¿Qué voy a hacer yo con
una guitarra? |
Mientras la gente se despedía con mucho gusto del cincuenta y uno —había sido otro año humillante para los argentinos— yo estaba en el diario dale que dale a la máquina de escribir. Yo, Ángel Wyndham. Terminé mi último artículo y, ya cerca de la medianoche, me largué a la calle: ¡que por lo menos el año nuevo me hallase paseando por el centro de mi Buenos Aires! Cuando salí del subterráneo me aturdió el estrépito de voces, gritos, carcajadas, sirenas, campanazos y cohetes. Aun me pareció oír el estampido de un cañón. La ciudad acababa de destaparse como una botella de champán. —¡Año nuevo! ¡Año nuevo! ¡Año nuevo! ¡Bah! la gente hacía lo que podía para mostrarse feliz. Me llamó la atención un pobre diablo clavado en la encrucijada de Corrientes y Florida. Miraba a su alrededor, estupefacto como si viera volar un buey. Tendría unos ochenta años. Su pinta de antiguo payador me hizo pensar en que quizá ése fuera el provinciano que viene a Buenos Aires para festejar el año nuevo con la familia y ¡zas! se pierde. Me le acerqué: —¿Puedo servirlo en algo, señor? Lentamente me buscó con la mirada. Me tenía enfrente pero no me encontraba. Puesto que él, con la vista extraviada, tardaba en enfocarme, yo, en las afueras del foco, me sentía como una imagen oftálmica que hace antesalas y se aburre. —¿Necesita algo, señor? —reiteré pacientemente. Se volvió hacia unos hombres y mujeres que pasaban riéndose a nuestro lado, se volvió hacia las vidrieras iluminadas, se volvió hacia mí, quiso decirme algo, no pudo, carraspeó y por fin (noté que se asombraba de su propia voz, ronca y desfallecida) me contestó: —Gracias. Muy amable. No se preocupe. Con las palabras rehusaba mi ayuda pero con su tono humilde me estaba rogando que me quedase a su lado o lo sacara de allí. Fue a dar un paso. Se tambaleó. Lo tomé del brazo. Borracho no estaba. ¿Un accidente tal vez? —Si quiere lo acompaño hasta donde usted me diga. . . Hasta su casa, si quiere. .. El viejo extendió la vista por las calles turbulentas y con un cabeceo me significó que no. —Por lo menos —insistí— podríamos sentarnos ¿no le parece? Yo iba al café. ¿Me acompaña? —No, gracias. Ya se me va a pasar. Es como un mareo. Ya se me va a pasar. Un susto, no más: el susto de no existir. Era pequeño, bajo, flaco. Vestía de negro, desde el sombrero hasta los zapatos, con un traje demasiado abrigado para esa noche de verano. Pero de entre los lutos salía la bendita claridad de un cutis muy pálido, de unos ojos muy azules y de la melena, el bigote, la barba muy blancos. En eso el viejo levantó un brazo y se fijó en la mano, pergamino pecoso prominente en venas y dedos largos, huesudos, sucios de tabaco. La mano le temblaba como la última hoja de una hiedra soplada por el invierno. Yo tenía entonces veintiocho años y nunca había visto descomponerse a un viejo. Era de la edad que tendría mi padre si no se hubiera muerto de un ataque al corazón antes de que yo naciera (acaso ¡pobre! por el esfuerzo de procrearme). En cuanto a mi madre, todavía frescachona como una rosa. No podía imaginarme, pues, los achaques del viejo. Me dio lástima y lo hice subir a la vereda. Al cederle el lado de la pared se quedó parado: acababa de descubrirse en el espejo de una tienda. Su expresión ya no fue de asombro sino de horror. Con la temblorosa mano se quitó el sombrero (lució una vasta frente llameante en mechones de brujo) y se tocó la barba, los bigotes, como si creyese que se los habían puesto mientras estaba dormido. ¡Oh, no, no! —balbuceó, y temí que fuera a desmayarse. —La Asistencia Pública queda por aquí. Si quiere... No quiso. Entonces, sin más contemplaciones, le arranqué los ojos del espejo, me lo llevé del brazo al café y lo convidé con una copa de cognac. La bebió a sorbitos. Arrojaba vistazos al salón, callado, inmóvil, en la postura de pescador que no pesca. Al rato murmuró: —Usted me estará viendo como yo me vi en aquel espejo... ¡Qué horror! Debo de estar