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Cuauhtémoc


por Germán Arciniegas

 

Y Motecuhzoma ordenó que nadie los combatiese; que nadie se opusiese como enemigo, que nadie se quisiese como enemigo... Y en esta época aquí en México estuvo todo como muerto: no salía nadie a la calle. Las madres ya no querían dejar salir de la casa (a sus niños); barrida estaba la calle; la calle se hallaba limpia como en las madrugadas; nadie pasaba frente de otro; se retiraban en sus casas dedicados únicamente a su pesar... La gente decía: Dejadlo! Que lo sea maldito! Qué más queréis hacer? Ya moriremos; ya pronto nos aniquilarán, ya pronto veremos la muerte.—Sahagún.

 

Después de una conquista casi blanca, se había instalado Hernán Cortés en Tenochtítlan, capital del imperio azteca. Con ese arte y marrulla de que fue maestro, después de entrevistarse ceremoniosamente con el emperador Motecuhzoma lo hizo su prisionero. Entonces recibió noticia de que Pánfilo de Narváez acababa de desembarcar en la costa para arrebatarle los triunfos a nombre del Gobernador de Cuba. Toda su conquista del grande imperio quedaba amenazada por los propios españoles. Voló a defender sus pretendidos derechos. La fabulosa ciudad de Tenochtítlan, apenas comparable a Venecia, más grande y más hermosa que la mejor de España, que surgía del lago como en una fábula de Amadís —al decir de Bernal Díaz—, la dejó en manos de su segundo, el capitán Pedro de Alvarado, con sólo ochenta o cien hombres. Y recogió los pasos para írselas a entender con Pánfilo.

 

En Tenochtítlan no quedó sino el miedo. El miedo era el caudillo de todos. Miedo tenía Motecuhzoma, que se miraba en Alvarado, como en un espejo. Miedo Alvarado, que se miraba en Motecuhzoma como en un espejo. Miedo los españoles. Miedo los mexicanos. No miedo de los hombres; miedo de los dioses. En los discursos, unos y otros, hablaban sólo de sus dioses. Los dioses mexicanos eran terribles. Para saciar su sed insaciable, no daban abasto los sacerdotes preparando víctimas que llevaban al altar de los sacrificios, las ponían de espaldas desnudas sobre la piedra húmeda de sangre, y con cuchillo de obsidiana les abrían el pecho, tomaban los corazones palpitantes, y los daban a Vichilobos. Los dioses de los hombres barbados eran terribles. Sus guerreros cabalgaban en venados gigantescos, tenían perros feroces, espadas de metal helado y bocas de fuego que lanzaban piedras mortales. Ni en tiempo de los griegos se vio entrar tan directamente a los dioses en peleas con los hombres.

 

El miedo de Alvarado era legítimo. Con su puñado de hombres, metido entre un palacio, en medio de una ciudad la más grande que él había visto en su vida, carcelero de un emperador de verdad, y abandonado a la suerte de Cortés, veía en cada indio que se le acercaba a un enemigo emboscado. Sus espías, y los indios de su servicio, le traían informes alarmantes. Cuando se tiraba en la noche a repasarlos, se le agigantaban. No era Alvarado pusilánime. De hechos temerarios estaba empedrada la calle de su vida. Pero todo le hacía sentirse ahora dentro de la ratonera. Ya no le traían los mexicanos comida tan abundante como antes. En las calles le seguían unos ojos negros, silenciosos, cargados de rencor.

 

Era el tiempo de la fiesta de Toxcatl. Habían pedido los mexicanos licencia de Cortés para celebrar, como ordenaban sus ritos, a uno de sus dioses más amados: Huitzilopochtli. Tocaba a Alvarado permitir estas ceremonias que levantarían en el ánimo escondido de los indios, Dios sabe qué recónditos pensamientos. Sólo una cosa se le ocurrió: la traición. Autorizó la fiesta imponiendo como condición que nadie llevase armas. Nadie había pensado en llevarlas. Se iba a representar la danza en ondulaciones de serpiente. Eso era todo. Las ceremonias debían ocurrir en el templo mayor, en la casa de los sacerdotes.

 

Un año hacía que ayunaban las mujeres en el patio del templo, y, acercándose el día sagrado, molían sin tregua ni reposo semillas de Chicalotl para hacer la pasta destinada a modelar la estatua del dios. Esta vez era una pasta en que al jugo natural de las semillas se mezclaban lágrimas. Las mujeres molían en silencio. Molían su propio corazón.

 

Se hizo una base de ramas, y sobre la base se modeló la estatua. El cuerpo, en un principio, era una representación más o menos grosera, pero luego fue adornándose con primor. De plumas se le hicieron los cabellos. En la cara le pintaron rayas transversales azules y amarillas. Le colgaron zarcillos en forma de serpientes trabajados con mosaicos de turquesas. Como nariguera, una flecha de oro martillado, engastada de piedras, con lámina de oro pendiente decorada con las mismas piedras verdes. Sobre la cabeza, la corona de plumas de colibrí. El manto, trabajado con el pelo de colores más vivos de los pájaros. El adorno del cuello, de plumas de papagayos amarillos.

 

"Y lo envolvían —contaban a Sahagún los indios—, en su manto de flores de ortiga, teñido de negro, en que estaban fijados en cinco sitios mechones de plumones de águila. Y más abajo adornado de cráneos y de huesos cruzados. Y arriba su precioso ceñidor, pintado con miembros despedazados, porque sobre él estaban pintados cráneos, orejas, corazones, intestinos, hígados, pulmones, manos, pies”.

