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Manuscrito perdido Cuento de Laura Antillano De "Me haré de aire" |
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Si asumimos una actitud de extrema sinceridad, ¡de descarada sinceridad!, habría que señalar nuestra duda acerca del rol protagónico en este caso. ¿Es el personaje o es el manuscrito? Aquí se inicia el problema. El hecho es que el manuscrito se le ha perdido al personaje (¿deberíamos decir que el personaje perdió el manuscrito?). Lo perdió. Sin más preámbulos. Descubrió que lo había perdido cerca de cinco días después de suceder. Relatos trabajados a lo largo y ancho de siete años (número cabalístico) repentinamente desaparecidos. Un portafolios azul, tamaño carta, pasa a convertirse en el anhelo más codiciado, en la utopía, en la musa ansiada, en lo indecible, incalculable, inexpresable; más allá del bien y del mal. El personaje intenta pensar en otra cosa sin conseguirlo. Aquellas tapas azules como el mar, como el cielo, del tamaño justo para resguardar las cuartillas escritas en noches y días de delirio, ocupan el centro de su ser y de su pasión por estos días. Pero hay que tratar de ser sensato. ¿Dónde podría haberse extraviado? El personaje acude a la cocina diminuta, de apartamento tipo estudio, poblada de libros igual que el resto del espacio: El paraíso perdido, de Milton, en edición de lujo, colocado sobre la cesta de las verduras; los trópicos del Miller yacen en la nevera, al lado de algunos vasos de yogurt de diversos sabores (frutas tropicales, por supuesto); Entreabierto, de Luis Alberto Crespo, sobre el abrelatas eléctrico, y así sucesivamente. Decíamos pues que acude a la cocina, se sirve agua fría de la nevera, abre una gaveta y extrae dos frascos pequeños en donde puede leerse Transen y Valium, cinco miligramos. Escoge una cápsula de cada una y las toma colocando elegantemente una mano dentro del bolsillo de su bata, mientras que la otra levanta en alto el vaso de agua (olvida el portafolios para recordar la escena de alguna película de Cary Grant, puesto que en este momento él es Cary). El personaje va hacia la ventana; luego, con el mismo aire de solemnidad, mira el horizonte, el cielo rojizo. Sorprendido y saliendo del trance, Cary Grant se da cuenta de que algo ha ocurrido, este que ve no es el paisaje habitual desde su ventana. otra luz, una palidez extraña, un hormigueo de gente en la calle, niños uniformados, señoras con bolsas de pan, gente que rodea el kiosco de periódicos hasta casi llevarlo al piso, autobuses repletos que se detienen y pasajeros que se prenden de las ventanas. El individuo en cuestión no puede con su asombro. Elemental: nunca había estado en el marco de la ventana a esta hora del día. Corre a su escritorio. Trae la libreta de anotaciones de vuelta. La emoción produce un temblor de su mano, lo que se traduce en temblorosa caligrafía. Escribe: «Qué bonita es Ana Rosa levantada en la mañana». (Para conocimiento referencial del lector, debemos decir que Ana Rosa es una de las dependientes de la panadería La Flor del Líbano, ubicada frente al edificio en donde reside nuestro personaje), y por allí arranca... Cuando acuerda, el cuaderno de notas está absolutamente repleto de jeroglíficos y el susodicho vuelve a la realidad al escuchar el pito de la cafetera eléctrica, que denota el final de su proceso. Mientras recibe el agua de la ducha, la reflexión se sitúa en un «desde cuándo». Desde cuándo no percibía las horas de la mañana en su vida, desde cuándo se convirtió en un ave nocturna. Desde cuándo, ¡en fin! Y de nuevo el ambicionado portafolios azul toma su centro. Hay que vestirse rápidamente e iniciar la búsqueda acaso desesperanzada. En el ascensor, un ligero accidente, la puerta se niega a abrir en el piso señalado. Un instante y la duda desaparece, efectivamente está encerrado. Pero no solo. Acaba de percatarse de que estaban otras personas con él en la cabina. Una mujer, quien habla aceleradamente, tiene un reloj