Filos y fobias

cuento de Enrique Anderson lmbert

Georg Bohr, hijo de alemanes, pudo haber sido un argentino bien adaptado a la Argentina, como otros chicos del barrio que también eran hijos de inmigrantes, pero eligió ser alemán. Aunque se expresaba en el idioma de los porteños, las tradiciones que siempre conservó, mientras crecía de niño a adolescente, de joven a adulto, fueron las de una Europa germánica. Buenos Aires era para él una colonia abandonada en la remota frontera de un prestigioso imperio cultural. Por vivir mentalmente en otro mundo sus opiniones asombraban. Los argentinos las consideraban extrañas, profundas, nuevas. En cambio los alemanes, si hubieran oído a Bohr, se habrían decepcionado por reconocer que tales opiniones eran ecos de las ideas de los propios abuelos.

Una de esas ideas derivaba de la Crítica del Juicio de Kant: la idea de Genio, "don natural que permite a algunos individuos crear formas artísticas originales". El Genio venía a ser a la Estética lo que el Santo a la Ética. Esta idea de genio, típica del siglo XVIII, inspiró en el siglo XIX a los poetas románticos y, a principios del siglo XX, aún a filósofos de la estatura de Ludwing Wittgenstein. En su Tractatus Logico-Philosophicus había recomendado algo que sonaba a tartamudeo: "Lo que se deja decir, si es que se deja decir, se deja decir claramente; y de lo que uno no puede hablar, de eso uno debe callar". Wittgenstein en verdad tartamudeaba y sus pausas, convulsiones, manoteos y esfuerzos para unir atisbos con palabras que no le venían, lejos de provocar burlas, confirmaban, a juicio de sus discípulos, la teoría del Genio; teoría que el mismo Wittgenstein se encargaba de difundir. Decía que, en el inminente colapso de la civilización occidental (eran los años de La decadencia de Occidente, de Spengler), la vida vale la pena de ser vivida sólo si se tiene genio. De tanto hablar de Genio como agente del arte muchos acabaron por creerse geniales y a despecho del precepto de Kant, "el genio nunca imita", imitaron las excentricidades goethianas, beethovenianas y kirchnerianas de la historia. Practicaban un arte de conversar a base de aforismos, a la manera de Lichtenberg.

Todo esto, en Alemania, antes de la Primera Guerra Mundial, pero en la Argentina sólo después de la Segunda Guerra Mundial el culto al Genio prendió en Bohr y en un pequeño grupo de admiradoras. Porque Bohr, pese a su físico - era eunucoide, feo, torpe, balbuciente y apocado - fascinaba a las jóvenes de Filosofía y Letras precisamente porque asociaban su figura con la idea de un Genio monstruoso, al margen de la normalidad humana. Lo rodeaban como a un gurú para escuchar los aforismos con que encapsulaba filosofías abstrusas. La filosofía de Bohr era escéptica, solipsista, hiperanalítica del lenguaje. Aforismos como "La significación es el uso", "Yo (¿qué más?)", "Cuidado con el quién del ente óntico", "El abismo que miras te está mirando", "El mundo es mi juego" provocaban exclamaciones y suspiros en las poetisas . Entendieron uno, sólo que no entendieron cómo Bohr, después de decirlo -"Casarse es dividir derechos y multiplicar deberes" . se casó, y con la peor mujer de Buenos Aires, una tal Marta Diez.

Bohr se había enamorado de ella porque creía que su aire de ida, de distraída, era poético, como el de la Gretchen del Faust. Grave equivocación. Era un aire de aburrimiento, no más. Marta Diez lo rechazó. Cuarenta años después, muy envejecida, muy pobre, viuda y alcohólica, se acordó del infeliz Bohr, lo busco y lo casó.

Los íntimos de Bohr repararon enseguida en que Marta despreciaba a los escritores. Era una logófoba. No pudieron saber, porque sólo la conocieron después de casada con Bohr, si siempre los había despreciado. Quedaba, pues, la posibilidad de que ese desprecio fuera resultado de su experiencia matrimonial con Bohr. Lo cierto fue que Marta Diez (ahora Marta Bohr), ebria o sobria, ridiculizaba, insultaba, calumniaba y así consiguió alejar a los amigos de su marido. Sobre todo a sus amigas.

Quedó una, la leal, la fervorosa bohriana Alicia Echagüe, que ayudaba al maestro a compaginar un libro sobre la metamorfosis de mitos en cuentos. Había visitado a Bohr antes de que él se casara y continuó visitándolo después. Marta concentró en ella su odio al gremio de intelectuales. Cuando la veía trabajando junto a Bohr los interrumpía con cualquier pretexto. El pretexto era ofensivo. Consistía en pedirle a Alicia -con el acento, no de quien pide, sigo de quien manda- que abriera una ventana, o atendiera el teléfono, o le alcanzara el diario, o le sirviera un cocktail o... En fin, que la trataba como a una sirvienta. Alicia tenía clase: las ofensas de una inferior ni la tocaban. Bohr sufría en silencio, sin atreverse a intervenir. En esas escenas Marta siempre triunfaba. Era tonta, inculta, grosera, pero con la fuerza de una legión triunfaba sobre el Genio y la discípula.

