muro, conversaban con displicencia frente a cinco botellas de colores distintos. —¿Qué quiere usted? —Me he presentado, señor, por el aviso. —Ya se llenaron las vacantes. Objeté, sumamente tranquilo, con una serenidad que me nacía de la poca suerte: —Caramba, es una lástima, porque yo soy medio inventor, me hubiera encontrado en mi ambiente. —¿Y qué ha inventado usted? Pero entre, siéntese —habló un capitán incorporándose en el sofá: Respondí sin inmutarme: —Un señalador automático de estrellas fugaces, y una máquina de escribir con caracteres de imprenta lo que se le dicta. Aquí tengo una carta de felicitación que me ha dirigido el físico Ricaldoní. No dejaba de ser curioso esto para los tres oficiales aburridos, y de pronto comprendí que les había interesado. —A ver, tome asiento —me indicó uno de los tenientes examinando mi catadura de pies a cabeza—. Explíquenos sus famosos inventos. ¿Cómo se llamaban? —Señalador automático de estrellas fugaces, señor oficial. Apoyé mis brazos en la mesa, y miré con mirada que me parecía investigadora, los semblantes de líneas duras y ojos inquisidores, tres rostros curtidos de dominadores de hombres, que me observaban entre curiosos e irónicos. Y en aquel instante, antes de hablar, pensé en los héroes de mis lecturas predilectas y la catadura de Rocambole, del Rocambole con gorra de visera de hule y sonrisa canalla en la boca torcida, pasó por mis ojos incitándome al desparpajo y a la actitud heroica. Confortado, segurísimo de no incurrir en errores, dije: —Señores oficiales: ustedes sabrán que el selenio conduce la corriente eléctrica cuando está iluminado; en la oscuridad se comporta como un aislador. El señalador no consistiría nada más que en una célula de selenio, conectada con un electroimán. El paso de una estrella por el retículo del selenio, sería señalada por un signo, ya que la claridad del meteoro, concentrada por un lente cóncavo, pondría en condiciones de conductor al selenio. —Está bien. ¿Y la máquina de escribir? —La teoría es la siguiente. En el teléfono el sonido se convierte en una onda electromagnética. "Si medimos con un galvanómetro de tangente la intensidad eléctrica producida por cada vocal y consonante, podemos calcular el número de amperios vueltas, necesarios para fabricar un teclado magnético, que responderá a la intensidad de corriente de cada vocal." El ceño del teniente acentuóse. —No está mala la idea, pero usted no tiene en cuenta la dificultad de crear electroimanes que respondan a alteraciones eléctricas tan ínfimas y eso sin contar las variaciones del timbre de voz, el magnetismo remanente; otro problema muy serio y el peor, quizá, que las corrientes se distribuyan por sí mismas en los electroimanes correspondientes. ¿Pero tiene usted allí la carta de Ricaldoni? El teniente se inclinó sobre ella; después entregándola a otro de los oficiales, me dijo: —¿Ha visto usted? Los inconvenientes que yo le planteo, también los señala Ricaldoni. Su idea, en principio, es muy interesante. Yo le conozco a Ricaldoni. Ha sido mi profesor. Es un sabio el hombre. —Sí, bajito, gordo, bastante gordo. —¿Quiere servirse un vermouth? —me ofreció el capitán sonriendo. —Muchas gracias, señor, no tomo. —Y de mecánica, ¿sabe algo? —Algo. Cinemática... Dinámica... Motores a vapor y explosión; también conozco los motores de aceite crudo. Además, he estudiado química y explosivos, que es una cosa interesante. —También. ¿Y qué sabe de explosivos? —Pregúnteme usted —repliqué sonriendo. —Bueno, a ver, ¿qué son fulminantes? Aquello tomaba visos de un examen, y echándomelas de erudito, respondí: —El capitán Cundill, en su Diccionario de explosivos, dice que los fulminantes son las sales metálicas de un ácido hipotético llamado fulminato de hidrógeno. Y son simples o dobles. —A ver, a ver: un fulminato doble. —El de cobre, que son cristales verdes y producidos haciendo hervir fulminato de mercurio, que es simple, con agua y cobre. —Es notable lo que sabe este muchacho. ¿Qué edad tiene usted? —Dieciséis años, señor. —¿Dieciséis años? —¿Se da cuenta, capitán? Este joven tiene un gran porvenir. ¿Qué le parece que le hablemos al capitán Márquez? Sería una lástima que no pudiera ingresar. —Indudablemente —y el oficial del cuerpo de ingenieros se dirigió a mí. —Pero, ¿dónde diablos ha estudiado usted todas esas cosas? —En todas partes, señor. Por ejemplo: voy por la calle y en una casa de mecánica veo una máquina que no conozco. Me paro, y me digo estudiando las diferentes partes de lo que miro: esto debe funcionar así y así, y debe servir para tal cosa. Después que he hecho mis deducciones, entro al negocio y pregunto, y créame, señor, raras veces me equivoco. Además, tengo una biblioteca regular, y si no estudio mecánica, estudio literatura. —¿Cómo —interrumpió el capitán—, también literatura? —Sí, señor, y tengo los mejores autores: Baudelaire, Dostoievski, Baroja. —Che, ¿no será un anarquista éste? —No, señor capitán. No soy anarquista. Pero me gusta estudiar, leer. —¿Y qué opina su padre de todo esto? —Mi padre se mató cuando yo era muy chico. Súbitamente