en la muñeca, más grande de lo habitual, lo que hace inevitable el que se le mire cuando gesticula (al reloj y a ella); su marido, un señor de anteojos con un riguroso aire doctoral (asume nuestro personaje que es su marido por la forma en que el hombre en cuestión redice a ella: «Quédate tranquila, Adelaida»). Dos perros chihuahuas. Ahora parecen ser ellos los que no se percatan de la presencia de nuestro personaje. Ante la imposibilidad de que la puerta se abra, y el dedo opresivo de ella sobre el botón rojo en el tablero con una campanita dibujada, el marido le habla; se produce entre ellos un diálogo de una rapidez inusitada, del cual nuestro precepto silencioso saca las conclusiones: que tienen una hija que se metió a cantante de rock y se fue a las islas Bahamas; que él hubiera preferido que en lugar de rock duro ella cantara baladas, pero la psicoanalista que ve a la familia en terapia colectiva les ha demostrado que la joven escogió ese género agresivo porque no soportaba más las cantaletas de su madre; que tienen un hijo que «se casó con mujer brava», y en esa desgracia incurrió porque igualmente: tenía que huir de la casa materna ante tal impositivo, constante y vedetista, de esta señora con reloj excesivamente grande. Por otra parte, al hablar la contingente señala que el individuo de anteojos y doctoral pose es, en realidad, un pusilánime sin posibilidad de éxito en la vida, quien se ha comprado toda la biblioteca existente de textos alusivos a: Cómo tener amigos / Cómo hacerse millonario / Cómo acostarse con la misma persona el resto de su vida (¡¿?!), etcétera. y habiéndoselos leído todos, no se percibe en él, en los últimos veinte años de vida conyugal, ningún cambio notable. A todo esto, los perritos chillan, la mujer en estado de histeria golpea con los puños las paredes metálicas del ascensor, y ahora dice: «¡Sádico!, inventaste esto porque sabes que sufro de claustrofobia»; él responde: «¿Tú? Y ¿desde cuándo? ¿Es que has sufrido alguna vez de alguna cosa que no haya sido la pérdida de tu primer novio (ahora se mofa del nombrado), aquel imaginado héroe de la Marina mercante, que se te fue con una negra de Martinica?»... Cuando está a punto nuestro personaje de enterarse de la historia enunciada, ¡¡zas!!, se abren las puertas de ascensor, y entre aplausos puede contemplar en el pasillo de la planta baja a un grupo de vecinos aplaudiendo efusivamente al marido de la conserje, quien luce en su mano una palanca larga y gruesa con la que acaba de realizar la hazaña señalada. La pareja descubierta sonríe circunspecta, se toman de la mano; ella se coloca los dos animalitos sobre el pecho en señal de protección y salen, muy ufanos, apenas dando los buenos días a los demás con una inclinación de cabezas. Nuestro sujeto acaba de recordar el codiciado portafolios azul y decide prescindir del automóvil (puesto que acaba de recordar que no posee ninguno). Cruza la avenida y en la parada se dispone a esperar un autobús de los que señalan Bárbula-Terminal. Apresuradamente, y «siempre listo», saca su libreta de notas y apunta, con la letra producida por los vaivenes del transporte, el diálogo que acaba de escuchar en su celda-ascensor. Pierde la noción del recorrido del por puesto. En una parada x (¿la del cafetín del 007?), se sube un cieguito con un bastón enorme que le sirve de lanza para agredir a los pasajeros por si se niegan a dar limosna; un niño que le acompaña entrega papelitos puesto por puesto (más que entregarlos, los coloca golpeando sobre el regazo de los pasajeros). Nuestro personaje vuelve en sí, lee la nota. Esta se refiere a la historia de «este pobre ciego, sin padre ni madre», pero sí con hijos, que requiere de tantos miles para hacerse una operación y que ha recurrido a fulano y mengano, cirujanos optometristas, quienes le cobran tanto por la tarea. Un grito destemplado saca al personaje de su concentración en la discusión escrita de los cirujanos acerca de los últimos adelantos en combatir las cataratas. El