ESTA noche de anteanoche fue una noche
para reír.
Reían los americano« de tanto absurdo, y los italianos de sus
propias costumbres sicilianas. La responsable de toda esta
hilaridad fue Rosa Griego, amiga
nuestra de Montclair, que lleva en su sangre italiana el genio del
teatro. Rosa, cada vez que puede, va a Italia, y regresa con un saco
de historias que suele llevar a la escena. La de anoche, que se
representaba en el teatro de la escuela, la tomó Rosa de la vida real y la puso
sobre las tablas casi sin retoque. Como otras obras suyas,
seguramente irá de este teatro de la escuela, a los de fuera de
Broadway, en Nueva York...
La historia, en Sicilia, es obvia. Cuando una mujer que deja
muchos hijos va a morir, desde el lecho de muerte dicta sus últimas
órdenes. Rosaría Pavone estaba para salir a América, con su marido y
sus hijos, cuando su madre, moribunda, le dijo: “A María la casarás
con Alfio Cipolla”. María tenía entonces sei3 años, y Alfio diez.
Pasaron catorce desde la muerte de la madre de Rosaría. Había
llegado la hora de casar a María. Alfio, desde su pueblecito cerca
de Palermo, esperaba que le llegara la noticia de los Estados Unidos: que la hora era llegada, y debería ir a casarse con María. De
esto no había ni que hablar con los prometidos. Si la boda no
ocurría, Rosaría Pavone pasaría el resto de su vida bajo la
maldición de su madre. María tenía veinte años. Apenas comenzaba a
ver el mundo y lo primero que vio fue al hijo de Mrs. Shephard.
Ahí mismo le juró su amor. Alfio Cipolla recibió —recibieron sus
padres— una carta de América: La hora ha llegado... Creyó que era su
hora, y se vino. De cómo se desenreda este lío en el seno de una
familia siciliana que mantiene en Nueva York todos los terrores y
costumbres de la isla embrujada, es asunto que corre por cuenta de
Rosa Griego... Ahora, en Montclair, reían los sicilianos de los
sicilianos, y los americanos de los sicilianos... como si la
tormenta no rondara fuera de la escuela.
Porque mientras el teatro corría, la nieve embestía a Montclair, a
Nueva York, a todo el Oriente de los Estados Unidos. Una furiosa
tempestad que dejó blancas las calles y los jardines, blancas las
carreteras y las ciudades. El aire se puso rucio, y el viento lo
alborotaba. Cuando salimos de la escuela, un palmo de nieve sobre
los automóviles. En las aceras la nieve daba más arriba de los
tobillos. Nevó toda la noche, nevó en medio país. Nevó todo el
domingo. Para los niños, el lunes fue otro domingo. Cerradas las escuelas, resbalaron por los parques los trineos, y frente a las casas
se hicieron grandes muñecos de nieve, con corbatas y gorros rojos o
verdes, último destino de las decoraciones de la Navidad.
Cuando en la mañana se levantan las persianas y se ve que todo lo
han cubierto las harinas del cielo, que el paisaje es de una belleza
inmaculada, que todo parece nuevo y perfecto, quien vive en
Montclair, donde de veras estas hermosuras nunca se pierden,
quien, digo, vive en Montclair, no tiene que pensar dos veces lo que
debe hacer. Viste una gruesa blusa de lana, calza unas botas de
caucho, baja al sótano, toma una pala de una vara de ancho, y sale a
limpiar la acera. Mientras el viento muerde las orejas, golpea en
las narices y quema los ojos, todos los caballeros, o las señoras de
la cuadra, cavan con la pala en la nieve para dejar libre el paso a
los peatones, para que la salida del garaje a la calle no quede
cerrada al automóvil. En media hora de labor se cumple esa tarea.
Los neoyorquinos escapan a estas obligaciones, pero, en cambio, allá
la nieve se vuelve mazamorra y no existen los encantos de los pinos
que parecen bizcochos de novia, del paisaje de papel. También
desaparecen, allá, algunos riesgos. Un viejo de estos contornos,
de trabajar con la pala, cayó herido en el corazón, y quedó muerto
entre la nieve. |
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Ilustró Eduardo Vernazza
(Uruguay) |
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