Tarde de viernes (Retazos para una ficción)
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A diez pasos de mí, no más, sentada en la terraza de café, a la sombra de un almendrón en flor, una mujer pudiera estar allí. Ya esto de por sí constituye una historia excitante y por ello lo que además se agregue a este alegato pertenece al mundo de las suposiciones y de los colmos que siempre se complementan y encompinchan. Y tanto es verdad espero lo que escribo que mire usted que esperanzas y pesadillas suelen engendrarse en nuestras vísceras, y el cerebro lo es aunque él lo niegue de engreído. Pero conviniendo en que todo fuese fantaseado, que espero y no lo sea, no por ello se debe desconfiar de lo narrado al contarlo o leerlo o escucharlo, al contrario, porque allí reposa aquella enfermedad caritativa, curativa y contagiosa que llaman de la imaginación de la que la poesía no debiera salvarse. Hay otros elementos conjuntivos no menos atrayentes que tocan directamente a este caso y a Ella muy en particular a Madame me refiero y con mayúscula, a la Diva de mis cavilaciones, que con ello lo que se busca es darle un toque afrancesado a estos enigmas, pizca de aliño tan atinada que resulta a estos tinglados de las tortuosas pasiones, ¿Edith Piaf?, de un pasado novelesco que casi ya prehistórico, ¿Aznavour? Miremos un detalle de mis observaciones que sin fecha no valen, por ejemplo, a saber y luego de dos puntos: Siendo un 23 de mayo a las 6 de la tarde aproximadamente de aquel viernes de 1972 preciso y sin llover, sorbe de una taza, beso de sus carnosos labios, una suerte de infusión, té de jazmín digamos, lo que sospecho al ver el hilo que de la nada surge y que reposando sobre el borde del cuenco, mientras el fragante vapor se desvanece en espiral al aire, se deja caer así no más, casi que flota en papagayo, bajo el peso de un cartoncillo lívido en el que se divisa vagamente y borroso, de tan pequeño que es, emblema, sello o marca del producto. El cuerpo de la apócrifa Dama mientras tanto tan solo se deja sospechar pues no se sabe de él a ciencia cierta en aquella postura de escalera en tres, vertical, horizontal, otra vez vertical, cabeza, cadera, rodillas, pies, zigzag al que constriñe, como si de bisagra se tratara el cuerpo humano, la estructura quebrada de la silla.
Además se encuentra amurallada pero sola,
en contradicción de volúmenes y entendimientos, flanqueada como está por
los estorbos de una mesa que envuelta en mantel de faena a cuadros rojos
distrae y atrae a los toros del vecindario, además de las sillas, que
son en suma cuatro sin nadie que se siente en ellas todavía excepto en
la de ella, que sirven, protegen, obstaculizan y definen a la vez el
escenario donde se despersonalizan los cuerpos cercados asimismo por la
efímera realidad espaciotiempo Engañoso pues el escenario, proclive a espejismos y equívocos. ¡Qué peligro! ¡Qué suerte! Además del rostro y de los ojos, que son negros y dos, sobresale la expresiva tensión de la mirada que es incontable como en un oleo en el que el pintor no reparó en los detalles de la vista pues mientras el mirar asoma una distancia el ver es cuestión más bien práctico, de enfoque y precisiones, oftalmológico diríamos, que cuando escasea se remedia con cristales. Observar es distinto. ¿Será que espera a alguien? Vuelvo a Ella. ¿A si misma? El movimiento de cuello y espalda, su postura vital que es más que puro hueso y músculo, incita a sospechar que es a un tercero a menos que se lo invente como recurso defensivo frente a la soledad que es muy común en este barrio, en este mundo y a esta hora, según se colige de los últimos hallazgos estadísticos de una compañía de renombre internacional muy prestigiosamente pagada a tal efecto. Otros datos, dos puntos: el ceño de la Dama o de su porfiada invención, que me la debe aunque pueda ser a la inversa, persevera fruncido, distante, cuidadoso, agresivo diría. ¿Será el sol de la hora, ángulos de la luz, la calima que respira en el ambiente seco? Sin embargo pudiera ser también que la energía invertida en la espera, tensa en su naturaleza, crispe el espíritu que se refleja en la preocupación grabada de su frente, en las arrugas que se muestran y que no logran ser disimuladas ni con el maquillaje aplicado sea bien por apuro o por desgano en el arte o calculada intención melodramática o tal vez atribuible simplemente a la cada día más preocupante baja calidad del cosmético empleado con todas las implicaciones dermatológicas del caso. Sobran por supuesto otros razonamientos que explicarían la actitud de la Dama en cuestión si es que ella al fin existe que poco importa ya a estas alturas de nuestras pesquisas, casi pariente ahora, que reparando en ellas pudieran ser entendidas por el objeto de nuestras indagaciones, es decir Ella, o por otros que nos observan a nosotros ya que nadie es inmune a estas contrariedades, como fisgoneos, invasiones, vigilancias, galanteos, seguimiento, espionaje, allanamientos, dependiendo de los estados por los que atraviesa la mente que a fin de cuenta todos tenemos una y es frágil, voluble, selectiva, psiquiátrica. Pero lo que también mariposea de tan común y no convence, aunque si te pones a ver tal vez sea cierto, es la machacada presunción científica según la cual todos escondemos algún secreto engrasado de culpa y por lo tanto a manera de escudo protector algunas presas, el humano ni se diga, por instinto de conservación, pretenden distraer al atacante con una actitud en apariencia desprovista de miedo como si no estuviera pasando nada en rededor lo cual dependiendo del botín, atacante y demás circunstancias como el hambre, la maldad pura y simple, los ruidos, el deseo, la orientación y velocidad de los eventos o del viento y la suerte en persona, tanto la buena como la mala, pudieran ser definitorias del desenlace. Pero sucede de repente a todas estas que mientras más me enredo y desfallezco en estos menesteres del espíritu que intentan explicarla a Ella o a su hipótesis, en momento infeliz de mi descuido imperdonable, aunque previsible dentro de libreto tan trillado, sin darme cuenta, servilleta que cae lentamente en el piso y yo obedezco, aprovecha para dejar de estar allí. Desapareció, se fue, se dio a la fuga, no existo. ¿Existió? Se esfumó, se deshizo, dejé de ser. Pagado y olvidado la persigo entre las multitudes, inconsolable sin ver por fin su cuerpo imaginado que si de espaldas me la vuelvo a encontrar ni pendiente de aquello. Puede, supongo nuevamente, que esté buscando ahora lugar distinto, a otro fisgón igual o superior a mí, complementario de sus planes, para esperar o huir, ser vista, asediada, detrás de esos lentes de sol que la acompañan tan italianos ellos y de marca impagable que incitan a los romanticismos de película muda. |
por
Leandro Area
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Editado por el editor de Letras Uruguay
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