Foucault, el monstruo y la vida
Ensayo de Raúl Antelo
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Resumen Aby Warburg definía su trabajo como una “ciencia sin nombre”, cuyo propósito era la metamorfosis de la historia del arte tradicional, entendida como historia de los objetos, para pensarla, en cambio, como historia de la psyche, una historia de la Cosa, reconocible en pathos formulae, fantasías, creencias, o sea, Ausdruck (expresión), una forma de cuestionar la perspectiva positivista, porque la expresión altera, profundamente, el punto de vista idealista con el cual se pensaba, por 1920, al arte, proceso que Warburg denominaba Dialektik des Monstrums. Poco después, Georges Bataille confesaba su fascinación por la América desaparecida, argumentando que la vida de los pueblos civilizados de la América precolombina no solo era prodigiosa por el hecho de su descubrimiento y su instantánea desaparición, sino también porque “jamás la demencia humana ha concebido una excentricidad más sanguinaria: ¡crímenes continuos cometidos a pleno sol por la mera satisfacción de pesadillas deificadas, fantasías aterradoras! Comidas caníbales de los sacerdotes, ceremonias con cadáveres y con arroyos de sangre, más que una aventura histórica evoca los deslumbrantes excesos descritos por el ilustre marqués de Sade”. Por primera vez, el siglo XX, como diría Éric Marty, se toma a Sade en serio, y piensa la cultura a partir de la violencia, la torsión, la metamorfosis, camino más tarde recorrido por Adorno, Klossowski, Blanchot, Lacan, Sollers, Barthes o Pier Paolo Pasolini. El mismo Bataille, poco después, retomaría esa forma de conceptualizar lo monstruoso y lo teratológico, en su análisis de los grabados de Regnault para Les écarts de la nature, imágenes de criaturas informes, de dos o ninguna cabeza, que le hacen concluir que los monstruos estarían situados, dialécticamente, en la otra vereda de la regularidad geométrica, tal como las formas individuales, pero de un modo irreductible. De allí proviene, en suma, cierta figuración de lo monstruoso, a la que accederemos en Foucault, Deleuze, Nancy. Palabras claves: monstruosidad, Bataille, Sade, Foucault, Deleuze, Nancy. Abstract Aby Warburg defined his work as a nameless science, the purpose of which was the metamorphosis of the history of traditional art, understood as the history of objects, in order to think of it as the history of the psyche, a history of the Thing, recognizable in pathos formulae, fantasies, beliefs, in other words, Ausdruck (expression). Soon after, Georges Bataille confessed his fascination with the America that had disappeared; he argued that life among the civilized pre-columbian peoples was nothing short of prodigious, not only because of their discovery and prompt disappearance but also because “never before had human insanity been bloodier and more eccentric: crimes committed continuously in broad daylight for the mere satisfaction of deified nightmares, terrifying fantasies!’’ Bataille himself, soon after, would return to that way of conceptualizing the monstruous and the teratological in his analysis of Reynault’s drawings for Les écarts de la nature, images of deformed creatures, two-headed or headless, which led him to conclude that monsters were probably situated, dialectically, on the other side of the geometrical continuum, such as individual forms, but irreducibly. That, in short, is the source of a certain portrayal of the monstrous, and can be seen in Foucault, Deleuze and Nancy. Key words: monstrosity, Bataille, Sade, Foucault, Deleuze, Nancy. Entre la inmanencia desesperada y la trascendencia por estaciones, entre la sumersión total y la emergencia sospechosa, persiste un espacio para la relatividad de una búsqueda infinita que mantiene despierta a la conciencia: esta conciencia no es sobre-conciencia confusionista, ni inconsciencia confundida o más bien es a la vez una y otra, pues, como hemos visto, se encuentra a la vez dentro y fuera, ya que no solo es conciencia del equívoco, sino también ella misma equívoco... Nuestro régimen humano es equívoco, y, sin embargo, no es el interesado quien debe decirlo; mejor todavía: ¡el ahogado no debería saberse ahogado! La conciencia de buena fe, por oposición a una conciencia deshonesta, demasiado prevenida, en exceso bien informada, aún es poco inocente: lejos de ser, como el ambigüista maquiavélico, la espectadora de un espectáculo, se encuentra comprometida en el equívoco; no es solamente equívoco su universo, sino también su situación y su destino mismo de conciencia. La conciencia finita que hace de la ambigüedad su especialidad o se especializa en la ambigüedad como el tenor en los trinos y el farsante en las farsas, esta semiconciencia no deja de estar relacionada con la tontería, si la tontería radica en quedarse allí, adoptar definitivamente un exponente determinado, tomar gusto por él e instalarse definitivamente en un determinado nivel medio: complacencia, adherencia, satisfacción estéril. son los caracteres de una conciencia demasiado burguesa que cree sobrevolar para siempre el caos. A esta instancia suprema y, no obstante, tan mediana, a esta trascendencia de la conciencia sedentaria, altamente encaramada y, sin embargo, tan mediocre, se opone una trascendencia siempre contestada, pues nuestro doble vasallaje, nuestra pertenencia a dos mundos, pone todo el tiempo en cuestión a la trascendencia. La criatura es, pues, bastante, intermediaria, pero en un sentido activo y dinámico. La criatura —explica Pascal— “no es ni ángel ni bestia.” ¿Qué significa esto? Quien no es ni lo uno ni lo otro (neutrum), ¿será acaso un tercer-ser, una criatura media instalada en el entre-dos, domiciliada en el entresuelo? ¡De ninguna manera! El ni ángel-ni bestia no es un tertium quid, un tercer orden intermedio entre la bestia y el ángel. ¿Hace falta, pues, pensar que es, a la vez, uno y otro (utrumque). Este caso nos remite, por otra parte, al precedente, pues si la criatura es un híbrido de espíritu y materia, por eso mismo representa un tercer género de existencia, que no es alma sin cuerpo ni cuerpo sin alma, que es a partes iguales mitad ángel y mitad bestia... La filosofía de la “simbiosis” juega así con los diversos sentidos de la preposición Con, y se representa a la pareja psicosomática con gusto como una yunta de dos seres apareados codo a codo bajo el mismo yugo. Al estar ambos juntos, el ser doble, cruce de ángel y bestia, sería algo así como un híbrido, en el sentido de la sirena y del centauro en los que la mujer-pez y el hombre-caballo son híbridos: ángel por sus alas, toro por sus pezuñas; en definitiva, una curiosidad teratológica. Esta imagen del alma-cuerpo es grotesca y absurda: quien no es un tercero tampoco es un híbrido o una mezcla de dos naturalezas, y, por decirle de algún modo, lo llamamos “anfibio”. Jankélévitch, 2010: 223-225. En ese pasaje, Vladimir Jankélévitch, el analista de Ravel y de Nin, el teórico de las paradojas de la moral, que no dibujan un límite pero trazan un umbral para aquello que permanece imprescriptible, el crítico de la síntesis y de la simbiosis, que él mismo estudió en la forma-rapsódica, enfoca, mediante el tópico de la ambivalencia, la cuestión que me gustaría desarrollar: la crítica de la modernidad, en cuanto crítica