Celestino antes del alba [1]

relato de Reinaldo Arenas

—A Carmelina la volvió a dejar el marido y se pegó candela. ¡Ay pobre de mi hermana! Que en paz descanse. Todos los hombres abusaron de ella cuando íbamos a la feria la arrinconaban para lo oscuro, y ya...

—¡Carmelina! ¡Carmelina! ¡Mi hija Carmelina! ¡La pobre! ¡Que Dios la perdone! ¡Y ahora qué será del muchacho!

¡Ay del muchacho!

¡Ay del muchacho!

¡Ay del muchacho!

—Figúrate, no nos queda más remedio que traerlo para acá y terminar de criarlo nosotras.

—¡Qué desgracia!, ¡no sé qué le vamos a dar de comer! Con la seca que está haciendo. ¡Ay pobre Carmelina! ¡Ay! qué comida le daremos qué comida le daremos qué comida le daremos...

—¡Le daremos mierda!

—No hables así. Como quiera que sea es tu nieto. El hijo de tu hija...

—Qué hija ni qué carajo, si la pobre —que Dios la bendiga— era tan puta. Ay, tan puta. Ay, tan puta; ay, tan puta; ay, tan puta!

—¡Cállate!

—Y del muchacho no sé siquiera ni el nombre. ¡Pobre criatura!...

—¡Celestino! Celestino se llama. Al menos eso fue lo que me dijo el que trajo la noticia del ahorcamiento de Carmelina, porque no solamente se dio candela sino que cuando estaba ya con la soga al cuello, cogió una botella de alcohol y se la roció. ¡La pobre! No me explico cómo es posible que una persona se ahorque y se dé candela al mismo tiempo... Eso sí que está raro. ¿No sería que alguien después que ella se ahorcó le pegó candela por hacer la maldad?...

—¡Celestino! ¡Dime tú qué nombre más feo le pusieron al desgraciado!...

—¡Ay, Carmelina! ¡Ay, pobre Carmelina! Yo también pensé un día ahorcarme. Pero siempre iba aplazando y aplazando el ahorcamiento. ¡Y mírame aquí!: qué poca fuerza de voluntad he tenido. ¡Qué poca fuerza!...

—Dios te perdone...

—¡Vaya Dios a la mierda!

—Dios mío. No tengo a una hija sino a una yegua.

—Los hijos salen a sus padres...

—¡Fresca!

—¡Burra!

—¡Burra serás tú, perjura y loca!    

—Padre mío. Padre mío: otra vez mi madre me ha dicho loca. Ay me ha dicho loca...

—No llores, boba, que yo me las arreglaré con tu madre.

—Hazme ese cuento. ¡Mamá! ¡Síguelo haciendo!

Y tú: abuela. ¡Sigue sigue también! ¡Ese sí que me gusta! ¡Vaya al fin me han contado algo distinto a la Aceitera vinagrera! ¡Sigan! ¡Sigan!...

—Te has vuelto a orinar en la cama: ¡Qué te has creído! ¡Ya no estás tan chiquito para eso! ¡Procura que tu abuelo no se llegue a enterar porque te dará un foetazo!

—Es que me da miedo salir por la noche a! patio para ir al excusado.

—¿Miedo a qué?

—A los muertos. Dicen que este lugar está lleno de muertos...

—¡Qué gallina eres!... Ayúdame a poner la colchoneta al sol.

Las otras noches salí porque ya me estaba cagando y vi a un bulto blanco corriendo detrás de la cocina. Me asusté tanto que hasta se me quitaron las ganas de ir al excusado. Entonces se lo conté a abuela, y dice ella que ése es el espíritu de la Vieja Rosa que anda arrastrando cadenas porque no le deshierban el panteón y también porque no le rezaron ei novenario cuando ella se murió.

—Mamá está loca: Es ella misma la que sale para ir al excusado todas las noches, pues se pasa el día comiendo inmundicias, y en cuanto se acuesta, las tripas no hacen más que empezar a traquearle —¡como si yo no la oyera!—. ¡Coge la colchoneta por aquella esquina!... ¡Qué peste! Como te vuelvas a orinar se lo digo a tu abuelo para que te dé cuatro fuetazos. Tenemos que ver como arreglamos este cuarto: hoy llega el hijo de Carmelina, y va a dormir contigo.