ciego ha comenzado a cantar, o a simular que lo hace, de pie, al fondo del autobús. Los pasajeros parecen todos sordos porque ninguno aparenta percibir los chillidos ejecutados. Nuestro sujeto, a los pocos minutos, cree reconocer en aquello una canción que cantaba su mamá tiempos ha, y que hablaba de una «mirada serena» algo de: «Aquellos ojos tuyos, de mirada serena». Toma nota del detalle para un próximo cuento, en el cual pueda combinar la evocación de su madre lavando en la batea los pañales de sus hermanitos y la presencia del ciego con su bastón-lanza. Guarda el cuaderno y recuerda que en alguna parada deberá descender para buscar el portafolios azul de sus tormentos. Rápidamente, hace un recuento memorial de la última vez que vio el azul del portafolios en su recuerdo. Cree ubicarlo al cerrar los ojos en la reluciente barra del Chaplin, al lado de los vasos y el platico de aceitunas ya vacío. Detiene el autobús, se baja y camina unas tres cuadras. Los mesoneros están jugando tiro al blanco con piedritas con el portero; chalecos grises, pantalones de rayas negras, demasiada elegancia para las once de la mañana. Le abren la puerta con cortesía y susurran entre ellos acerca de las ojeras y el porte medio desequilibrado en el andar del personaje, y voltea y los contempla desde la cúspide misma del Olimpo. La barra está demasiado oscura, ni siquiera pueden distinguirse las fotografías que decoran las paredes (de Cary Grant a Jessica Lange); al acercarse al barman, soporta todos los chistes imaginables acerca de «¿desde ahorita?»... Resultado: todos desconocen el paradero del portafolios deseado; hay quien le pregunta si no lo habrá imaginado, y hay quien le alimenta una nueva angustia al recordarle que la misma barra es frecuentada por unos cuantos de su calaña y que no falta quien robe sus argumentos, tramas y, a veces, hasta textos íntegros. Se da cuenta de que no había pensado en esa variable. Recuerda los genios y figuras de su colega: el gordo de la cachucha permanente (Chaffardet, exboxeador), el bigotón Marcelo de los poemas sobre el mastranto y el ordeño, el flaco Krisnamurtiano, la poeta de las bragas anaranjadas. ¿Serían capaces de semejante acto delictivo? No puede responder. Sale del Chaplin profundamente desconsolado. Decide caminar, ha hecho una lista por escrito de lugares posibles. Va a Gordis, la tienda para gordos de sus amigos los Pérez. Llega en el preciso instante en que una gigantesca obesa ha decidido entrar en un bikini decorado con bacterias. María de Pérez le hace señas de que no entre para no avergonzar a la gorda. Sus nervios lo obligan a encender un cigarrillo y no esperar en la puerta, entra al puesto de los alemanes, pide una cerveza negra (tiene la manía supersticiosa de que las negras son más tranquilizadoras que las rubias, él sabrá porqué.), cuando se lleva el vaso al borde de los labios con pulso tembloroso, Blas Pérez lo ve a través del cristal, entra al lugar, pide otra fría. Antes de relatarle su tragedia, Blas le está contando la de un gordo que ha venido a la tienda y para quien la cinta métrica normal no ha sido suficiente en la ejecución de medirse la cintura, «cincuenta y seis es la talla máxima de blue jeans que hemos podido conseguir, te imaginarás la tragedia del gordo. la novia lo tiene en tres y dos, lo quiere, pero con blue jeans». Nuestro personaje consume su cerveza en silencio, no se atreve a hablar de la nimiedad del portafolios azul marino, ¡frente al drama del gordo, sería una solemne bobería! Saca su libreta de notas, toma apuntes sobre el asunto del gordo despechado, se le ocurre que puede armar una estructura anecdótica en paralelo con el cuento del estudiante que debe conseguir una rosa en pleno inverno para que la dama lo acompañe al baile. Rosa-blue jeans, piensa, cuestión de época. Se despide de Blas sin revelarle su verdad. Decide continuar en la insaciable búsqueda. Toma de nuevo el autobús, repleto de estudiantes; de pie, entre la turba, observa una señora que