formal-ideal, no pasa de una religión y, si queremos realizar efectivamente una crítica material de esas categorías, es necesario abordar no ya la cuestión de la forma, pero sí la de la metamorfosis. La simbiosis, coexistencia pacífica o convivencia belicosa es una representación tan simplista como la neutralidad. Por lo tanto, existe una genealogía, en muchos pensadores del siglo XX, que puede señalar una línea de fuga para nosotros en ese particular. Aby Warburg, por ejemplo, definió su trabajo como algo monstruoso, una ciencia sin nombre, cuyo propósito era la metamorfosis de la historia del arte tradicional, no más entendida como historia de los objetos y sí como una historia de la psyche, una historia de la Cosa, reconocible en pathos formulae, fantasías, creencias, todo aquello que Warburg englobaba, en fin, en el término Ausdruck (expresión), una forma de contestar la perspectiva positivista, ya que la expresión altera profundamente el punto de vista idealista con el cual el arte era hasta entonces evaluado. Warburg denomina, en sus apuntes, a este proceso como Dialektik des Monstrums (Didi-Huberman, 2002: 273-514). José Emilio Burucúa, gran estudioso de Warburg, recuerda que ese método sufrió entre 1933 y 1948 un cierto congelamiento humanista, una súbita autonomización, cuando Fritz Saxl buscó ampliar los registros de las Pathosformeln de la civilización europea e incorporó a esa serie, creada por Warburg, la figura del hombre que lucha contra el animal, la figura del sufrido y la del mensajero celestial. A partir de ese momento, la vida de las Pathosformeln se convirtió en la vida de simples imágenes y la descripción pasional de sus avatares históricos se degradó en un simple itinerario iconográfico. Esto hizo que [E]l método trágico de Warburg, trágico debido al desgarramiento que produce una construcción historiográfica tensada entre lo universal de una categoría, por más históricamente determinada que se la considere, y lo particular, individual y fragmentario de sus concreciones reales sucesivas, se transformó en un apaciguado método iconográfico merced a Saxl y, mucho más todavía, a los trabajos de Erwin Panofsky (Burucúa, 2006:12-13). Por eso, Burucúa se impuso la tarea de “retomar el camino abierto por Aby Warburg e int entar hacer el repertorio de las Pathosformeln que han tejido y tejen todavía la experiencia cultural y civilizatoria de quienes nos tenemos por sucesores de la modernidad euroatlántica”. Porque esas formas representativas y significantes, auténticos vectores de una constelación emocional, serían “las intermediarias necesarias en todo proceso de pasaje o transferencia entre las esferas de lo racional-tecnológico y lo mágico que, según la teoría histórica de la cultura de Aby Warburg (...), es el prototipo de cualquier práctica de permanencia o de cambio cultural”, con lo cual Burucúa nos dice, en pocas palabras, que toda lectura descansa [C]asi exclusivamente en los términos de los conflictos, conciliaciones, coexistencias y combates entre la ratio de la iluminación científica, asociada al dominio técnico de la naturaleza, y la comprensión analógica que nos conduce a creer en una unidad mágica y consoladora del mundo, más allá del principio de no contradicción. Las Pathosformeln, llevadas a la plenitud de su intensidad significante y emocional en el plano de la estética, serían así los eslabones que, aun en los momentos de lucha más encarnizada entre los hombres tecnológicos y los hombres mágicos (...) o bien en los momentos de derrumbe de los sistemas racionales que provocan las grandes crisis de la economía y de la sociedad, salvan y hacen posible la comunicación mínima entre el logos y las analogías emocionales, la relación que preserva la unidad y la continuidad de la vida humana o de la cultura (...). Cada Pathosformeln se transmite a lo largo de las generaciones que construyen progresivamente un horizonte de civilización, atraviesa etapas de latencia, de recuperación, de apropiaciones entusiastas y metamorfosis. Ella es un rasgo fundamental de todo proceso civilizatorio históricamente singular (Burucúa, 2006: 12-13). No obstante, persiste en Burucúa la ambición de constituir un repertorio, como si esas Pathosformeln pudieran ser inventariadas temáticamente. Fabián Ludueña, heredero parcial de esa posición, la corrige y la expande en “Eternidad, espectralidad, ontología: hacia una estética trans-objetual”, el estudio preliminar al libro de Alain Badiou, Pequeño manual de inestética (2009) y también en su libro La comunidad de los espectros I. Antropotecnia (2010), en el cual prevalece una perspectiva no apenas deconstruccionista, sino también bioestética. Argumenta Ludueña que su proyecto espectral [I]ntenta hacer justicia a los muertos del horror y la catástrofe política (por ejemplo, del siglo XX), [y] se constituye a partir de la contestación de lo que Meillassoux denomina el “correlacionismo”, esto es, toda filosofía que postula que un acceso absolutamente realista al “Gran afuera” del sujeto cognoscente es imposible. Heredero directo del kantismo, el “correlacionismo” —en que podríamos situar la lectura warburguiana de Panofsky e incluso de Burucua— sostiene que ya sea gnoseológicamente, ya sea históricamente, o bien existencialmente, el sujeto está marcado ontológicamente por una finitud que hace que su percepción del mundo esté indisolublemente ligada a su condición subjetiva. Para el correlacionismo, la objetividad absoluta es imposible dado que solo podría existir, en un extremo, una objetividad de las categorías del sujeto cognoscente (deducción trascendental de las categorías de Kant) o bien, en el otro extremo, diversas formas de relativismo histórico-metafísico que cuestionan la posibilidad de establecer una verdad absoluta sobre un mundo plenamente accesible más allá de cualquier categoría (gnoseológica o histórica) del sujeto perceptor. En definitiva, es posible, según Meillassoux, superar el correlacionismo y estudiar las formas de funcionamiento de un mundo sin sujeto y, retomando y radicalizando la posición de Hume, asumir que en un mundo desprovisto del principio de razón suficiente (pero no así del principio de no contradicción), solo una forma de absoluto se impone: la necesidad de la contingencia. A partir de allí, se torna posible postular “la posibilidad efectiva de que las leyes de la naturaleza se rompan sin razón en provecho de una acontecimentalidad incompatible con ellas” (Ludueña Romandini, 2010: 207-208). Emanuele Coccia enaltece, en el trabajo de Ludueña, su interés por los espectros, o sea, el hecho de detectar que [I]l cristianesimo sia interamente pervaso dal tema del fantasma. Al centro dell’universo cristiano sta infatti una comunitá di spettri, i risorti, pensata come il fine e il compimento di tutte le comunitá e di ogni vita singolare terrestre. Ludueña ha dimostrato anche come la grande novitá del cristianesimo sia la politicizzazione di questo spazio, normalmente tenuto ai margini della vita politica e morale delle societá antiche. La teologia non sarebbe solo spettrale, sarebbe la disciplina della politicizzazione dello spettro o se si vuole l’invenzione di una nuova politica degli spettri (Coccia, 2010). El propio trabajo de Coccia y el del maestro de ambos, Agamben, se inscribe en esa línea. La