Tuna de mar Cuento de Laura Antillano |
Se le llamó Golfo de Venecia por la semejanza, para los nativos era Golfo de Coquivacoa, y desde el 24 de agosto del mismo 1948 fue mentado Lago y Puerto de San Bartolomé.
Nombres al aire... ¡para parir nombres fueron nacidos!... sin conocimiento del fuego y el verdor, de la mar hirviente, de la condena por noche de tormenta. No hay cabeza humana que lo explique y como polvo de oro: ¡Relámpago de Catatumbo, ampáranos!... ¡Bajones del corazón que no se cuentan!
Todo empezó un día de sayones blancos y cabezas cubiertas, látigos en mano y algunas varas largas con afilada punta al extremo. Una manada de lamentaciones al cielo. Cada quien se azota, las espaldas dejan al descubierto las líneas rojas de humedad sanguínea. Un golpe al cielo y otro a la tierra. Los paisanos cierran las ventanas temerosos de contemplar el espectáculo. La noche obscura es un nido de gritos. Golpes secos sobre piel que arde y sonido de aldaba que presurosa clausura la mirada escrutadora. Es enero de 1770, la Virgen Chinita ya nos amparaba (aunque parecía no hacerlo por aquellos días). La sequía mataba los animales y las matas, y todo lo que se arrastraba, caminara o comiera.
El vicario decidió obedecer las órdenes del Altísimo, y convocó a la ciudad para exigirle voto de castidad para aplacar la cólera divina. Así lo dijo desde el púlpito: aplacar la cólera divina...
Habíamos tenido meses sin que una gota nos viniera del cielo. Secos los aljibes, un vapor de fiebre inundaba el aire. En los templos se rezaba día y noche. No había reposo. Bendita Virgen de la Chiquinquirá ¡¿Te has vuelto sorda? ¿Qué hicimos tus fieles?!...
La flagelación... dijo el Vicario. El Altísimo
pide procesión de flagelantes...¡Hay que
El decreto era extenso y lo escuchamos en
la Catedral, sintiendo que cada palabra era
Maracaibo hervía. Debían ser cuatro noches de flagelantes en procesión, hombres y mujeres. El Gobernador de Provincias, Alonso del Río, estaba escandalizado. Mandó llamar al Vicario.
El Vicario lo miraba como desde una montaña. – Obedezco órdenes dictadas de un poder mayor que el suyo, señor Gobernador, si lo desea hágame encarcelar, Pero no me retracto.
El Gobernador, hombre cauto y sencillo, temía que todo llegara al conocimiento del Rey de España, y ya sabía de la soberana mano justiciera de Carlos III... y le temía. Esperó y volvió a implorar la voz del Vicario.
Al menos las mujeres, que no den ese espectáculo, ellas no.
A nombre de la mismísima virgencita de la Chiquinquirá, la virgen chinita, se lo pidió. Y el Vicario, desde las alturas, contestó un /no/ solemne de movimiento de la cabeza. El Vicario estaba sordo o sólo oía la voz del Altísimo.
Las procesiones comenzaron.
El primer día eran hombres solos. Las visiones aterrorizantes de esas horas son sólo semejantes a lo que debe ocurrir en las mismísimas pailas del infierno, gritos encajados y los golpes sobre la carne, hierra a sangre. Pero nada. La lluvia no vino en nuestro amparo. Los pecados eran demasiados, y aquellos que dedicaban el cuerpo para razón del sustento eran mirados poco más o menos que como apestados, infectos.
El Vicario y los curas de toda la ciudad continuaban con la tarea, el segundo día, o mejor: la segunda noche, puesto que el orden de la oscuridad era parte del rito, la presencia de las mujeres hizo crecer la masa de sayas blancas y pies descalzos destrozados, que marchaban su pena por esas calles sin Dios.
En medio de aquel espectáculo, francamente infernal, pude ver cómo, en aras de la penitencia, una columna humana parecía ser más merecedora del dolor que el resto. Eran ellas mujeres quienes, más que unidas al grupo por propio acto de contricción, parecían arrastradas por los otros. Habían sido totalmente despojadas de su vestimenta, sin cubrírseles a cambio con género alguno. En sus cuerpos se hacía difícil distinguir un fragmento de piel que no estuviera embadurnado de esa sustancia pegostosa formada por el amasijo de su sangre y la tierra del camino. Con los látigos y las varillas afiladas, y al ritmo de las lamentaciones, que alcanzaban la polifonía de un canto, aquellas mujeres resultaban un espectáculo verdaderamente digno de lástima.
Entonces ocurrió.