callaron. Mirándome, los tres oficiales se miraron. Afuera silbaba el viento, y en mi frente se ahondó más el signo de la atención. El capitán se levantó y le imité. —Mire, amiguito, lo felicito, véngase mañana. Esta noche trataré de verlo al capitán Márquez, porque usted lo merece. Eso es lo que necesita el ejército argentino. Jóvenes que quieran estudiar. —Gracias, señor. —Mañana, si quiere verme, con el mayor gusto lo voy a atender. Pregunte usted por el capitán Bossi. Grave de inmensa alegría, me despedí. Ahora cruzaba las tinieblas, saltaba los alambrados, estremecido de un coraje sonoro. Más que nunca se afirmaba la convicción del destino grandioso a cumplirse en mi existencia. Yo podría ser un ingeniero como Edison, un general como Napoleón, un poeta como Baudelaire, un demonio como Rocambole. Séptima alegría. Por elogio de los hombres, he gozado noches tan estupendas, que la sangre, en una muchedumbre de alegrías, me atropellaba el corazón, y yo creía, sobre las espaldas de mi pueblo de alegrías, cruzar los caminos de la tierra, semejante a un símbolo de juventud. Creo que fuimos escogidos treinta aprendices para mecánicos de aeroplanos entre doscientos solicitantes. Era una mañana gris. El campo se extendía a lo lejos, áspero. De su continuidad verde gris se desprendía un castigo sin nombre. Acompañados por un sargento pasamos junto a los hangares cerrados, y en la cuadra nos vestimos con ropa de fajina. Lloviznaba, y a pesar de ello un cabo nos condujo a hacer gimnasia en un potrero situado tras de la cantina. No era difícil. Obedeciendo a las voces de mando dejaba entrar en mí la indiferente extensión de la llanura. Esto hipnotizaba el organismo, dejando independientes los trabajos de la pena. Pensaba: "Si ella ahora me viera, ¿qué diría?" Dulcemente, como una sombra en un muro blanqueado de luna, pasó toda ella, y en cierto anochecimiento lejano vi el semblante de imploración de la niña inmóvil junto al álamo negro. —A ver si se mueve, recluta —me gritó el cabo. A la hora del rancho, chapoteando en el barro, nos acercamos a las ollas hediondas de comida. Bajo los tachos humeaban los leños verdes. Apretujándonos extendíamos al cocinero los platos de lata. El hombre hundía su cucharón en la basofia, y un tridente en otra olla, luego nos apartábamos para devorar. En tanto comía, recordé a don Gaetano y a la mujer cruel. Y aunque no habían transcurrido, yo percibía inmensos espacios de tiempo entre mi ayer taciturno y mi hoy vaciloso. Pensé: "Ahora que todo ha cambiado, ¿quién soy yo dentro del amplio uniforme?" Sentado junto a la cuadra, observaba la lluvia cayente a intervalos, y con el plato encima de las rodillas no podía apartar los ojos del arco del horizonte, tumultuoso a pedazos, liso como una franja de metal en otros y aleonado tan despiadadamente, que el frío de su altura en la caída penetraba hasta los huesos. Algunos aprendices amontonados en la escuadra reían, y otros, inclinados en una pileta para abrevar caballos, se lavaban los pies. Me dije: "Y así es la vida, quejarse siempre de lo que fue. Con cuánta lentitud caían los hilos de agua. Y así era la vida." Dejé el plato en tierra, para agrandar mis cavilaciones con estas ansiedades. ¿Saldría yo alguna vez de mi ínfima condición social, podría convertirme algún día en un señor, dejar de ser el muchacho que se ofrece para cualquier trabajo? Pasó un teniente y adopté la posición militar... Después me dejé caer en un rincón y la pena se me hizo más honda. En el futuro, ¿no sería yo uno de esos hombres que llevan cuellos sucios, camisas zurcidas, traje color vinoso y botines enormes, porque en los pies le han salido callos y juanetes de tanto caminar, de tanto caminar solicitando de puerta en puerta trabajo en qué ganarse la vida? Me tembló el alma. ¿Qué hacer, qué podría hacer para triunfar, para tener dinero, mucho dinero? Seguramente no me iba a encontrar en la calle una cartera con diez mil pesos. ¿Qué hacer, entonces? Y no sabiendo si pudiera asesinar a alguien, si al menos hubiera tenido algún pariente, rico, a quien asesinar y responderme, comprendí que nunca me resignaría a la vida penuriosa que sobrellevan naturalmente la mayoría de los hombres. De pronto se hizo tan evidente en mi conciencia la certeza de que ese anhelo de distinción me acompañaría por el mundo, que me dije: "No me importa no tener traje, ni plata, ni nada"; y casi con vergüenza me confesé: "Lo que yo quiero, es ser admirado de los demás, elogiado de los demás. ¡Qué me importa ser un perdulario! Eso no me importa... Pero esta vida mediocre... Ser olvidado cuando muera, esto sí que es horrible. ¡Ah, si mis inventos dieran resultado! Sin embargo, algún día me moriré, y los trenes seguirán caminando, y la gente irá al teatro como siempre, y yo estaré muerto, bien muerto... muerto para toda la vida." Un escalofrío me erizó el vello de los brazos. Frente al horizonte recorrido por navíos de nubes, la convicción de una muerte eterna espantaba mi carne. Apresurado, cogiendo el plato, fui a la pileta. ¡Ah, si se pudiera descubrir algo para no morir