—Ahí llega el hijo de Carmelina.

—El pobre tiene la misma cara que la ahorcada.

—No le mencionen a su madre...

—Ni a su padre.

—Déjenlo tranquilo.    .

—Denle un poco de café claro y ve a ver si quedó algún pedazo de boniato hervido del almuerzo.

—No lo apergulles de inmundicias, para que después se pase la noche dando vueltas al excusado, igual que tú.

—¡Fresca!

—¡Bruta!

—¡Yegua!

—¡Burra!

—¡Yegua!

—¡Burraaa!

—¡Permita Dios que te mueras!

—¡Dios no le hace caso a las bestias!

—¡Desgraciada!

—¡Vieja cagalosa!

—Este es el cuarto de nosotros.

—Tiene peste a miao.

—Aquí de noche salen fantasmas.

—En mi casa todas las noches salían siete fantasmas de distintos colores... ¡Foss!

—Abuela: ayer me dijo que en su casa salían todas las noches siete fantasmas de muchos colores...

—¡Virgen santísima! ¡Qué arrastre tan grande trae esa criatura a cuestas!...

—Ay, y también me dijo que usted tenía peste a miao.

—¡Virgen Santísima!

—El tal Celestino es el muchacho más haragán del mundo. Nada de lo que le mando a hacer lo hace. Y cuando le digo «respeta a tu abuelo porque él es quien te da la comida», se pone a escarbar en el suelo y empieza a silbar como si con él no fuera la cosa. ¡Buena pelma nos hemos echado a cuestas!

—Antes de acostarnos será mejor que tape las hendijas, pues por ahí se puede colar algún muerto.

—No. Déjalas así, que mi madre decía que era mejor que se quedaran las hendijas abiertas para que entrara el aire.

—Abuela, me dijo que dejara las hendijas abiertas porque su madre venía todas las noches en cuanto empezaba a soplar el aire.

—¡Virgen santísima! ¡Tenemos que ver cómo nos deshacemos de ese muchacho!

—¿Y tu madre por qué se ahorcó?...

—No sé. Pero esa tarde se le habían quemado dos boniatos que puso a asar, y se molestó mucho, y en todo el día no volvió a hablar más, y cuando yo le pregunté que qué le pasaba me dijo que me fuera al carajo; y ya por la noche tempranito estaba guindando de la mata de guásima boba...

—Tápame también la cabeza que tengo miedo.

—Yo estoy lavado en sudor...

—Si mi madre se ahorcara podríamos los dos contar las mismas cosas...

—¡Qué frío tan grande!

—¡Me aso de calor!

—¿Por qué no nos ahorcamos nosotros también?...

—Mañana lo haremos

—No. Mejor es hacerlo ahora mismo.

—No. Te digo que mañana es mejor.

—Tienes la cara llena de agua.

—Es que estoy llorando.

—Este muchacho no sirve ni para freír tusas: la media siembra soltó la jaba de maíz y se puso a llorar en mitad del paño! ¡Qué pelma!

—¡Cómo nos podremos desprender de esta bazofia!

—Su madre también —que Dios la perdone— fue una inútil.

—¡Qué desgraciada!: hacer eso y dejar a su hijo rodando por el mundo. ¡Yo no le veo ningún mérito! Lo que merece es que la desenterremos y le digamos «cabrona, cómo te atreves a matarte si tienes a un hijo. ¡Cabrona!».

—Es verdad: nosotros no tenemos derecho ni a ahorcarnos...

—Ya que lo hizo mejor hubiera sido que se lo hubiera llevado a él también.

—Cállense, que nos está oyendo.

—Ya empezó de nuevo a prempujiar.

—¡Qué desgracia!

—¿Tú no sabes rezar?

—No.

—Yo tampoco... Abuela siempre empieza a rezar y se queda dormida. ¿Pero nosotros qué haremos para dormirnos si no tenemos sueño y no sabemos rezar?

—Empecemos a contar jicoteas.

—Mejor contemos totises que andan más rápidos.

—Quisiera ir al excusado, pero tengo miedo.

—Yo no tengo.

—Vamos los dos.

—Vamos.

Ahora estamos en la época del desyerbe del maíz. Celestino y yo nos hemos hecho hermanos.