Descubrí entre ellas a Ana María, llamada la Tuna, por cuyo perfume y de cuyas espinas pasaré pronto a relatarte, y que es el motivo real por el cual me he remitido a darte cuenta en este enero de 1770, que nos ocupa.
Era pequeña esta mujer, con ojos asombrosamente crecidos (tanto que constituían el motivo central de atención en ella ), sus manos eran diminutas, más tarde me asombraría descubrir lo que aquellas eran capaces de hacer. En medio de los empujones, los insultos de palabra, y sobre todo el flagelo de que era víctima, la figura de la Tuna parecía hacerse más frágil, tanto así que ello motivó nada menos que a Juan David Nau, llamado: hijo del Olonés, a apiadarse de ella, y en consecuencia, a entrar en trato conmigo, Cristóbal Martín, sobreviviente al que hoy te remites para enterarte de paso y buenaventuranza.
Estaba Juan David como uno de los pocos que se atrevían a ser testigos presenciales de aquella deprimente procesión, para calmar la ira del Altísimo, cuando no se sabe que fibra del caído corazón le tocó la mirada lastimera de aquella desventurada, que sin pensarlo el mentado se introdujo entre las gentes, y ¡oh, blasfemia!: a empeñones rescató a la Tuna de quienes la latigaban y vejaban. Sacándola fuera de procesión con la rapidez que utiliza una rata de puerto para conseguir alimento, llevósela lo más lejos posible en sincronizada carrera, atrapándola en lo que debió ser el cielo de sus brazos, para aquella mujer.
La ira de Carlos III había nacido del matrimonio de Felipe V en segundas nupcias con la ambiciosa Isabel de Farensio, quien aún sin conocer las grandes dotes futuras de su hijo gobernante, desde siempre aspiraba a una corona para él. Y por ello se dirigió a los ducados de Parma y Toscana, cuyo príncipe reinante no tenía sucesión por órdenes del destino entonces, Carlos, antes de los veinte años pasó a ser nombrado soberano de Nápoles, coronado en Palermo, donde largamente reinó, y luego le tocó venirse a España, a ocupar la corona durante veintinueve años. Su poder era absoluto y se había ganado abierta o soterradamente en ocasiones, las voluntades de todos.
Cuando vinieron a avisarle lo ocurrido en Maracaibo, una de sus provincias más queridas, había salido en una jornada de cacería de venados de cornamenta alta (los que estaba escasos y eran su pasión), por otra parte, doña Isabel de Farensio estaba francamente insoportable, exigiendo a los pinches de cocina que consiguiesen vino blanco de Flandes para la preparación del Lenguado a la Normanda. España ya había renunciado a su dominio sobre Flandes en 1714, con la paz de Utrecht, pero eso doña Isabel no podía entenderlo. Y para colmo, en la mañana, el Rey había tenido una reunión con la Junta de Comerciantes Catalanes quienes le pedían el monopolio del comercio con América, y Don Carlos los disuadió de tal actitud sabiendo, sin embargo, que tarde o temprano lo convencerían de tal decisión. De manera que al saber lo del escándalo de los flagelantes en Maracaibo su cabeza intentaba corresponder a asuntos muy diversos y no menos importantes. Se le ocurrieron tres cosas: La una, que sí le daría lo pedido a los catalanes pero para 1778; la segunda, que expulsaría a los jesuitas de España, quienes ya estaba propasándose en sus decisiones de poder eclesiástico sobre los fieles, ignorando el poder de la monarquía, y esta idea, por consecuencia directa, lo llevó a enviar de inmediato una ordenanza a la Provincia de Maracaibo y a ese Alonso del Río que se había dejado faltar la autoridad. Mando a buscar a su escribiente y le dictó sin más pérdida de tiempo un mensaje para su Secretario de Ultramar: “Diga usted al Gobernador de Maracaibo que sea esta la primera y última vez que salgan las mujeres en penitencia escandalosa, que no haya procesión de ninguna especie sin la licencia concedida por el Obispo, y que cuanto dispongan el Vicario y curas de Maracaibo, tiene que ser sometido al dictamen de su Gobernador.” Carlos III hizo una pausa en el dictado, caminaba agitado y sudaba dentro de su atuendo de cazador.
“En cuanto a los sacerdotes autores de tamaño escándalo, mandó que sean sometidos a juicio por haber desobedecido las sinodales de obispado de Caracas, pauta que debía servir en caso semejante... He dicho”.