 

Comenzó la fiesta al amanecer. La aurora, que fue encendiéndose en el alma de cada uno como una lámpara religiosa. Quitaron el velo con que habían cubierto al ídolo. Quemaron incienso. Unos dicen que había seiscientas personas en la fiesta. Otros que mil. Eran todos capitanes, sacerdotes, principales del imperio. Mientras se bailaba la danza en ondulaciones de serpiente, y el canto surgía como las olas del mar —todas estas son imágenes de los indios cuando hicieron su relato a Sahagún— llegaron los españoles, cerraron todas las salidas, rodearon a los danzantes, se metieron entre los músicos, comenzó la matanza. De un tajo, al que tocaba el tambor le bajaron las dos manos. Después, le cortaron la cabeza: "A lo lejos voló la cabeza”. He aquí el relato de los indios:

 

—A muchos atravesaron con su lanza y los mataron con su espada de hierro. A algunos atravesaron por detrás —en las espaldas o en el trasero. Inmediatamente salían sus intestinos. A algunos les desgarraron la cabeza... Si alguno se esforzaba en correr, entonces arrastraba sus entrañas... La sangre de los caudillos corría como agua; veíase el patio como una llanura resbaladiza, y salía mal olor de la sangre y las entrañas... Y los españoles iban a todas partes para buscar en las casas de los sacerdotes; picaban a todos lados al buscar si acaso alguien se escondía... Y cuando esto se dio a conocer, se levantó un clamor general: ¡Oh caudillos, oh mexicanos! ¡todos deben concurrir! Que se pongan las insignias del rango, el escudo, la flecha; los caudillos fueron matados, están muertos, han sido extinguidos, oh caudillos mexicanos!... En seguida se luchó, les tiraban con flechas dentadas en la punta, con jabalinas, y las jabalinas de pájaros con tres dientes y las flechas con hoja ancha de obsidiana. Como una gran masa amarilla, las flechas de caña cubrían a los españoles.

 

Cuando los mexicanos hacían a sus dioses el sacrificio de sus enemigos, tomados en guerra franca, el ritual era solemne: se les cortaba el pecho para sacarles el corazón, con la elegancia que en estos trabajos ponen los graves sacerdotes. Ahora, el sacrificio español, ordenado a traición por Alvarado, produjo en los mexicanos la ira de verse maltratados por unos dioses bárbaros. El miedo no sabe medir, y el de Alvarado le llevó a hacer ése que fue el error fatal de la Conquista. Tuvo hasta miedo del miedoso Motecuhzoma y le puso cadenas de hierro! ¡Al tembloroso Motecuhzoma prisionero!

 

Motecuhzoma sintió que se le derrumbaba el sistema secular de sus dioses. Mientras afuera recobraban su ser los mexicanos, el emperador, como un idiota, se hundía en las tinieblas de su propio asombro.

 

Ordenaron los españoles al emperador que saliese a la azotea para exigir de los mexicanos que depusieran las armas. Motecuhzoma era incapaz de hablar. Bastaba verle la mirada ausente, la majestad desprendida de este mundo. Sacaron a la azotea a Itzquauhtli. Habló de esta manera:

 

—Mexicanos, tenochcas, tlatelolcas: os ruega vuestro señor, el rey Motecuhzoma, que lo oigan: no igualamos en fuerza a los españoles. Que se abstengan de la guerra. Que se coloquen en tierra el venablo y el escudo. Que prescindáis de la lucha. Lo han puesto al rey en hierro, y le han puesto a sus pies cadenas de hierro.

 

No pasó por la mente de los mexicanos sombra de piedad para el rey acobardado. Todo fue furor contra el español. Se levantó un vocerío de protestas. "Mas espuma echaban, y decían: —¿Qué dice ese vil de Motecuhzoma? ¡No somos ya sus vasallos!" Y los españoles—le contaban los indios a Sahagún— protegieron entonces con sus escudos al pobre Motecuhzoma y a Itzquauhtli.

 

Los emperadores de México nacían de las hazañas en la guerra. Eran bravos emperadores. Se sostenían en el trono por esa mirada que asombra todavía en las cabezas de piedra del Caballero Águila. Este Motecuhzoma les resultaba ahora vil, pobre. Sus criados, que salían en busca de noticias, a llevar mensajes, tenían que ocultarse, so pena de que los acuchillasen, los arrastrasen por traidores. Durante veintitrés días estuvieron los españoles atrincherados en sus casas. De los pobres criados de Motecuhzoma decían los indios que los encontraban, "por el temor, tan blandos como esponjas".

 

¿Quién acaudillaba la rebeldía del pueblo mexicano? Un mozo que apenas pasaba de veinte años, con cuerpo de guerrero fino, la piel de canela clara, duro en el combate, ardiente en el discurso. Hacía temblar a los tímidos, exaltaba a los valientes. Era yerno de Motecuhzoma, pero se alzó soberbio contra el suegro envilecido. En la ciudad resuelta a desafiar al español surgió, nuevo caudillo, con la firmeza de un héroe irreductible.

 

Cuando regresó Cortés de su victoria sobre Pánfilo de Narváez, traía muchos más caballos y pólvora, más soldados que antes. Le seguían, además, millares de indios que veían en él al hijo del sol que les libertaría de los mexicanos. Pero no vino a Tenochtítlan como la primera vez, para ser recibido como un hombre mitad rey, mitad dios. Quien llegaba era el patrón de Alvarado. Entró a la ciudad el día en que los guerreros mexicanos descansaban. Un silencio duro daba a las calles, a la laguna, aire de muerte. La gente se agazapaba para lanzarle miradas, ya no de reproche, sino de odio. Alvarado había provocado a los mexicanos como nunca lo hubiera hecho Cortés. Pero Cortés, a la postre, se solidarizó con él.