Y —como en un cuento que una vez oí— nos hemos cortado en los dedos y nos hemos cambiado un poco de sangre. Aunque a la verdad: yo me di un pinchazo tan flojito que no solté ni una gota de sangre. Celestino cada día habla menos, y con abuela y abuelo no bostica ni media palabra. Abuela y abuelo dicen que él es como el gato, que cierra los ojos cuando le dan la comida para no agradecerla. Pero yo no lo creo.

Celestino y yo procuramos trabajar lo menos posible, pero en cuanto abuelo se da cuenta que estamos vagueando, viene hasta donde estamos nosotros y nos da un fustazo. A Celestino él siempre le pega más fuerte que a mí, y ayer en vez de pegarle con la fusta le dio con el cabo del azadón. ¡Al pobre Celestino se le aguaron los ojos! Pero no lloró.

Yo creo que la cosecha de este año va a ser de muy poco rendimiento: una gusanera enorme le ha caído a todo el maizal, y ya la yerba está que lo ahoga.

Abuela y mamá también se han puesto a desyerbar. Aunque ellas no querían hacerlo el abuelo las obligó. Y ellas dicen, entre dientes, que les da lo mismo que el maíz se goce o no se goce y que ellas están acostumbradas a pasar más hambre que una puerca a soga. Pero todavía le tienen un poco de respeto al viejo. Y es que cuando él se pone furioso no cree ni en la madre que lo parió. Ayer mismo: cuando fuimos a tomar el café con leche se ardió los labios, pues abuela (y yo creo que lo hizo adrede) se lo dio que echaba chispas; entonces él cogió el jarro de café con teche hirviendo y se lo hizo tragar a la abuela, así, encendido, y sin parar. ¡La pobre abuela!, yo la veo ahora desyerbando y me digo: debe estar con las tripas achicharradas.

—Hace un sol que raja las piedras y da grima.

Y todavía abuelo no nos da permiso para que vayamos a la casa. Mi madre se ha puesto morada, pues ella no puede casi aguantar sol, y la sangre se le sube a la cabeza. A mí me da mucha pena ver a mi madre trabajando como una yegua y algunas veces quisiera ayudarla.

Porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído.

LOS HECHOS, 4 - 20.

—Mamá, déjame ayudarte un rato con el azadón. —¡Déjame tranquila si no quieres que te abra la cabeza de un azadonazo!

Mamá es mala, según oí decir el año pasado en la fiesta de Navidad; pero yo creo que no, lo que pasa es (y esto también lo oí decir en la fiesta de Navidad) que está aburrida del mundo. Sí, eso fue lo que oí decir el año pasado en día de Nochebuena en que mamá cogió una borrachera tan grande que empezó a dar brincos y gritos. Entonces mis tías, muy serias, dijeron que eso era un espíritu y cogieron un mazo de hojas de jubabán y empezaron a darle mazazos por la espalda. Pero ella, borracha y todo, dijo que la dejaran tranquila, que no tenía ningún espíritu, ni creía en esas guanajeras. Y que lo único que quería era morirse. «Yo lo que quiero es morirme», decía, y se revolcaba en el suelo. Y yo oía que las demás gentes comentaban por los rincones y decían: «Pobre mujer, nada más tuvo marido una sola noche. Eso sí que es triste.»

«Aburrida del mundo tiene que estar, y viviendo con sus padres, que son unos salvajes».

«Mejor estuviera muerta».

«No digas esas cosas».

«Y con un hijo medio bobo. Porque es bobo el muchacho».

—Mamá, dice la gente que yo soy bobo.

—No le hagas caso a la gente. Anda, trae otro viaje de agua para llenar las tinajas.

Desde entonces yo le tengo mucha lástima a mamá. Yo sé que en el fondo ella es buena, y el día de mi cumpleaños siempre se acuerda de darme un beso y todo. Por eso casi nunca yo me pongo bravo con ella, porque yo sé que esa mujer peleona no es mi madre. Mi madre es otra que siempre está escondida en el pellejo de la peleona, y que no hace más que sonreírme, y decirme: «Ven, que te voy a hacer el cuento de las Siete Cabrillas».

—Ven, que te voy a hacer el cuento de las Siete Cabrillas...