El tercer asunto que se le ocurrió fue relativo a la necesidad de fomentar el parentesco y la amistad con la rama de los Austria, en busca de mantener una remesa de vino blanco de Flandes en las bodegas de la cocina real y evitar discusiones ordinarias con su madre por el Lenguado a la Normanda, discusiones que tarde o temprano iban en prejuicio de su propia salud.
Volvamos, pues, a esa noche de enero de 1770, en Maracaibo, días antes de la furia del soberano, cuando Juan David Nau, hijo del Olonés, huye hacia los suburbios del puerto, llevándose con él casi desnuda a la Tuna, Ana María, quien, y paso a relatarte origen y ascendencia, trabajaba en el burdel de Diómedes, llamado “la Reina del Caribe”, desde que poseía recuerdo. Diómedes, el viejo, hacía de padre, abuelo y amante, rara vez contestaba preguntas a sus protegidas (las que, por lo demás, rara vez se las formulaban).
El Olonés, hijo, y la Tuna, sin comunicárselo oralmente, llegaron a la conclusión indiscutible de que debían resolver dos circunstancias: esconderse de las autoridades eclesiásticas y buscar alimento.
En la Calle Ancha, cerca del mercado, y la Calle El Milagro, podrían apertrecharse de un jurel, una corvina o una lisa cocida en hojas de bijao. Tuna le contó a Olanés acerca de Eduilena, la cantora, una vieja bruja que ejercía el arte de fumar el tabaco con la candela hacia dentro, leer la borra del café y preparar el mejor pescado de todas las costas antillanas conocidas. Y allá se aparecieron como dos benditos.
Eduilena, alcahueta y lujuriosa siempre, buscó un rincón para la pareja, les alimentó (cerciorándose de que los pesos que le daba el macho eran verdaderos mordiéndolos por un costado, aunque sudados y mal olientes) y entre el brillo tibio de las hojas de bijao, y la humedad de la cerveza en los labios, que la Tuna se limpiaba de vez en cuando con el dorso de la mano, entre risas y parloteo: la historia de Olonés hijo y la del padre se hicieron presentes esa noche. Susurraba el marino su cuento a intervalos, en una jornada de cuerpo a cuerpo que resultó principesca, y que sorprendió sobremanera a la muchacha quien pensaba que ya había visto y sentido todo el haber en cuanto a humedades dentro y fuera, y en cuanto a maneras de ser palpada o de palpar con mano, palma y dorso, o lengua, punta y reverso, y con todo aquello pues, que los cuerpos de hombres y mujeres pueden y deben hacer desde que la historia es tal y es por tal.
Pero hablemos de lo que contaste Juan David, que de lo otro no hay manera de saber, real, si no es por mutis propio.
Dijo el Olonés ser hijo del otro filibustero, de distinguida estirpe, temido a todo lo largo y ancho de la costa del Caribe, y quien tuvo como cuartel general por siempre la isla de la Tortuga, cercana a Margarita, y a la pequeña Cubagua. Francés de origen, venía del poblado de Sables de Olonne, y de allí el apodo. Sus hazañas eran harto conocidas en la zona, por lo menos desde hacía dos generaciones y es por ello que Ana María, La Tuna, no tuvo más que estremecerse cuando escuchó a su amante remitirse al padre (cosa que a mí, como relator, me conmovió puesto que probaba que la amaba desde el primer instante, dado que se trataba de un pirata revelando a una desconocida su identidad verdadera). En la barra de “La Reina del Caribe”, las historias de Olonés padre eran patrimonio de cuanto marino por allí pasara, y ella había escuchado tales horrores del mismo, que ya nada podía sorprenderle al respecto. Había comenzado con una tripulación de veintinueve hombres por las costas de los cayos del Norte y había terminado por manejar a más de cuatrocientos filibusteros, y el verdadero terror de los bergantines españoles y de cuanta embarcación se atreviera a cruzar las aguas antillanas, era un solo nombre: el Olonés. Con su compañero: Miguel, el Vascongado, habían dirigido siete barcos con tripulación armada de pistolas, fusiles y mosquetes. Pueblo a donde llegaban era pueblo que perdía las campanas de su iglesia, las que serían fundidas para vender el metal. El Olonés no mantenía prisioneros –si los haces prisioneros y sobreviven, se vengarán, decía. Prefería por tanto, degollar a los vencidos.
Juan David, hijo, relata en la semipenumbra del rancho a su nueva novia, que aquella actitud de sus padre tuvo origen en una antigua afrenta en tiempos de juventud, en una ocasión, en que, siendo parte de una primera tripulación filibustera, se había salvado de un asalto definitivo de un buque español, embadurnándose de sangre y haciéndose pasar por muerto, pero contemplando tras el disfraz, el proceso de degüello de cada uno de sus camaradas en manos de los victoriosos. Desde ese momento juró vengarse.
