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Un imposible espinoso horizonte marino Cuento de Laura Antillano De "Me haré de aire" |
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Siempre fui una niña tranquila y taciturna, ello trajo como consecuencia que lo que vivía como estado de ensoñación se convirtiera, para las maestras y para otros adultos también, en una especie de patente de corso para ayudarles a «meter en cintura» a otros niños más díscolos o, simplemente, menos tímidos que yo. Nadie se detuvo a considerar que, probablemente, yo sentía una fuerte atracción por ese tipo de niños que, sin ton ni son, se atrevían a ser y decir todo aquello que me asombraba o que mi natural cohibición me impedía ejecutar. Así fui creciendo entre maestras que «me ponían como ejemplo» frente al grupo, por mis prolongados silencios, sin saber nada sobre la gran distancia que hay entre un silencio asumido y la imposibilidad de hablar, o mi supuesta naturaleza sumisa a la hora de ejecutar sus órdenes (cosa que en realidad nunca hice, puesto que para mí se trataba de una especie de «seguirles la corriente», lo que me permitía pensar en lo que deseaba y ejecutar en mi espíritu una suerte de malabarismo, absolutamente desligado de los propósitos de todos estos adultos llenos de reglas y esquemas elementales). Mi cabeza viajaba, las imágenes de mis sueños se convertían en verdaderas novelas que ocupaban todo mi espacio mental mientras mecánicamente llenaba cuadernos de planas, sacaba punta a los lápices, me quedaba absorta mirando a la maestra, como si sus palabras pronunciaran la mayor de las verdades. En realidad no la oía, probablemente tampoco la miraba, yo no estaba allí, viajaba. Por eso, cuando inventaban para mí esa extraña tarea de convertirme en una especie de «ordenadora» de los dispersos, sedante de los intranquilos, agüita mansa de los aventureros, creo que mis maestras no sabían lo que hacían. Buena parte de mi serenidad era falsa, era, es, eso que en lenguaje del refranero popular se llama «llevar la procesión por dentro», o más bien aquello de «líbreme Dios del agua mansa, que de la brava me libro yo». Insisto en que mis maestras no estaban en capacidad de captar tal cosa, de manera que allí estaba yo, con el más díscolo de la clase, sentado a mi diestra, y ella llena de esperanzas, haciendo votos para verme convertir al travieso en una inofensiva ovejita. La segunda parte de la historia general podía tener dos lecturas: por una parte, podría decirles que con frecuencia las maestras y otros adultos quedaban conformes con mi acción. Las apariencias decían que el susodicho travieso había pasado a ser un muchachito «juicioso», que sabía hasta saludar y sonreír con respeto, que permanecía más tiempo del horario escolar, aparentemente concentrado en las tareas asignadas por la autoridad del salón y, con frecuencia, hasta su aspecto físico entraba con más facilidad en las convencionales normas del arreglo personal. Como pueden suponer todo parecía perfecto y el método «didáctico» señala sus frutos, como la pedagoga había planificado. Pero... y aquí vamos a otra lectura de la situación: la verdad, el trasfondo profundo de los hechos, era otro. Mi historia con Espinosa se remite a unos de estos capítulos de espinosa esencia. Espinosa era uno de mis compañeritos de quinto grado, tendría entonces, a lo sumo, unos diez años igual que yo. De Espinosa recuerdo sus enormes ojos marrones, una blancura excesiva de piel, una risa sonora y constante, y una abundante cabellera que siempre llevaba peinada hacia atrás, tan brillante como si usara gelatina en ella. La maestra habló, pues, con Espinosa, y nos colocó a ambos juntos en uno de esos pupitres dobles, de recia madera y noble brillo que no puedo olvidar, igual que a Espinosa. Los creyones de cera se convirtieron en la antena que inició nuestra cercanía, yo tenía una caja grande con mucha variedad de matices y Espinosa comenzó por