Yo creo que a abuelo se le olvidó que nosotros teníamos que almorzar hoy, ya que el sol pasó de la mitad del cielo, y va echando una carrera hacia abajo, y todavía el viejo ni siquiera ha levantado la cabeza del suelo... Abuela yo creo que es la más furiosa de todos nosotros. ¡Qué vieja y qué flaca está abuela! Parece un cuje de jurgar los gatos. Yo creo que si sigue una hora más con este sol, la pobre, no va a poderse levantar de la cama ni en un mes.

—Abuela, ¿quieres que te ayude un rato?

—¡Ve a hacer lo tuyo y déjame a mí tranquila!

A esta mujer no hay quien la comprenda: está con la lengua afuera, y cuando le digo que si quiere que la ayude, me dice que la deje tranquila... Bueno, será mejor que siga trabajando antes de que abuelo me dé otro fustazo. ¡Que ya van cuatro!...

Ya sé por qué abuela no quiere que yo la ayude: ella no está limpiando nada, sino que lo que hace es arrancar las matas de maíz. Sí, ya me he dado cuenta del truco: abuela coge y arranca la mata, trozándola por el tallo, y luego hace como si la sembrara de nuevo. La mata se queda muy parada y cualquiera diría que está bien sembrada, pero por debajo está trozada y en cuanto le den dos o tres soles se seca... Luego ella coge y arranca la yerba de la orilla y ya. ¡Y miren qué trabajadora parece!... ¡Vaya con abuelo!, no sabe el pájaro que tiene encima.

No le preguntéis de donde viene. Su historia es trivial. En la miseria, sus padres la vendieron por una bolsa de arroz blanco.

EL ESPEJO MAGICO.

 

Celestino ha tropezado con una piedra y ha estropeado unas matas de maíz. Abuelo se da cuenta y viene corriendo hasta donde él está, en el suelo, y le cae a azadonazos. Al fin lo deja tranquilo y vuelve para el surco que estaba limpiando. Yo siento una rabia muy grande por dentro, pero no me atrevo a decir nada, porque abuelo también me caería a azadonazos, y yo sé que eso duele mucho. Yo sé que eso duele mucho, aunque Celestino no haya protestado y ya, de pie, siga observando, sin levantar siquiera la cabeza. Mientras tanto el sol va creciendo y creciendo, y ya por fin nos derrite. Mi madre se ha vuelto una mata de maíz muy grande, y todos empezamos a comer de sus mazorcas. Cada vez que yo le arranco una mazorca, ella da un pujido, y grita, pero muy bajo. ¡Qué sabroso es el maíz crudo! A mí me encanta. Yo !e arranco unas cuantas mazorcas a mi madre y me las llevo para asarlas en el fogón. Abuelo ha terminado de sembrar a Celestino y me dice que ya podemos marcharnos.

—¡Cómo hemos trabajado hoy! —le digo, sonriendo y sin dejar de comerme la mazorca.

—¡Mucho! ¡Mucho! Pero al fin hemos terminado de enterrar a Celestino. Vamos a ver qué clase de cosecha me da. ¡Ojalá y llueva!

Cantando, dando saltos y corriendo, abuelo y yo nos vamos, mientras nos damos la mano y le tiramos piedras a los totises. Brincando y riendo a más no poder, mientras el sol brilla y brilla, y las matas de maíz parpadean y vuelven a parpadear, bajo el resplandor del mediodía. Así vamos, hasta que empiezan a caer los primeros goterones fuertes, y entonces echamos a correr, desmandados por todo el paño, hasta llegar a la casa, donde abuela, amarrada por el cuello al fogón, nos tiene ya preparado el almuerzo.

Celestino y yo nos hemos escapado del maizal y hemos venido hasta el río, para bañarnos. El río está casi completamente seco, y donde único uno se puede bañar es en el charco prieto, donde van a beber todas las reses. Estas aguas dicen que están podridas. Pero si fuera verdad todas las vacas se hubieran muerto.

Yo soy el primero en tirarme al charco.