gimotea, saca un pañuelo de encajes y seca sus mejillas. Se desocupa el asiento a su lado, nuestro sujeto se apresura a colocarse en el sitio para escuchar la historia, la señora lo saluda con una sonrisa y comienza con un: «Perdóneme, usted pensará que estoy loca, pero necesito hablar con alguien». La historia aparece: viuda hace una semana, enfermera del Hospital Central, intenta cobrarle al seguro, su marido se cayó del andamio de un edificio en construcción, albañil independiente (pero asegurado), resulta que no estaban casados, es decir, eran concubinos, el seguro no quiere reconocer el vínculo. A ella no le importa eso tanto como lo otro, lo de dormir en cama fría. Nuestro sujeto se queda pensando en el asunto de la frialdad de la cama, debió ser una brasa aquel. y ¿cómo puede hablar de frío en una ciudad como esta? La señora le da detalles. Él está a punto de sacar el cuaderno de notas, pero le parece que podría asustar a la señora. Se despide y baja en la próxima parada de Naguanagua, va camino a la tapicería de Héctor. Recuerda que vino a apoltronarse aquí la otra tarde, la mamá de Héctor hace buen café. Las montañas de Bárbula se contemplan desde aquí como si se tratara de un film documental turístico y de paso, revisar los muebles sujetos a tapicería nueva le producen el extraño goce de imaginar a sus dueños y visitantes (cuentos previsibles). Héctor lo recibe sin voltear a mirarlo, clavetea tachuelas en una poltrona Luis XV. Héctor le cuenta que anoche arrastraron a su hermanito Juan Pablo en una redada que hubo en la arepera La Única (lugar conocido por nuestro sujeto, puesto que allí acostumbra a cenar arepas de chipichipi y jugar maquinitas). Héctor dice que su mamá no está, no hay café, ni nada, porque ella se fue a averiguar dónde lo tienen al Juan Pablo. Lo peor es que no se sabe si fue la guardia o la policía. Nuestro personaje revisa las poltronas y va palpándolas hasta localizar la más «muelle». Se sienta. No se atreve a citar el portafolios azul. Héctor nota el excesivo silencio. Un grupo de liceístas pasa en amena plática, los dos dejan ir sus lánguidas miradas detrás de pantorrillas, rodillas, balanceadita de caderas, pelos punk y sonrisitas picarescas. Hondos suspiros. Héctor se lava las manos y propone unos espaguetis a la boloñesa en El Graduado, frente a la parada. Nuestro personaje no sabe si le pasará bocado, de nuevo está pensando en todos los concursos que había previsto ganar con los manuscritos del portafolios azul, las deudas pendientes, las novias aptas para ser seducidas con los diplomas y las medallas, y un no se qué se le coloca en el centro frío del estómago. Pero accede y acompaña a Héctor. Pide una sopa de rabo cuando ve al goloso engullirse los espaguetis. El fulano de El Graduado sale con el delantal puesto y les propone que prueben este picante que le acaban de mandar del mismísimo Chachopo. De paso se instala en la mesita, y con la página de internacionales casi metida en la sopa de rabo, lee sobre el asunto de los «contra» y los israelitas; les pregunta su opinión. Antes de que nuestro pendenciero personaje abra la boca, Héctor desarrolla un discurso con pelos y señales que despierta la curiosidad de otros comensales, quienes definitivamente se vienen acercando a la mesa. El sujeto protagonista aprovecha y se pone de pie al final de su sopa de rabo, aceptando que todos lo ignoran. Sale en puntas de pie, y en la parte delantera del comedero se encuentra con las maquinitas de Atari, decide jugar una partida antes de salir en su búsqueda insaciable. Se trata de que tres monstruos-arañas agarren al extraño animalejo, este debe cruzar laberintos y disparar, tiene tres oportunidades. El partido termina y el personaje sale silbando una de Yordano, muy ufano. Se detiene en la acera y por la avenida ve pasar con sorpresa varios camiones militares repletos de guardias armados de ametralladoras. Su sorpresa está igualmente denotada en los rostros de todos los que le acompañan en la parada de