 

—Hanme dicho que os demandaron licencia para hacer el areito y bailes —inquirió Cortés de Alvarado. Luego, siguió este diálogo:

 

—Así es verdad; pero fue por tomalles descuidados, e porque temiesen y no viniesen a darnos guerra.

—Pues habéis hecho muy mal, y ha sido gran desatino.

La censura de Cortés era sólo una fugaz lección de política. En el fondo, él mismo se encaminaba a humillar a los mexicanos, y nunca perdió el buen concepto en que tuvo a Alvarado.

 

Cuando Motecuhzoma quiso hablar con Cortés, Cortés sólo tuve esta respuesta: "vaya para perro; ni de comer nos manda dar". Los indios siguieron haciendo su relato a Sahagún: "Cuando Cortés había entrado al palacio grande, descargaron sus cañones. Después llegaron los mexicanos con intención de luchar. Empezó el grito de guerra, nació la contienda, se luchaba, se batallaba, y las flechas y las piedras caían como granizos sobre los españoles".

 

Hubo cuatro días de combates en que morían los indios a millares, y perdían terreno los españoles y sus aliados. Decidió Cortés obligar a Motecuhzoma a hablarle a su pueblo. Lo sacó a la azotea. ¿Estaba vivo? Los indios no lo creen. "Hacía cinco horas que estaba muerto”. Cuentan los indios que lo habían asesinado, y que lo sostenían por la espalda con unas lanzas. Por él habló Itzquauhtli. De entre la muchedumbre surgió la voz de Cuauhtémoc: "¿Qué es lo que dice ese bellaco de Motecuhzoma, mujer de los españoles, pues con ánimo mujeril se entregó a ellos de puro miedo? Ya no es nuestro rey. ¡Como a tan vil hombre, le hemos de dar castigo y pago!”. Y terminó el discurso calzando la flecha y disparándola contra el rey traidor. Había que herir la divinidad del emperador, deshacer su encanto. La audacia de Cuauhtémoc se extendió por contagio. Una lluvia de flechas, una granizada de piedras cayó sobre el emperador y sobre su vocero. Los castellanos dijeron que fue entonces cuando, de una pedrada, murió el emperador. Echaron los muertos al canal. Los recogieron los indios en un lugar llamado Teoayoc, los llevaron a una hoguera y entre llamas les hicieron funeral. "Y el cuerpo de Motecuhzoma olía a carne quemada, al quemarlo olía mal... Y mientras que el cuerpo ardía algunos lo censuraban y reían: Este vil a todo el mundo hizo temer... Y muchos más solamente murmuraban entre dientes. Sólo murmuraban. Sacudían las cabezas.

 

Al pobre Motecuhzoma le habían vencido los dioses. Había, para él, una tradición confusa, la única que podía servir para explicar la presencia de los extranjeros que cabalgaban en los venados gigantescos. Para afrontar una lucha contra los dioses que llegaban de oriente, desató una ofensiva mágica. Fracasó. Trabajaron sus astrólogos y sacerdotes sin tregua por muchas semanas tratando de detener a Cortés con fórmulas y regalos cabalísticos, con hombres que se les parecieran, acudiendo a sutiles artificios que sólo entienden los que saben de estas ciencias. Todo fue inútil. Cortés llegó, reinó, mató, y Motecuhzoma salió derrotado de esta vida víctima del más perturbador conflicto con sus dioses. Cuauhtémoc levantó de esta derrota moral al pueblo, un poco como guerrero juvenil, un poco recogiendo en sus labios ese aire de poesía que le venía de su bisabuelo, el más grande de los poetas de la antigua nación azteca: Netzahualcóyotl.

 

En esta ocasión perdieron la guerra los españoles. Cortés y todos sus capitanes, unas veces a la luz del día, otras escondidos en la noche, no hacían sino tratar de ganar la salida por cualquiera de las tres calzadas que de Tenochtítlan llevaban a la orilla del lago. Tenían hambre, estaban cansados de pelear, les habían matado a mucha gente, y por si todo esto fuera poco, no sabían cómo salvar, en la huida, el oro que habían tomado de los palacios del emperador. Ganarse la calzada era en cada intento vencer en una gran batalla. La artillería—y cada vez tenían menos pólvora— hacía surcos de muerte en las calles apretadas de indios, en el lago lleno de canoas. Pero eran como los surcos que deja en el mar la nave. Frescas olas de combatientes llenaban la huella fugaz abierta por las balas. Cuando al fin pudo escapar Cortés con lo que se salvó en hombres, caballos y oro, fue para sentarse bajo un árbol a pasar esa noche triste de que se hablará siempre en las historias. Si la derrota marcial fue grande, la moral resultaba insondable.

 

A veces los infortunios hermanan a los hombres. La poesía de Netzahualcóyotl también nació cuando este príncipe desposeído vagó errante por las selvas, y para no llorar, cantó. Sólo que la romanza de Cortés, en este caso, ha corrido por cuenta de los intérpretes de su vida. Él la dejó sin palabras. Y mientras Cortés se sumía en las tinieblas de su infelicidad, el biznieto de Netzahualcóyotl desataba en Tenochtítlan el himno de las victorias.

 

No era aún la hora de reinar el joven Cuauhtémoc. Fugados los españoles, consagraron emperador los mexicanos al hermano de Motecuhzoma, a Cuitláhuac, valiente y activo como Cuauhtémoc. Apenas si se dio tiempo a las ceremonias de la inauguración. Lo esencial era fortificar a Tenochtítlan para la guerra. Los españoles habrían de volver, pero esta vez les recibirían luchando. El nuevo emperador, sin embargo, murió de las viruelas que trajo al imperio un negro, de los que llegaron con las tropas de Pánfilo de Narváez. Apenas reinó ochenta días. El tiempo necesario para que madurara el prestigio de Cuauhtémoc, y se le aclamara emperador. Para cerrar la historia del imperio azteca no pudieron los dioses hacer una selección más feliz.