angelología agambeniana, continuadora implícita de la de Eugenio D’Ors, no deja de ser, en ese sentido, y como quería Warburg, una Dialektik des Monstrums, en que los ángeles son [L]a controparte cerimoniale e liturgica dei solerti funzionari alati che eseguono sulla terra i decreti ‘storici’ della provvidenza. Ed é questa consustanzialitá fra angeli e burocrazia che il piú grande teologo del ventesimo secolo, Franz Kafka, ha percepito con visionaria precisione, presentando i suoi funzionari, messaggeri e aiutanti come angeli travestiti” (Agamben, 2009: 12). Basta leer la descripción que Warburg hace, en su cuaderno de viaje a Roma, en 1929, del protocolo vaticano para confirmar la tesis. La idea de Agamben es la de que “l’angelologia —non la storia— é il luogo in cui si compie la rivelazione e la redenzione del mondo”, y la gloria no es sino “l’altrafaccia del potere, la forma in cui il governo sopravvive al suo esercizio. E la mistica tanto giudaica che cristiana é (...) letteralmente soltanto ‘contemplazione del trono’, cioé del potere” (Agamben, 2009: 21). Fiel a esa línea, Ludueña reivindica, por lo tanto, una contingencia vinculada a lo fortuito (tanto como tyché, así como automaton), que son dos formas de impugnación de la physis, o sea, la necesidad. Pero eso implica preguntarnos al respecto de la naturaleza de una exclusión y de qué modo pensar la contingencia. Un filósofo tan sensible a la cuestión polisémica del barroco como Galvano Della Volpe, partiendo de la diferenciación establecida por Kant entre la contradicción lógica, que es una contradicción entre conceptos, y la oposición real entre los objetos del mundo, que es siempre una lucha por el poder, habría llegado a la certeza de que el antagonismo no puede ser una contradicción, simplemente porque la contradicción no puede ocurrir entre objetos lógicos. La filosofía hegeliana, al convertir los antagonismos sociales en simples contradicciones, mostró actuar como una filosofía idealista que reduce la realidad a conceptos, de lo que los dellavolpianos (y con ellos Laclau) concluían que los antagonismos sociales no son contradicciones, pero tampoco son oposiciones reales: son, por lo contrario, el límite de toda objetividad, el instante en que la sociedad descubre su imposibilidad de constituirse como orden objetiva, en una condición semejante a la de la constitución del Real lacaniano. En ese sentido y a partir del análisis de Badiou, en Lógica de los mundos, donde se comparan dos grupos de caballos, los de la gruta de Chauvet-Pont-d’Arc, en Ardéche, la misma filmada por Werner Herzog, en Cave of Forgotten Dreams (2010), y los de Picasso (separados por treinta mil años y por el desconocimiento, ya que Picasso no podía conocerlos porque fueron descubiertos después); Fabián Ludueña postula que el objetivo inestético de Badiou sería la creación sensible de la Idea, en la cual se reúnen finalmente creación y eternidad, una vez que ambas figuras, la de la cueva y la de Picasso, participan de la verdad y en ese sentido se diría que ambos artistas, el anónimo y el vanguardista, habrían pintado el mismo caballo. Como se ve, es la gran cuestión planteada por Aby Warburg; pero si observamos, además, que el objetivo del historiador del arte no era precisamente alinear una historia de las imágenes, sino componer con ellas un atlas de las experiencias inquietantes (unheimlichen Erlebens) que sacuden y agitan a los hombres a través de los tiempos, la temporalidad pasa a ser entonces un elemento mediador entre objeto y sujeto sensibles, una vez que se reconozca la condición absoluta (contingente) de esa temporalidad (Nachleben o vida póstuma), lo que nos permitiría reconocer la relevancia de la espectralidad para la experiencia estética. Pero no quiero alejarme de cierta cronología. Estábamos en 1923 con Aby Warburg y su dialéctica del monstruo. Cinco años después, poco antes de las ceremonias romanas presenciadas por Warburg, en que el poder religioso vaticano renunció al poder secular por los Tratados de Letrán, en una colaboración para los Cahiers de la République des Lettres, des Sciences et des Arts, Georges Bataille, cuyo medio siglo de desaparición se conmemora este año, confiesa irresistible fascinación en relación a la América desaparecida, argumentando que La vida de los pueblos civilizados de América precolombina no solo es prodigiosa para nosotros por el hecho de su descubrimiento y su instantánea desaparición, sino también porque sin duda jamás la demencia humana ha concebido una excentricidad más sanguinaria: ¡crímenes continuos cometidos a pleno sol por la mera satisfacción de pesadillas deificadas, fantasías aterradoras! Comidas caníbales de los sacerdotes, ceremonias con cadáveres y con arroyos de sangre, más que una aventura histórica evoca los deslumbrantes excesos descritos por el ilustre marqués de Sade (Bataille, 1928: 5-14). Por primera vez el siglo XX toma a Sade en serio, como diría Éric Marty (2011), y se piensa a la cultura a partir de la violencia, de la torsión, de la metamorfosis, un camino que más tarde sería recorrido también por Adorno, Klossowski, Blanchot, Foucault, Lacan, Deleuze, Sollers, Barthes o incluso Pier Paolo Pasolini. Poco después el propio Bataille retoma esa forma de conceptualizar la problemática del monstruo y de lo teratológico en otro texto, no menos pionero, escrito en 1930, en plena crisis del capitalismo. Allí él analiza algunas estampas incluidas por Regnault en Les écarts de la nature, imágenes de criaturas informes, con dos o ninguna cabeza, cuya incongruencia agresiva despierta en el espectador un cierto malestar. Ese desasosiego, afirma Bataille, está obscuramente relacionado a una paradójica seducción, que ya no se contiene en una tensión dicotómica, pero se derrama en la ambivalencia bipolar inherente a toda evaluación. Bataille concluía su análisis de esos seres naturales de excepción afirmando que “les monstres seraient ainsi situés dialectiquement á l’opposé de la régularité géometrique, au méme titre que les formes individuelles, mais d’une fa^on irreductible” (Bataille, 1930: 79). Él mismo ilustra la idea con las palabras del cineasta Serguéi Eisenstein, en el sentido de que la determinación de un proceso dialéctico, en hechos tan concretos como una imagen, sería particularmente chocante para la sensibilidad de las masas, como queda probado en su película posterior ¡Que viva México! Pero casi simultáneamente, en 1931, un amigo de Bataille, el filósofo Walter Benjamin, proponía, en su “Pequeña historia de la fotografía”, un inconsciente óptico que, entre otros casos, se ilustra con Urformen der Kunst, las protoformas del arte, el libro de fotografías de flores y plantas que Karl Blossfeldt había publicado en 1928, objeto de una reseña por parte no solo de Benjamin sino también de Bataille. De hecho, algunas de esas fotos ilustrarían otros textos de Documents, no solo el artículo de Michel Leiris sobre los rascacielos, como también un significativo ensayo de Bataille, “El lenguaje de las flores”, publicado en el tercer número de la revista. En él, Bataille presenta a las imágenes escultóricamente, per via di levare, y tal como en el método arqueológico del psicoanalista, extrae del bloque informe de la vida biológica un retrato cuya imagen ya no reproduce, ni siquiera revela, una figura, sino que produce solamente al sujeto-expuesto[1], que sería contemporáneamente estudiado por Didi-Huberman, quien, apoyado en Kracauer, Brecht, Benjamin o Adorno, concluye que no basta con decir [Q]ue les peuples soient exposés en général: il faut encore se demander dans chaque cas si la forme d’une telle exposition —cadre, montage, rythme, narration, etc.