Ya a medio dormir, agotados por la jornada amorosa y hablando a media lengua, Juan David contó a la Tuna su propio origen: engendrado en el vientre de una nativa panameña, país en donde Olonés padre escalaba cada tanto, es su búsqueda anual del Cabo de la Gracia de Dios recordábale el hijo como padre lisonjero y tierno, quien traía regalos de escandalosa exhuberancia tanto a la madre como a él, en esporádicas pero cumplidoras visitas. Quedóse dormido el filibustero cuando comenzaba a relatar los pormenores de la desaparición de este padre amantísimo, y ella sólo alcanzó a escucharle algo relativo al encallar en un arrecife que obligó a la tripulación a descender en tierra firme y construir ranchos de materia costera, hasta que el solo día siguiente les daría las señales de lo que les deparaba el destino.
Volviendo entonces al Vicario y sus fieles deberíamos saber que éstos no tenían ahora mucho tiempo para averiguar ni idear castigo para quienes abandonasen el flagelo a medio camino, puesto que la cólera de Carlos III había traído consecuencias peores. Pero la desaparición de Ana María, alias la Tuna, afecta a alguien en particular aparte de algunos asiduos clientes de “La Reina del Caribe”. Hablemos de Diómedes, regente y señor de lugar, asiduo lector de Francois Villón, un fulano del sigo XV, quien había escrito cosas extrañas, las que finalmente aparentaban ser premoniciones de todo lo que pasaba en “La Reina del Caribe”. Entre las cosas que añoraría la Tuna, de esa su casa, estarían esos poemas de Billón y el relato que solía hecerle Diómedes de la vida de Juana de Arco, con quien ella soñaba una y otra vez imaginándosela en la escena de la quema pero con su propio rostro, mártir incomprendida para el futuro reconocimiento en la cúspide de la fama. En su presnete con el Olonés pensó por un instante que Diómedes debía de estarla buscando, por la Calle de Mochila y la Calle Derecha, y la Calle del Aljibe de Los Olivos, y ella, tan de madrugada, iba ya vía al puerto, del barzo de su galán, quien la amaba desde la aventura de la noche, y que se disponía a embarcarla en su bergantín, vía Jamaica y para cuyo caso Eduilena le había prestado ropas masculinas (puesto que las leyes de piratería prohibían mujeres a bordo) y Juan David siempre ágil de inteligencia habíale cortado el cabello, pensando en hacerle pasar por su nuevo “hombre de confianza” frente a la marinería de la embarcación.
Pero he aquí que me correspondía, a mí, Cristóbal Martín, nativo de Tenerife y brujo, entrar en la escena, después de haber pasado toda la noche recostado de pared de bahareque del rancho de Eduilena, escuchando torturante gemido y diálogo, puesto que yo también había quedado prendido de la pequeña Tuna, habiéndola igualmente visto en aledaña procesión de flagelantes.
Resulta que mi ánimo está dividido: por un lado reconozco que había visto tiempos ha a la Tuna, mentada Ana María, que apenas lo he descubierto en la madrugada, por otro lado entiendo que no la había reconocido por no querer, quiero decir: que la sola posibilidad de verla convertida en razón de deseo para otro ha aumentado su valor frente a mis ojos... asunto de lo humano indescifrable. Conozco más de cerca de la Tuna, la conozco cerquísima y escuchándola mientras se revolcaba con el Olonés hijo, me ha producido extrema excitación lacerante y memoria de mi propio contacto. ¿Quiero enfrentar al Olonés?, ¡en modo alguno!, no son mis métodos. A Diómedes debo alguna fidelidad de amigo, de historias de borrachera, de sentires nada terrenos. Un pensamiento me asalta: la Tuna no puede irse y dejar un pozo de ausencia al poeta de “La Reina del Caribe”. Inesperadamente el coraje me cobija y, sin que nadie me detenga, sin que yo me lo explique, me entrometo en el camino mismo de los dos amantes, los detengo. Juan David me arremete sorprendido, la Tuna tiene un gesto: -¿Qué pasa? Hablo aceleradamente y sin parar de Diómedes, de “La Reina del Caribe”, del Callejón de Brasil, de la Ciudad de los Muertos, de la Calle Derecha, del poema de Francois Billón al reino de Alejandro magno, de las hojas de bijao y de los flagelantes y no sé de cuántas cosas más!, hablo sin saber si me entienden, como si la Torre de Bable fuera mía, me la tomo mía, me tomo mía a la Tuna como si fuera su padre y Diómedes su abuelo, me tomo como mía a Maracaibo, a Gibraltar, a la mismísima Virgen de la Chiquinquirá. El Olonés me mira. Me entiende y no.
