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Vargas Llosa y la homilía del Nóbel
Carlos Angulo Rivas*

Voy a navegar contra la corriente en un río caudaloso, asumo la aventura de la travesía lleno de valor, con la valentía de llevar una verdad adelante. Los lectores juzgarán porque puedo estar equivocado. La corriente de opinión de los medios de comunicación masiva mundial y con mayor obstinación, pujanza y potencia en Perú y España levantan hasta las nubes el genio literario de Mario Vargas Llosa, a pesar de la ausencia de consenso en el mundo intelectual enterado. Es difícil vencer la barrera de esa opinión ardiente, entusiasta y apasionada, aquella del aplauso inducido por la propaganda efusiva y vehemente. Sin embargo, por honestidad intelectual no podría quedarme callado porque el silencio sería un atentado imperdonable a mi conciencia de peruano y de ser humano. 

Con entusiasmo juvenil leí las primeras tres novelas de Mario Vargas Llosa, hasta llegar a Conversación en la Catedral, una obra destacable en lenguaje y contenido; continué leyéndolo con interés, un tanto crítico, hasta la Guerra del Fin del Mundo; luego decepcionado, mis lecturas de él fueron por curiosidad intelectual y hallé en sus últimos libros la banalidad propia de un teórico empírico y especulativo, donde se abandona a la novela para dar a luz al exquisito narrador de los llamados “bestsellers,” convirtiéndose así en el escribidor, como él mismo se llamó en el libro referente a la Tía Julia. Confieso, sin lugar a arrepentirme, la extrema curiosidad de haber visto la graduación de un cambio sorprendente, dirigido paso a paso, a la finalidad confesada de llegar a ser un neoliberal imperialista a carta cabal. La curiosidad mía fue de la mano, desde luego, cuando abandonó por un momento la escritura y se convirtió en candidato presidencial de una coalición de la ultraderecha peruana bajo el nombre de FREDEMO, proclamando las banderas de la libertad y la democracia en abstracto.

En los preliminares de esta candidatura presidencial de Vargas Llosa me hallaba en Lima como director de El Diario de Marka. Había abandonado mi carrera de Ingeniero Industrial; y por incursionar en la política me transformé en periodista, entrevistador y cronista. Al escribidor como candidato independiente le iba bien, la sensación fue que llegaría a ser presidente de la república. Aliado a los partidos de la derecha perdió los papeles y el cargo; su derrota frente a un japonés desconocido, Alberto Fujimori, le causó un trauma llevándolo a la diatriba en su libro autobiográfico: “El pez en el agua,” otra de mis curiosas lecturas. Pero como un mismo individuo no puede cambiar de la noche a la mañana, de marxista convicto a neoliberal profundo, sin pasar por ser un renegado o un converso crematístico, mi curiosidad fue en aumento. Me debía una explicación a mí mismo. Entonces, comencé a leer sus ensayos desde su tesis universitaria: García Márquez: historia de un deicidio, la orgía perpetúa, la utopía arcaica, hasta ese monumento a las falacias, embustes y disfraces, titulado “La verdad de las mentiras.” A la sazón de esta averiguación, mí curiosidad empezó a ser mucho más analítica. Descubrí en él, una anómala línea de conducta acorde a su deserción marxista, una que no era por dejar de creer en el socialismo sino por amoralidad perversa y adulteración de la verdad histórica.