— les enferme (c’est-á-dire les aliéne et, en fin de compte, les expose á disparaitre) ou bien les désenclave (les libére en les exposant á comparaitre, les gratifiant ainsi d’une puissance propre d’apparition) (Didi-Huberman, 2009: 7-17). En pocas palabras, aun cuando Carl Einstein se refiera al carácter preservado de las formas tectónicas presentes en la obra de los modernistas, él está pensando la escultura a partir de las operaciones emprendidas por Giacometti, Picasso o Bráncu§i, que no solo se apropiaron de formas simbólicas “primitivas”, africanas, sino que percibieron en ellas que el espacio cúbico revela la auténtica potencia tectónica de la escultura. Como en ellas prevalece lo plástico en detrimento de lo pictórico, he aquí que el primitivo, entendido como fuerza tectónica, queda así preservado y abre la posibilidad de una supervivencia para la imagen. Más que pensar el dualismo metafísico entre lo interno y lo externo, lo tectónico le permite a Carl Einstein pensar la intimidad del objeto, injertando al tiempo en esa concepción discursivo-filosófica para así obtener una clara espacialización del tiempo. De ahí deriva la comprensión, si se quiere, mallarmeana del concepto de aparación en Didi-Huberman. Por lo tanto, la tensión entre el pasado y el presente no se inscribe más en la linealidad inequívoca del tiempo vivido, ni siquiera en la lógica de rescate de un recuerdo rememorativo, sino que postula la supervivencia del pasado en una superficie de exposición o aparición punzantes. La presencia ya no dispone, por lo tanto, de la posibilidad fenomenológica de, sin más, aparecer y, en compensación, las múltiples temporalidades de la obra se vuelven ahora externas o incluso superiores a las propias formas de expresión. Esta vía, bueno es no olvidarlo, fue abierta por Carl Einstein. En un texto que es el prefacio del catálogo de una exposición de esculturas hititas, etruscas, egipcias y griegas, realizada en 1933, en Nueva York, Carl Einstein completa la idea diciendo que el hombre moderno, sediento de acción, busca la supervivencia y por lo tanto se refugia en las formas tectónicas. Pues esa idea nos confirma que Einstein combatía la concepción lineal y progresista del tiempo, con una fe inamovible en las regresiones históricas periódicas. Por eso reivindicaba la irrupción del non-sense en la vida moderna, en contradicción con las normativas biopolíticas del empirismo. En 1919 ya había reivindicado en las páginas del periódico Die Gemeinschaft, o sea, la comunidad, que el primitivo representaba un rechazo de la tradición artística capitalizada, porque las masas son en verdad el propio artista (Einstein, 1981a:19-20). Como en la monografía de Braque o en los posteriores análisis de Klee, Miró o Masson, en su fase anarquista militante, Einstein atribuía al primitivo una serie de ventajas: sentido comunitario de la vida, alucinación simbólica, metamorfismo, recurso a los poderes arcaicos del inconsciente, así como a las prácticas mánticas de sociabilidad y, no menos, a las fuerzas tectónicas. En Die Kunst des 20. Jahrhunderts (1926), por ejemplo, Carl Einstein aborda la cuestión del primitivismo en referencia a Klee, argumentando que en él “l’art retrouve la force d’étre un moyen magique et de prophétiser l’avenir” (Einstein, 2011: 362). Son las dos vertientes del Angelus Novus teorizadas por Benjamin. En un artículo sobre Juan Gris para la revista Europa define taxativo: “Les formes tectoniques fondamentales ne sont autres que les formes du corps humain, ce qui explique que nous les prenions comme mesure de toutes choses” (Einstein, 1981e: 528). En otro artículo sobre Picasso, cuatro años después, todavía hablaría de las alucinaciones tectónicas (Einstein, 1981b: 476-478) y, en sus notas sobre el cubismo para la revista Documents, también de 1929, estipula que lo tectónico es lo que mejor se aplica para alcanzar la tridimensionalidad. “Au lieu de donner comme avant un groupe de divers mouvements objectifs, on crée un groupe de mouvements optiques subjectifs. Lumiére et couleur sont utilisées dans un sens tectonique pour appuyer la construction” (Einstein, 1981c: 489). Se sabe que Einstein toma el concepto de tectónico de la obra de Adolf von Hildebrand, sin embargo, no menos relevante es el uso que a él atribuyen también Wolfflin, Riegl o Worringer. Para Wolfflin, por ejemplo, lo tectónico, como forma cerrada, se opone a la forma abierta, al paso que Riegl utiliza lo tectónico para referirse a las monumentales construcciones arquitectónicas del antiguo Egipto y de Grecia. A partir de esa noción se deriva en los escritos de Einstein una teoría de la imagen. En efecto, como para él la función de la imagen era la de garantizar la supervivencia inmemorial de la experiencia, Einstein reconocía dos representaciones antagónicas de la muerte. La representación naturalista, pautada por el miedo a la muerte, nos dice en los “Aforismos metodológicos”, intentaría eternizar el precursor y mantener la supervivencia de la familia en su propio ámbito doméstico. Ya la representación metafísica buscaría, por el contrario, una interpretación tectónica, táctil, del arte, en la cual es más relevante el contacto que la vista. Sin embargo, ambas propondrían a la imagen como una memoria fijada, en que lo duradero deja de estar naturalmente sujeto a la muerte y la imagen pasa, sin embargo, a ser más poderosa, incluso, que los propios vivientes. En esa misma línea de análisis, en uno de los artículos para el “Diccionario crítico” de la revista Documents, Einstein afirma que lo absoluto pertenece a los tipos “tectónicos estáticos”, que se opondrían al hombre serpiente de la actualidad, que cree únicamente en la identidad más banal y rasa, ejerciendo así una libertad parcial que tras haberse olvidado de la muerte, pasó a limitarse a los tabús (Einstein, 1981d: 491-492). Aunque singular en su uso, el concepto de lo tectónico estaba, sin embargo, lejos de ser un descubrimiento exclusivo de Einstein. En el mismo número en que el escritor alemán reivindica a lo tectónico como principio metodológico, el coeditor de la revista, Georges Bataille, hablaba del frenesí de las formas y de cierta abyección de los monstruos naturales, algo que evidentemente reanudaba la noción de imagen síntoma, propuesta por Aby Warburg, tomando la contorsión como modelo (Didi-Huberman, 2002: 284-306). En el número siguiente, Bataille se detenía en la función de la arquitectura y decía que la arquitectura expresa el étimo de las sociedades, así como la fisonomía revela el ser de los hombres. Pero esa norma se ajusta exclusivamente a los altos dignatarios sociales, porque solamente el yo ideal de la sociedad, aquel que ordena y prohíbe con auctoritas, se manifiesta en las composiciones arquitectónicas, concebidas como auténticas represas que contienen la energía de las masas. Cuando la composición se encuentra afuera, más allá de los monumentos, es ahí que actúa un gusto