nunca, vivir aunque fuera quinientos años! El cabo que dirigía los ejercicios de instrucción, me llamó: —En seguida, mi cabo primero. Durante el ejercicio, por intermedio del sargento, había solicitado permiso al capitán Márquez, con objeto de pedirle consejo acerca de un mortero de trinchera que había ideado, para arrojar proyectiles que permitieran destruir mayor cantidad de hombres, que los schrapnells con sus explosivos. Interiorizado en mi vocación, el capitán Márquez acostumbraba escucharme, y en tanto yo hablaba esquematizando en la pizarra, él, tras los espejuelos de sus lentes, me miraba sonriendo con una sonrisa de curiosidad, de burla y de indulgencia. Dejé el plato en la bolsa de servicio y rápidamente me dirigí al casino de oficiales. Ahora estaba en su habitación. Junto al muro, un lecho de campaña, un estante con revistas y cursos de ciencias militares, y clavado en la pared un tablero negro con su cajita llena de barras de tiza clavada en un ángulo. El capitán me dijo: —A ver, ayer cómo es ese cañón de trinchera. Diséñelo. Cogí una tiza, e hice un croquis. Comencé. —Usted sabe, mi capitán, que el inconveniente de los grandes calibres, son peso y tamaño de la pieza. —Bien, y... —Yo tengo imaginado un cañón de esta forma: el proyectil de grueso calibre estaría perforado en el centro y en vez de estar colocado en un tubo que es el cañón, sería introducido en la barra de hierro, como un anillo en el dedo, yéndose a encajar en la cámara donde explotaría el cartucho. La ventaja de mi sistema, es que sin aumentar el peso del cañón, se aumentaría enormemente el calibre del proyectil y la carga explosiva que puede llevar. —Entiendo... Está bien... Pero usted debe saber esto: de acuerdo con el calibre de los proyectiles, su peso y la clase del grano de pólvora, se calcula el grosor, diámetro y longitud del cañón. Es decir, que a medida que la pólvora se va inflamando, el proyectil por presión de los gases avanza en el cañón, de forma que cuando ha llegado a la boca de éste, el explosivo ha rendido su máximo de energía. "En su invento ocurre todo lo contrario. Se efectúa la explosión y el proyectil se desliza por la barra y los gases, en vez de seguir presionándolo, se pierden en el aire, es decir, que si la explosión tiene que seguir actuando durante un segundo de tiempo, usted lo reduce a un décimo o a un milésimo. Es lo contrario. A mayor diámetro, menos uniformidad, más resistencia, a menos que usted haya descubierto una balística nueva, que es medio difícil." Y terminó agregando: —Usted tiene que estudiar, estudiar mucho, si quiere ser algo. Yo pensaba, sin atreverme a decirlo: "Cómo estudiar, si tengo que aprender un oficio para ganarme la vida." Proseguía: —Estudié muchas matemáticas; lo que le falta a usted es la base, discipline el pensamiento, aplíquelo al de las pequeñas cosas prácticas, y entonces podrá tener éxito en sus iniciativas. —¿Le parece, mi capitán? —Sí, Astier. Usted tiene condiciones innegables, pero estudie, usted cree que porque piensa lo ha hecho todo, y pensar no es nada más que un principio. Y yo salía de allí, estremecido de gratitud hacia ese hombre que conocía serio y melancólico y que a pesar de la disciplina, tenía la misericordia de alentarme. Eran las dos de la tarde del cuarto día de mi ingreso en la Escuela Militar de Aviación. Estaba tomando mate cocido en compañía de un pelirrojo apellidado Walter, que con entusiasmo conmovedor me hablaba de una chacra que tenía su padre, un alemán, en las cercanías del Azul. Decía el pelirrojo con la boca llena de pan: —Todos los inviernos carneamos tres chanchos para la casa. Los demás se venden. Así a la tarde cuando hacía frío, entraba y me cortaba un pedazo de pan, después con el Ford me iba a recorrer... —Drodman, venga —me gritó el sargento. Detenido frente a la cuadra me observaba con seriedad inusitada. —Ordene, mi sargento. —Vístase de particular y entrégueme el uniforme, porque está usted de baja. Le miré atento. —¿De baja? —Sí, de baja. —¿De baja, mi sargento? —temblaba todo al hablarlo. El suboficial me observó apiadado. Era un provinciano de procederes correctos, y hacía pocos días que había recibido el brevet de aviador. —Pero si yo no he cometido ninguna falta, mi sargento, usted lo sabe bien. —Claro que lo sé... Pero qué le voy a hacer... la orden la dio el capitán Márquez. —¿El capitán Márquez? Pero eso es absurdo... El capitán Márquez no puede dar esa orden... ¿No habrá equivocación? —Así es, en el detall me dijeron Silvio Drodman Astier... Aquí no hay otro Drodman Astier que usted, creo, ¿no?, así que es usted, no hay vuelta de hoja. —Pero esto es una injusticia, mi sargento. El hombre frunció el ceño y en voz baja confidenció: —¿Qué quiere que le haga? Claro que no está bien... creo... no, no lo sé... me parece que el capitán tiene un recomendado... así me han dicho, no sé si es verdad, y como ustedes no han firmado contrato todavía, claro, sacan y ponen al que quieren. Si hubiera contrato firmado no habría caso, pero como no está firmado, hay que aguantarse. Dije suplicante: —¿Y usted mi sargento, no