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Praga, 1951/52 - el miedo Cuento de Jorge Amado |
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Puedo tocar el miedo con la mano. Erguido ante nosotros el muro del Santo Oficio comunista. Muro que separa vida y muerte, la muerte infamante de los traidores; nadie está a salvo de las amenazas, ni el más ilustre ni el más poderoso: bocas cerradas, miradas furtivas, la duda, la desconfianza, el miedo. En las horcas stalinistas se balancean los cadáveres de los más poderosos de los principados checo y eslovaco, aún ayer señores de horca y cuchillo: Slanski, Clementis, Gaminder, la cúpula del Partido. Antes ya habían ejecutado a Rajk, en Hungría. La onda de procesos y purgas avanza por el mundo socialista, las confesiones, las sentencias. En Praga, Arthur London escapó de la muerte, pero lo pasó con cadena perpetua: también él confesó crímenes monstruosos. Sin duda los renegados lo engañaron, pues a Zélia y a mí nos es imposible creer que Gérard [1] héroe de España y de la Resistencia, el más leal de los comunistas, sea un traidor. Nosotros lo conocemos, y conocemos también a Lise, sabemos que son gente honrada, incapaces de una felonía, la palabra traición no cabe en el vocabulario de quien ha dedicado una vida a la causa. Lise es colocada contra la pared, le exigen fidelidad a la Revolución, quieren que reniegue del marido,, la mandan a trabajar a una fábrica de material de aviación. A ella y a Antoinette, la brava Antoinette, enamorada de un camarada brasileño, asesora de Gaminder. Hablo de Gaminder, secretario de relaciones exteriores del Partido Comunista de Checoslovaquia en el poder. Atento y amable, me escucha como a un peticionario del ilegal PC brasileño, y lo hace como un potentado que concede gracia y favores. Recuerdo el desvelo con que cuidó el viaje de Ligia y Anita, hermana e hija de Prestes, fugitivas del Brasil y en tránsito hacia el exilio en Moscú. Antoinette me atiende en la sede del Comité Central, me anuncia al jefe, vuelve: espere un poco, ahora lo recibe, camarada. Y espero en la sala. Una vez me presenté acompañado de un compañero de San Pablo, intercambiaron miradas, la llamarada crepitó, se juraron amor eterno, se prometieron esponsales. La cosa más difícil del mundo, una boda entre una rusa y un súbdito de cualquier democracia popular y un extranjero. Estallaban noviazgos, pasiones, pero la lucha por el casamiento era una epopeya. Que lo diga Otavio Araújo [2], que vivió años en Moscú antes de obtener el consentimiento: y de eso sabe también Guido Araújo [3] , que atravesó los círculos del infierno para poder llevar a Mila como esposa desde Praga a Bahía. ¿Y los que lo intentaron y no lo consiguieron? Conozco al menos dos docenas, empezando por Fernando Santana[4] ; hasta hoy una checa rubia sueña con un mulato zalamero. Imaginen pues si la novia se llama Antoinette, está bajo sospecha, castigada, qué pretensión absurda, algo más que imposible de solucionar. Recogí lágrimas y un bramido: las lágrimas que ella derramó, el grito que él no pudo reprimir. Me esfuerzo por cumplir con mi deber, no es fácil ser digno, decente, cuando el miedo alza una muralla de desconfianza y equívocos y cada palabra, un simple gesto, puede llevar al Tribunal de la Inquisición. También yo tengo miedo, no estoy libre de él, no soy Bayard, le chevalier sans peur et sans reproche. Sans reproche, sí, pues me siento por encima de cualquier sospecha, me considero militante abnegado, leal, fiel, intransigente, considero a la Unión Soviética patria de todos los oprimidos, y veo en Stalin al padre de los pueblos y de cada uno de nosotros. ¿Qué puedo temer yo, si es realmente así?. No, pese a todo, sans peur: cuando pienso en London, a quien creo inocente, el pavor me invade. Pero sigo adelante, no timorato y sí aprensivo, me sostiene el ánimo el hecho de ser Premio Internacional Stalin, recompensa máxima a la fidelidad incondicional. Me atrevo, pero lo hago con miedo, y lo hago porque, de no hacerlo, perdería el gusto de vivr y, seguro, perdería a Zélia. Sigo adelante, creo tener cierto margen de inmunidad que me permite la honradez, moneda rara. En Budapest, pido visitar a Gyorgy Lukác.[5] caído en desgracia, le retiraron cargos y honores por exigencia de los ideólogos soviéticos del realismo socialista, el filósofo magiar es un hereje formalista, pero yo lo estimo desde nuestro encuentro en Wroclaw, y tras la lectura luego de un libro suyo sobre teoría literaria. El secretario del PC Húngaro, responsable de las relaciones con los partidos extranjeros, me mira con extrañeza, promete hacer lo que pueda, cumple lo prometido y me encuentro con Lukács, hablamos de todo un poco, sin la menor referencia a la situación en que se encuentra. En el edificio del Comité Central del Partido, al tenderme la mano, el camarada secretario murmura, inesperadamente: quiero agradecerle su petición. Ahora soy yo quien mira con extrañeza al dirigente. En Bucarest hago idéntica petición con mayor osadía, pues la contingencia es menos grave: consigo ver y abrazar al novelista Zaharia Stancu, destituido dela secretaría general de la Unión de Escritores Rumanos y del Comité Central del Partido. Stancu se pasó la vida subiendo y bajando las escaleras del poder, ahora en las alturas, un día después cubierto de mierda. Zélia se encuentra con Lise en la calle, en Praga, y la invita a venir a vernos a Dobris; la soledad de las familias de los condenados es total, el miedo destruye relaciones, aprecios, amistades. Gesto absurdo, pero Zélia y yo estamos un poco locos y no conseguimos contener nuestros impulsos. Acogemos a Lise, mujer del renegado, y viene a comer un día con nosotros en el Castillo de los Escritores, donde vivimos. Llega ella con los hijos y la madre, indomable española, y cuando cruzamos la puerta del restaurante en tan reprobable compañía cesa el rumor de las conversaciones, muere la risa de los chistes, un silencio sepulcral lo cubre todo. Somos unos irresponsables, irresponsables es el término que emplea, menos por censurarme que por justificarme, la escritora checa Marie Puimanova, : tú eres extranjero, ¿por qué te metes en un asunto nuestro?. Te estás exponiendo. Días de miedo, malditos, desgraciados, que se prolongan en semanas y meses tenebrosos. Crecen las dudas, no debemos dudar, no queremos dudar, queremos continuar con la fe intacta, la certidumbre, lo real. En las noches insomnes nos contemplamos, Zélia y yo, con un nudo en la garganta y ganas de llorar. Notas: [1] Gérard, nombre de guerra de Arthur London. [2] Otávio Araújo, pintor. [3] Guido Araújo, cineasta; Mila, su mujer. [4] Fernando Santana, político, dirigente comunista. [5] Gyorgy Lukács, (1885-1971), filósofo Húngaro. |
Cuento de Jorge Amado
"Navegación de cabotaje" (Apuntes para un libro de memorias que jamás escribiré). Editado en 1992.
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