El agua se revuelve mucho y hay que estar tranquilo un rato para que se asiente y se vuelva a ver el fondo. Celestino todavía se está quitando la ropa. Cuando el agua ya está tranquila, yo me deslizo, muy despacio, por el fondo del río, y sin dejar de nadar, abro los ojos. ¡Cuántas cosas se ven en el fondo de un río con los ojos abiertos! Si uno pudiera estar aquí siempre. En el fondo de un río, y nadando muy despacio, sin rumbo, y con los ojos abiertos... Las piedras son blancas. Tan blancas que cualquiera diría que no son piedras. Y hasta los peces se ven diferentes y más brillantes. El fondo sí es un poco oscuro, porque no hay casi arena y las hojas tapan la poca que hay, pero yo procuro nadar lo más despacio posible y trato de no arañar el fondo, para que no se revuelva. Mientras me quede respiración estaré aquí abajo, sin sacar la cabeza, igual que hacen las jicoteas... Un grupo de biajacas muy pequeñas, pasan, rozándome los pies. Luego parece que se asustan y se van nadando muy rápido. Después desfilan los guayacones. Los guayacones sí son curiosos, y me huelen hasta la punta de !as orejas. Debe ser que tienen hambre. Yo lanzo un pes-tañazo y en seguida desaparecen, pero pronto vuelven y empiezan a mortificarme. Yo no quiero espantarlos, porque sé que si lo hago, el agua se volverá sucia y prieta, tan prieta que entonces no sabría si estaba en un río o en un fanguero, como el que se hace junto al fregadero de mi casa, donde antes nos bañábamos Celestino y yo, cuando no nos dejaban venir al río. Abuela nos decía que esas aguas de fanguero mataban a todo el que se bañara en ellas, pero nosotros nos zambullíamos muchas veces, y nunca nos pasó nada. Y una vez trajimos un pití de! arroyo, y lo echamos al fanguero, para que allí se criara. Yo le daba comida al pití todos los días. Pero a la semana ya estaba muerto. Aunque yo no sé, y algunas veces creo que fue abuela la que io mató, pues ella siempre nos está llevando la contraria.

Y cada vez que puede hacernos algo malo nos lo hace. El caso es que el fanguero cogió una peste horrible, con el pití muerto adentro, y por una semana no tuvimos donde bañarnos. Hasta que un día nos escapamos y vinimos al río. Y desde entonces nos llegamos cada vez que podemos... Un pití enorme acaba de cruzar por debajo de mí, con ia abuela entre las figas. ¡Qué colores más lindos tiene ese pití! Mi abuela no forcejea, y el pití se la empieza a tragar poco a poco, pero entonces llegan los demás pitises, y le arrebatan a la abuela.

Y todos empiezan a fajarse. Y al fin la devoran. El grupo de pitises me mira, como si acabaran de descubrirme, y dice: «A él, a él, que también es de la familia». Yo trato de salir a flote antes de que me devoren. Pero ya me agarran. Ya me halan, y ya empiezan a comerme vivo.., Celestino se ha lanzado al charco. El agua se ennegrece, y los dos echamos a nadar hasta la orilla.

—¡Qué churrero tan grande!

—Mejor esperamos a que se asiente.

—Mientras tanto yo voy a dormir.

—Y yo.

Hemos llegado al río. En el camino yo descubrí un nido de pitirres. Me subí a la mata donde estaba el nido que tenía cuatro pichones. Celestino no quería que yo cogiera los pichones. Pero yo le dije que íbamos a coger uno nada más y que lo íbamos a criar como si fuera un hijo. El entonces dijo que estaba bien, que cogiera uno y ie dejara los demás a los padres para que se conformaran y no se murieran de tristeza. ¡Qué tristeza! ¡Como si los pájaros se murieran de tristeza!, dije yo y me reí. Y él me dijo que no me riera porque «eso era lo que yo no sabía». Y se puso muy serio.

Y, con el pichón chillando y revoloteando, llegamos a la casa.

—¡Suelta ese pájaro! —me dijo mi madre cuando me vio entrar con el pichón de pitirre entre las manos.

—¡No! Celestino y yo lo vamos a criar como si fuera hijo nuestro.

—¡Eso es lo que faltaba!... —me contestó. Pero luego se puso muy seria, y no volvió a abrir te boca en todo el día y la noche.

Nosotros salimos a buscarle papitas y semillas de higuillos al pichón de pitirre.