puede hacer nada? —¿Y qué quiere que haga, amigo? ¿Qué quiere que haga?, si soy igual a usted; se ve cada cosa. El hombre me compadecía. Le di las gracias, y me retiré con lágrimas en los ojos. —La orden es del capitán Márquez. —¿Y no se le puede ver? —No está el capitán. —¿Y el capitán Bossi? —El capitán Bossi no está. En el camino, el sol de invierno teñía de una lúgubre rojidez el tronco de los eucaliptus. Yo caminaba hacia la estación. De pronto vi en el sendero al director de la escuela. Era un hombre rechoncho, de cara mofletuda y colorada como la de un labriego. El viento le movía la capa sobre las espaldas, y hojeando un infolio respondía brevemente al grupo de oficiales que en círculo le rodeaba. Alguien debió comunicarle lo sucedido, pues el teniente coronel levantó la cabeza de los papeles, me buscó con la mirada, y encontrándome, me gritó con voz destemplada: —Vea amigo, el capitán Márquez me habló de usted. Su puesto está en una escuela industrial. Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo. Ahora cruzaba las calles de Buenos Aires, con estos gritos adentrados en el alma. "¡Cuando mamá lo sepa!" Involuntariamente me la imaginaba diciendo con acento cansado: —Silvio... pero no tienes lástima de nosotros... que no trabajas... que no quieres hacer nada. Mira los botines que llevo, mira los vestidos de Lila, todos remendados, ¿qué piensas, Silvio, que no trabajas? Calor de fiebre me subía a las sienes; olíame sudoroso, tenía la sensación de que mi rostro se había entosquecido de pena, deformado de pena, una pena hondísima, toda clamorosa. Rodaba abstraído, sin derrotero. Por momentos los ímpetus de cólera me envaraban los nervios, quería gritar, luchar a golpes con la ciudad espantosamente sorda... y súbitamente todo se me rompía adentro, todo me pregonaba a las orejas mi absoluta inutilidad. "¿Qué será de mí?" En ese instante, sobre el alma, el cuerpo me pesaba como un traje demasiado grande y mojado. Ahora, cuando vaya a casa, mamá quizás no me diga nada. Con gesto de tribulación abrirá el baúl amarillo, sacará el colchón, pondrá sábanas limpias en la cama y no dirá nada. Lila, en silencio, me mirará como reprochándome. —¿Qué has hecho, Silvio? —y no agregará nada. "¿Qué será de mí?" ¡Ah, es menester saber las miserias de esta vida puerca, comer el hígado que en la carnicería se pide para el gato, y acostarse temprano para no gastar el petróleo de la lámpara! Otra vez me sobrevino el semblante de mamá, relajado en arrugas por su vieja pena; pensé en la hermana que jamás profería una queja de disgusto y sumisa al destino amargo empalidecía sobre sus libros de estudio, y el alma se me cayó entre las manos. Me sentía arrastrado a detener a los transeúntes, a coger de las mangas del saco a las gentes que pasaban y decirles: "Me han echado del ejército así porque si, ¿comprenden ustedes? Yo creía poder trabajar... trabajar en los motores, componer aeroplanos... y me han echado así... porque sí. Me decía: "Lila, ¡ah!, ustedes no la conocen, Lila es mi hermana; yo pensaba, sabía que podríamos ir alguna vez al biógrafo; en vez de comer hígado, comeríamos sopa con verduras, saldríamos los domingos, la llevaría a Palermo. Pero ahora... "¿No es una injusticia, digan ustedes, no es una injusticia?... "Yo no soy un chico. Tengo dieciséis años, ¿por qué me echan? Iba a trabajar a la par de cualquiera, y ahora... ¿Qué dirá mamá? ¿Qué dirá Lila? Ah, si ustedes la conocieran. Es seria: en la Normal saca las mejores calificaciones. Con lo que yo ganara comerían mejor en casa. Y ahora, ¿qué voy a hacer yo?..." Noche ya, en la calle Lavalle, cerca del Palacio de Justicia me detuve frente a un cartel: PIEZAS AMUEBLADAS POR UN PESO Entré al zaguán iluminado débilmente por una lámpara eléctrica, y en una garita de madera aboné el importe. El dueño, hombre gordo, en mangas de camiseta a pesar del frío, me condujo a un patio lleno de macetas pintadas de verde, y señalándome al mucamo, le gritó: —Félix, éste a la 24. Miré arriba. Aquel patio era el fondo de un cubo, cuyas caras lo formaban los muros de cinco pisos de habitaciones con ventanas cubiertas de cortinas. A través de algunos vidrios veíanse las paredes iluminadas, otras estaban oscuras y no sé de dónde partía bulla de mujeres, risas reprimidas, y ruidos de cacerolas. Subíamos por una escalera de caracol. El mucamo, un granuja picado de viruelas con delantal azul, me precedía, arrastrando el plumero, cuyas plumas desbarbadas barrían el suelo. Por fin llegamos. El pasillo, como el zaguán, estaba débilmente iluminado. El mucamo abrió la puerta y encendió la luz. Le dije: —Mañana me despierta a las cinco, no se olvide. —Bueno, hasta mañana. Extenuado por la pena y las cavilaciones me dejé caer en un lecho. La pieza: dos camas de hierro cubiertas de colchas azules, con borlitas blancas, un lavabo de hierro barnizado y una mesita imitación caoba. En un ángulo, el cristal del ropero espejaba la puerta tablero. Perfume acre flotaba en el aire confinado entre los cuatro muros blancos. Volví el rostro hacia la pared. Con lápiz, algún durmiente