expresar su disfrute por la pasión con la cual yo intentaba colorear cuanto dibujo mandaba a hacer la maestra. Progresivamente fue desviando su tenacidad por las ligas y los taquitos, por el inicio en profundos anaranjados o el expandirse en ampulosos azules de mar. Espinosa, en medio de mis silencios, los cuales intentaba romper con chistes continuos o picaditas de ojo que me desconcertaban, empezó a desarrollar una curiosidad, inesperada para mi timidez, por cuanta cosa yo hacía. De ese modo, mis dibujos pasaron a ser obra a cuatro manos, y las tareas escolares en las cuales él tenía dificultades fueron muy pronto también mis tareas. Duplicar mi trabajo no me causaba mayor percance, para ser sincera, creo que aprendí a disfrutar aquel asunto dado que, a cambio, recibía su cercanía con olor a agua de colonia Jean Marie Farina, y el roce de sus mangas largas de aquellas camisas de caqui del uniforme de los varones, también con rigurosas corbatas en la misma tela. Las enormes pestañas de Espinosa y el calor de sus sabrosas ocurrencias bien valían un veinte para él en la clase de composición, asunto que para mí era pan comido. Valía el escucharle decirme al oído cuál sería su próxima fechoría a la silla de la maestra, lo que equivalía sin discusión y sin que ni siquiera él lo propusiera el resolver su dibujo del aparato digestivo, con señales y todo, de boca, faringe, esófago, estómago e intestinos, todo numerado y a color. La cosa se puso aún más afanosa cuando papá, en una tarde solemne, nos anunció a todos en casa que muy pronto nos veríamos obligados a cambiar de ciudad, dado que razones laborales (o del comer para vivir) nos llevaban a ello. Recuerdo que las únicas palabras que mi cabeza iluminó como un enorme aviso en pantalla panorámica, decían «¡¿Y Espinosa?!» en el más intenso color púrpura de lápiz de cera que puede imaginarse. Las semanas que siguieron a la información de nuestro próximo viaje se me convirtieron en un respirar para sentir a Espinosa, y para colmo sin poder decirle nada, o sencillamente, sin saber que esas cosas pueden decirse, aunque de nada sirva tal hecho. Presiento que no hubo despedida. Salimos de la escuela para siempre en esa ciudad un diciembre, al enero siguiente ya vivíamos en otra ciudad; guardo un recuerdo un tanto difuso de la fiesta de despedida de ese año. La maestra (la misma indefensa y elemental) me dejó cuidando el salón en donde las moscas merodeaban sobre los pasteles y las chucherías, mientras los otros niños bajaban a bailar al salón grande (ella, la maestra, suponía que a mí no me interesaba eso). Desde la baranda del balcón recuerdo que me dediqué a mirar a Espinosa bailando como un trompo, pero no como un trompo cualquiera sino como uno fino y elegante, con punta alargada y diestra, se reía con alegría y cuando me distinguió con mi cabeza apoyada a la baranda subió corriendo las escaleras y sin que las maestras y los adultos se dieran cuenta, se metió al salón conmigo. Hizo todas las bromas que se le ocurrieron: abrió los regalos de todos e hizo desastres intercambiando cosas, le pegó algunas moscas a la torta y probó las chucherías, después insistió en hacerme bajar y hasta intentó hacerme bailar un poquito. De esa tarde guardo impresos en mi memoria los enormes ojos de Espinosa, junto a su sonrisa. Después todo fue subir al autobús de la escuela y acaso algunas palabras sin sentido que después olvidé. Con el correr del tiempo y los avatares de la vida he llegado a comprender entonces que, para mí, eso que se llama el deseo se parecerá siempre a un Espinosa díscolo, sonriéndome desde la distancia de su lápiz azul de cera, en el justo instante en que pretende colorear un imposible horizonte marino. |
Cuento de Laura Antillano (1995)
De "Me haré de aire"
Monte Ávila Editores Latinoamericana C. A., 2021
Ver, además:
Laura Antillano en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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