soñando. —No, señor. Le aseguro que yo no estoy dentro del sueño de usted. Ni usted en el mío. Ni nosotros dos en el de un tercero. Dígame: ¿qué le ha pasado? ¿Lo atropellaron y se dio un porrazo? —No sé. No, creo que no. Dolorido no me siento. Cansado, eso sí. No sé lo que me ha pasado. Animado tal vez por el cognac se le fue soltando la lengua. —Recuerdo que fui a la Catedral. Por cumplir con mi madre, más que por otra cosa, pues como perdimos a mi padre y se iba a rezar una solemne misa de réquiem en memoria de todos los muertos en la Argentina, durante el siglo XIX. .. Por cierto que durante la misa vi a un amigo de mi padre, al general Bartolomé Mitre... —¿Al general? Querrá decir: al doctor Bartolomé Mitre que dirige ahora La Nación.. . Me escudriñó como midiendo el alcance de mis palabras. Después de una pausa prosiguió: —A la tarde fui a casa de un amigo, en la calle Piedad... —Perdóneme —lo interrumpí otra vez—, pero hace tiempo que a la calle Piedad le cambiaron de nombre. Ahora se llama Bartolomé Mitre. Pero no importa. Adelante. Volvió a examinarme atentamente pero tampoco se hizo cargo de mi corrección. —Ya cerca de medianoche —continuó— tiré lentamente por Corrientes abajo. . . -Que es donde estamos ahora. .. —¿Ésta es Corrientes? ¡No puede ser! Corrientes es una calle angosta. Ésta es ancha... —¡Uh, la ensancharon cuando yo era muy chico! ¡No me diga que se ha olvidado del obelisco! Pero siga, siga no más. El viejo agachó la cabeza, confuso. Comprendí que se enajenaba a fuerza de ensimismarse. -¿Y? Seguro de que las cosas no encajaban en su sitio, inseguro de sí, continuó: —Y yo andaba sin ton ni son, un poco distraído, cuando de repente sonó un estampido de cañón; y mucho cohete, mucha música, mucho repique de campanas, mucha algazara por la llegada del nuevo siglo... —Del nuevo año —rectifiqué sin ganas de que me oyera, pero me oyó: —Sí, del año 1901. Es lo mismo. ¿O no? Y, aturdido por todo eso se me nubló la vista y cuando volví a ver ¡qué me dice! la ciudad, cambiada; las calles, diferentes; la gente, vestida de otro modo; y aquí me tiene hecho un vejestorio... —¿Recuerda (perdóneme.. .) recuerda quien es usted? — ¡Cómo no voy a recordar! Soy el doctor Fernández. Inmediatamente ese apellido se me entreveró en la gris legión de los Fernández, Pérez, González, Martínez, López y Domínguez que yo había conocido, todos tan insignificantes como este hombrecito. El hombrecito se llevó la mano al bolsillo y sacó una cartera. La examinó de un lado y de otro. —¡Curioso! La llevo en el bolsillo pero no es mía. ¿O sí? Debe de ser mía. La inicial es una efe.. . Sacó unos billetes colorados y tampoco los reconoció. —¿Y esto? —Billetes de diez pesos, doctor. ¿Ha visto? De un lado, el general San Martín; del otro, las rejas de la Casa de Tucumán; se mira al trasluz y ¿qué se ve? ¡ja, ja! que también a San Martín lo han metido preso. Yo sabía que los chistes políticos duran poco y que éste, por aludir al encarcelamiento de opositores en los últimos meses, se perdería en el futuro. Lo que me sorprendió es que no significara nada en el pasado del viejo. Por lo menos dejó que la bola rodara. Volvió a palparse los bolsillos y ahora sacó una libretita. En la cubierta, en números dorados: “1951”. —¡A la flauta! ¿Mil novecientos cincuenta y uno? —leyó incrédulo. —Claro. Esa es la agenda del año que acaba de terminar. —No comprendo, no comprendo. . . —y alzando la voz exclamó patéticamente—: Vida ¿qué misterio estás tejiendo conmigo? —No se aflija. Nada del otro mundo. El estruendo del año nuevo lo ha dejado atónito. Como herido por un rayo. Es natural. Un ramalazo de amnesia tal vez. Poco a poco le volverá la memoria. Revise la cartera. A lo mejor hay algo que lo ayude a recordar. Sacó una fotografía: una mujer, unos chicos, un hombre cuarentón. —¿Su familia? —le pregunté. —Es la primera vez que veo esta foto pero ése soy yo; ésa es Elena, mi novia. En cuanto a los chicos, no los conozco... —A ver. Busque más. El viejo sacó un