autobús. Una señora, con la lechuga sobresaliendo de su bolsa de supermercado, comenta que hubo una emboscada en la frontera y murieron treinta y dos soldados, y que el edificio abandonado de La Campiña, aquel de la cruz roja inicialmente destinado a un puesto ambulatorio, estaba siendo ocupado por la guardia para montar un comando. Nuestro personaje ve el pelotón encaminado, y por un instante olvida de nuevo su portafolios azul marino. Nuestro personaje decide caminar justamente hasta el centro comercial de La Campiña; se le ocurre que pudo haberse detenido en la pollera de la esquina el último jueves en la tarde, hace cinco o cuatro días. En realidad, acostumbra a llegar allí a ver la televisión y tomarse algunas cardenales o polares con el grupo, casi para contrastar con la barra del Chaplin, escuchando las conversaciones telefónicas de aquellos que hacen cola frente al teléfono público, y que van desde una doctora que aplaza sus citas cada vez que se le presenta un chance con un buenmozo hasta el estudiante que acusa los bolsillos vacíos a su atenta y solícita madre, quien trabaja allá en Tucupita haciendo arepas y lavando pisos para que él sea universitario. En la puerta se instala el mesón de los sellados de las carreras de caballos y entonces las colas se bifurcan entre el teléfono y la búsqueda de la papeleta, mientras otros hipnotizados esperan que les sea empaquetado su pollo para llevar, contemplando las lágrimas desesperadas de ella en la pantalla del televisor, quien ya sabe que él se ve con otra cuando dice que va a una cita de negocios, y que tendrá que decidir entre su vida rigurosa de profesora seria y solitaria o seguir en este tormento de aceptar las mentiras de él haciéndose la loca. El sujeto se sienta frente a una mesa, saca su billetera, revisa la economía, certifica que todavía guarda en reserva un par de chequecitos (honorarios por «artículos de opinión»), renta en orden, gastos al margen. Puede, efectivamente, tomarse algunas cervezas y hacer la consulta a amigos y conocidos acerca del paradero del portafolios azul marino, guardador del manuscrito de la historia. A su lado, dos comensales conversan engullendo pizzas y pollos, el sujeto pone oído avizor y se entera de que la contienda fue en la sierra de Perijá, y murieron un capitán y ocho guardias en una emboscada, pero. piensa. pero: «¿y los otro treinta y dos soldados de que hablaba la señora de la lechuga?»... Toma otra fría, se fuma un Belmont, alguien dejó un diario sobre su mesa, no es el diario completo, es una página del cuerpo C; el personaje decide leer la anotación de su horóscopo para hoy: «La comunidad o la velocidad en sus esfuerzos puede establecer una diferencia sustancial, difícil de imaginar o calcular. Intente de vez en cuando estrategias arrolladoras, de un ritmo intenso o violento.». Nuestro héroe-protagonista intenta seguir las directrices de su signo que le envía a ser arriesgado y audaz pero, con asombro, percibe que no puede ni siquiera ponerse de pie para «hacer el cuatro». Se queda sentado, presupone que el número de cervezas ingeridas hasta ahora ha sobrepasado los límites de su lucidez, decide esperar, y entre en ese estado de ensoñación vaporosa que la mayoría ya conoce, entonces, un extraño paisaje se desarrolla a su alrededor: Ana Rosa, la moza de La Flor del Líbano aparece con panes campesinos bajo las axilas, encaramada en un tanque de la Guardia Nacional, rodeada de soldados que la celebran, cuando el tanque viene encima de la mesa de nuestro personaje; el marido de porte doctoral de la señora de los chihuahuas aparece vestido de Lancelot y comienza a cantar un estruendoso rock, el que progresivamente se convierte en el aullido de un lobo herido; Juan Pablo, y su mamá traen un ramo de margaritas y llaman a Héctor, quien les grita que no puede atenderlos porque tiene una cita muy importante con el poeta Ernesto Cardenal; el ciego del autobús con su lanza-bastón metálico anda del brazo con la viuda-enfermera del cuento, y