Lo contó en el bingo de los miércoles del inútil
club de la comunidad: las casas del ensanche en ruinas, y usted, doña
Clarita, parada en medio de la calle, con las manos en la cabeza,
estupefacta ante tanta destrucción. ¿Será que se avecina un maremoto,
un terremoto, un ciclón?, especuló junto a sus amistades, y sin embargo,
que pronto comenzó su sueño a convertirse en realidad.
El día menos pensado, a casa de La Cafetera llegaron unos
ingenieros, hicieron unos cálculos, y dejaron plantado un enorme letrero
anunciando: Aquí se construye el Residencial Ana Kathiuska I. Pero
una vivienda más, una vivienda menos, qué importa. Sobre todo si se
trata de la casa de La Cafetera, un hogar al que su dueña nunca
puso atención, antes de que decidiera rociarse gasolina y pegarse fuego
en su desvencijado jardín. Luego, las hijas abandonaron el nido, se
largaron a Europa a trabajar, y no se supo más de ellas; quedaron solos
el viudo y el hijo menor, un muchacho esquelético que se pasaba el día
sentado frente a un televisor, única cosa realmente viva dentro de
aquella residencia mordida de ratas en las sucias cortinas y el viejo sofá,
adornada con lomas de periódicos en cada rincón, plantas muertas
imposibles de resucitar, y electrodomésticos dañados a los que nunca se
reparó. Un desastre doméstico que el marido, después de la muerte de la
esposa, conservó tal cual. Todas las tardes se le veía salir, flaco como
nadie, el paso taciturno, camino al Mirador, a sentarse en un banco a
fumar. Por las mañanas vendía seguros automovilísticos, aunque sin
mucho afán. Más bien, él y su hijo vivían de la caridad de los
vecinos, de un plato de comida y unos cuantos pesos para jugar quinielas,
no más.
Que la casa de La Cafetera desapareciera, que ya no se le viera a
ella caminar frenética, flaquísima también, de una esquina a otra del
barrio, una mano en la cintura a modo de asa, y otra hacia delante en
actitud enhiesta, con un cigarrillo encendido entre los dedos, no podía
calificarse de catástrofe. Mejor que su viudo pudiera vender la casa para
irse a vivir a otro lugar, porque ya daba pena esa enflaquecida familia, y
además, todo el mundo en el barrio mantenía su propiedad bien arreglada
menos ellos. Usted doña Clarita lo sabe muy bien. Usted que fue una de
las fundadoras de este ensanche, de las que treinta años atrás presenció
el primer picazo del terreno donde se construyó el salón parroquial en
época de Balaguer. Gobierno que trabaja, país que progresa, ¿recuerda?
Cómo no lo va a recordar, si fue de las que ayudó a fundar el club,
organizando veladas para recaudar fondos, participando en los aguinaldos,
luego de la misa del gallo en Navidad. ¿Buenos tiempos aquellos, dice
usted? Sí, sí, buenos tiempos. Pasaban esas cosas que en todas partes
pasa, a gente revolucionaria que quiere tumbar gobiernos, romper con lo
establecido y alzarse en contra de la autoridad, pero no existía tanta
delincuencia. ¿Está segura? Claro que sí. Muchos obreros haitianos, eso
sí, pero sólo al principio cuando se levantaban las casas, porque luego,
quedó plenamente establecido el mundo del ensanche, y ya no quedaba nada
más que construir que no fueran los jardines, el buen nombre del barrio,
y la tranquilidad.
Ahora que derrumban la casa de al lado, y el ruido insistente de los
compresores le taladra hasta el alma, se le hace difícil de creer. Tan
estupefacta está como en su sueño. Ya casi se han mudado todos sus
vecinos. Han vendido sus casas, han tumbado todo para volverlo a hacer,
pero hacia arriba, y su vivienda se ha quedado enana, atrapada entre
edificios construidos o a medio construir. Otra vez los haitianos invadiéndonos,
piensa usted. Comienzan a salir temprano en la mañana, desayunan en
cualquier colmado, un pan de agua con algo de salsa de tomate y un
refresco rojo que se tragan con cara de hambre y de fortuna, y terminan al
caer el día, andando por el ensanche a todas horas, a pie o en bicicleta,
no importa que el otro día llegara una guagua del ejército nacional
llena de militares, que parqueados frente a una construcción a medio
hacer, se los llevaron a todos de vuelta a su país de desgobiernos.
No importa, porque como quiera son muchos, llegan continuamente, y siempre
andan por ahí, trabajando en las obras o vendiendo dulce de maní.
