El tema de la nariz

por Enrique Anderson lmbert

Todas las literaturas han contribuido a la glorificación de la nariz.

España: el soneto de Quevedo “Érase un hombre a una nariz pegado”.

Inglaterra: la del misterioso extranjero que con la intrusión de su inmensa nariz excita a toda la ciudad de Estrasburgo en Tristram Shandy de Laurence Sterne.

Alemania: la que se extiende e interna en un bosque en “La nariz larga” de los hermanos Grimm.

Italia: la nariz que crece a cada mentira en Le avventure di Pinocchio de Cario Collodi.

Francia: la eminente, desafiante y elocuente del héroe de Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand.

Pero fue en Rusia donde el tema literario de la nariz, casi siempre cómico, llegó al extremo de lo absurdo. En “La nariz” de Nicolai Gogol: la nariz de un funcionario ruso, cercenada accidentalmente por el barbero que lo afeitaba, adquiere autonomía, se disfraza, se pasea muy oronda; cuando el dueño la topa por casualidad en la calle y quiere recobrarla, la nariz huye, se esconde, hasta que la policía la arresta, el médico no se atreve a reimplantarla y un buen día, por su propia voluntad, vuelve a su sitio, entre las dos mejillas[1].

De ordinario los cuentos de tema nasal se refieren a la forma de la nariz, no a su función olfatoria, y cuando se refieren a esto último lo hacen en broma. Conozco un solo caso que, en serio, celebra el husmear de la nariz. Cuando leí La edad peligrosa (1912) de la novelista danesa Karin Michaëlis (1872-1950), me llamó la atención la frecuencia de sensaciones olfativas y, sobre todo, la orgullosa conciencia que la narradora tenía de la vida propia de su nariz:

A lo mejor desciendo de perros perdigueros pues el sentido que más influye sobre mí es el olfato. Con la sola ayuda de mi nariz soy capaz de identificar en la más cerrada oscuridad a cada uno de los hombres que conozco; me bastaría un rápido olfateo a sus cuerpos. Confieso que para mí los hombres son como flores: los amo por el efluvio que despiden. No puedo olvidar a aquel mozo del restaurant que con su olor a violetas me excitaba eróticamente cada vez que se deslizaba por detrás de mi silla. Los hombres no necesitan gastar en perfumes. Dios ya me los ha perfumado.

En sus memorias —Duendecillo, 1946— Karin Michaëlis contó la historia de su olfato, desde que en la niñez le sirvió para tomar posesión del mundo “husmeándole cosa por cosa” hasta que, ya siendo mujer, le sirvió para singularizar a cada uno de sus numerosos amores y amantes. Citaré unas pocas (muy pocas) frases a modo de preparación para la crisis, cuando el olfato le juegue a Karin una mala pasada:

Mis olores eran revoltosos. Permanecían en la nariz más de la cuenta y solían pelear entre sí. Por la ventana abierta de la casa vecina se escapó un tufillo a cebollas fritas justo en el momento en que yo acababa de aspirar el aroma de las campanillas de un lirio de los valles. Traté de mantener separados a los dos olores, uno en cada fosa nasal, pero no pude porque se pusieron a pelear y el de las cebollas ganó [...]

Al entrar a casa, pese a que mamá estaba friendo pescado y el perrito acababa de ensuciar, otro olor me dijo: “Papá ya vino”. Era fácil no confundir las almohadas de mis padres, una pegada a la otra: la de mamá olía a brillantina. [...] Una rosa purpúrea, aunque la viera de lejos, evocaba en mi memoria su honda fragancia. La sentía no sólo en mi nariz sino también tocándome la piel; sentía que la fragancia de la rosa me penetraba por las orejas y aun a través de las yemas de los dedos. [...]

Andar por la casa era oler, oler...Oler el tremendo olor de cola hirviendo... el dulce pan de navidad recién horneado... la riña entre el kerosén y la canela... el tronco de árbol que al arder en la chimenea exhalaba un olor que se me subía a la cabeza como un vino fuerte. [...]

Mi primer novio tenía un bigotito untado con una pomada olorosa. Me dormía soñando con su perfume. Intenté averiguar dónde se compraba esa dichosa pomada. Poseerla en un pomo hubiera sido como poseerlo a él, en mis noches. [...] Con mi nuevo novio ¡cómo nos besábamos! Esa noche, antes de que se me acercara, mi vigilante nariz me avisó que él había comido pescado.[...]