no identificado con la autoridad humana o divina, sino con la potestas o la potencia spinozista del ser. La arquitectura se convertiría entonces en un modo residual de escapar de lo utilitario y, en último análisis, de poder abandonar la obra, optando por aquello que hay de an-estético o in-operante en una construcción. En ese segundo número de Documents, en 1929, se publica el importante estudio de Einstein sobre Masson, en el cual, probablemente para diferenciarse del amigo Bataille, las formas tectónicas, reivindicadas en los aforismos metodológicos, son ahora substituidas por formas alucinatorias y metamorfosis de identificación totémica. Por lo tanto, vemos cuál es la genealogía del concepto de monstruo con que trabaja Bataille, en que “les monstres seraient ainsi situés dialectiquement á l’opposé de la régularité géometrique, au méme titre que les formes individuelles, mais d’une fa^on irreductible”, y hasta qué punto la cuestión se toca con la teoría de la imagen de Eisenstein y Benjamin, que no revelan una figura individual, sino que producen al sujeto expuesto. Así las cosas, la cuestión de la monstruosidad queda entonces asociada a un concepto que sería fuertísimo en la metodología de Foucault: el de arqueología. En efecto, en el séptimo número de Documents, en diciembre de 1929, Bataille abre precisamente el “Diccionario crítico” de la revista con un artículo sobre lo informe, en el cual defiende la idea de que toda arkhé es informe. Ese texto funciona de dos modos, en parte como una especie de manifiesto de la propia escritura de Bataille, pero también como prefacio a un conjunto potencial de otros escritos suyos y de otros pensadores de la cultura. Cabría preguntarse, pues, con Jankélévitch: ¿[Q]ué es lo informe sino el laboratorio nocturno de las formas y el principio fecundo, original y maternal de todas las determinaciones plásticas? Lo informe es un inicio y una promesa, al igual que lo Amorfo primordial de la teología negativa, que era poder y posibilidad de todos los seres; como la inocencia, lo informe es una especie de anunciación. Entre lo informe y lo deforme hay la misma distancia que entre la indeterminación-más-allá y la indeterminación-más-acá, que entre la fealdad antecedente y la fealdad consecuente: la fealdad antecedente es, como en Sócrates, una fealdad de indiferenciación anterior a la disyunción entre lo bello y lo feo, entre las risas y las lágrimas, entre lo cómico y lo trágico, entre el placer y el dolor; y la fealdad consecuente es un monstruo nacido de la forma, un aborto engendrado a partir del suplicio de la forma, un rictus que es la unión contra natura del dolor con la risa (Jankélévitch, 2010: 191). Por lo tanto, la muy posterior posición de Foucault, por ejemplo, remontaría a un rescate de ese rictus, que es un ajuste de cuentas con Bataille. Recordemos que para Foucault la temática teratológica del informe remite a la cuestión de la sexualidad y que aquello que caracteriza a la sexualidad no sería el hecho de finalmente haber encontrado el lenguaje de su expresión, sino el de haber sido, mediante la violencia de sus discursos, desnaturalizada y lanzada a la abyección de un espacio vacío —lo informe— donde se depara solamente con la forma tenue del límite, donde ya no dispone de ningún más allá de sí, sino el propio frenesí que la rompe y lacera. Para Foucault, ni Sade, ni Freud, nos enseñaron a liberar la sexualidad, tan solo Bataille nos llevó exactamente a su límite: límite de la conciencia, en el inconsciente; límite de la ley, como único contenido universal del interdicto; límite del lenguaje, porque ella traza, nos dice Foucault, por lo demás, con una terminología utilizada también por Sloterdijk, la línea de espuma de lo que se puede alcanzar en la arena del silencio, es decir, en la línea de la transgresión. Pues aquello que Foucault desarrolla en el “Prefacio a la transgresión” anuncia una teoría posterior en Agamben: la de la profanación como uso de lo imposible. La transgresión surge entonces como un gesto relativo al límite para, en la tenue espesura de la línea, manifestar no solo el fulgor de su pasaje, sino también la trayectoria integral que nos devuelve al propio origen. La transgresión transforma el límite último del ser en umbral incipiente, porque transpone una línea que se cierra una vez más, tras de sí, en un movimiento de memoria imperceptible, retrocediendo hasta el horizonte de lo infranqueable. Pero ese juego va más allá de ubicar tales elementos en tensión dialéctica. Al contrario, lo informe de la transgresión, como previera Bataille, en Les écarts de la nature, los sitúa en la inseguridad y labilidad que la misma razón les atribuye. O limite e a transgressáo devem um ao outro a densidade de seu ser: inexisténcia de um limite que náo poderia absolutamente ser transposto; vaidade em troca de uma transgressáo que só transporia um limite de ilusáo ou de sombra. Mas terá o limite uma existéncia verdadeira fora do gesto que gloriosamente o atravessa e o nega? O que seria ele depois e o que poderia ter sido antes? E a transgressáo náo se esgota no momento em que transpoe o limite, náo permanecendo em nenhum outro lugar a náo ser nesse ponto do tempo? (Foucault, 2001: 32). Por lo tanto, la transgresión no funciona, con relación al límite, como el negro para el blanco o lo prohibido para lo permitido o el excluido para el ciudadano. No es dicotómica sino bipolar, Bataille dixit. Está conectada al límite por una relación en espiral, que ninguna infracción linear consigue de hecho extinguir. Para esa experiencia, Carl Einstein reservaba el nombre de transvisual. Pero Foucault, aplicado lector de Bataille y de la revista Documents, lanza la hipótesis de que la inoperosidad de la transgresión tal vez se asemeje en rigor al relámpago en la noche, que “desde tempos imemoriais, oferece um ser denso e negro ao que ela nega, o ilumina por dentro e de alto a baixo, deve-lhe entretanto sua viva claridade, sua singularidade dilacerante e ereta, perde-se no espado que ela assinala com sua soberania e por fim se cala, tendo dado um nome ao obscuro” (Foucault, 2001:33). Conocemos la marca indeleble que el problema de la mirada tiene en la obra de Foucault. Michel de Certeau, Christine Buci-Glucksmann, Gilles Deleuze, John Rajchman o Martin Jay, entre tantos otros, han insistido en ese tópico. Denis Hollier señala incluso la atracción que sobre Foucault ejercían ciertos ensayos de orientación no fenomenológica, en cuanto a la temática de la mirada, especialmente los textos sobre mimetismo de Caillois, tan latinoamericanos y tan decisivos, además, para las elaboraciones de lo Real en Lacan y del barroco en Sarduy. No obstante, poco se ha reparado en la deuda contraída por esas teorías con relación al antiocularcentrismo de las primeras vanguardias. Para Foucault, el monstruo, que es femenino pero también masculino, define el espacio de una experiencia que recompone, en su forma vacía, su propia ausencia, convertida, por eso mismo, en centelleante. En ella [O] sujeito que fala, em vez de se exprimir, se expoe, vai ao encontro de sua própria finitude e sob cada palavra se vé remetido á sua prórpia morte. Um espado que faria de qualquer obra um desses gestos de “tauromaquia” de que Leiris falava, pensando nele próprio, mas sem dúvida