Pero el caso es que a los políticos los domina una dictadura
incomprendida a veces hasta por ellos mismos, que los empuja desde la
adrenalina o el hígado. Son de cálculo cerebral sí, pero matizado,
inducido y hasta a veces envenenado por razones distintas al sentido
común, que en casi ningún caso resulta ser la brújula de sus
orientaciones y apetitos.
Oyen a los especialistas, a veces a asesores, cómo no, sobres diversos y
enredados temas; supone uno que atienden y que entienden, a pesar de que
el teléfono, mal educado símbolo de popularidad, siga sonando y
respondido sea – sí, ok, estoy en una reunión, te llamó -
interminablemente.
Y no es de sorprendernos que al salir de aquella encerrona del
conocimiento, frente a cámaras y micrófonos, terminen diciendo lo
contrario de lo que allí se ventilaba en opinión experta y concienzuda.
A veces les sale bien esa parada, porque la razón política es tan
particular que en la mayoría de los casos mantiene relaciones de tensión
y hasta de ceguera con esas otras ramas del saber supuestamente “más
científicamente estructuradas”, como pudieran serlo la economía, el
derecho, todas lógicas, y tantas otras que aquí no se nombran, menos
mal.
Es más, a veces los políticos andan más pendientes de la astrología y de
los perecederos e inconstantes números de las encuestas que de las
propensiones del mercado que muestran los números de Wall Street por
decir algo.
En torno a todo esto estoy casi seguro, por ejemplo, de que por lo
general un romántico, que no un político, preferiría el zumo melifluo de
la “síntesis” y de la armonía perfecta, el deber ser, al empalagoso y
mediático, inmediatico y mediatizado, casi que populista, perecedero
eslogan callejero de “Unidad, Unidad”, que en el fondo no es que refleje
la realidad, sino que exige su presencia, reclama una virtud ausente.
Aquí en Venezuela, por ejemplo, la dictadura manda permanentemente y se
ha relegitimado en el tiempo a través de periódicas elecciones
medianamente democráticas, medianamente fraudulentas, aunque la verdad
sea dicha que en los últimos tiempos no esté este gobiernillo con ganas
de salir a la calle y medirse en los terrenos de la popularidad.
En su debilidad se ha dedicado a mostrar y demostrar su naturaleza
militar de tanquetas y tropa disfrazada como si de ataque galáctico se
tratara, invadiendo espacios civiles y públicos, y por supuesto los
privados. Porque a qué se refiere aquél principio sociológicamente
conservado de la vida social que no sea esto que me está pasando a mí,
día tras día, y que se repite en otros por igual. La suma de las partes
es el ladrando cotidiano. El gerundio que nos reúne y somos. El ladrando
gerundio.
A favor recatado de la oposición diría que la calle manda un día, se
llena de esperanzas esporádicamente, espasmódicamente, mientras el
gobierno nos acorrala permanentemente. Vivimos nuestra agobiada mañana
de ilusión que al día siguiente se desgana. Así el 6-D, así el 1-S y los
que vienen, ojalá que en cascada.
Y los políticos vuelven a sus predios y la política se queda sola en
mitad de la calle, el Spa asoleado de los demócratas casi ahora que
hippies manejados por el sistema de las dictaduras constitucionales,
electoralmente legitimadas o como quiera usted decirlas en el
jeroglífico ilegible de nuestros días, y que se pasan por encima y por
debajo todos los derechos ciudadanos, humanos claro está si no quedaba
claro, con la anuencia de los poderes impúblicos.
¿Será el clima, los tiempos que ocurren, la naturaleza ambiciosa del
oficio, una herencia ancestral, una lógica que pasa por el hígado, una
frustración que se cobra en egolatrías, infortunios, pavas menos
hieráticas, el imperio, trazos de una bondad incomprendida, un perfume,
la voz luciérnaga de la esperanza? |