 

La hora era de ira, de fe desesperada, de vida o muerte. A la ciudad maravillosa que nadie osó antes ofender, los extranjeros habían llegado para derrocar a los dioses, asesinar a los sacerdotes y caudillos, encadenar al emperador, embrujarlo, idiotizarlo. Derrotados, echados de la ciudad, su vaho, venido de lejos, había traído las viruelas. Jamás una enfermedad tan sucia y mortífera había echado su capa asquerosa sobre los mexicanos.

 

Y ahora, era una llegada continua de mensajeros que a diario traían noticias alarmantes de los avances de Cortés. No sólo había vencido a Pánfilo de Narváez, sino que traía su ejército multiplicado: más hombres, más caballos, más pólvora, más perros, más indios, más codicia. Cada día daba una nueva batalla y se iba adueñando de todo el territorio en torno a Tenochtítlan. La última jornada fue contra Xochimilco. En la Venecia de los jardines, entre islas de flores, en una batalla que podía ser el proyecto de la que se daría contra Tenochtítlan se peleó tres días y tres noches. Sobre las cenizas de la victoria, los españoles y sus aliados pasaron otros tres días descansando. La elegía de las glorias de Xochimilco quedó en cuatro líneas de Díaz del Castillo: "Toda quemada y asolada, y cierto era mucho para ver, porque tenía muchas casas y torres de sus ídolos, de cal y canto”. A Cuauhtémoc le llegaron las noticias con un regalo de cuatro prisioneros españoles. "Mandó cortar pies y brazos y las cabezas —dice el cronista español— a los tristes nuestros compañeros y las enviaron a muchos pueblos de nuestros amigos de los que nos habían venido de paz. Les envía a decir que antes que volvamos a Tetzcuco, piensa no quedará ninguno de nosotros a vida; y con los corazones y sangre ofreció a sus ídolos”.

 

Ahora Cortés en una forma sistemática iba haciendo un vasto círculo de muerte en torno a los mexicanos, destruyendo reinos y ciudades, o incorporando a sus tropas las de las naciones enemigas de México, y luego fue estrechando el sitio hasta llegar a las orillas del lago. Un ejército de carpinteros, de improvisados ingenieros navales, afanosamente construía barcas, bergantines, para atacar a la ciudad por agua y por tierra. Se cerraron los caminos para que no le llegara a los sitiados comida. Se destruyó el acueducto de Chapultepec. Lo que no hicieran la pólvora y la espada, que lo trabajaran el hambre y la sed. La sombra de los ejércitos enemigos se perdía en las llanuras, llegaban hasta el borde de los montes, y se hacía densa y nutrida en los bordes del lago.

 

Cuauhtémoc no pretendió llevar a su pueblo al sacrificio sin consultar antes la opinión, no de los dioses, sino de los caudillos, de los capitanes, de los sacerdotes. Se humanizaba la guerra. Reunió su consejo. Ahí pudo ofrecer una pintura exacta de la situación. Ya todos conocían quién era el hombre español, cómo actuaban esos dioses que Cortés les incitaba a venerar, cómo se confederaban contra México las naciones enemigas. A sangre fría se deliberó. Y se votó por la guerra. Gomara dice que Cuauhtémoc tuvo antes algunas conversaciones con el diablo. Dijo Cuauhtémoc: "Pues que ansí quereis que sea —es la versión que da Díaz del Castillo— guardar mucho el maíz y bastimento que tenemos, y muramos todos peleando; y desde aquí adelante, ninguno sea osado a demandarme paces, si no, yo le mandaré matar". Votar por la guerra era votar por la muerte. Cuauhtémoc dio un consejo a los mexicanos que lo dice todo: que se dejasen crecer las uñas de los dedos de las manos, para que al faltar las armas desgarrasen con ellas las carnes de los enemigos.

 

Para botar los bergantines había que construir un canal, y para hacerlo en cincuenta días, como se hizo, dice Gomara que ayudaron a los españoles 40,000 hombres del reino de Tetzcuco. No serían tantos, pero el indio Ixtlilxuchitl, en su "relación de la venida de los españoles y principio de la ley evangélica", dice: "Cuando llegaron a la ciudad de Tetzcuco (los de Cortés) hallaron casi toda la zanja acabada de hacer, que tenía de largo más de media legua, y de ancho doce a trece pies, y dos estados o más de profundidad, por las orillas estacado, y su albarrada por ambos lados. Tardaron en hacerla cincuenta días, de más de cuarenta mil hombres de los reinos de Tetzcuco que tenía puestos allí Ixtlilxuchitl, para sólo este efecto. Trabajaron ocho o diez mil cada día".

 

Cuenta también el Ixtlilxuchitl de cuando hizo alarde de sus fuerzas Cortés: "Eran en todo el ejercito 200,000 hombres de guerra, y 50,000 labradores para aderezar puentes y otras cosas necesarias. Cincuenta mil hombres de Chalco, Itzocan, Cuauhnahuac, Tepeyacac, y otras partes sujetas al reino de Tetzcuco, que caen hacia la parte del mediodía, y otros cincuenta mil hombres de la ciudad y su provincia, sin ocho mil capitanes que eran vecinos y naturales de la ciudad de Tetzcuco; otros cincuenta de las provincias de Otumpa, Tolanzinco, Xilotepec y otras partes que así mismo pertenecen a la ciudad y son aculhuas... etc., etc.”.