também em Bataille. É em todo caso na praia branca da arena (olho gigantesco) que Bataille fez essa experiéncia, essencial para ele e característica de toda a sua linguagem, que a morte comunicava com a comunicagao e que o olho arrancado, esfera branca e muda, podia se tornar germe violento na noite do corpo, e tornar presente a auséncia da qual a sexualidade nao parou de falar, e a partir da qual ela nao parou de falar (Foucault, 2001: 46). A través del elemento informe, simple dato descolorido y descascarado, restituido a la noche original, mántica, la gran virilidad luminosa, que se realiza en la muerte, la inoperancia o desactivación de los dispositivos biopolíticos, logra cuestionar efectivamente el ocularcentrismo, y por eso Foucault decía que el ojo bataillano es reconducido a su noche, porque “o globo da arena se revira e oscila; mas é justamente o momento em que o ser aparece e em que o gesto que transpoe os limites toca a auséncia mesma” (Foucault, 2001: 46). Es el momento del brillo discontinuo e intermitente, en el cual el resplandor se convierte en la Cosa (das Ding), lo neutro. Foucault encuentra allí una energía nada servil para oponerse a la etnografía y al psicoanálisis. Pero es también allí donde vislumbra finalmente una salida para la genealogía de lo contemporáneo, porque Do interior da linguagem experimentada e percorrida como linguagem, no jogo de suas possibilidades estiradas até seu ponto extremo, o que se anuncia é que o homem é “finito” e que, alcanzando o ápice de toda palavra possível, náo é ao coragáo de si mesmo que ele chega, mas ás margens do que o limita: nesta regiáo onde ronda a morte, onde o pensamento se extingue, onde a promessa da origem recua indefinidamente. Era imprescindível que esse novo modo de ser da literatura fosse desvelado em obras como as de Artaud ou de Roussel —e por homens como eles; em Artaud, a linguagem, recusada como discurso e retomada na violéncia plástica do choque, e remetida ao grito, ao corpo torturado, á materialidade do pensamento, á carne; em Roussel, a linguagem, pulverizada por um acaso sistematicamente manejado, conta indefinidamente a repetigáo da morte e o enigma das origens desdobradas. E, como se essa prova das formas da finitude na linguagem náo pudesse ser suportada, ou como se ela fosse insuficiente (talvez sua insuficiéncia mesma fosse insuportável), foi no interior da loucura que ela se manifestou —oferencendo-se assim a figura da finitude na linguagem (como o que nela se desvela), mas também antes dela, aquém dela, como esta regiáo informe, muda, náo-significante onde a linguagem pode liberarse. E é realmente neste espado assim posto a descoberto que a literatura, com o surrealismo primeiramente (...), depois, cada vez mais puramente, com Kafka, com Bataille, com Blanchot, se deu como experiéncia: como experiéncia da morte (e no elemento da morte), do pensamento impensável (e na sua presenta inacessível), da repetigáo (da inocéncia originária, sempre lá, no extremo mais próximo da linguagem e sempre o mais afastado); como experiéncia da finitude (apreendida na abertura e na coergáo dessa finitude) (Foucault, 2001: 400-401). Foucault inequívocamente señala un más allá de la finitud (Meillassoux, 2006). Tal como Bataille trazaba, en la profundidad de la gruta, una línea tangente que atraviesa erotismo y muerte, Foucault ejemplifica el mismo fenómeno con la transparencia de las vidrieras, pero lo esencial en esa distancia impenetrable, milimétrica como una línea, no es que ella excluya, sino que ella se abra. Libera, de un lado y del otro del vidrio, dos espacios que tienen el secreto de ser el mismo espacio, de estar por entero aquí y allá, de estar donde están, pero a una distancia infinita de sí. Esos espacios ofrecen su interioridad, su cálida caverna, nos dice Foucault, pensando seguramente en Lascaux, en Ardéche, en el “Origen del mundo”. Esas superficies exhiben unos rostros nocturnos situados más allá de ellos mismos y que, sin embargo, se exponen a la vecindad más próxima de nosotros, en persona, en tercera persona. El movimiento casi inmóvil de esa distancia y de ese retard, esa atención reconcentrada en lo idéntico y la ceremonia instalada en la dimensión suspendida de lo intermedio no nos descubren exactamente un nuevo espacio, ni siquiera una región desconocida o una estructura o una regularidad ocultas, sino una relación constante, móvil, interior al propio lenguaje y que, apoyado en Philippe Sollers, Foucault llama ficción. Para delinearla, Foucault desdeña las rupturas transcendentes, las originalidades irreductibles entre textos, e intenta establecer, entre una obra y otra, una relación visible que puede ser designada con cada uno de los elementos en juego. Una relación que no sea ni del orden de la semejanza (influencias, imitación), ni del orden de la substitución (sucesión, precursividad, posteridad). Una relación tal que, en las obras detentoras de esa función, se pueda definir su valor, ya sea adelante, al lado o a distancia de las otras, basándose, al mismo tiempo, en su diferencia y en su simultaneidad, pero haciéndolo, sin embargo, sin privilegios ni concesiones, solamente como extensión de una red. Una red como esa puede, sin duda, ser monstruosa. Esa red, aunque la historia haga que aparezcan sucesivamente sus trayectos, cruces y nudos, puede y debe ser recorrida por la crítica según un movimiento reversible (esa reversión modifica ciertas propiedades, pero no contesta la existencia de la red, por ser justamente esa una de sus leyes fundamentales); y si la crítica aún conserva una función, o sea, si el lenguaje necesariamente secundario de la crítica puede dejar de ser un lenguaje derivado, aleatorio y fatalmente dominado por la obra, si puede ser, al mismo tiempo, secundario y fundamental, es en la medida en que hace llegar, por primera vez, hasta las palabras mismas esa red de obras que es, para cada una de ellas, su propio mutismo (Foucault, 2001b: 66-67). Pero todo ese debate, como el mismo Foucault lo admite, está prefigurado por los surrealistas, bastante próximos de las posiciones de Einstein o Benjamin. Los textos de Foucault sobre Roussel, Bataille, Ponge, Magritte o, incluso, la necrológica dedicada a Breton, son testigos inequívocos de su interés por la estética surrealista. Por lo tanto, la mirada que Tel quel le dirige al jefe del surrealismo no es exactamente una retrospección legitimadora. Es que, en efecto, esa vanguardia se esforzó, en sus experiencias, por la búsqueda de una realidad que las convirtiera en posibles y les diera, más allá de cualquier lenguaje, un poder imperioso de aparición. En resumen, que invitado a definir finalmente lo ficticio que atravesaba esas posiciones, Foucault se inclina, sin rodeos, en decir que la ficción es la nervadura verbal que no existe tal como es (Foucault, 2001b: 69). Y luego, en un texto posterior a Las palabras y las cosas, “Atrás de la fábula” (1966), Foucault vuelve a la definición para discriminar fábula de ficción. “A fábula é feita de elementos colocados em uma certa ordem. A fic^áo é a trama das rela^óes estabelecidas, através do próprio discurso, entre aquele que fala e aquele do qual ele fala. Fic^áo, ‘aspecto’ da fábula” (Foucault, 2001: 210). Espejo de ella, la ficción, por lo tanto, tendría así la irreductibilidad