había diseñado un dibujo obsceno. Pensé: "Mañana me iré a Europa, puede ser...", y cubriéndome la cabeza con la almohada, rendido de fatiga, me dormí. Fue un sueño densísimo, a través de cuya oscuridad se deslizó esta alucinación: En una llanura de asfalto, manchas de aceite violeta brillaban tristemente bajo un cielo de buriel. En el zenit otro pedazo de altura era de un azul purísimo. Dispersos sin orden, se elevaban por todas partes cubos de portland. Unos eran pequeños como dados, otros altos y voluminosos como rascacielos. De pronto del horizonte hacia el zenit se alargó un brazo horriblemente flaco. Era amarillo como un palo de escoba, los dedos cuadrados se extendían unidos. Retrocedí espantado, pero el brazo horriblemente flaco se alargaba, y yo esquivándolo me empequeñecía, tropezaba con los cubos de portland, me ocultaba tras ellos; espiando, asomaba el rostro por una arista y el brazo delgado como el palo de una escoba, con los dedos envarados, estaba allí, sobre mi cabeza, tocando el zenit. En el horizonte la claridad había menguado, quedando fina como el filo de una espada. Allí asomó el rostro. Era un pedazo de frente abultada, una ceja hirsuta y después un trozo de mandíbula. Bajo el párpado arrugado estaba el ojo, un ojo de loco. La córnea inmensa, la pupila redonda y de aguas convulsas. El párpado hizo un guiño triste... —Señor, eh, diga, señor... Me incorporé sobresaltado. —Se ha dormido vestido, señor. Con dureza miré a mi interlocutor. —Cierto, tiene razón. El muchacho se retiró unos pasos. —Como vamos a ser compañeros de pieza esta noche, me permití despertarlo. ¿Está disgustado? —No, ¿por qué? —y después de restregarme los ojos, incorporándome, me senté al borde del lecho. Le observé: El ala de un hongo negro le sombreaba la frente y los ojos. Su mirada era falsa, y el resplandor aterciopelado de ella parecía tocar la propia epidermis. Tenía una cicatriz junto al labio, cerca de la barbilla, y sus labios túmidos, demasiado rojos, sonreían en su cara blanca. El sobretodo exageradamente ceñido modelaba las formas de su cuerpo pequeño. Bruscamente le pregunté: —¿Qué hora es? Con urgencia tomó su reloj de oro. —Las once menos cuarto. Somnoliento yo vacilaba allí. Ahora miraba con desaliento mis botines opacos, donde se habían roto los hilos de un remiendo, dejando ver un trozo de media por la hendidura. En tanto el adolescente colgó su sombrero en la percha. y con un gesto de fatiga arrojó los guantes de cuero encima de una silla. Volví a mirarle de reojo, pero aparté la vista de él porque vi que me observaba. Vestía irreprochablemente, y desde el rígido cuello almidonado, hasta los botines de charol con polainas color de crema, se reconocía en él al sujeto abundante en dinero. Sin embargo, no sé por qué se me ocurrió: "Debe tener los pies sucios." Sonriendo con una sonrisa mentirosa volvió el rostro y un mechón de su cabellera se le desparramó por la mejilla hasta cubrirle el lóbulo de una oreja. Con voz suave y examinándome al soslayo con su mirada pesada, dijo: —Parece que está cansado usted, ¿no? —Sí, un poco. Quitóse el sobretodo cuyo forro de seda brilló en los dobleces. Cierta fragancia grasienta se desprendía de su ropa negra, y repentinamente inquieto lo consideré; después, sin conciencia de lo que decía, le pregunté: —¿No tiene la ropa sucia, usted? El otro me adivinó en el sobresalto, mas atinó la respuesta: —¿Le ha hecho daño que lo despertara así? —No, ¿por qué me iba a hacer mal? —Es decir, joven. A algunos les hace daño. En el internado tenía un amiguito que cuando lo despertaban bruscamente, le daba un ataque de epilepsia. —Un exceso de sensibilidad. —Sensibilidad de mujer, diga usted, ¿no le parece, joven? —¿Así que su amiguito era un hiperestésico? Pero vea, che, haga el favor, abra esa puerta, porque yo me asfixio. Que entre un poco de aire. Hay olor de ropa sucia aquí. El intruso frunció ligeramente el ceño... Se dirigió a la puerta, pero antes de llegar a ella unas cartulinas le cayeron del bolsillo del saco al suelo. Apresurado, se inclinó para recogerlas, y me acerqué a él. Entonces vi: eran todas fotografías del hombre y la mujer, en las distintas formas de la cópula. El rostro del desconocido estaba purpurino. Balbuceó: —No sé cómo están en mi poder, eran de un amigo. No le respondí. De pie, junto a él, miraba con obstinación terrible un grupo. Él dijo no sé qué cosas. Yo no le escuchaba. Miraba alucinado una fotografía terrible. Una mujer postrada ante un faquin innoble, con gorra de visera de hule y un elástico negro arrollado sobre el vientre. Volví el rostro al mancebo. Ahora estaba pálido, las pupilas voraces dilatadísimas, y en los párpados ennegrecidos rebrillante una lágrima. Su mano cayó sobre mi brazo. —Déjame aquí, no me eches. —Entonces usted... vos sos... Arrastrándome me empujó al borde del lecho y se sentó a mis pies. —Sí, soy así, me da por rachas. Su mano se apoyaba en mi rodilla. —Me da por rachas. Era profunda y amarga la voz del adolescente. —Sí, soy así... me da por rachas. Una pena miedosa temblaba en su voz. Después su mano