Pero quiere salir del asunto. Pregusta dónde está el Diómedes ese. Y si el Billón lo acompaña, y que dos para uno es trampa, pregunta dónde queda “La Reina del Caribe” y quiere que lo lleve hasta allá. No sé ni cómo vamos caminando por la calle del Lago vía del puerto al burdel del poeta, hay sol en una mañana espléndida y hasta he olvidado que precisamente hace meses que no llueve. Pero comienza una llovizna como gratuita, y vendrá el arco iris, se me ocurre. Casi toco el pulso de Juan David Nau, es sangre que golpea, va al ritmo rápido de su caminata, ella, la Tuna, al otro lado. Siento que me gusta esta mujer, que estoy loco por ella. Ella camina sin importarle nada. Pasamos la calle del mercado. Mujeres con cestas gigantescas sobre la cabeza, venden corvina, bocachico, lisa... grandes racimos de plátano colocan el verde que contrasta con el azul de la laguna. Si no fuera por la garúa parece que nada hubiera ocurrido anoche. Los soldados del Gobernador pasean en su ronda normal. Llegan piraguas del otro lado de la laguna, trayendo mercancía, hay movimiento en el puerto y todos disfrutan de la llovizna, hasta los colores del arco iris pueden distinguirse. Aroma de especies y de sol, hasta de ron bueno y guayaba, plátano maduro, pescado fresco, Todo acompaña este paso acelerado del hombre y la mujer, a mi lado. Estoy a punto de arrepentirme.
Soy orgulloso. Sé reconocer cuándo estoy realizando un acto donde es mi única voluntad lo que capea, la fuerza me ilumina y me señala que detrás de este día mi destino cambiará. Sé acatar tales dictámenes.
Voy hacia mi futuro, No importa cuál sea.
Hemos llegado a “La Reina del Caribe”, Diómedes no está. Camila, Artemisa y Tibisay merodean por la entrada, Miran a la Tuna con extrañeza.
Te hacíamos muerta a palos, dijo una de ellas. La Tuna no se inmutó. Entró a buscar sus cosas y regresó con ellas: un hatillo informe con ropa y algún recuerdo del que tuve conocimiento más tarde.
Insistí en preguntar por Diómedes, tenía que justificar de alguna forma, para seguridad de Olonés hijo, el viaje hasta el lugar. Las mujeres nos miraban extrañadas. La Tibisay dio un paso adelante: -Le dijeron que el Olonés hijo, lo andaba buscando... y se escondió.
¿No saben dónde? Preguntó Juan David. Nadie respondió esta vez.
El Olonés había mandado un heraldo de sus hombres de la goleta “Flor de un día”, para notificar que lo esperaran pues había decidido reclutar algunos nuevos refuerzos para la Empresa de las Bahamas. Con ello se daba a sí mismo y a Diómedes, tiempo para resolver el asunto, que se había convertido en razón ética para continuar la vida de ambos. Lo buscábamos por cielo y tierra. Diómedes no apareció.
El Olonés con el transcurso del día, la preguntadera, la fuerte resolana, las caminatas, la intromisión entre gentes y asuntos que le resultaban ajenos, el apremio por sus negocios propios, ha llegado, con la caída de la tarde, al borde del desespero (lo que en él se traduce en rabia profunda, en violencia, y las venas sobresalen a lo largo y ancho de su piel, de su frente, como culebrillas azules).
Me detiene su garra, su mano encrispada agarra de un envión mi propio hombro delgado cuando vamos pasando por la puerta principal del templo de San Felipe. La Tuna nos mira asustada, en el transcurso del día se ha dado entre nosotros una extraña complicidad, me doy cuenta de que le teme al Olonés, lo ama pero le teme, lo quiere su protector pero le teme, la paisanería en cambio nos ha hermandado frente a este hombre, a quien yo también he comenzado a temer. El aspecto del susodicho no es para menos. Al detenerse se emplaza en la cara, con sus acento caribeño. Dice que no sigue, que no entiende la búsqueda, y que me reta a sustituir a Diómedes. Me quedo de una pieza, el que el Olonés quiere endilgarme.
Parece ser que se trata ahora de un asunto de honor del pirata. Las cartas están echadas, yo debo pelear con él. Nos trasladamos a la cañada de Brasil, en las cercanías de “La Reina del Caribe”. Estoy extenuado pero me sostiene la fuerza del destino, igual que a Tuna. Ahora sé que ella era capaz de acatar las mismas visiones: también sabía de nuestro mutuo destino al lado del Olonés.