de lo viviente. Pero, con el pasar de los años, Foucault flexibilizaría, sin embargo, esa ecuación igualitaria entre arte y vida. De hecho, ese escenario, trazado en la conclusión de Las palabras y las cosas y en los textos correlatos, adquiriría mayor definición, tal vez, diez años más tarde, en 1975, cuando Foucault desarrolle en el Collége de France su seminario sobre los anormales. En él Foucault logra aislar los dos polos que constituirían la figura del monstruo, que de su punto de vista serían el incesto real y el canibalismo de los marginales, el soberano despótico y la masa rebelde (Foucault, 1999: 96-97). Pero, admitiendo esa hipótesis, recordemos que, en su artículo sobre lo informe, Bataille ya había dicho que un paradigma —como un diccionario— solo podría empezar a partir del momento en que no diera más el sentido de las palabras, sino sus prescripciones. Y Jean-Luc Nancy nos recuerda, asimismo, en su ensayo sobre el hermafrodita de Nadar, que donde hay sentido hay sexo (“le sexe est sens”) porque el sexo no se limita a producir o poseer un sentido, y tal vez ni se pueda, en verdad, definir qué sentido hace o tiene el sexo. Pero lo que es incontestable es que el sexo es el sentido del cuerpo. Entonces regresemos, una vez más, a Carl Einstein: “les formes tectoniques fondamentales ne sont autres que les formes du corps humain, ce qui explique que nous les prenions comme mesure de toutes choses”. El monstruo es ese cuerpo hermafrodita y ciclópico que con un único ojo vaciado nos contempla. Por eso, cuando se habla de los monstruos, se habla de algún modo del sin sentido de lo informe, pero también del dispendio que marca la vida desnuda (Deleuze, 1999: 129). El monstruo (lo Uno, el Mal) es en verdad el Dos, un par de grandes serpientes o pájaros que, en el lugar de la cabeza, tienen una hoguera; seres que luchan durante la noche, “echándose chispas y quemándose mutuamente hasta la madrugada, para volver a comenzar la noche siguiente, y así per secula seculorum”, como ya registraba Ambrosetti a principios del siglo XX (Ambrosetti, un antropólogo argentino leído y mencionado por Carl Einstein en sus escritos). Sin embargo, fijémonos en el hecho de que, en sutil discrepancia con Foucault, Jean-Luc Nancy traza finalmente la línea sagital que, incorporando la lección de Lacan, une lo informe, el monstruo y la diferencia. La différance est la propriété —l’inappropriable propriété— de ce qui n’arrive qu’á ne pas arriver: ce qui n’a lieu qu’á ne pas aboutir, ce qui n’advient qu’á ne pas se produire. Non pas ce qui serait toujours en manque ou en défaut de soi, mais tout au contraire ce qui immanquablement se porte au-delá de soi. Ce qui de soi s’excéde: l’un qui se divise pour étre “plus un que un”. Le sexe est excés, il est excés sur lui-méme, en différance de soi. La différance est excédence et cette excéndence est jouissance. Le sexe essentiellement jouit: c’est-á-dire désunit son union, unit sa désunion. Jouir exaspére á la fois conjonction et disjoction, concert de leur dissonance (Nancy, 2009: 62-63). Admitamos, entonces, la hipótesis de Deleuze: el pensamiento es monstruoso. Giorgio Agamben pondera que, por una rara coincidencia, los últimos textos de Michel Foucault y Gilles Deleuze, antes de morirse, tienen como punto central, en ambos casos, el concepto de vida. Más allá de las afinidades de una amistad intelectual profunda, el hecho implica la enunciación de un testamento que anuncia la filosofía venidera, de la cual Agamben, pero podríamos también decir Peter Sloterdijk, serían acabados representantes. Para retomar una diferenciación propuesta por Duchamp, cuya obra también consiste en un adiós a la institución, a la pintura —recordemos que, para Apollinaire, Duchamp estableció una nueva relación entre arte y pueblo— podríamos decir que, en los ensayos escritos entre el Nacimiento de la clínica y Las palabras y las cosas, Foucault todavía es tributario del objet d'art, tal como fue fijado por la tradición mallarmeana, pero que, en los últimos escritos, señala un pasaje al objet-dard, no solo en la condición sagital del lenguaje, sino también en la idea paradójica que el dardo connota en el análisis bataillano de Las lágrimas de Eros, al postular que la literatura, en cuanto simulacro por contacto, se construye tal como el dardo duchampiano, por vaciamiento informe, de cera, en una entrepierna abierta, a la manera del Origen del mundo de Courbet. La fábula (la apariencia, según Duchamp) es el elemento aprehensible, al paso que la aparición (la ficción) es invisible y silenciosa, captada por sensaciones que tocan el cuerpo, como efecto de un pensamiento, pero no de una emoción. La ficción de naturaleza luminosa es un objeto que emana. No pasa de una aparición, un brillo, que conserva, como un simulacro, la sensación afectiva de la imagen que se mira. Por lo tanto, la ficción es un modelado, un trazo, una transposición, el vestigio de una vida desaparecida que estaba allí, la sombra de algo que falta en su lugar, una figura vaciada, obtenida por sustracción pero que, sin embargo, nos señala una deriva ética fundamental para el arte contemporáneo: el pasaje de la Estética a la Estesía, o sea, la anestética. Todo eso converge claramente en el pensamiento de Foucault, asociando estética y vida. En efecto, al reseñar Mil mesetas, Foucault denominó la apuesta de Deleuze y Guattari como un intento de introducción a la vida no fascista. Como reanudación de esa vie moderne soñada por Baudelaire, la vida no fascista será pensada en seguida por Agamben como la tensión entre dos modelos de vida: la vida desnuda y la vida sometida a la paideia, a la biopolítica, en pocas palabras, la zoé versus la bios. De cierta forma, el concepto de survie de Jacques Derrida se inscribe también en esa perspectiva. Uno de los textos de Michel Foucault en que mejor se manifiesta ese sutil pasaje en dirección a la problemática de la vida es el prefacio que él escribe para un libro no editado sobre los hombres infames. En la senda de su Historia de la locura y de su estudio sobre Herculine Barbin, Foucault emprende con la historiadora Arlette Farge una antología de textos conservados en los archivos del Hospital General y de La Bastilla. En el prefacio de esa antología, Foucault estipula la génesis de esa ontología de nosotros mismos que él perseguía como clave de la modernidad. Aunque larga, creo imprescindible citar la conclusión de ese estudio que usa la vida —la vie au-delá de la vie, la vie plus que la vie, como diría Derrida— para definir la literatura, con lo cual el modelo de la ficción, tal como fue investigado en la época de Tel quel, se transforma en el modelo de una sur-littérature, la literatura que sobrevive a la propia literatura. Decía Foucault en aquella ocasión que La fábula, en el sentido estricto del término, es lo que merece ser dicho. Durante mucho tiempo, en la sociedad occidental, la vida de todos los días no ha podido acceder al discurso más que atravesada y transfigurada por lo fabuloso; era necesario que saliese de sí misma mediante el heroísmo, las proezas, las aventuras, la providencia y la gracia, o, eventualmente, el crimen; era preciso que estuviese marcada de un toque de imposibilidad. Únicamente entonces esa vida se convertía en algo decible; lo que la colocaba en una