Hoy es el último día de la limpia de maíz. Menos mal, porque yo creo que ya no aguanto ni un día más. —Si esto sigue le digo a Celestino, muy bajito, para que nadie me oiga— me meto abajo de la cama y no salgo más nunca—. El no me hace caso y sigue limpiando y arrancando yerba... Abuela es la más atareada: arrancando y volviendo a sembrar las matas ya sin raíces. Deja que abuelo la coja. Yo no quiero ver eso: ese día la mata. En cuanto terminemos aquí, Celestino y yo vamos a ir al monte para cortar un palo de úpito y hacerle una jaula al pitirre. Ya está echando algunas plumas. El pobre, nosotros lo cuidamos lo más que podemos, y yo algunas veces hasta lo acuesto en la cama; pero de todos modos a mí me parece que casi nunca come. Y por eso es que yo lo embuto. Cojo un poco de papitas cimarronas, y se las echo, de un viaje, en la boca y, con el dedo, se las hago rodar por la garganta hasta el buche.

—¡Maldita, con que estás arrancando las matas! ¡Espérate, que te voy a cortar la cabeza! ¡Desgraciada! ¡Puta! ¡Salvaje! ¡Hoy te voy a matar!

Yo sabía que eso iba a suceder. Abuela cree que es muy bicha, pero en definitiva es boba... Allá va, corriendo a más no poder. Y abuelo tras ella, que casi la alcanza. Si la coge le clava el azadón en la cabeza y se la abre en dos partes, como si fuera un coco sarazo. Abuela se ha metido corriendo en la casa, y, dando gritos, ha trancado todas las puertas. Celestino y yo nos quedamos lelos en medio del paño de maíz y mamá echa a correr detrás de abuelo, con una estaca entre las manos. La gente que cruza por el camino ni siquiera se para para ver lo que pasa: es que ya en el barrio todo el mundo nos conoce y saben qué clase de gente somos nosotros. A mí nadie me habla, y eso que todavía yo soy chiquito. ¡Deja que crezca!, que entonces me prepararán trampas, como se las preparan al abuelo, y me picarán la cerca para que el ganado de los vecinos entre en mi estancia y se coma todas las siembras, como también se lo hacen al abuelo. Pero él tiene mucha culpa de que la gente nos trate así, por ser tan huraño, que si fuera más cariñoso con la gente no le pasara eso. Pero es bruto a más no poder, y una vez mató a estacazos a una vaca de Baudilio porque estaba tratando de entrar en la estancia. Baudilio vino ese día, hecho una furia, a pedirle cuentas a abuelo. Pero abuelo lo cogió por el pescuezo y si no llega la mujer de Baudilio y empieza a dar gritos, ya su marido estuviera más que muerto... ¡Pero, qué escarceo tan grande ha formado abuela! ¡Qué alboroto! ¡Parece una gallina cuando no quiere que el gallo la cubra y el gallo le cae atrás y por fin la agarra!... El único que está asustado es Celestino, que todavía no está acostumbrado a estas cosas. Yo ya no me asusto, y casi hasta me divierto, y mamá tampoco se asusta ya, pues ella está acostumbrada a pelear, y el día que no lo hace se siente molesta. Y yo creo que si ella cogió la estaca fue para darle un estacazo a abuela y no al abuelo, o quizá a los dos. Porque ella no sabe a quién odiar más. Pero a mí me parece que en esta bronca el estacazo de mamá es para la vieja.

Abuelo le ha caído a patadas a la puerta, pero como no puede abrirla ni romperla: se encarama en el techo y se lanza para adentro por el hueco que yo he abierto entre las pencas. Entonces abuela sale, hecha una flecha, por la puerta de la sala, y dando berridos, corre rumbo a la casa de Baudilio, donde parece que va a pedir ayuda. Vemos la figura de abuelo, con el azadón a cuesta, y a mi madre, con la estaca en alto. Los dos se pierden corriendo detrás de abuela, que ya se perdió. Y ya desde aquí, Celestino y yo no podemos oir más que los gritos de abuela y ver la pol-vasera que va dejando atrás.

Se nos está muriendo el pichón de pitirre. Yo sé que se nos está muriendo.

Se nos muere.

Se nos muere.

Se nos muere.

Ya le di agua, pero nada. Le di papitas maduras, pero nada. Le di pan con leche, pero nada. Se nos muere.

Se nos muere.

Se nos muere.

Ahora preparo una cajita de dulces de guayaba para enterrar al pichón. Pero todavía está vivo... ¡Se nos está muriendo! ¡Pero todavía está vivo!

