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La Muralla Cuento de Laura Antillano De "Me haré de aire" Para Francisco Vicente |
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La había visto por primera vez en la Muralla, una noche de copas y fiesta. La conversación había tomado el giro de las escenas de la historia, con frecuencia lo hacían para pasar el rato o sentirse participantes, por instantes, de ese misterioso pasado. —Algunos restos del muro son visibles en otros lugares de la ciudad. —Dicen que tenía quince metros de altura y noventa y cinco torres. —¿Te imaginas lo que podría significar vivir dentro de una ciudad amurallada de ese modo? Las voces de los amigos, Miguel y Vicente, alimentaban la conversación; los tres contemplaban el enorme fragmento de la Muralla, utilizado como centro de la decoración del lugar, de hecho, hasta el mobiliario, la iluminación y la distribución laberíntica del espacio parecían haber sido acordados en función del misterio que aquel trozo de pared producía. Alfredo estaba ensimismado en la contemplación de las texturas de la piedra cuando vio, como a un relámpago, la imagen de la joven, quien atravesaba el pasillo posterior. El desconcierto que aquella mujer le produjo hizo que, sin mucho disimulo, abandonara su lugar en la mesa y se levantara para tratar de alcanzarla. A pesar de la rapidez de su paso, Alfredo no lograba su objetivo sin borrar aquellos ojos que lo miraron ni el gesto tímido o esquivo del rostro. Había algo extraordinario en aquella mirada. Acaso la misma sensación de asombro. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué lo había mirado de ese modo? Simuló dirigirse a la barra a retirar un trago, sin salir de su estupor, para intentar buscarla en los pasillos adyacentes. Miguel lo observaba desde el asiento, preocupado. Desde hacía un par de semanas, la conducta de su compañero de habitación le sorprendía. Alfredo, de común extrovertido e histriónico, ahora solía estar distraído, lejano, y no daba explicaciones al regresar de esos estados. Lo vio mirar a uno y otro lado del pasillo, levantándose sin aparente razón, nervioso en su extrañeza. Pero no hubo suerte, la muchacha desapareció del mismo modo en que hizo su paso por el lugar. Alfredo regresó a su asiento después de dar una vuelta hasta la entrada misma a la Muralla. Los amigos continuaban la conversación aparentando ignorarlo. Más tarde, en su apartamento, relajado sobre la cama, Alfredo tenía presente, como en fogonazos, el rostro de la joven, sus facciones y aquella mirada que le resultaba tan particular y que llegó a interpretar como una solicitud de auxilio. Le atraían sus ojos rasgados, la piel de un moreno canela claro, una tristeza especial que lo llamaba y la sensación ineludible de que la conocía. Esa noche se internó en un sueño profundo, inesperado. —¡Oh!, emir de los creyentes, el príncipe Tudmir firmó el acuerdo para que se le respetara su rango y se reconociera a sus súbditos el derecho a la religión, por eso en Murcia la convivencia entre muladíes y mozárabes es natural. El hombre arrodillado a sus pies hablaba con soltura y su palabra era palabra leal. No podía dudar de sus afirmaciones. No tenía una medida del peligro en sentido íntegro, había enfrentado a los turcos igual que a los franys, pero elaboraba respuestas inmediatas y ahora sus informantes a lo largo y ancho de al-Ándalus, le traían cada vez peores noticias. Mandó a revisar las fortificaciones, a doblar la vigilancia y exigió se le mantuviera informado de cualquier paso que dieran los invasores. Se acercó a la ventana de la torre una vez que estuvo solo. Su cuerpo envuelto en seda despedía el aroma de los aceites preparados por las concubinas para su reposo. No quiso dirigirse a la recámara de ninguna de ellas: los ojos de la muchacha eran dos llamas encendidas que no le abandonaban ni en el sueño ni en la vigilia.
—Me voy, Alfredo, son las nueve de la mañana, me esperan en la imprenta. Ah, te ha telefoneado dos veces Julia, que no olvides el ensayo de esta tarde. Sonó el portazo y el joven se sentó en la cama desperezándose sin mucha convicción. Alfredo contempló la esfera del reloj y se apuró a la ducha, en media hora debía bajar a tomar el desayuno y aparecer fresco como lechuga en la librería de libros viejos de Trapería. Llegó a tiempo para abrir la santamaría y desempolvar los estantes antes de que el dueño apareciera reclamando tardanzas. En seguida organizó las revistas de un paquete que le fue entregado por el encargado del correo en la puerta. Se detuvo a mirar la portada: «La revista científica Sharq al-Ándalus. Estudios Árabes fue fundada en 1984 por los profesores Mikel de Epalza y María Jesús Rubiera del área de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante, para publicar, fundamentalmente, trabajos de investigación históricos relativos a las tierras del Levante de la Península Ibérica en época musulmana». Alfredo revisó índices y metódicamente se dirigió a la estantería correspondiente, fue colocándolas una a una en perfecta simetría. Un posible comprador inesperado entró en ese momento al lugar. Alfredo bajó de la escalera en la que se había subido para alcanzar los travesaños. —¿En qué puedo servirle? Resultó ser un extranjero con vestimenta de turista, el hombre revisaba el lugar con mirada de curiosidad. Se acercó al joven y le pidió información sobre la ciudad. Alfredo se movió hacia un revistero lleno de páginas viejas y nuevas, mientras comentaba de espaldas al visitante: —Murcia fue fundada en el año 831 por Abd al-Rahman II en el centro del valle del río Segura. Cuando volvió la cabeza para mirar a su interlocutor, el individuo había desaparecido. Alfredo, sorprendido y molesto por el detalle, pasados unos minutos, decidió salir a tomar un café a la plaza, dejando el acostumbrado letrero de «Vengo enseguida» en la puerta, sin sospechar que no regresaría.