cogió mi mano y la puso de canto sobre su garganta para apretármela con el mentón. Habló en voz muy baja, casi un soplo. —¡Ah, si hubiera nacido mujer. ¿Por qué será así esta vida? En las sienes me batían las venas terriblemente. Él me preguntó: —¿Cómo te llamas? —Silvio. —¿Decime, Silvio, no me despreciás?... pero no... vos no tenés cara... ¿cuántos años tenés? Enronquecido le contesté: —Dieciséis... ¿pero estás temblando?... —Sí... querés... vamos... De pronto le vi, sí, le vi... En el rostro congestionado le sonreían los labios... sus ojos también sonreían con locura... y súbitamente, en la precipitada caída de sus ropas, vi ondular la puntilla de una camisa sucia sobre la cinta de carne que en los muslos dejaban libre largas medias de mujer. Lentamente, como en un muro blanqueado de luna, pasó por mis ojos el semblante de imploración de la niña inmóvil junto a la verja negra. Una idea fría —si ella supiera lo que hago en este momento— me cruzó la vida. Más tarde me acordaría siempre de aquel instante. Retrocedí huraño, y mirándolo, le dije despacio: —Andate. —¿Qué? Más bajo aún le repetí: —Andate. —Pero... —Andate, bestia. ¿Qué hiciste de tu vida?... ¿de tu vida?... —No... no seas así... —Bestia... ¿Qué hiciste de tu vida? Y yo no atinaba a decirle en ese instante todas las altas cosas, preciosas y nobles que estaban en mí, y que instintivamente rechazaban su llaga. El mancebo retrocedió. Encogía los labios mostrando los colmillos, luego se sumergió en el lecho, y mientras yo vestido entraba a mi cama, él, con los brazos en asa bajo la nuca, comenzó a cantar: Arroz con leche, me quiero casar. Lo miré oblicuamente, luego, sin cólera, con una serenidad que me asombraba, le dije: —Si no te callás, te rompo la nariz. —¿Qué? —Sí, te rompo la nariz. Entonces volvió el rostro a la pared. Una angustia horrible pesó en el aire confinado. Yo sentía la fijeza con que su pensamiento espantoso cruzaba el silencio. Y de él sólo veía el triángulo de cabello negro recortando la nuca, y después el cuello blanco, redondo, sin acusar tentaciones. No se movía, pero la fijeza de su pensamiento se aplastaba... se modelaba en mí... y yo alelado permanecía rígido, caído en el fondo de una angustia que se iba solidificando en conformidad. Y a momentos lo espiaba con el rabillo del ojo. De pronto su colcha se movió, y quedaron al descubierto sus hombros, sus hombros lechosos que surgían del arco de puntilla que sobre las clavículas le hacía la camisa de batista... Un grito suplicante de mujer estalló en el pasillo al cual daba mi habitación: —No... no... por favor... Y el sordo choque de un cuerpo sobre el muro, me arqueó el alma sobre el espanto primero, cavilé un instante, después salté del lecho y abrí la puerta en el preciso instante que la puerta de la pieza frontera se cerraba. Me apoyé en el marco. De la vecina habitación, no surgía nada. Me volví dejando la puerta abierta, sin mirar al otro, apagué la luz y me acosté... En mí había ahora una seguridad potente. Encendí un cigarrillo y le dije a mi compañero de albergue: —Che, ¿quién te enseñó esas porquerías? —Con vos no quiero hablar... sos un malo... Me eché a reír, luego grave continué: —En serio, che ¿sabés que sos un tipo raro? ¡Qué raro que sos! En tu familia, ¿qué dicen de vos? ¿Y esta casa? ¿Te fijaste en esta casa? —Sos un malo. —Y vos un santo, ¿no? —No, pero sigo mi destino... porque yo no era así antes, ¿sabés?, yo no era así... —¿Y quién te hizo así, entonces? —Mi maestro, porque papá es rico. Después que aprobé el cuarto grado, me buscaron un maestro para que me preparara para el primer año del Nacional. Parecía un hombre serio. Usaba barba, una barba rubia puntiaguda y lentes. Tenía los ojos casi verdes de azules. A vos te cuento todo eso porque... —¿Y?... —Yo no era así antes... pero él me hizo así... Después, cuando él se iba, yo salía a buscarlo a su casa. Tenía entonces catorce años. Vivía en un departamento de la calle Juncal. Era un talento. Fíjate que tenía una biblioteca grande como estas cuatro paredes juntas. También era un demonio, ¡pero cómo me quería! Yo iba a su casa, el mucamo me hacía pasar al dormitorio... fijate que me había comprado todas las ropas de seda y vainilladas. Yo me disfrazaba de mujer. —¿Cómo se llamaba? —Para qué querés saber el nombre... Tenía dos cátedras en el Nacional y se mató ahorcándose... —¿Ahorcándose?... —Sí, se ahorcó en la letrina de un café... ¡pero qué zonzos sos!... ja... ja... no te creas... son mentiras... ¿No es verdad que es bonito el cuento? Irritado, le dije: —Vea che, déjeme tranquilo; me voy a dormir. —No seas malo, escuchame... qué variable sos... no te vayas a creer lo de recién... te decía la pura verdad... cierto... el maestro se llamaba Próspero. —¿Y usted ha seguido así hasta ahora? —¿Y qué iba a hacer? —¿Cómo qué iba a hacer? ¿Por qué no se va a lo de algún médico... algún especialista en enfermedades nerviosas? Además, ¿por qué es tan sucio? —Si está de moda, a muchos les gusta la ropa sucia. —Usted es un degenerado. —Sí, tenés razón... soy chiflado... ¿pero qué querés?... mira... a