sobre y del sobre una carta. La leyó en silencio, se cercioró de que el sobre era para él y se sumió en una honda meditación. —Esa carta ¿le aclaró algo? —Al contrario. Es de una persona que se dice amiga mía aunque no sé quién es y, entre otras cosas, me llama “escritor eminente”.. . —¿Y no es verdad? —Me gustaría serlo, no le diré que no, pero nunca me he atrevido a escribir. No sólo me dice que soy un escritor eminente sino que he sido “precursor de las literaturas de vanguardia”... ¡Yo! Cerró los ojos y en voz baja pero con énfasis, como si declarase ante un tribunal, se persuadió a sí mismo: —Soy el doctor Fernández. Abogado. Soltero. Domiciliado en el hotel Volta de la cortada Carabelas. Hoy es el primero de enero de 1901. Estoy soñando pero ahora mismo me voy a despertar. A la una, a las dos y a las tres. ¡Ya! Abrió los ojos y se sorprendió al ver que yo todavía estaba sentado frente a él. Echó otro vistazo a la carta y exclamó: —¡Yo, “precursor de las literaturas de vanguardia”! ¡Si ni siquiera sé qué quiere decir “literaturas de vanguardia”! —Bueno —le dije bromeando—, un precursor no puede saber de qué es precursor. Claro que, a estas alturas de su vida, si la memoria le funcionase bien, usted ya debería saberlo. . . Yo en esto no lo puedo ayudar porque de literatura sé poco, pero supongo que los libros de usted deben de haber significado mucho para los escritores que se llamaban “de vanguardia”. .. —Pero ya le he dicho que no he escrito ningún libro... —¿Y si los escribió en los cincuenta años que parece que se le han borrado de la vida? Se quedó cavilando con ese aire lejano, entre tímido y señorial, que me infundía tanto respeto, y al cabo me preguntó: —¿De veras estamos en mil novecientos cincuenta y dos? —Se lo juro. Ya lo comprobó en su agenda ¿no? Si quiere más pruebas llamamos al mozo y le pedimos el diario de hoy. —No. No es necesario. Ahora comprendo porqué no he visto tranvías tirados a caballo-ni faroles de gas ni señoras con largas y amplias faldas. He dado un salto en el tiempo. Esto es todo. Ahora estoy de visita en mil novecientos cincuenta y dos. Hice esfuerzos para no reírme. “Un salto en el tiempo, esto es todo”... ¿Qué hay de raro? Una mera irrupción de lo sobrenatural en el dominio de lo natural. Más natural no puede ser: lo natural, reforzado. Un simpático aventurero emprende en 1901 un viaje vertiginoso y después de luchar contra el ventarrón del tiempo llega a 1952 con la melena alborotada, las barbas en remolino, la corbata deshecha, la camisa polvorienta, un poquito envejecido y fatigado... “Esto es todo”. No hay nada de qué asombrarse. ¡Si es cosa de todos los días! Un granito de magia y basta ¿no, señor? ¡Qué viejito lindo, éste! He pensado sucesivamente que estaba perdido, borracho, enfermo, amnésico. ¿Cómo no se me ocurrió que está loco? Como si me hubiese oido me replicó: —No estoy loco. Búrlese si quiere pero indudablemente he saltado en el tiempo. ¡Qué suerte! Si estoy de visita en mil novecientos cincuenta y dos ¡ah, entonces. . .! Se inclinó bruscamente hacia mí, como si se le acabara de prender una brillante idea, y mirándome con un fulgor juvenil, ansioso y esperanzado me rogó: —Aunque no le parezca usted y yo somos de la misma edad. Podemos entendernos. ¡Por favor, explíqueme enseguida, antes de que tenga que volver, por donde cursa la literatura de hoy para que yo sepa de qué he sido precursor! —¡Epa, doctor! Este es un presente, no un pretérito indefinido. —Sí. Ya sé. Es el presente indicativo de un futuro perfecto. Yo, repito, era redactor de un diario, pero solamente me ocupaba del movimiento obrero. ¡Avatares de la vida!: de la Facultad de Ciencias Económicas ¡paf! al periodismo... De literatura no sabía nada. Más: por mi formación marxista la “literatura de vanguardia” —expresionismo, futurismo, cubismo, dadaísmo, surrealismo, creacionismo, ultraísmo, existencialismo, imaginismo, nadaismo e ismoismo— me caía como patada en ojo tuerto. ¡Qué vanguardismo ni ocho cuartos!: superestructura verbosa de una burguesía en decadencia, eso es lo que era. Juntando, pues lo poco que sabía le expliqué cómo el origen de toda esa literatura había sido el delirante rechazo de la realidad. La conciencia, envanecida, se creía fábrica del mundo y aun inventaba una Nada a la que irracionalmente describía en términos de realidad. ¿Qué podía salir de un Yo anarquizado sino una Anti-Estética? Se escribe, pues, borradores de antinovelas, anti-dramas, anti-poemas. . . Y eso, a medias, pues el escritor haraganea y escribe en el agua. No se comunica en un amoroso cuerpo a cuerpo con el lector. Como el pez macho, suelta a solas un esperma que si llega a encontrarse con el huevo de un lector hembra, también solitario, forma una nubecilla en el mar de la que sale una monstruosa anti-forma: la novela de dos animales que ni se conocen ni se adivinan. Esa literatura —le dije— por patética que quiera ser a mí me hace reir. Los escritores presumen de que con la fantasía se liberan de la coerción de las leyes físicas de la naturaleza y de la coerción de las leyes lógicas de la mente. ¡Si ellos lo dicen! Pero el placer de esa libertad es en el fondo el placer de desconcertar al prójimo con disparates. La literatura fantástica para mí es siempre literatura humorística. El viejo me tundía a preguntas, especialmente sobre el cuento y la novela. Preguntas concretísimas que me obligaban a darle ejemplos de las desatinadas letras contemporáneas. Era un loco inteligente: se apoderaba de una idea y la desplegaba hasta sus últimas consecuencias. A veces me hacía repetir un nombre o un título como si quisiera memorizar la bibliografía del florilegio de absurdos que yo le presentaba. Me preguntó también por la vida literaria. Se la describí tal como me habían dicho que era: una lucha a muerte. Primera ley de sobrevivencia en esa selva donde unos se devoran a otros: abstenerse de publicar obras bien terminadas, hacerse el loquito y no suscitar recelos ni envidias; en otras palabras, que nadie se entere de que al final uno va a ser el Triunfador. .. —Ah —murmuró—, si al despertarme... quiero decir: si al volver en mí pudiese recordar todo lo que usted me ha dicho o me ha hecho pensar. .. También trataré de recordar su nombre, cuando vuelva. ¿Cómo se llama usted? —y su boca sumida se embelleció con una bondadosa sonrisa. —Ángel Wyndham —y le di mi tarjeta. Ya era tarde. —Lo acompañaré a su casa. ¿Dónde vive? No me diga que en la cortada Carabelas. Ya no existe. La demolieron. Me refiero a la casa donde vive ahora. A ver. Fíjese en su agenda. Ahí debe estar anotada la dirección. Me tendió la libretita. Sí. Estaba. En la primera página. Era la de una casa de departamentos en Palermo. Tomamos un automóvil. En esa madrugada toda abierta en estrellas la avenida Las Heras se deslizaba graciosamente con sus tipas de altas copas, su arquitectura gótica nunca concluida y ya en ruinas, su jardín botánico con los verdes listos para cuando rayara la luz... El viejo había caído en un estado de sopor y me sonreí por dentro al imaginarlo como un fantasma disfrazado que de un momento a otro iba a desprenderse de las prendas postizas de su falsa bohemia y desvanecerse en las sombras. Lo ayudé a acostarse en su camita de hierro, como a un niño. Con la satisfacción del deber cumplido me retiré y ya no me preocupé más. El 29 de febrero recibí carta de un abogado citándome a su estudio porque tenía que entregarme “un regalo". ¿Un regalo? ¡Qué casualidad!: ese día era el de mi octavo cumpleaños. (Sí, soy de los retardados mentales que maduran de año bisiesto en año bisiesto.) Fui. El abogado también era viejo; y tan campechano que, al verme jovencito, se sonrió, me palmoteó y tuvo que reprimirse para no tutearme. Sin jerga jurídica me comunicó que el doctor Fernández, quien “como todo el mundo sabía" (yo no) había muerto el 10 de febrero, dejaba en su testamento una cláusula especial para que me entregaran su guitarra: “en pago de una deuda de gratitud —testaba— por el gran favor que en cierta ocasión me hizo Angel Wyndham". —Seré curioso, amigo ¿qué gran favor fue ése que usted le hizo? —No le sé decir. Sólo lo vi una vez en mi vida y hablamos apenas un par de horas. —Pero su padre lo habrá conocido ¿no? —Difícil. Mi padre murió hace tantos años como años tengo y entonces acababa de llegar de Londres. —Pero también se llamaba Angel Wyndham ¿no? —No. Daniel. En mi familia soy el único Angel. El abogado no ocultó su perplejidad: —¡Humml Hay algo muy raro en el fondo de todo esto. ¿Así que usted lo vio una sola vez? -Sí. —A ver, amigo ¿por qué no me cuenta todo desde el principio? Y se lo conté, palabra más, palabra menos, tal cual lo he escrito aquí para que mi primo John Wyndham vea cómo se hace. —¡Humm! El doctor Fernández y usted se encontraron el primero de enero de este año ¿no es así? Pues bien: el testamento está fechado muchos años antes de ese encuentro. —Ah, entonces es evidente que la guitarra no es para mí. —Sí es para usted m’hijo. Después de lo que usted me ha contado ya sé porqué se sintió obligado a regalarle la guitarra. —¿A mí? ¿Por qué a mí? Será un error. Mire que impostor no quiero ser. Y aunque la guitarra fuera para mí, sería un pago excesivo por el pequeño servicio que le presté. —Según. —¿Según qué? —Según el servicio a que se refiera. —Y. . . el único ¡gran cosa! fue llevarlo a su casa. —No. Tiene que haber otro. Me consta lo mucho que el doctor Fernández apreciaba su guitarra. Para él no era una guitarra cualquiera. Era, decía, “la guitarra de pensar”. El from-from de la guitarra bordoneaba sus pensamientos. Créame. Si se la regaló a usted en vez de dejársela a la familia (¡cuatro hijos!) es porque tenía razones de peso para sentirse agradecido... —El agradecido soy yo. No era para tanto. ¡Una guitarra!.. . Y ahora que lo pienso ¿qué voy a hacer yo con una guitarra?... Bueno. De todos modos, ha sido demasiado generoso. Dígame ¿quién era ese doctor Fernández? —¡Cómo! ¿No sabe? Me pasó un recorte, que todavía conservo. Era una necrología: Ha muerto el decano de los ultraístas argentinos. Durante sus primeros veinticinco años no mostró ninguna de las inquietudes literarias que habían de darle una posición destacada en la renovación de la prosa contemporánea. De pronto, justamente al comenzar el siglo xx, le nació la vocación literaria. Una noche de amigos enseñó una puntita de su secreto: —En una fiesta en Inglaterra allá en el siglo vn —nos dijo— el arpa iba de mano en mano. Cada pastor cantaba a su turno. Caedmon no era poeta. Cuando el arpa se le fue acercando se levantó y salió a cuidar el ganado. Un ángel se le apareció en el establo y le preguntó porqué no había querido cantar. “Es que no sé, por eso me he escondido aquí”, contestó Caedmon. Entonces el ángel le enseñó qué y cómo cantar. Caedmon volvió a la fiesta y cantó. Hoy, en la lista de nombres de la literatura inglesa, el suyo es el primero. A mí ese mismo ángel se me apareció el primero de enero de 1901. Más no nos dijo porque era como el león melenudo de los bestiarios medievales que, para burlar a los perseguidores, a cada paso borraba las huellas con la cola; pero algo debía de ser cierto porque en uno de sus libros declaró que le gustaría haber nacido en 1901. Y la verdad es que nació en 1901, por lo menos en tanto lector: a partir de ese año se puso a leer ávidamente a los destructores de realidad, de Schopenhauer en adelante. Gracias a ese aprendizaje lograría dar a su vida la forma de un misterioso prólogo y a sus obras un estilo prologal. Y como escritor nació un cuarto de siglo después de la aparición de su ángel: fue entonces cuando lo descubrieron los jóvenes de Proa.
Una sospecha me batió como un aletazo
negro — ¡yo, el marxista, había criado el cuervo que me sacaría los
ojos!— pero disimulé: |
cuento de Enrique Anderson lmbert
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Enrique Anderson Imbert en Letras Uruguay
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