Designado premio Nóbel de literatura 2010, publiqué un artículo: Vargas Llosa y el Nóbel, allí me vi obligado a destacar las dos etapas del escribidor, la primera cuando quiso ser un novelista y la segunda cuando se convirtió en periodista ilustrado, ensayista, cronista y narrador de obras ligeras. En recreador de historias e historietas a través del lenguaje rebuscado, vía bibliotecas y documentos, que él titula la técnica del buen decir y el estilo de escribir teniendo a la vista la “materia prima” escrita por otros; es decir, siguiendo una de sus tantas teorías continuó produciendo libros bajo la premisa de que “el novelista debe ser un amoral que no se case con nadie.” Encontró con estas teorías una veta en realidad y la supo explotar en beneficio personal, aprendió a elaborar relatos hasta convertirlos en “bestsellers” con la ayuda de los negocios editoriales. No voy a insistir en este tema porque casi todo está dicho en el artículo anterior en referencia. Me interesa hoy analizar el discurso de orden: “Elogio de la lectura y la ficción,” una pieza de oratoria digna de un ególatra consumado donde los datos autobiográficos abundan anulando la idea sugestiva del título. No voy a señalar una mala escritura, pues bien escrito está y se inscribe dentro los cánones de la retórica pulida en ausencia de contenidos conceptuales.

Vargas Llosa pudo aprovechar el momento para justificar el premio otorgado, sobre todo cuando una porción grande de intelectuales y escritores lo considera extra literario o mejor dicho político como los Nóbel de la Paz otorgados a Henry Kissinger o Barack Obama. Sin embargo, el escribidor no aprovechó esta oportunidad y se fue por las ramas. En la larga lectura de una hora de duración, nada conceptual literario se observa y más bien el discurso se pierde en la enumeración, a continuación de la autobiografía, de autores famosos, conocidos y leídos por él, según cuenta; variedad mezclada de nombres con clara intención de confundir. “Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos” dice Vargas Llosa triunfante. Yo no voy a citar a los clásicos, pero pregunto al Nóbel Vargas Llosa de hoy ¿qué ha aprendido de escritores tan comprometidos y profundos como Camus, Sartre, Brecht, Neruda, Carpentier, Cortázar, García Márquez, César Vallejo, José María Arguedas? ¿Puede Vargas Llosa, un saboteador permanente de la justicia social y de los movimientos revolucionarios por la igualdad vincularse a los escritores citados? ¿Puede un hombre como Vargas Llosa, ausente de sensibilidad humana y social, ofensivo injurioso con los indígenas identificarse con Vallejo, Neruda o Arguedas? Personalmente, no lo ubico en este espacio abandonado por él hace mucho tiempo, y de los escritores revolucionarios citados, me parece no aprendió absolutamente nada; pero, precisamente, en citarlos destaca el estilo y la forma, la envoltura del discurso sin contenido alguno, haciendo aparecer como verdad la mentira. Haciendo prevalecer el sofisma, la argumentación artificial, la argucia sutil de todos los engaños.

El escribidor Vargas Llosa maneja el oficio, sesenta años dedicados a la escritura lo han convertido en un profesional del buen decir, del buen hablar y del buen escribir, siendo el problema de fondo el mensaje de lo que piensa, manifiesta y escribe. La literatura en sus diversos géneros es generadora del pensamiento, fenómeno que se da inclusive con los escritores conservadores, pero de ninguna manera se puede permitir el empaque de generar contrabandos ideológicos propagandísticos, utilizando reconocimientos intelectuales fabricados por los megamedios de comunicación. En la antigüedad, los filósofos griegos, Sócrates, Platón, Aristóteles, denunciaron el sofisma, o sea las mentiras maquilladas de verdades, porque tanto los políticos como los intelectuales dedicados a esta profesión actuaban en función de conveniencias. Los sofistas en la historia mundial, han sido y son parte de las crisis del pensamiento doctrinario, político-cultural, son quienes tratan de desterrar el contraste de las ideas, creencias y opiniones, a fin de establecer de manera totalitaria, disfrazada de libertad y democracia, el pensamiento único, el de ellos. Ahí se originan los malabares retóricos del lenguaje, usados por Vargas Llosa, que dicen mucho y en el fondo nada. La retórica es muy útil, es el adorno del idioma, la hermosura y el enriquecimiento, pero desprovista de contenido no sirve, se convierte en la frase hueca, en la palabra sin nervio ni raíces. 