situación inaccesible le permitía al mismo tiempo funcionar como lección y ejemplo. Cuanto más se salía de lo ordinario la narración, mayor fuerza cobraba para hechizar o persuadir. En este juego de lo “fabuloso-ejemplar” la indiferencia a lo verdadero y a lo falso era por tanto fundamental. Y si en ocasiones se emprendía la tarea de dejar traslucir en sí misma la mediocridad de lo real, se trataba únicamente de un recurso para provocar un efecto cómico: el simple hecho de hablar de ello movía a risa. Desde el siglo XVII Occidente vio nacer toda una “fábula” de la vida oscura en la que lo fabuloso había sido proscrito. Lo imposible o lo irrisorio dejaron de ser la condición necesaria para narrar lo ordinario. Nace así un arte del lenguaje cuya tarea ya no consiste en cánticos a lo improbable sino en hacer aflorar lo que permanecía oculto, lo que no podía o no debía salir a la luz, o, en otros términos, los grados más bajos y más persistentes de lo real. En el momento en el que se pone en funcionamiento un dispositivo para obligar a decir lo “ínfimo”, lo que no se dice, lo que no merece ninguna gloria, y por tanto lo “infame”, se crea un nuevo imperativo que va a constituir lo que podría denominarse la ética inmanente del discurso literario de Occidente: sus funciones ceremoniales se borrarán progresivamente; ya no tendrá por objeto manifestar de forma sensible el fulgor demasiado visible de la fuerza, de la gracia, del heroísmo, del poder, sino ir a buscar lo que es más difícil de captar, lo más oculto, lo que cuesta más trabajo decir y mostrar, en último término lo más prohibido y lo más escandaloso. Una especie de exhortación, destinada a hacer salir la parte más nocturna y la más cotidiana de la existencia, va a trazar —aunque se descubran así en ocasiones las figuras solemnes del destino— la línea de evolución de la literatura desde el siglo XVII, desde que esta comenzó a ser literatura en el sentido moderno del término. Más que una forma específica, más que una relación esencial a la forma, es esta imposición, iba a decir esta moral, lo que la caracteriza y la conduce hasta nosotros en su inmenso movimiento: la obligación de decir los más comunes secretos. La literatura no absorbe solo para sí esta gran política, esta gran ética discursiva; ni tampoco se reduce a ella enteramente, pero encuentra en ella su lugar y sus condiciones de existencia. De aquí la doble relación que la literatura tiene con la verdad y con el poder. Mientras que lo fabuloso no puede funcionar más que en una indecisión entre lo verdadero y lo falso, la literatura se instaura en una decisión de no verdad: se ofrece explícitamente como artificio, pero comprometiéndose a producir efectos de verdad que son como tales perceptibles. La importancia que en la época clásica se ha concedido a lo natural y a la imitación constituye sin duda una de las primeras formas de formular este funcionamiento “de verdad” de la literatura. La ficción ha reemplazado desde entonces a lo fabuloso; la novela se liberó de lo fantástico y no se desarrollará más que liberándose totalmente de sus ataduras. La literatura forma parte, por tanto, de este gran sistema de coacción que en Occidente ha obligado a lo cotidiano a pasar al orden del discurso, pero la literatura ocupa en él un lugar especial: consagrada a buscar lo cotidiano más allá de sí mismo, a traspasar los límites, a descubrir de forma brutal o insidiosa los secretos, a desplazar las reglas y los códigos, a hacer decir lo inconfesable, tendrá por tanto que colocarse ella misma fuera de la ley, o al menos hacer recaer sobre ella la carga del escándalo, de la transgresión, o de la revuelta. Más que cualquier otra forma de lenguaje la literatura sigue siendo el discurso de la “infamia”, a ella le corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado. La fascinación que ejercen entre sí desde hace años el psicoanálisis y la literatura es significativa, pero es preciso no olvidar que esta posición singular de la literatura no es más que el efecto de un dispositivo de poder determinado que atraviesa en Occidente la economía de los discursos y las estrategias de lo verdadero (Foucault, 1992: 199-201). Herederos de esa tradición, Giorgio Agamben, Peter Sloterdijk o Alain Badiou le dieron diversas nuevas elaboraciones al problema. El primero, a través de la fábula inmanente de la potencia pasiva en Bartleby[2]. El segundo, materializando la ficción de vida posible a partir de la instancia auto-ficcional de las esferas. Alain Badiou, en su turno, en respuesta a cómo evitar la trampa de un arte formalista romántico, definió en sus “Théses sur l’art contemporain”, la pasividad de un infinito anti-imperial, en que “l’art n’est pas la descente sublime de l’infini dans l’abjection finie du corps et du sexe. Il est au contraire la production, par le moyen fini d’une soustraction matérielle, d’une série subjective infinie”. El arte es “la production impersonnelle d’une vérité qui s’adresse á tous”, un proceso diseminado que desnuda la verdad de lo sensible. En ese sentido, “le réel de l’art est l’impureté idéelle comme processus immanent de sa purification. Autrement dit: l’art a pour matériau premier la contingence événementielle d’une forme. L’art est formalisation seconde de la venue d’une forme comme informe”. Fiel a la premisa foucaultiana de que el arte muestra hasta qué punto es invisible la visibilidad de lo visible, Badiou reivindica entonces para el arte contemporáneo un aristocratismo proletario, que a la manera inoperante de Bartleby asuma como máxima la idea de que “mieux vaut ne rien faire que de travailler formellement á la visibilité de ce qui, pour l’Empire, existe” (Badiou, 2004)[3]. En resumen, Badiou actualiza la arqueología del aspecto y del espejo por medio de una ficción potente. Es una digna confluencia de Duchamp con Foucault que, en última instancia, marca, después de la finitud, un futuro para nuestra disciplina. Notas [1] Nancy argumenta que la función del retrato no es reproducir un sujeto, sino “pro-ducirlo: conducirlo hacia adelante, sacarlo afuera”. (2006: 16). [2] Cf. Agamben; Deleuze, 1993. Ver también la participación de Agamben en el coloquio organizado por Risset (1987); la introducción al libro de Jesi (1996); la introducción al libro de Lévinas (1996); o los prefacios a Proust (1978) o Walser (1994). Y los libros de Sloterdijk mencionados en las referencias bibliográficas. [3] Daniel Link analiza las tesis en “Josefina, la cantante”. Referencias Agamben, Giorgio; Deleuze, Gilles (1993). Bartleby: la formula della creazione. Macerata: Quodlibet. Agamben, Giorgio (2009). “Introduzione”. Orgs. Agamben, Giorgio; Coccia, Emanuele. Angeli. 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Mentira la verdad IV: Michel Foucault, Historia de la sexulidad - Canal Encuentro HDPublicado el 27 oct. 2016 |
Foucault | Por Darío SztajnszrajberPublicado el 3 nov. 2015 |
ensayo de Raúl Antelo
Universidad Federal de Santa Catarina
Publicado, originalmente, en Voz y Escritura. Revista de Estudios Literarios. N° 20, enero-diciembre 2012. Antelo, Raúl. Foucault, el monstruo y la vida, pp. 15-40.
Revista de la Universidad de Los Andes, Mérida - Venezuela
Link del texto: http://www.saber.ula.ve/handle/123456789/36295
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