 

En Tenochtítlan tampoco dormía Cuauhtémoc. El mismo indio dice que sus hombres llegaban a trescientos mil. Ahí estarían contados los viejos y los niños, pero les encendía lo mismo la ira contra la barbarie de los españoles, que el despecho por la traición de las naciones indígenas. A las embajadas de Ixtlilxuchitl, que aconsejaba a Cuauhtémoc el sometimiento, respondía éste que más querían morir y defender su patria, que ser esclavos de los hijos del sol, gente cruel y codiciosa.

 

El sitio comenzó "cristianamente”. Cortés era ante todo un "cristiano”. Clavijero relata: "El día 28 de abril, después de celebrada la misa del Espíritu Santo en que recibieron todos los españoles la sagrada Eucaristía, y de haber bendecido el sacerdote los bergantines, se echaron con felicidad al agua, y desplegando inmediatamente las velas comenzaron a surcar el agua con el disparo de la artillería y de las escopetas, a que se siguió el Te Deum entonado por el ejército español al son de los instrumentos militares”. Todos los cronistas hacen este mismo relato. Cortés, cada mañana, oía con unción la santa misa, y salía a matar.

 

Cuauhtémoc miraba a sus pirámides y veía la piedra de los sacrificios como una flor seca, pidiendo sangre nueva para que su corola quedase más roja que los pétalos de la amapola. Ya vendrá para ti el riego que hace fértil la victoria, que le da vida a la piedra y la convierte en el corazón del mundo mexicano!

Le contaban a Sahagún los indios:

—Vinieron dos barcos de Iyauhtenco, exclusivamente españoles. Llegaron al alba. Saltaron a la tierra seca los soldados. Comenzaron a luchar, a tirar balas de fusiles y saetas... Los guerreros mexicanos se agazaparon detrás de las murallas.

 

Y el espía, cuyo cargo y tarea es mirar, dónde, a qué hora se debía salir, cuando fue la hora adecuada gritó: Gente de México, ¡adelante! Quince españoles fueron tomados presos... Los llevaron a un sitio en medio del agua, y después, al lugar donde ellos habían de morir, llamado Tlacochcalco (casa de dardos). Los desnudaron. Les quitaron toda su armadura de guerra y su armadura de algodón y todo lo que tenían sobre su cuerpo; todo les quitaron. Entonces, ya hechos esclavos, sufrieron la pena del sacrificio. Y sus amigos veían desde el agua, cómo los sacrificaban.

 

Esta guerra, si humanizada por Cuauhtémoc, parece de dos estampas religiosas contrapuestas. Ya está dicho: Era la última—¿será la última?—guerra de los dioses.

Así hablan los mexicanos:

—Los de Tlaxcala se hacían fuertes, sacudían las cabezas, se golpeaban sobre sus pechos y ¡cantaban! Los mexicanos cantaban también; en ambos lados se cantaba. Empezaban una canción cualquiera que recordaban y con esto se ponían fuertes.

Gente de México, ¡adelante!

Nadie que lo oyó olvidará el estruendo. Se tocaban las cornetas grandes de concha, resonaban los tambores. Los espías se tiraban al suelo, se escondían, se agazapaban. Hasta que se oía la orden de levantarse, de sacudirse airados.

Oh, gente de México, ¡adelante!

Hubo una victoria. Y muchas pequeñas victorias. Se tomaron presos a muchos Tlaxcaltecas, acolhuas, chalcas, Xochimilcas... Empujaron a los españoles y a todos los indígenas sus amigos al agua. El camino se puso resbaladizo: agua, sangre. Allá fue capturada la bandera y traída... Llevaron afuera los presos: el uno estaba llorando, el otro cantaba, el otro chillaba, lanzaba el alarido de guerra... Se los colocó en filas ordenadas. Uno tras otro subieron a la pirámide de tierra... Dieron principio con los españoles. Siguieron con los nativos de las aldeas. Después de haber terminado el sacrificio, pusieron las cabezas de los españoles sobre maderas. Pusieron también las cabezas de los caballos sobre maderas... Las pusieron abajo de las de los españoles. Las cabezas de los españoles que se encontraban arriba estaban clavadas con la cara mirando al sol: al Oriente.

Oh, gente de México: ¡adelante!

Sucedió que una vez cuatro montados a caballo entraron al mercado, y quemaron el templo. La llama, el fuego, ardía y relumbraba. Cuando los mexicanos veían que el templo se quemaba, lloraban y unos a otros se saludaban llorando. Por mucho tiempo se peleó en la gran plaza. Los guerreros mexicanos tomaron posición en las azoteas. Tiraban de allá piedras y dardos. Nuestros enemigos cegaban los canales, y en cuanto se habían ido sacábanse nuevamente las piedras con que habían tapado los canales. Los dardos con puntas dentadas estaban como lloviendo, las flechas desembocaban en corrientes como una serpiente. Cuando arrojaban sus dardos con el atlatl, semejaban un manto amarillo que se cernía sobre los enemigos.

Oh, gente de México, ¡adelante!

Así contaban las cosas los indios a fray Bernardino de Sahagún.

Setenta y cinco días duró el sitio de México. Convencido Cortés de que Cuauhtémoc no se rendiría optó por ir tomando la ciudad barrio a barrio, incendiando manzana por manzana. Cortés era hombre de sistema, de plan. Se obraba de acuerdo con el plan. Cuando llegaron los españoles a poner el sitio la laguna era de azogue, de plata gris, de azul al mediodía. Al final era de púrpura, de sangre casi negra, y entre el charco de sangre, flotando las cabezas negras de los muertos. Los sitiados sólo tenían para alimentarse lagartijas, golondrinas, yerba verde de mazorca, yerba ensalitrada, lirios, estuco, cuero de ciervo que asaban, freían, tostaban, quemaban. El agua que bebían estaba llena de salitre. Y, sin embargo, en la pelea, "ninguno parecía débil, ninguno se portaba como mujer".