veces estoy en mi dormitorio, anochece, querés creerme, es como una racha... siento el olor de las piezas amuebladas... veo la luz prendida y entonces no puedo... es como si un viento me arrastrara y salgo... los veo a los dueños de amuebladas. —¿A los dueños, para qué? —Natural, eso de ir a buscar, es triste: nosotras nos arreglamos con dos o tres dueños y en cuanto cae a la pieza un chico que vale la pena nos avisa por teléfono. Después de un largo silencio, su voz se hizo más entonada y seria. Diría que se hablaba a sí mismo, con toda su tribulación: —¿Por qué no habré nacido mujer?... en vez de ser un degenerado..., sí, un degenerado..., hubiera sido muchacha de mi casa, me hubiera casado con algún hombre bueno y lo hubiera cuidado... y lo hubiera querido... en vez... así... rodar de "catrera" en "catrera", y los disgustos... esos atorrantes de chambergo blanco y zapatos de charol que te conocen y te siguen... y hasta las medias te roban. ¡Ah!, si encontrara alguno que me quisiera para siempre, siempre. —¡Pero usted está loco!, ¿todavía se hace esas ilusiones? —¡Qué sabés vos! Tengo un amiguito que hace tres años vive con un empleado del Banco Hipotecario... y cómo lo quiere... —Pero eso es una bestialidad... —¿Qué sabés... si yo pudiera daría toda mi plata para ser mujer... una mujercita pobre... y no me importaría quedarme preñada y lavar la ropa con tal que él me quisiera... y trabajara para mí... Escuchándole, estaba atónito. ¿Quién era ese pobre ser humano que pronunciaba palabras tan terribles y nuevas?... ¿que no pedía nada más que un poco de amor? Me levanté para acariciarle la frente. —No me toqués —vociferó—, no me toqués. Se me revienta el corazón. Andate. Ahora estaba en mi lecho inmóvil, temeroso de que un ruido mio lo despertara para la muerte. El tiempo transcurría con lentitud, y mi conciencia descentrada de extrañeza y fatiga recogía en el espacio el silencioso dolor de la especie. Aún creía sentir el sonido de sus palabras... en lo negro su carita contraída de pena diseñaba un visaje de angustia, y con la boca resecada de fiebre, exclamaba a lo oscuro: "Y no me importaría quedarme preñada y lavar ropa con tal de que él me quisiera y trabajara para mí." Quedarse preñada. ¡Cuán suave se hacía esa palabra en sus labios! "Quedarse preñada." Entonces todo su mísero cuerpo se deformara, pero "ella", gloriosa de aquel amor tan hondo, caminara entre las gentes y no las viera, viendo el semblante de aquél a quien sometíase tan sumisa. ¡Tribulación humana! ¡Cuántas palabras tristes estaban aún escondidas en la entraña del hombre! El ruido de una puerta cerrada violentamente me despertó. Encendí apresuradamente la lámpara. El adolescente había desaparecido, y su cama no conservaba la huella de ningún desorden. Sobre el ángulo de la mesa, extendidos, había dos billetes de cinco pesos. Los recogí con avidez. En el espejo se reflejaba mi semblante empalidecido, la córnea surcada de hilos de sangre, y los mechones de cabello caídos en la frente. Quedamente una voz de mujer imploró en el pasillo: —Apúrate, por Dios... que si lo saben. Distintamente resonó el campanilleo de un timbre eléctrico. Abrí la ventana que daba al patio. Una ráfaga de aire mojado me estremeció. Aún era de noche, pero abajo en el patio, dos criados se movían en torno de una puerta iluminada. Salí. Ya en la calle, mi enervamiento se disipó. Entré a una lechería y tomé un café. Todas las mesas estaban ocupadas por vendedores de diarios y cocheros. En el reloj colgado sobre una pueril escena bucólica, sonaron cinco campanadas. De pronto recordé que toda esa gente tenía hogar, vi el semblante de mi hermana, y desesperado, salí a la calle. Otra vez se amontonaron en mi espíritu las tribulaciones de la vida, las imágenes que no quería ver ni recordar, y rechinando los dientes caminaba por las veredas oscuras, calles de comercios defendidos por cortinas metálicas y tableros de madera. Tras esas puertas había dinero, los dueños de esos comercios dormirían tranquilamente en sus lujosos dormitorios, y yo, como un perro, andaba a la ventura por la ciudad. Estremecido de odio, encendí un cigarrillo y malignamente arrojé la cerilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico; una pequeña llama onduló en los andrajos, de pronto el miserable se irguió informe como una tiniebla y yo eché a correr amenazado por su enorme puño. En una casa de compraventa del Paseo de Julio, compré un revólver, lo cargué con cinco proyectiles y después, saltando a un tranvía, me dirigí a los diques. Tratando de realizar mi deseo de irme a Europa, apresurado trepaba las escalerillas de cuerda de los transatlánticos, y me ofrecía para cualquier trabajo durante la travesía, a los oficiales que podía ver. Cruzaba pasillos, entraba a estrechos camarotes atestados de valijas, con sextantes colgados de los muros, cruzaba palabras con hombres uniformados, que volviéndose bruscamente cuando les hablaba, apenas comprendían mi solicitud y me despedían con un gesto malhumorado. Por encima de las pasarelas se veía el mar tocando el declive del cielo