Juan David escogió el sitio, ya llegando al lugar me hizo amarrar la siniestra, en la diestra sostendríamos las dagas. Antes que testigos y padrinos del vecindario nos soltasen para empezar aquel peculiar duelo, el Olonés estableció una premisa juramental: -Uno de los dos debía morir. El vencedor tenía derecho a perdonar la vida del otro sólo cambiando la muerte por el servicio y vasallaje, hasta que circunstancia peculiar se produjera y el victimario le salvara la vida al vencedor, sólo así se concedería el perdón. Me empujó, dando por entendido el trato y la pelea comenzó.
No tengo conciencia del número de horas, minutos o segundos que duró aquello. Desde el inicio mismo ya sabíame víctima final, y me encomendaba a la Virgen de la Chiquinquirá haciendo acto de contricción con todos mis pecado a cuestas. Entre gritos y ovaciones me recuerdo caer al piso, cuerpo rectante, el Olonés sobre mí, en su mano fuerte y firme la daga cortante, cerré los ojos. El Olonés habló entonces, me perdonaba la vida, me condenaba a seguirle, pero debía castigarme de una manera que yo no olvidara nunca mi cometido, despojándome de una parte de mí mismo que yo sustituyera con su propia presencia, entonces: mutiló mi mano izquierda, Sí, ahora sabes de donde viene esta carnecita, el porqué del muñón y el garfio que tan diestramente, con el tiempo, aprendí a manejar.
La gente nos miraba con terror, debo haberme desmayado por el dolor, al despertarme tenía a la Tuna a mi lado, untándome no sé qué cosa, el muñón envuelto entre trapos extraídos de su hatillo, y mi mano tirada en la tierra. me dijo que tuviera fuerzas y me dio a beber un cocuy obscuro. El Olonés nos miraba, de pie. Nunca podré olvidar el dolor y mi deseo de dejarme caer paso a paso. La Tuna, llevaba entre sus manos la mía, y delante caminaba Juan David, quien se detenía a cada tanto y hablaba a alguno, luego supe que pidiendo orientación para llegar al lugar escogido. Finalmente estábamos frente al olivo de Buena Vista, el gran olivo despedía sus ramas a diestra y siniestra. Juan David con una pala cayó al pie del árbol y yo me dejé caer a tierra y dormí lo que pude, la Tuna insistía con la botella en mi boca en que sorbiera el cocuy. Supe que mi mano izquierda fe enterrada allí, y ahora sabes también de la relación entre eso y las imágenes fantasmagóricas de ese miembro que cuentan los lugareños algunas noches golpea puertas y asume tareas justicieras en la zona, que se ha vuelto figura de santidad y temeridad entre los marabinos todos. Yo vine a tener noticia de ello años más tarde.
No descansamos, había que llegar a “Flor de un día”, la goleta cuya tripulación esperaba al Olonés con ansiedad. Entre los dos me llevaban casi a rastras. Al día siguiente, cuando recuperé la razón, supe que el varonil disfraz de la Tuna había tenido éxito, y de mi papel en el disimulo del secreto. Para la tripulación se llamaba José María, el mudo, y efectivamente, no hablaba. El (ella) y yo, éramos los nuevos integrantes de la escuadra de filibusteros que comandaba Juan David Nau, el Olonés, hijo.
Zarpamos. “Flor de un día” era un bergantín con cuarenta hombres (cuarenta y dos ahora), y fuimos rumbo a Nueva Espada o Cabo del Engaño a encontrarnos con el capitán Mendieta, un pirata habanero muy ducho en su arte, con quien el Olonés había planificado el asalto a una flota inglesa en la vía de Las Bahamas.
Largos días de navegación, sobre el mar Caribe un incandescente sol que transformaba nuestro ánimo. Llegamos a Cabo del Engaño en Santo Domingo, y ya junto a la embarcación de Mendieta nos dimos a la caza de la flota inglesa: once bajeles por ciento veinte hombres quienes fueron decapitados uno a uno: el hijo del Olonés respetaba las leyes de su padre... Dimos la vuelta a Las Bahamas para entrar en Cuba, en donde Mendieta vendería el botín. Estuvimos días en Marianao, en los cuales la Tuna y yo tuvimos tiempo para intimidar en cuidados mutuos. Pero ya éramos otros. Maracaibo era un recuerdo que tendíamos a idealizar, ya lo sabía pero era como la infancia: como la tajada dulce que se nos había perdido en algún lugar del mundo. Nuestro presente era el de ser perseguidos de la justicia, por mi cabeza y la de José María (la Tuna) ya ofrecían grandes cantidades de pesos (nunca igualables por supesto a las sumas que ofrecían por la de Mendieta o la del Olonés).