Sus mujeres se encuentran aquí también. Los fines de semana, detenidas
en puntos estratégicos, usted ha visto a las haitianas con sus hijos
colgando de las tetas, regenteadas por un manager de pordioseros que se
encarga de repartirlas por toda Ciudad. ¡Eso da miedo y pena! Da miedo,
por que cuando cruza por alguna calle y se encuentra con el reguero de
haitianos, usted aprieta su cartera y se echa a un lado, temerosa de ser
atracada; y sin embargo, al que atracaron un sábado de estos fue a un
obrero haitiano cuando temprano en la mañana salía de cobrar su sueldo
semanal en una construcción. Vinieron dos tipos montados en un motor y le
dieron un golpe en la cabeza con una manopla. Le quitaron el dinero que
llevaba encima y escaparon. Usted misma vio al obrero recién atracado
dando tumbos por la esquina de su casa con el rostro lleno de sangre
pidiendo auxilio. Y no eran haitianos los atracadores, sino dominicanos,
eso es lo que más duele.
A la que asaltaron ayer fue a su vecina, la que vive frente al
supermercado. Sucedió también a pleno día. Se encontraba parada en la
acera acechando al viejo que vende tierra negra y usa celular montado en
una carreta tirada por un caballo sarnoso, cuando vinieron otros dos
hombres en una motocicleta y casi le arrancan el pescuezo para robarle una
cadena que ni de oro era, "pero qué susto". Aunque eso no es
nada comparado con lo que presenció usted el viernes en la tarde cuando
una desconocida entró al baño de damas del club, arrancó de cuajo el
lavamanos, salió con él debajo del brazo, y se montó en un motoconcho
que la esperaba afuera, sin que nadie pudiese detenerla.
Por aquí nunca se vieron ese tipo de sucesos, doña Clarita, ¿verdad que
no? Y ya seguro se enteró de que el asunto de las pandillas juveniles dejó
de ser algo que ocurre únicamente en Gualey, Capotillo o Guachupita, y de
lo cual sólo se habla en los noticieros. Ah, pues increíble pero cierto,
el fin de semana pasado, en una fiesta familiar a dos esquinas de su casa,
llegaron Los Morphis, muchachos nacidos y criados en este
prestigioso ensanche, y navajearon a un jovencito que vive en su misma
cuadra, sin que se sepa por qué. ¿Aquí en mi ensanche?, ha dicho usted.
Sí, doña Clarita, aquí. Aquí donde hasta hace poco tiempo se podía
dejar la puerta abierta, y quedarse uno viendo la noche sin ningún pánico.
Eso es para que se convenza de que ya no puede, a sus ochenta años, andar
caminando a solas, yendo al club a charlar y a jugar bingo con sus amigas,
que están más viejas que usted, y cada vez más le falla la memoria y se
le pasan las bolas en los cartones. Así que quédese tranquila en su
casa, aunque le tema a los obreros haitianos sentados alrededor de un fogón
y un locrio de pica-pica en la construcción de al lado, cada noche, al
terminar la jornada. La suerte es que ellos ni se sienten, se hacen los
invisibles, como si fuera posible, con ese brillo negro en los ojos que a
usted tanto le asusta, porque desde niña le dijeron que los haitianos
comen gente.
¿Y supo? Hay una casa de citas en la calle de atrás, al lado de
su mejor vecina. Vino uno de esos dominicanos que han hecho fortuna rápida
en los países, un jodedor, y compró y remodeló esa casa, y hasta
le hizo una piscina, para montar su negocio de prostitución. Ay, pero son
unas muchachas muy finas que se codean con hombres muy influyentes. Así
anda la cosa. Igual que el tiroteo del domingo en la noche… ¿usted no
se acuerda de los cinco disparos que la hicieron despertar sobresaltada?
Eso fue allí, al doblar, sin que se sepa por qué. Unos desconocidos
pasaron en un carro y le cayeron a tiros a una casa. ¡Sí, doña Clarita,
en su maravilloso ensanche, aquí!