Más pudo el narcisismo del escribidor, relatándonos episodios de su vida, que el discurso de orden en la tonalidad conceptual esperado, es decir, las referencias al significado del premio recibido a sí sean moderadas por su pensamiento neoliberal. No estuvo presente el concepto o los significados fundamentales del título: Elogio de la lectura y la ficción. Y peor aún fue cuando en la segunda parte del discurso se dedicó a la retórica vacía de ideas y principios, en su conocido afán de defender sus compromisos con el “establishment” imperial norteamericano. No fue sorpresa, la profusión de engaños disfrazados con la verdad de sus mentiras; no fue sorpresa su mirada a un solo lado del contexto mundial, cuando con toda energía condenó el terrorismo suicida islámico justificando con el otro ojo el terrorismo de estado de Israel y la invasión a Afganistán e Irak, más de un millón de víctimas inocentes; y menos me impresionó cuando condenó la multiplicación de armas de destrucción masiva, las que ponen en peligro a la humanidad, sin aludir que los fabricantes de ellas son las potencias industriales y principalmente Estados Unidos. No fue sorpresa escucharle atacar “el modelo autoritario y vertical de la ex Unión Soviética capaz de la invasión a Checoslovaquia por los países del pacto de Varsovia” sin mencionar, lógicamente, las invasiones de Estados Unidos a Corea, Vietnam, Nicaragua, Santo Domingo, Congo, Líbano, Panamá, Granada, Yugoslavia, y las ya citadas de Afganistán e Irak. Y por sobre entendido, no fueron sorpresa sus ataques a la Revolución Cubana y a los movimientos bolivarianos en sus esfuerzos por alimentar, proteger, alfabetizar, curar, educar y culturizar a sus respectivos pueblos, a las cuales llamó “democracias populistas y payasas.”

La elaboración de esta homilía sofística llegó a la catarsis del escribidor cuando dijo: “No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternativa en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura...” En fin, esta apología a la llamada democracia liberal como modelo sublime, idílico y placentero, sin considerar la realidad concreta de la miseria, la injusticia, la desigualdad, el infortunio, la desdicha, el abandono, en que vive casi las dos terceras partes de la población mundial, expresa una argumentación falaz y embrolladora. Y si, a esta prolija descripción de la democracia liberal, le agregamos los líderes que la conducen, en su mayoría, envueltos en escándalos de corrupción, depravación moral, tortura y genocidio, Vargas Llosa con su idioma resbaladizo termina siendo un sofista consumado. Un propagandista retórico que vive al servicio del poder, desde el cual se manifiesta por la libertad sin más contenido que sus mentiras y conveniencias, pues le importa mantener el orden establecido en perjuicio de la verdad, la justicia y el bien común.

No quiero agotarme en otros síndromes del escribidor ni a su desprecio por lo indígenas a pesar de manifestar que “lleva el Perú en sus entrañas,” país que confunde con la aristocracia criolla y las clases medias costeñas. Tampoco referirme a fondo a otra parte de su prédica, donde expresa haber conocido América Latina desde Paris; y de cuando exagerando su agradecimiento a España manifiesta “si no salía del Perú sólo sería un escritor de días domingos y feriados;” y más adelante: “si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo- descubriría algún día la posteridad.” Pues, bien , a confesión de parte relevo de pruebas, el flamante Nóbel de la literatura 2010, no debe el galardón a su talento ni a su creación, que poca la tiene, porque como en la TV le dijo una vez el escritor mexicano recién fallecido, Carlos Monsiváis, “cualquiera puede ser un escritor pero los creadores son unos pocos.” Sí, en gran parte tiene razón Monsiváis, porque como afirma Mario Vargas Llosa, él debe el lugar que ocupa a su ubicación en el enorme circuito comercial de las grandes editoras españolas, pero ha de saber que muchísimos escritores universales pasaron a la posteridad sin haber abandonado su lugar de origen y, en el Perú, José María Argüedas es uno de ellos. 

 

Ver: Vargas Llosa y el Nobel

Carlos Angulo Rivas 

*Poeta y escritor, desde Toronto
c.angulo.r@gmail.com

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