Dicen algunos que: "inocentes de todo mal, que no
peligro, recibimos el bautismo iniciático en el río del odio y de la
humillación. A partir de entonces somos esclavos mestizos de una
ignominia que cual karma definitorio decide por nosotros, lleva y
obliga".
Al menos esa es la escena que nos ha vendido el discurso cultural,
incluyendo al político, claro está. Que fuimos, y lo seguimos siendo, un
país colonizado por invasores. En manos de sifilíticos españoles que
llegaron armados de genética, arcabuces y religión con las que les fue
fácil violentar el estado paradisíaco, virginal, en el que apacibles,
vivíamos. Historiadores, curas, filósofos, diplomáticos y demás,
herraron con ese hierro la ideología que hoy se asoma más que nunca.
Tema recurrente ese de la identidad nacional. Cada cierto tiempo se
asoma y nos muestra su rostro difuminado e impreciso, que extraviado en
vaga niebla, duerme su larga siesta como fauno indescifrable. El purismo
racial, neo-racismo, crece en nuestro tiempo, y de qué forma. Ingenuos
pretendemos que para encontrar la salida a nuestros males deberíamos
regresar a ese estado primigenio de naturaleza. Para acelerar esa
película en retroceso, "pulsar el botón de devolver", la estatua de
Colón es derribada de lo que fue su pedestal, un 12 de octubre, tal día
como hoy, mientras se celebraba el Día de la Raza, o del Descubrimiento
de América, o del Encuentro entre Culturas o de La Resistencia Indígena.
Casualmente, otro icono de nuestra identidad, "María Lionza", reina de
Sorte, meses antes se desmoronaba de desidia sobre el pavimento de una
arteria vial capitalina que lleva el nombre, en nuestra tropicalia
nacional, de autopista "Francisco Fajardo". Autopsia de tres
ingredientes que componen el caldo de cultivo de nuestra identidad.
Tierra de Gracia.
El asunto de la identidad es totémico, arrodillador. Nos ha convertido
en sujetos y objetos amarrados a un sentimiento ancestral de culpa que
ha servido a que seamos manipulados con facilidad bajo el supuesto de
que padecemos de un defecto de origen, aborigen, que echó raíces
históricas a través del proceso colonizador. El cuento sigue narrando
que en su momento nuestros padres libertadores pretendieron e hicieron
la guerra en nombre de la libertad para resarcirnos de aquel pecado
original. Yugo, imperio, colonia, esclavitud, fueron lanzas de guerra
contra sus responsables. Romper con la Madre Patria no fue hazaña fácil,
ni en lo material y menos aún en lo espiritual y simbólico.
Entonces, y una vez lograda la inestable independencia, se desata el
imperio de los egoísmos que acaba con el sueño de la unidad continental
y de las coexistencias nacionales. Guerras intestinas, aquí y allá,
aparecen. Y en ese drama muere Bolívar, el Libertador, en Colombia. Lo
que faltaba. Pobre, enfermo de soledad, desterrado, incomprendido,
odiado, excluido del mundo que ayudó a construir, padece de la distancia
de sus hermanos y de sus sueños. Otro hito de nuestra culpa: "Fuimos y
seguimos siendo malos hijos". Ahora con nuestros padres liberadores.
Escudo, himnos, banderas, estatuas, historias, escuelas, todo, ha sido
insuficiente para pagar esa deuda vital. Generaciones repitiendo un
cheque en blanco que caduca cada vez que lo firmamos. Somos lo que no
llegamos a ser. Siempre en hipoteca, culpables de deuda ¿Hasta cuándo? |