 

Armaron los españoles una catapulta. ¡Qué extraña invención era la de una máquina semejante cuyas vigas se movían lentamente para tomar puntería, y luego por un sistema de cuerdas soltaban con la honda las piedras enormes... que no caían donde pensaban los tiradores! Los mexicanos veían con malicioso regocijo a los nuevos artilleros disputar sobre los errores de la catapulta.

 

Un hombre llamado Chalchiuhtepeua se escondió espiando la venida de un jinete. Le atravesó el caballo. El jinete cayó al suelo por las ancas. Una vez los mexicanos vieron que sus adversarios estaban cegando un canal. Prepararon una barca. "Entonces se levantaron dos caballeros-águilas y dos caballeros-tigres. El primer águila era Topantemoctzin el primer jaguar Temilotzin. La lancha volaba. Llegó Teteuhtitlan para detenerlos. Y cuando se había ido, otra vez echaron detrás dos hombres: un caballero-águila y un caballero-tigre. Y después de haberse ido ellos, se tocaron los clarines... Y cuando nuestros enemigos los vieron, quisieron huir, pero muchos cayeron en el agua, se ahogaron. Cuando nuestros enemigos habían muerto, al día siguiente, todo quedó tranquilo".

 

Cortés era muy cristiano. Esto hay que decirlo siempre, porque a cada paso lo dice él, lo dicen sus cronistas. Pero a veces parece comandar un ejército de caníbales. Desde luego, su fuerza estaba en buena parte en la masa de aborígenes que le acompañaba, y eran antropófagos. Gomara, el historiador oficial del conquistador, dice: "Era cosa notable lo que nuestros indios hacían y decían aquel día a los de la ciudad: unas veces los desafiaban, otras los convidaban a cena, mostrándoles piernas y brazos y otros pedazos de hombres y decían: Esta carne es de la vuestra, y esta noche la cenaremos y mañana la almorzaremos, y después vendremos por más: por eso no huyáis, que sois valientes, y más os vale morir peleando que de hambre...”

 

¿Quién mantuvo firmes a los mexicanos en su decisión de morir antes que entregarse ? Cuauhtémoc. No era que no diese señales de paz: las daba siempre de guerra. Luchaba con todos los recursos de su palabra, de su voluntad, de su valor. Cuando era posible usar de la magia, de la magia usaba. Llegaron a creer los indios que un cacique adornado con el tecolote de plumas de quetzal, que tomó un aspecto aterrador, y a quien armaron con el arma de Auitzotzin, causaría pavor en los españoles. Había tomado un aspecto espantoso, y cuentan los indios que cuando sus enemigos lo vieron impresionaba como el derrumbe de una montaña.

 

Si la magia no obraba, se trabajaba como hombres, a fuerza de voluntad. Gomara dice hablando de cómo en la noche los mexicanos ganaban lo que en el día habían perdido: "Más por bien que madrugó Cortés, fue tarde, que no se durmieron en la ciudad: sino luego que tuvieron fuera al enemigo tomaron palos y picos y abrieron lo cegado, y con lo que sacaban hacían albarradas; y así se fortificaron como estaban primero. Muchos desmayaban y hartos perecían en la obra, del sueño y hambre que sobre cansados pasaban. Mas no podían otra cosa hacer, porque Cuauhtémoc andaba presente".

El cerco, sin embargo, se apretaba, se apretaba. Ya de las ocho partes de la ciudad, siete estaban tomadas. Desde lo alto de las pirámides no se veían sino las ruinas, el humo de las quemas, las calles repletas de cadáveres. Las embajadas que enviaba Cortés de paz eran recibidas a piedra y lanza. A coro decían: Queremos morir: ¡no queremos paz! A Cuauhtémoc se le escapó una frase: Ah, capitán Cortés: pues eres hijo del Sol, ¿por qué no recabas con él que nos acabe de lástima?

De componedor amistoso trataba de servir el más traidor de la tierra, Ixtlilxuchitl, que por servir a Cortés había puesto todos los recursos de su ingenio a fin de que más mexicanos murieran, se sometieran los caudillos, las gentes humildes ca­yeron en las redes de la muerte. Alguna vez delató a los pes­cadores que en la noche iban a buscar algún alimento para los sitiados, y acabó con ellos. Disculpó mil crueldades de los con­quistadores por bienquistarse con ellos. En todo caso, Ixtlil- xuchitl propuso, con sus mensajeros, una entrevista de Cortés y Cuauhtémoc. Creía el indio servil que sus parientes conven­cerían a Cuauhtémoc. Una y otra vez el caudillo les rechazó, o al menos ellos lo decían, porque es dudoso que se atreviesen a hacerle propuesta alguna. La última razón que trajeron, si no reproducía las palabras del emperador, interpretaba su voluntad: Sería infamia muy grande ir un monarca como él delante de sus enemigos por otra vía que no fuese peleando, y para que le quitasen la vida. Pensó Cortés que invitándole a que se entre­vistasen en la plaza acudiría el emperador. No había alcanzado a darse cuenta aún de su carácter. Todo en torno no era para los sitiados sino hambre, heridas, muertes, calles que se enco­gían, la laguna que se hacía chiquitita, la sed que ardía en la garganta. Envió Cortés a decir: Si no venís a la plaza, a sangre y fuego lo destruiré todo, y no perdonaré a nadie la vida.

As! sea. Cuauhtémoc no llegó a la plaza.