Se nos está muriendo. ¡Pero todavía está vivo! ¡Qué tristeza! Ay, que el pichón no vea que yo le estoy haciendo la caja, que no vea que estando vivo ya pensamos en su muerte. Pero hay que pensar en ella, porque si lo dejamos en la jaula, se pudrirá y las hormigas se lo comerán.

—Ya está hecha la caja.

—Todavía está vivo.

—No llores, todavía está vivo.

—Vivo...

—No grites

—No grites

Se está muriendo. Yo lo veo, ya temblando en una de las esquinas de la jaula y sé que se está muriendo de tristeza. ¡Pues sí la sienten!, porque si no fuera de tristeza, ¿de qué otra cosa se podría estar muriendo?, si le di leche, le di agua, lo puse al sol, lo acosté en la cama, le pasé la mano, le recé un Padre Nuestro, lo puse cerca del fogón, !o santigüé, le di papitas, le sobé el empacho, le froté las patas; y luego quise darle un purgante, pero no se lo di porque, según abuela, eso era una burrada.

—¿Quién ha visto un pitirre tomando purgante? ¡Deja que se muera tranquilo, que tú tienes la culpa por haberlo cogido del nido!

—¡Qué cosa me falta por hacerle antes de que se muera! ¿¡Qué cosa me falta por hacerle!?...

«Déjalo que se muera en paz».

Ya le di agua fría, ahora le daré agua caliente. ¡Qué otra cosa me falta por hacerle!... Lo santiguaré de nuevo: Padre Nuestro que estás en los cielos que estás en los cielos que... ¿qué palabra vendrá después de esa? Ya no sé rezar. Pero, bueno, de todos modos, moveré los labios, como hace la mayoría de la gente que no sabe rezar y se las dan de médium.

Moveré los labios.

Moveré los labios...

¡Que se salve!

^Mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm mmmmmmmmmmm mmmmmmmmmmmmmmmmmm Debo seguir moviendo los labios hasta que haya pasado la cantidad de tiempo que dura una oración. Pero, ¿qué tiempo dura una oración? De todos modos los seguiré moviendo otro rato más, por si acaso. MMMmmmmmmmmmmmm mmmmmmmmmmmmmmmmmm...

—¡Celestino! ¡Celestino! ¿Qué tiempo dura una oración?

—mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm

—Mmmmmmm.

—Mmmmmmmmmmm.

—MMMMMMMMMmmmmmmmmmmmmmmmmm...

«¡Déjalo que descanse en paz!»

¡Se está muriendo... mmmmmmmmmmmmmmmm mmmmmmmmmm... Pero, ¿qué tiempo dura una oración Mmmmmmmmmmmmmmmm. Contaremos hasta cien. Contaremos hasta mil. ¿Tú sabes contar? Yo nada más llego hasta el diez ¡Cuental ¡Cuenta! Mmmmmmmmmmm... uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho... Mmm mmmmmmmmmmmm mmmmmmmmmmmmmmmm... ¡Qué día tan bonito!, dijo mi madre, y me enjorquetó en su cintura, y empezó a caminar por todo el campo sembrado de clavelones recién abiertos.

—¿Quiénes siembran estos clavelones, mamá?

—Nadie. Ellos se nacen solos.

—¡Solos!... Tan lindos que son y se dan solos.

Y ¿quién los riega?

—Nadie. Nadie los riega. Ellos saben sostenerse con el agua de lluvia.

Entonces mamá me puso en el suelo, y los dos comenzamos a arrancar clavelones, hasta que no nos cabían en las manos, y empezamos a hacer una montaña de clavelones. Tan grande estaba ya la montaña que llegaba al cielo y le abría un boquete... '

—¡Celestino! ¡Celestino! ¡El pichón de pitirre ya está muerto!...