El mediodía de primavera avanzaba deslumbrante de luz y Alfredo caminaba hacia las mesas del café al aire libre. Atravesando, en medio de la Plaza de Santo Domingo, de pronto, a la distancia, creyó distinguir la figura femenina de sus sueños, siguió pues caminando sin quitar la vista de aquel objetivo tan distante y cercano a él. Su vista no la abandonaba, como si pensara que así no la perdería de nuevo. Siguió mirando a la muchacha, quien ahora, sentada en una mesa del café, en el fondo de la plaza, parecía ignorarlo. Pero escuchó que lo llamaban: —¡Alfredo! Al fin te encuentro. Y dio vuelta a su cabeza; encontró a Julia, quien venía en su búsqueda, la saludó con la mano desde lejos y retornó a mirar hacia el café. La muchacha de sus sueños había desaparecido. Julia no podía entender el porqué del modo displicente y hosco del trato de Alfredo, quien sin explicaciones le preguntó, bruscamente, por qué lo buscaba a esta hora. La joven se deshizo en titubeos, habló acerca de recordarle la puntualidad en los ensayos (ambos formaban parte del elenco del Teatro Romea). Observaba a su amigo, quien tenía la mirada puesta «en otro mundo», y lo sentía como si no fuera él, aquel a quien tenía tantos años conociendo. Alfredo se despidió de Julia y tomó el camino de regreso, aún sin haber saboreado un café. En lugar de volver a la librería se dirigió a casa con el ánimo de descansar un poco, ¿de su búsqueda infructuosa?
—Sea tu llegada bien recibida —dijo el poeta ciego al-Maizumi, al ver entrar a su recinto al poeta al-Kutandi. Al-Maizumi tenía humilde su morada, y acostumbraba dar lecciones de cálculo y poesía a quienes así lo solicitaran. Al-Kutandi entró al lugar, saludó a los jóvenes, mujeres y hombres, presentes, y así se dirigió al maestro: —Al-Maizumi, vengo a ti porque una frase flota en mi cabeza y no encuentro las palabras para darle continuidad. —¿Cómo dice tu pensamiento, querido amigo? —le pidió al-Maizumi. A lo que al-Kutandi respondió: —«Si tú vieras a quien hablas...». Al-Maizumi lo escuchó y guardó silencio, luego se llevó la mano a las sienes en señal de pensar, titubeó intentando pronunciar alguna palabra; entonces, una joven de ojos grandes y despiertos que estaba a su lado, se atrevió a continuar el verso diciendo al punto: —«Mudo quedarías del fulgor de sus alhajas. Brota la luna, en su cuerpo, por doquier y, en su ropaje, la rama juega.». Al-Kutandi no pudo disimular su asombro ante el acierto inesperado de aquellas palabras y preguntó a la joven su nombre. —Me llaman Zazhun, y soy de Granada —respondió ella. Y al-Kutandi recordó y reconoció aquellos ojos.
Alfredo despertó sudoroso. Eran esos los ojos a los que perseguía, los de la mujer de las apariciones, ¿qué podían significar estos sueños? Miró por la ventana y descubrió lo avanzada de la tarde, debía alistarse para salir con apenas tiempo, al ensayo del Teatro Romea. Llegó para cambiarse y comenzar el montaje. Todos, desde los técnicos de tramoya a los actores, le miraron con rabia y desprecio. Vicente estaba en el grupo; Alfredo notó cómo Julia esquivaba sus ojos con tristeza. Mudó su ropa y se dispuso a realizar su parte en el escenario. ¿A quién podría explicar su propia desazón? Alfredo, sobre el escenario, pronunció las palabras del poeta Sheij Muhammad Ibn al Habib: A través de limpiar el espejo del corazón El velo es apartado y aparecen en él las luces de la pureza del recuerdo. Su voz llegaba de otro mundo, y su apariencia también. A su lado Julia, envuelta en velos, recordaba la figura de la poetisa musulmana Wallada, hija del califa al-Mustakfi. Los versos que decía iban bordados a su túnica: Estoy hecha por Dios para la gloria, y camino orgullosa por mi propio camino. Doy poder a mi amante sobre mi mesilla y mis besos ofrezco a quien los desea. |
Cuento de Laura Antillano
De "Me haré de aire"
Monte Ávila Editores Latinoamericana C. A., 2021
Ver, además:
Laura Antillano en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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