Estaban ya acorralados en la punta de una calle. Los ber­gantines acometían por el agua, los caballos y la muchedumbre de indios enemigos por tierra. En la ceja de calle donde estaba Cuauhtémoc no había campo para pelear. Llamó a los reme­ros. Quería pelear en el agua. Hizo que las mujeres, que su familia se embarcase, y salió a protegerlos con su escudo de temeridad. Lo descubrieron los de García de Olguín que iban en una buena embarcación con ballestas y escopetas. Cuauh­témoc le gritó a los remeros: ¡Acercadme a ellos! Quería pelear, que le matasen. No lo consintieron los españoles: le hicieron prisionero. García de Olguín llegó con el rey prisionero a donde estaba Cortés. Cuauhtémoc echó mano al puñal que llevaba Cortés, a la cruz del puñal, y le dijo:

—Ah, capitán: yo ya he hecho todo mi poder para defender mi reino, y librarlo de vuestras manos; y pues no ha sido mi fortuna favorable, quitadme la vida, que será muy justo. Y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos.

Mucha pena sintió el traidor de la patria, Ixtlilxuchitl de no haber podido ser él quien pusiera la mano sobre Cuauhté­moc. No lo hizo porque su canoa no era tan ligera como el bergantín de García de Olguín. Se contentó con hacer prisio­neros a un hijo de Motecuhzoma y al heredero del reino de Tlacopan.

 

Se lanzaron los soldados al saqueo. Los españoles robaban. En cuadernos de cuentas apuntaban con toda fidelidad los indios que iban haciendo suyos. Robaban oro, piedras preciosas, turquesas. La búsqueda era sabrosa porque las mujeres llevaban el oro escondido en el vientre, en las enaguas. Los hombres lo llevaban en el taparrabos y en la boca. Eran valientes en estas operaciones los soldados, pues las hacían cuando el hedor de los muertos les causaba náuseas. Apestaba.

 

Cogieron a las mujeres bonitas, a las de color claro, y como eran pundonorosas, les envolvían las caderas en sarapes viejos y les ponían un trapo sobre el busto, como camisa. Seleccionaban para esclavos a los hombres fuertes, a los jóvenes robustos. "A algunos se los marcaba inmediatamente con el sello de marcar en la región de la boca”.

 

Llevaron a Cuauhtémoc a Acachinango. Las entrevistas siguientes entre el emperador y Cortés no tienen sino un objeto: averiguar por el oro. Todo el que se había recogido parecía poco. No se hallaba el que en la primera entrada de Cortés a Tenochtítlan habían descubierto hurgando en los palacios y hallando la cámara del tesoro. Era el oro que no lograron sacar en la huida de la Noche Triste, que por eso fue doblemente triste.

 

Cortés recibió a los reyes prisioneros en una azotea, donde se había hecho una especie de tolda con un paño multicolor. En una silla de brazos, el conquistador se veía como un rey. Cuauhtémoc se mantuvo en pie. Tenía atado el traje brillante de fibra de maguey, con plumas de colibrí, pero salpicado de lodo. No llevaba joyas. Toda la realeza estaba en su frente levantada, en la dignidad de su silencio.

 

—¿Qué habéis hecho con el oro que estaba guardado en México ?

 

Fue sacado, contaban los indios, todo el oro de una lancha: las banderas de lámina de oro, los tocados cónicos de lámina de oro, los anillos dorados para los brazos, las cintas de piel de las pantorrillas con cascabeles de oro, los yelmos de oro, los pectorales de oro.

 

—¿Es todo esto el oro que se guardaba en México? ¡Que vuestros señores lo busquen!

 

Ahí estaba todo. El resto, se había ido al fondo de las lagunas. Esto no podía convencer a quienes tenían la codicia encendida. Mandó Cortés quemar vivo a un caballero criado de Cuauhtémoc, comenzando el tormento por ponerle los pies en la hoguera. Todo lo que podía decir el criado era que el oro se había arrojado al sumidero de la laguna. El rey Cohuanacoxtzin suplicó a Cortés que le quitase los grillos que le ajustaron desde el día en que lo prendió su hermano, el tal Ixtlilxuchitl, por las llagas que llevaba en las piernas. La respuesta de Cortés fue helada. Hasta que no viniera de España recado del emperador, no podría soltarlo, porque con la flota que llevó el quinto de Su Majestad le envió de todo aviso, y había que esperar lo que dijese el rey.

 

Pero faltaba el tormento de Cuauhtémoc. Cortés, que nada de esto dijo en sus cartas al emperador, pero que tendría luego que responder en el juicio que se le siguió, se disculpaba diciendo que lo hizo porque así se lo exigían los funcionarios del rey, que eran los mismos que Cortés había nombrado. Ah! estaba el tesorero Aldrete, y ahí estaban todos los que se habían emborrachado celebrando el triunfo —hasta caminar por encima de las mesas—, reclamando más y más oro. Se encendió la hoguera. A Cuauhtémoc y a otro caballero y su privado, untaban aceite en las manos y se las ponían al fuego, untaban aceite en los pies y se los ponían al fuego, y así, una vez, y otra vez, y otra vez. El caballero, "cuando lo quemaban, miraba mucho al rey, para que, habiendo compasión dél, le diese licencia, como dicen, de manifestar lo que sabía, o lo dijese él. Cuauhtémoc lo miró con ira y lo trató vilísimamente, como muelle y de poco, diciendo: —¿Estoy yo en algún deleite o baño?”.

 

El tormento a Cuauhtémoc despertó la indignación de los señores mexicanos. Ya se lo había advertido al conquistador Ixtlilxuchitl. Pero Cortés "con tiempo lo remedió, y fueron presos los más culpados, y fueron muchos de ellos sentenciados a muerte, unos ahorcados y a otros les echaron los perros, que los despedazaron, entre ellos fue Cohuanacoxtzin de lo cual se enojó mucho Ixtlilxuchitl contra Cortés, y a pesar de los españoles, le mandó quitar de los perros que ya le querían despedazar”.