"Cómo explicarse -se preguntaba Alicia- que un hombre del calibre intelectual de Bohr, autor de importantes estudios, se haya dejado encadenar a esta bruja?" Desde los primeros días de ese absurdo matrimonio Alicia había observado la crueldad con que Marta lo humillaba. Claro que Marta aducía justificaciones. Se había quejado de que Bohr no nacía otra cosa que leer, aún en la cama, y que cuando ella se le arrimaba para “chamullarle” algo el la detenía con un "no me interrumpas, espera a que termine el capítulo", y que cuando terminaba el capítulo se hacía el dormido para no cumplir como marido. Marta había asustado a Alicia confesándole que para curar a Bohr de su hábito de llevar pilas de libros a la cama ella se los yuxtapuso debajo de la sábana simulando la forma alargada de un cuerpo y con la tijera le asestó cuchilladas homicidas.

Una tarde en que Alicia esperaba a Bohr en la sala oyó los gritos de Marta, en el dormitorio, insultándolo con palabrotas de prostituta borracha. En otra ocasión vio que, furiosa, lo empujó contra la pared: el hombre fue allí una estampa de brazos caídos, con todo el terror saliéndose por los ojos azules. Bohr no reaccionaba, Se había acostumbrado a que lo maltratasen. Alicia comprendió que ese no reaccionar explicaba el hecho de que tampoco diera más conferencias, ni adelantara en sus escritos. Es que Marta lo estaba aniquilando. "Es mi deber", pensó Alicia, "ayudar al maestro para que rehaga su vida y logre su obra". Sí , pero era difícil, en vista de su extrema pusilanimidad. ¿No sería más fácil actuar por el lado de ella, no de él? Es lo que se propuso hacer.

La oportunidad se presentó ¡pero con qué mala cara! La noche del último sábado del mes Alicia cenó con los Bóhr. Terminada la cena Marta se retiró y el genio y la discípula siguieron trabajando. Un par de horas después estaban con las cabezas inclinadas sobre los manuscritos de la mesa cuando se apareció Marta, en camisón, y con voz airada les dijo:

-¿Todavía con esos papeles? ¿Hasta cuándo? Es hora de dormir.

-Ya vamos, querida - contesto Bohr por decir algo.

-"¿Ya vamos?" "¿Vamos?" ¿Ustedes dos? ¿Adonde van? ¿A la cama? ¿A dormir juntos? No me hagás reír, desgraciado. Y vos, falluta -ahora se dirigió a Alicia -, no te hagás ilusiones. En la cama no esperés nada. A Bohr no se le para.

Alicia se levantó con la cara roja de indignación. Bohr se aplastó en la silla. Marta continuaba:

-Por mí, no se separen. Sigan hablando de literatura. Es lo único que Bohr sabe hacer. Conmigo no habla porque a mí, la literatura...¡bahl. La literatura es para los que se escapan de la vida. A él le gustan las palabras difíciles. Yo hablo al pan pan y al vino vino; y mis palabras no le gustan. Cuando en la noche del casorio lo vi desnudo le dije: "¡Qué chiquita que la tenésl"; y se ofendió. ¿Qué quería? ¿ que le dijera “pija” en griego? Vos seguilo admirando como escritor, pero ¿como hombre? no te hagás ilusiones. Como hombre no vale nada. ¿Sabés qué hizo en la noche de bodas? Ensució la sábana. Nada más. Las cabras se le fueron solas. Es un masturbador, un impotente. En la puta vida penetró a una mujer. No te hagás ilusiones, ché.

Ahora Alicia se arrojó sobre Marta, le asestó una tremenda bofetada y después, mientras la sacudía por los hombros, le dijo:

-A usted habría que encerrarla en un manicomio...o en una cárcel, para que no hiciera más daño...

Y la soltó para socorrer a Bohr, que había caído al suelo con un derrame cerebral.

Quedó idiota.

Alicia (no digamos las demás admiradoras), no pudiendo oír más al genial Bohr, se marchó con la música a otra parte. En cambio Marta, al no sentirse irritada por la literatura, se comportó hasta la muerte del idiota con la abnegación de una enfermera.

 

Cuento de Enrique Anderson Imbert

 

Publicado, originalmente, en: Unicornio, un caballo con suerte  Año I Núm. 2 Agosto / Setiembre de 1992

Unicornio, un caballo con suerte revista literaria publicada en Mar del Plata entre mayo de 1992 y enero de 1994. Se publicaron 6 números

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/unicornio-no-2/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

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                     Enrique Anderson Imbert en Letras Uruguay

 

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