La Tuna sabía pelear con destreza desde antes, aprendió en “La Reina del Caribe”, pero Juan David le enseñó artes varoniles en el gesto de la lucha que ella combinaba bien con su propio conocimiento. Se convirtió en un personaje temido por la misma tripulación, lo que impedía que la moslestasen demasiado por su “amaneramiento” No dejaba de resultar extraño su aspecto de adolescente afectado. Pero tenía coraje y prestancia. Yo no me le quedaba muy atrás. El garfio que Juan David me hizo colocar en el muñón se convirtió en un arma mortífera. Nos respetaban.
Aprendimos las tácticas de pirata más comunes: llegar intempestivamente, rodear las bandas laterales de las fortalezas costaneras, obligarles a abrirnos las puertas de las puertas de la ciudad, tomar rehenes por escasa horas, cobrar botín, y si nos es pagado degollar a los prisioneros.
Entre una victoria y otra vivíamos: enfermedades, fiebres selváticas, pestes, perdíamos hombres y recuperábamos nueva flota en el asalto siguiente con los mismos cautivos. Pocas debilidades le vi a la Tuna: era de hierro y de oro al mismo tiempo. Nunca la entendí. Pero era su amigo, el único. Su relación con el Olonés era cada vez más la que se puede tener con un animal, sin palabras, sin mayores gestos, y la certeza, ¡eso sí!, de que se jugarían la cabeza uno por el otro. Los tres éramos inseparables. Yo poseía las palabras, el sentido, su sonido, ella estaba muda, y él era: la sensualidad. La fuerza por delante, el tacto sobre el mundo. Con una larga navaja y la daga me encargaba de que su cabello estuviera siempre muy corto, más que el de los hombres de la tripulación. Ella bebía mejor que los machos, eso también lo aprendió en “La Reina del Caribe”, y sabía de hierbajos y pócimas (se lo enseñó la vieja Eduilena). Con frecuencia le tocó encargarse de la artillería, y entonces sus dedos pequeños y menudos sostenían el plomo de los cañones con una habilidad asombrosa que le ganaba la inmediata obediencia de los cañoneros. Yo la veía poco a poco más callada aún (hablábamos sólo secretamente, pero hubo ya un tiempo en el que ni siquiera eso), sigilosa, triste. Pero supe siempre que no distinguía entre los propios estados de ánimo. Estaba incorporada a la vida y peleaba contra la muerte, así de sencillo.
Mendieta nos abandonó una madrugada. El día anterior habíamos asaltado un convoy holandés que navegaba frente a las costas de Martinica, con cuatro mi libras de plata, joyas y brocados. Agotados después de cuatro horas de combate habíamos decidido repartir el botín al día siguiente. Mendieta se lo llevó todo. Y también a la mitad de nuestros hombres. Se había regado entre la tripulación que Juan David había contraído la fiebre y que moriría, los hombres querían ser ricos, nos serviría un cadáver para conducirlos a esa quimera. Se quedaron los más viejos a nuestro lado, los más fieles.
Juan David deliró día y noche. José María, la Tuna, no podía separarse de su cabecera. En el delirio contó un sueño o algo que pensamos lo era: su padre incendiaba una ciudad, justamente Gibraltar, le había prometido fuego a los moradores si no aparecía el oro y la plata. Las llamas se esparcían y en medio de ellas, en un alto de la colina la Tuna estaba amarrada a un mástil, y sus ojos aterrados nos mostraban el alcance del dolor, en la descripción del traje supimos que se trataba de Juana de Arco en la hoguera (la Tuna conservaba como último despojo de su hatillo de Maracaibo, una estampita de la Santa Juana que le había regalado Diómedes en una ocasión). Juan David pide a la Tuna que le dé de comer corvina en hojas de bijao. Está curado, la fiebre ha desaparecido.
Pero los males no terminan allí, un huracán esa misma noche arrastra el barco hacia el Golfo de Darién, malos presagios. Juan David sabe que allí murió su padre. Se ha mojado la pólvora que quedaba, la tripulación está desmoralizada, no hay fragata que navegue cerca y estamos quebrados. De esto han comido nuestros filibusteros... y no les gusta.