 

Tres años y medio, ¡desde la caída del imperio! Ahora Cortés volvía a habérselas con los españoles rebeldes. Cristóbal de Olid, que contaba entre los más fieles de sus capitanes, en Honduras había alzado bandera, seguía la escuela del propio Cortés. Era Olid contra Cortés, lo que Cortés fue contra Velásquez el gobernador de Cuba. Si Honduras estaba tan lejos de México, ¿por qué Olid habría de seguir siendo como un esclavo de Cortés? Y Cortés, dueño ya del gobierno de México, capitán general y gobernador confirmado por la majestad de Carlos V, decidió ir en persona, con mucho aparato, para vencer a Olid. Esto implicaba llevarse en la comitiva a Cuauhtémoc. Si lo dejaba en México, ¿no se levantaría otra vez el reino de los mexicanos? Llevárselo era como cargar con la sombra que en las noches visitaba su conciencia. Dejarlo, morder la base de su imperio.

 

Ir a Honduras, a las Hibueras, era meterse por los infiernos verdes, por las selvas que se hacen más verdes donde el sol es más bravo, y donde los hondos ríos se derraman borrando las orillas. Sólo los indios pueden vencer estas soledades. Otra vez, Cortés dependía de ellos. Ellos le armaban un puente de bejucos sobre un río caudaloso, y todo el ejército pasaba por el puente. Las vigas del fondo eran tan gruesas como un hombre. En cuatro días arman el puente, decía Cortés, y si el hombre no lo destruye, durará diez años. Pero eran puentes tirados sobre la soledad. Caminaban por laberintos de hambre. Otra vez el miedo sacaba la cara. Otra vez, en las noches desoladas, venían a halagar el oído de los españoles indios demasiado serviciales que inventaban historias de fermentos internos en el ejército. Una palabra golpeaba de continuo, martillaba en el subconsciente de Cortés: Cuauhtémoc. Y Cortés ahorcó a Cuauhtémoc.

 

El relato que Cortés hizo al emperador, el alegato del miedo, descansa todo en los informes que dice el conquistador haber recibido de un "ciudadano honrado” de Tenochtítlan, que ya se llamaba Cristóbal. Este indio Cristóbal llegaría una noche a la tienda de Cortés y le diría que Cuauhtémoc y los demás caudillos que Cortés llevaba presos conversaban entre ellos de cómo estaban desposeídos de sus tierras y señorío y de cómo los mandaban los españoles. Dice Cortés que el indio Cristóbal entendía que los pobres prisioneros pensaban darle muerte, alzarse con sus indios y volver a la figura antigua de su imperio. "Informado de su traición, di muchas gracias a Nuestro Señor por habérmela así revelado, y luego en amaneciendo prendí a todos aquellos señores, y los puse apartados el uno del otro, y les fui a preguntar cómo pasaba el negocio, y a los unos decía que los otros me lo habían dicho, porque no sabían unos de otros: así que hubieron de confesar todos que era verdad que Cuauhtémoc y Tetepanquetzal habían movido aquella cosa, y que los otros era verdad que lo habían oído, pero que nunca consentido en ello; y de esta manera fueron ahorcados estos dos y a los otros solté porque no parescía que tenían más culpa que habelles oído, aunque aquélla bastaba para merecer la muerte”.

 

Cortés decía la verdad, aunque no toda la verdad, como es de rigor en estos casos. Al salir Cortés, la ciudad de Tenochtítlan se mostró inquieta. Los naturales se alzaron y llegaron a matar a algunos españoles. Estaban tristes y quejosos al ver "que sus reyes y señores los llevaba Cortés para tan lejas tierras, y casi presos: imaginando ellos que los llevaba para matarlos a traición, como les sucedió sobre esto. Los españoles estaban muy mal con los religiosos, porque volvían por los indios de tal manera que no faltó sino echarlos de México; y una vez hubo, que un cierto religioso estando predicando y reprendiendo sus maldades, se amotinaron de tal suerte contra este sacerdote, que no faltó sino echarlo del pulpito abajo.

 

Todo esto ocurrió en el mes de febrero. Salió así el alma de Cuauhtémoc por la puerta más angosta de las doce que tiene el año. Era el soldado más bello, el San Sebastián del pueblo mexicano. Era la frente que no se inclina, la patria que se levanta, el reto que defiende como un tigre los jardines flotantes de Xochimilco, la pluma del quetzal, los poemas de Netzahualcóyotl, el aire de la región más transparente del mundo. Frente a Hernán Cortés, el del color de ceniza y de la barba clara, parecía, sencillamente, un dios.

Las últimas palabras, cuando le habían echado la cuerda al cuello y lo iban a guindar de la ceiba, las últimas palabras de Cuauhtémoc, fueron éstas que le dirigió a Cortés:

"Oh, capitán Malinche: Dios había que yo tenía entendido e había conocido tus falsas palabras, que esta muerte me habías de dar, pues yo no me la di cuando te me entregaron en mi ciudad de México. ¿Por qué me matas sin justicia? ¡Dios te lo demande!”

 

No quedó vivo sino el miedo. Cortés se alejó de la ceiba en donde quedó bamboleándose en negro la dorada cosecha de sus hazañas. Manos piadosas de los indios rescataron a su señor para que no se lo tragasen los cuervos. Cortés, luego, andaba muy pensativo y descontento, dice Díaz del Castillo: no podía reposar en la noche. Se levantaba, y echaba a andar en la oscuridad en una sala grande donde había muchos ídolos. Tropezaba entre las estatuas. Doce cayeron al suelo. Se rompió la cabeza. Hasta los dioses de México tenían sentido de la justicia.

 

Germán Arciniegas
Cuadernos Americanos Año XVII Nº100 - julio/ agosto/setiembre/octubre de 1958

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