ambos bailan un tango espectacular que implica el apartar las mesas en la pollera; la gente de la cola del teléfono arma un escándalo en protesta, y en ese instante la doctora que se disculpa de los pacientes ve aparecerse a uno de ellos a través del auricular, quien lujurioso, se la come de un solo mordisco; pero aparece el portero del Chaplin con su chaleco gris y la agarra por un pie y hala, tratando de sacarla de la boca del glotón telefónico. Blas y María Pérez vienen acompañados por una gigantesca pareja de gordos y cuatro gemelos gorditos, vestidos todos de igual modo, formando parejas, y bailan lo que inicialmente fue un tango y ahora es un chimbangle de San Benito; todos corean entonces: «San Benito lo que quiere es que lo besen las mujeres». Nuestro personaje siente un movimiento circular de todos aquellos y una cercanía a su persona cada vez más peligrosa hasta que los ve fundirse como manchas de colores diversas, en un solo tono, un azul que de pálido prismacolor pasa a marino, azul marino de portafolios portador de manuscritos, y sobre la portada logra distinguir algo como un jeroglífico en el que puede leerse, no sin dificultad, la palabra «carne». Llegado a este punto siente una sacudida localizable en su brazo izquierdo y repentinamente se descubre en una mesa de la pollera con la mano del mesonero presionándolo. «¿Qué pasa? ¿De qué carne estás hablando?, tú no has pedido sino cerveza». «¡Ah!, ¿qué?»... El sujeto se sacude. pide la cuenta, saca la billetera, paga como si fuera un robot automático, se pone de pie, y en un total estado de éxtasis sale del lugar para pensar mejor en la clave que su sueño acaba de transmitirle. Se dirige entonces con paso presuroso a la carnicería de Hermógenes Chávez, entra apartando a la clientela y se acerca a la caja, en donde doña Amanda toca botoncitos, abre la gaveta y mira, desde la postrimería del arco superior de sus anteojos, con el lápiz siempre atento detrás de la oreja derecha. Aguantando la respiración, nuestro sujeto hace la pregunta del caso: —Doña Amanda, por pura casualidad, no se me habrá quedado sobre esta estantería, el jueves pasado, cuando vine por un medio kilo de hueso para caldo. —Recorta, recorta, por favor. —Sí.. —toma aire y prosigue—, una carpeta, es decir un portafolios con tapas y liguero. —¿De qué color? La pregunta de doña Amanda casi produce un desmayo de nuestro personaje. —Azul. azul marino. Doña Amanda alarga su mano y de un lateral de la caja registradora cercana a la pared tomó justamente lo descrito y lo entrega en manos del sujeto. La Novena sinfonía de Beethoven se escucha entonces a todo dar, parece ser coreada por los pedazos de reses que cuelgan en la carnicería. El personaje abraza el portafolios, y comienza a abrazar a todos y cada uno de los clientes y dependientes de la carnicería de Hermógenes Chávez y doña Amanda del Pino. Todo suena, todo es fiesta; se escucha el Aleluya interpretado por los motores de los automóviles en la avenida principal de Naguanagua. Todo es devoción, gritos y aplausos. Nuestro personaje sale del negocio saltando como un equilibrista, como un bailarín del Ballet Nuevo Mundo; se encarama a postes telegráficos, hace piruetas, sonríe a los policías, baila un pase de bolero con una estudiante agarrada infraganti en la parada de autobús, vuela, retoza; vuelve a las mesitas de El Graduado, se apertrecha en un banco y cautelosamente, abre las ligas del portafolios azul. Llena sus pulmones de aire, y comienza a releer por duodécima vez el manuscrito: «Aunque, asumiendo un actitud de extrema sinceridad, de ¡descarada sinceridad!, habría que señalar nuestra duda acerca del rol protagónico en este caso. ¿Es el personaje o es el manuscrito?». |
Cuento de Laura Antillano (1995)
De "Me haré de aire"
Monte Ávila Editores Latinoamericana C. A., 2021
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Laura Antillano en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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