Y por el boquete desapareció mi madre. Yo la llamé. Pero el boquete se volvió a cerrar. Y me quedé solo en mitad del campo todo sembrado de clavelones, tan olorosos que me tapaba y destapaba la nariz para jugar con los olores y para darme cuenta de que era rico el perfume. Mi madre no apareció por mucho que la llamé. Registré hasta debajo de las piedras, lo único que pude hallar fue un coro de alacranes que me dijo: «Aquí no está». «Aquí no está». Entonces seguí levantando piedras, y un coro de grillos también me dijo: «Aquí no está». Por fin me di por vencido, y me fui para la casa. Y cuando ya venía de vuelta me acordé que había ¡do al monte a coger unos clavelones para ponérselos al pitirre muerto. Pero cuando miré para atrás lo único que vi fue a mi madre, con un fuete entre las manos, que venía corriendo hasta donde yo estaba, diciéndome: «¡O vas a buscar el agua o no entras hoy en la casa! ¡Que desde que llegó el comemierda de Celestino te pasas la vida con él para arriba y para abajo y no cargas ni una lata de agua! ¡Ah, pero ya se acabó el relajo, o cargas agua o no duermes en la casa! ¿¡Me oíste!?»

¡Almojicas bravas! MI TIO FAUSTINO.

—¡Coño! ¡Hoy sí que no busco nada! —le dije yo, rabioso, pero no era eso lo que hubiera querido decirle. Yo hubiera querido decirle: ¿No ves que se ha muerto el pichón de pitirre que estábamos cuidando? Hoy no tengo deseos de hacer nada. Eso es lo que yo quise decirle. Pero no se lo dije, porque sé que si se lo hubiera dicho habría empezado a reírse a carcajadas. A carcajadas. A carcajadas. A car...

Y eché correr por todo el potrero, mientras mi madre me lanzaba maldiciones, y me gritaba:

—¡A la casa no vas a entrar hoy! ¡No creas que vas a entrar! ¡Hoy vas a tener que dormir en el potrero! ¡como las vacas!

Pero no fue así. Después que se hizo de noche y pudimos enterrar al pichón de pitirre y ponerle unas cuantas campanillas encima, Celestino y yo nos escurrimos por el techo, bajamos por las canales donde corre el agua de lluvia cuando hay vendavales, y, muy pacientes, esperamos allí, acurrucados uno contra el otro, hasta que mamá empezó a roncar. Y cuando dio el primer resoplido, nos deslizamos, de un brinco, hasta el cuarto. Y nos acostamos corriendo, procurando respirar lo más flojo posible. Y, muertos de risa, aunque aguantándola, nos quedamos dormidos.  

[1] Una de las novelas más originales que se ha publicado en Cuba estos últimos años, es, sin duda, Celestino antes del alba, de Reinaldo Arenas, cuya versión francesa publicarán próximamente las Editions du Seuil. Centrada en ia visión de un niño idiota, cuyo monólogo constituye la materia prima del relato, la novela va revelando un mundo campesino a la vez brutal y tierno, grotesco y patético, onírico y realista. El aparente regionalismo del enfoque resulta superado no sólo en la lengua y en la anécdota, sino sobre todo en el curioso montaje de textos que ha efectuado Arenas para dar simultáneamente todos los niveles de una «realidad» alucinada que no reconoce las fronteras del tiempo o del espacio, que trasciende lo natural como lo sobrenatural, y que se apoya en definitiva sobre una única textura concreta y continua: la del lenguaje. Libro lleno de humor y fantasía, pero también circundado por el terror, Celestino antes del alba se inscribe en una tradición latinoamericana que tiene a José Lezama Lima de maestro y que asimismo entronca con otros mágicos superadores del folkloris-mo, como Guimaráes Rosa y García Márquez.

Reinaldo Arenas nació en Holguín (1943) y vivió hasta los doce años con sus abuelos en el campo. Realizó estudios comerciales en su ciudad natal y en 1961 se trasladó, como becario, a La Habana para seguir la carrera de Planificación, que abandonó en 1963 para dedicarse en forma ininterrumpida a la literatura. Con Celestino antes del alba obtuvo la primera mención en el Concurso de novela «Cirilo Villaverde», convocado por la UNEAC en 1965. Su segunda novela, El mundo alucinado, obtuvo también mención honorífica en el mismo concurso, 1966. Las páginas que reproducimos de la edición cubana de la obra (La Habana, Unión, 1967) pertenecen a la primera parte. (N. de la R.)  

 

relato de Reinaldo Arenas

 

Publicado, originalmente, en: Mundo Nuevo Nº 21 Marzo 1968

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto:  https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3910

 

Ver, además:

                      Reinaldo Arenas en Letras Uruguay

 

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