Me entregué a ese hombre. Yo debía de pertenecer a la categoría de “malas mujeres". Mala o no, lo que yo experimentaba era maravilloso. El olor del humo a carbón de piedra que venía de una cabaña vecina y la agria hediondez que venía del chiquero se combinaban con el glorioso perfume que el barbero había derramado sobre el pelo de mi amante y yo me embriagaba hasta el éxtasis.

Por fin Karin se casa con un escritor que la comprende: Sophus Michaëlis, a quien llama cariñosamente Tao. Entonces esa nariz infalible que le permitía gozar de toda clase de aromas, reconocer miles de objetos sin necesidad de verlos, recobrar con un simple olfateo las más remotas experiencias del pasado, esa nariz infalible, de pronto falla:

Desde el instante en que Tao y yo por primera vez nos abrazamos noté que le faltaba algo. Algo importante, aunque yo no supiera qué. Hasta que caí en lo que yo echaba de menos: el olor a cuerpo de varón. Tao carecía de olor. Caso parecido al de aquel Peter Schlemihl que perdió su sombra. ¿O fui yo, que perdí el olfato? Toda mi vida había girado alrededor de mi capacidad de percibir los más evanescentes olores. Cuando niña yo, por timidez, andaba por la calle con la cabeza gacha, sin mirar a nadie, con los ojos barriendo el suelo, y sin embargo podía saber, gracias a mi nariz, que tal o cual chico se estaba aproximando. Y ahora me encontraba enamorada de un señor que no me daba nada en la nariz. Si él se perdiera yo no podría rastrear sus huellas. Tao tenía una piel muy especial. Jamás sus ropas se humedecieron de sudor, por caluroso que fuese el día. Demasiado limpio, demasiado limpio... Yo lo hubiera preferido menos inmaculado para que así su cuerpo me ofreciera el placer de olerle algún aroma personal. Una y otra vez en vano lo olisqueé en busca de siquiera un tenue vaho. Yo sabía que hay en el aire vibraciones que ningún oído humano puede captar: ¿tendría Tao un aroma secreto, demasiado exquisito para que yo lo percibiese? Así y todo, nunca me animé a reprocharle su deficiencia.

Lo cual no impidió que Karin y Tao se divorciaran. El capítulo de Duendecillo donde se cuenta el divorcio lleva un título que no huele a ironía: “Fin de un matrimonio feliz”. La novela y las memorias novelescas de Karin Michaëlis merecieron los honores de la traducción y obtuvieron éxito popular gracias a las indiscreciones eróticas de su autora. Hoy han perdido interés en parte porque su tema, la relación entre la nariz y el sexo, ha sido reelaborado por un novelista mucho más imaginativo. Me refiero al alemán Patrick Süskind (1949), que en la novela El perfume retomó el tema de la nariz-sexo pero en vez de tratarlo psicológicamente lo sublimó en una fantasía grotesca. En el siglo XVIII, en un París hediondo, el cuerpo de un hombre tiene la preternatural propiedad de no despedir olor (como el del marido de la danesa) pero percibe los olores ajenos (como el de la danesa). Este hombre, resuelto a no permanecer inodoro, asesina a una serie de doncellas para captar alquímicamente las fragancias de sus cuerpos y con esas esencias destila un perfume que le sirve para perfumar su propio cuerpo. Él no se huele a sí mismo pero el aroma de ángel que ahora exhala su perfumado cuerpo inspira amor a las gentes, quienes amorosamente se precipitan sobre el ángel humano y, en una especie de apoteosis al revés, lo devoran.

Reflexión final: es lo que suele ocurrir en la historia de la literatura: un escritor descubre un tema y otro, aplicando la ley de la exageración, lo supera y condena al olvido o, en el mejor de los casos, al papel de precursor.

Nota:

[1] Con un libreto basado en la obra de Gogol, Dimitri Shostakovich compuso la ópera La nariz, estrenada en Leningrado en 1930. El estreno argentino tuvo lugar en el teatro Colón de Buenos Aires en 1994.

 

Cuento de Enrique Anderson Imbert

 

Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. Tomo LXII - Enero-Junio de 1997 - N° 243-244 Buenos Aires 1998

Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras

Link del texto: http://www.letras.edu.ar/wwwisis/indice/Boletin%201997-%20243-244.html

 

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                     Enrique Anderson Imbert en Letras Uruguay

 

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