y los velámenes de las barcas alejadísimas. Caminaba alucinado, aturdido por el incesante trajín, por el rechinar de las grúas, los silbatos y las voces de los faquines descargando grandes bultos. Experimentaba la sensación de encontrarme alejadísimo de mi casa, tan distante, que aunque me desdijera en mi afirmación, no podría ya más volver hasta ella. Entonces me detenía a conversar con los pilotos de las chatas que se burlaban de mis ofrecimientos, a veces asomaban a responderme de las humeantes cocinas, rostros de expresiones tan bestiales, que temeroso me apartaba sin responder, y por los bordes de los diques caminaba, fijos los ojos en las aguas violentas y grasientas que con ruido gutural lamían el granito. Estaba fatigado. La visión de las enormes chimeneas oblicuas, el desarrollarse de las cadenas en las maromas, con los gritos de las maniobras, la soledad de los esbeltos mástiles, la atención ya dividida en un semblante que asomaba a un ojo de buey y a una lingada suspendida por un guinche sobre mi cabeza, ese movimiento ruidoso compuesto del entrecruzamiento de todas las voces, silbidos y choques, me mostraba tan pequeño frente a la vida, que yo no atinaba a escoger una esperanza. Una trepidación metálica estremecía el aire de la ribera. De las calles de sombra formadas por los altos muros de los galpones, pasaba a la terrible claridad del sol, a instantes un empellón me arrojaba a un costado, los gallardetes multicolores de los navíos se rizaban con el viento; más abajo, entre la muralla negra y el casco rojo de un transatlántico, martilleaban incesantemente los calafateadores, y aquella demostración gigantesca de poder y riqueza, de mercaderías apiñadas y de bestias pataleando suspendidas en el aire, me azoraba de angustia. Y llegué a la inevitable conclusión. "Es inútil, tengo que matarme." Lo había previsto vagamente. Ya en otras circunstancias la teatralidad que secunda con lutos el catafalco de un suicida, me había seducido con su prestigio. Envidiaba a los cadáveres en torno de cuyos féretros sollozaban las mujeres hermosas, y al verlas inclinadas al borde de los ataúdes se sobrecogía dolorosamente mi masculinidad. Entonces hubiera querido ocupar el suntuoso lecho de los muertos, como ellos ser adornado de flores y embellecido por el suave resplandor de los cirios, recoger en mis ojos y en la frente las lágrimas que vierten enlutadas doncellas. No era por vez primera este pensamiento, mas en ese instante me contagió de esta certeza. "Yo no he de morir.., pero tengo que matarme", y antes que pudiera reaccionar, la singularidad de esta idea absurda se posesionó vorazmente de mi voluntad. "No he de morir, no... yo no puedo morir..., pero tengo que matarme." ¿De dónde provenía esta certeza ilógica que después ha guiado todos los actos de mi vida? Mi mente se despejó de sensaciones secundarias; yo sólo era un latido de corazón, un ojo lúcido y abierto al serenísimo interior. "No he de morir, pero tengo que matarme." Me acerqué a un galpón de zinc. No lejos una cuadrilla de peones descargaban bolsas de un vagón, y en aquel lugar el empedrado estaba cubierto de una alfombra amarilla de maíz. Pensé: "Aquí debe ser", y al extraer del bolsillo el revólver, súbitamente discerní: "no en la sien, porque me afearía el rostro, sino en el corazón". Seguridad inquebrantable guiaba los movimientos de mi brazo. Me pregunté "¿Dónde estará el corazón?" Los opacos golpes interiores me indicaron su posición. Examiné el tambor. Cargaba cinco proyectiles. Después apoyé el cañón del revólver en el saco. Un ligero desvanecimiento me hizo vacilar sobre las rodillas y me apoyé en el muro del galpón. Mis ojos se detuvieron en la calzada amarilla de maíz, y apreté el gatillo, lentamente, pensando. "No he de morir", y el percutor cayó... Pero en ese brevísimo intervalo que separaba al percutor del fulminante, sentí que mi espíritu se dilataba en un espacio de tinieblas. Caí por tierra. Cuando desperté en la cama de mi habitación, en el blanco muro un rayo de sol diseñaba los contornos de las cenefas, que en el cuarto no se veían tras los cristales. Sentada al borde del lecho estaba mi madre. Inclinaba hacia mí la cabeza. Tenía mojadas las pestañas, y su rostro de rechupadas mejillas parecía excavado en un arrugado mármol de tormento. Su voz temblaba: —¿Por qué hiciste eso?... ah, ¿por qué no me dijiste todo? ¿Por que hiciste eso, Silvio? La miré. Me contraía el semblante un terrible visaje de misericordia y remordimiento. —¿Por qué no viniste?. ..Yo no te hubiera dicho nada. Si es el destino, Silvio. ¿Qué sería de mí si el revólver hubiera disparado? Tú ahora estarías aquí, con tu pobre carita fría... ¡Ah, Silvio, Silvio! Y por la ojera carminosa le descendía una lágrima pesada. Sentí que anochecía en mi espíritu y apoyé la frente en su regazo, en tanto que creía despertar en una comisaría, para distinguir entre la neblina del recuerdo, un círculo de hombres uniformados que agitaban los brazos en torno mío. |
De "El juguete rabioso" - Autor: Roberto Arlt
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