Logramos pasar el archipiélago de las Mulatas y alcanzar Puerto Manzanillo, ya el Olonés hijo camina sobre cubierta. Ese lugar le recuerda a su madre. Los piratas están extraños, ahora no sólo desconfían de su fuerza para conducirlos al próximo asalto, sino que chismean, hacen comentarios por lo bajo acerca de ese su “hombrecillo de confianza”, José María sigue despertando dudas. Incitan a la Tuna a una pelea, no hay remedio, ella debe batirse cuerpo a cuerpo con el más brutal de todos, un tal Centurión, que siempre la miró de reojo.
Tuna entra en la bodega y trato de seguirla, se acomoda el bulto dentro de la funda del pantalón que simula el sexo, la veo dudar por primera vez en mi vida. Voltea, me mira, no puede sonreír. Subimos, daga y paño en manos. Ella se envuelve la siniestra y con la diestra y la daga se cuadra frente al Centurión.. Ocurre algo inesperado. Juan David hace un gesto y detiene el inicio del combate. Todos los de tripulación lo miramos. La Tuna le frunce el ceño, siento que ella da una orden, todo se detiene unos segundos. No tengo recuerdo de mayor ternura entre Juan David y la Tuna que ese. Allí supe que realmente debía amarla y ella a él. El combate comenzó. Fue largo y mañoso, la Tuna venció no sé cómo, cortó el carpachón gigantesco de Centurión. Pero él le cruzó el rostro con su daga, y desde entonces para siempre una línea obscura dividió los dos ojos hermosos de Ana María, la Tuna, alias José María, esas dos lámparas tristes que aún me alumbran en sueños cuando hay noches de poca luna.
Logramos una pequeña victoria después; un galeón español. Tuvimos aceitunas y carne salada, pan blanco y vinos, y hasta cacao para vender al Gobernador de La Tortuga.
La Tuna empezó a disimular el peso de una repentina preñez con las camisas de Juan David. Yo temía un gesto, una mirada, cualquier cosa frente a los tripulantes que delataría a una futura madre entre nosotros, pero ella, enmudecida y sigilosa, se aislaba. Si no la necesitábamos para combate, fiesta o borrachera.
En una temporada encallamos en el arrecife y nos tocó de día salir a tierra firme a cazar monos y papagayos para el alimento, en la noche trabajamos en la lenta salida del barco de ese acantilado, la vi solitaria y me acerqué: cantaba una canción de cuna, pensé que perdía la razón, pero al ver acercarse a otro filibustero enmudeció de nuevo.
Logramos sacar el barco y nos dirigimos a Honduras, Juan David tenía en mente viajar hasta el Puerto de la Gracia de Dios, en un sueño de buscar la ciudad perdida de la que tanto hablaba su padre. Hicimos estación en San Juan del Norte y allí... sobrevino la desgracia.
Un correo nos seguía, habían avisado a la escuadra española de nuestro paradero, éramos una presa codiciada hacía bastante tiempo. Galeones de Punta Gorda y Limón, con tripulaciones armadas hasta los dientes vinieron a nuestro asalto. Y a la Tuna se le ocurrió parirte en esa triste noche.
En medio de la emboscada yo asistí ese parto, aún guardo la daga con la que corté el cordón que te unía a tu madre. Ella me pidió agonizante que te salvara, te escondí entre trapos y te saqué de allí. Logré tierra firme. El asalto a nuestro bergantín no pudo ser más sangriento. Me oculté durante la noche en la misma costa, entre los matorrales y al día siguiente caminé y caminé, estaba en territorio de Costa rica. El destino de la Tuna y Juan David, hijo del Olonés, no pudo ser peor. Fueron desnudados y degollados. Sus cabezas expuestas por días en el propio puerto público de San Juan del Norte, y luego lo restante lanzado a los tiburones en señal aleccionadora.
Contigo cargué. Fui “todero” de una sola mano en Guapiles, Martina, Heredia, Alajuela. Me mantuve en los puertos, tú lo sabes, no sé vivir sin mirar el mar. Cargué mercancías, limpié cubiertas, aprendí a bajar la cabeza a su hora. Hice contigo lo que pude, perdona si no lo supe hacer mejor. Soñaba con volver a este Golfo de Coquivacoa, a Punta de Gallinas, Punta Espada, Castillete, Paraguaipoa, Sinamaica, San Rafael, Mara, Maracaibo. Quería venir a morir aquí. Y ya tú ves... Algunos deseos se ayudan solos. Ahora lo sabes todo, y yo puedo dejar tranquilo que me lleven al Redondo o al Cuadrado, o al mismísimo Corazón de Jesús. Ahora entiendo cuáles son los bajones del corazón que no se cuentan. |
Cuento de Laura Antillano
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