No quiero mortificarla con tantas malas noticias, que a su edad, podría
hacerle daño, y más ahora que esas máquinas taladrando la tierra y
levantando polvo durante todo el día están a punto de lograr que en su
cerebro algo se desmorone, pero como quiera, seguro que ya se enteró:
acaban de cometer un robo en el colmado de enfrente, qué hombre tan
descuidado el propietario, que por ganarse unos cheles no cierra ese
negocio temprano, dirá usted. Porque eso de esperar que den las dos de la
madrugada con un colmado abierto y un grupo de bebedores de romo haciendo
bulla y armando chercha, es una gran imprudencia en estos tiempos, pero
no, doña Clarita, lamento decirle que no fue a las dos de la madrugada,
sino a las dos de la tarde que aconteció. Y acuérdese bien que no es la
primera vez que ocurre un asalto a mano armada en sus propias narices. La
vez anterior, hace sólo un mes, sucedió a las doce del día, en el mismo
momento en que sintió un olor extraño y se paró de su mecedora a
atender el arroz puesto en la estufa porque se le estaba quemando. Y
ocurrió así, igual que hoy, sin mayor escándalo. Simplemente, los
ladrones, bien educados, montados en una yipeta y hablando como la gente
(un par de hombres bien vestidos que no parecían ni haitianos ni
delincuentes ni pandilleros ni deportados ni jodedores ni motoristas),
llegaron al colmado pidiendo varios litros de whisky, y de repente,
sacaron sus armas, dispuestos a pedir a la brava mucho más.
No se sienta mal, doña Clarita, que usted ya ha vivido bastante y sabe
que en todos los tiempos han sucedido cosas muy feas. Hasta peores de ahí.
No, pero nunca como ahora, nunca en un ensanche distinguido como éste,
Santísimo, y qué es lo que está pasando, ¿es que el diablo anda
suelto?, que Dios nos proteja, dice usted. ¿No como ahora?, pero, ¿y en
la época de Trujillo? ¿No dicen que se vivía entonces en un ambiente de
terror? ¿No recuerda usted la represión, los asesinatos, la masacre? Ah,
pero al menos, en esos tiempos, quien no se metía en contra del gobierno
ni era haitiano, lograba sobrevivir.
Lo que pasa es que la memoria es así de selectiva, doña Clarita, usted
prefiere no acordarse de nada, y para colmo, este ruido cada vez más
fuerte demoliéndolo todo a su alrededor no la ayuda. ¿La época de
Trujillo? Oh, si, esas grandes fiestas que daba Doña Isabel Mayer en el Club
Social de Montecristi, allá en la frontera. No quiere recordar nada más,
no puede. Lo único que permanece claro en su memoria es que este no es el
ensanche que con tanta ilusión ayudó a fundar. Sólo eso. No recuerda el
presente como era hace un instante, como es ahora, como será dentro de
poco, pues cualquier referencia se ha ido.
Del futuro no queda todavía nada en pie. Sólo en sueños. Y ni así. Que
ya ni mente tiene para pensar. Mucho menos para soñar. De manera que no
sabe cuál es la razón de tanta descompostura, dónde fue que comenzó a
desmoronarse el mundo a su alrededor ni podrá imaginarse, si esto sigue
como va, qué pasará mañana cuando se levante cansada, con dolor de
cabeza, y esa máquina perforadora, ese compresor incesante continúe
levantando polvo y callando viejos, reprimidos y olvidados silencios, y
las rosas de su jardín luzcan vencidas y polvorientas, y su cerebro lleno
de ruidos por doquier, y ese joven obrero haitiano de la construcción
estará ahí empañetando con cemento fresco el hueco de lo que alguna vez
será una ventana, cuando le distraerá el deseo de un mango reluciente
que cuelga de la mata del patio de su casa, y usted lo estará viendo, un
tanto ida, mientras engancha un refajo en el tendedero, en el mismo
instante en que pasará un avión, y entre todos los ruidos circundantes
usted lo distinguirá y pensará qué es ese otro ruido sobrevolando el
cielo.
Un avión, doña Clarita. ¿Una invasión? No, un avión, un moderno
artefacto de hierro en el que vuela la gente. ¡¿Un avión?! ¿No serán
las cotorras que pasan volando por aquí todos los días a la misma hora,
o el escándalo que hace la motocicleta sin muffler del delivery
del colmado, o algo malo, muy malo que va a pasar? No, un avión. ¡Un avión!
Le dará vueltas en la cabeza ese ruido, ese artefacto, esa palabra,
buscando su significado dentro de sí. Y entonces escuchará otro ruido,
esta vez un golpe seco, cuando se desplome, fulminado por un cable de alto
voltaje, el joven haitiano obrero de la construcción, que por apetecer un
mango habrá tomado una varilla en forma de bastón para tendérsela a una
rama echada sobre un alambre eléctrico, haciendo un mal contacto.
Carbonizado, su cuerpo, muy negro, caerá en su patio, casi a sus pies. ¡Sigan
trabajando, sigan trabajando!, gritará el encargado de la construcción,
cuando los demás obreros corran consternados a ver lo sucedido. ¡Sigan
trabajando, sigan trabajando!, escuchará usted casi a lo lejos, produciéndose
en su cerebro un total derrumbe.
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