De por qué se pierden los paraguas |
Están
los que por error consideran al incipiente extravío de paraguas
consecuencia de la distracción y el embotamiento, cuando un sincero análisis
nos revela que, a semejanza de la mayoría de los accidentes y de las
fatalidades, éste también se debe a la desorganización en la que,
tontamente, nos pasamos la vida. El
desorden proviene de causas de toda índole, desde las naturales hasta las
artificiales y humanas. Desde los tiempos de nuestros ancestros, destino es el vocablo más acabado que hemos acunado para relacionar
fenómenos a nuestra percepción singulares. No son pocos estos, pero deténgase
y piense: ¿Por qué los días son cambiantes? ¿A qué se debe que uno no
sepa a qué atenerse cuando abandona temprano el hogar y regresa a altas
horas de la noche? ¿Por qué hace frío o hace calor al antojo de las
horas? Aunque a usted le cueste creerlo, ahí comienzan,
irremediablemente, los extravíos del paraguas.
(En esto vamos a ser platónicos: hay un solo paraguas que es el mismo
paraguas que perdemos todos nosotros una y otra vez, y que alguien
encuentra, sonríe y presuroso pasa a guardarlo en su armario. No hay más
paraguas que la idea del paraguas.) Si fuésemos ordenados, si en el mundo
algo funcionase cómo Dios manda, a una mañana sin agua, le seguiría una
tarde y una noche sin agua, y a un amanecer con llovizna y chaparrones lo
continuaría una tarde y una noche con llovizna y chaparrones. Sea
sincero, con agua cayendo del cielo quién deja de pensar en su paraguas.
Nadie. Y ahí está la pregunta clave: ¿Por qué usted pierde anualmente
uno, dos o más paraguas? Porque no nos ponemos de acuerdo en nada, ése
es el secreto. Si nos organizáramos y resolviéramos que un día de
lluvia es un día de lluvia y un día de sol un día de sol, usted no
tendría, siquiera, oportunidad alguna de olvidarse el paraguas en el
colectivo, subte o tren. En los cafés no se verían colgando de las
sillas paraguas que no son de nadie y que entusiasman miradas anónimas.
Usted en medio de la lluvia jamás va a estar distraído al punto de
extraviar la herramienta salvadora. Día de sol es día de sol, día de
lluvia es día de lluvia. Hay que tener en claro esa dicotomía y no andar
con modernas tergiversaciones de la moral. Sólo así seremos salvos. Recuerde usted cómo era en China, en la época dorada del Imperio. Ahí las cosas funcionaban como se debe. El Emperador era Emperador, el obrero, obrero y el capataz, capataz. Gracias a estas sutilezas se pudo construir esa gran muralla china de la que todos ahora se llenan la boca. En esos lejanos años los obreros chinos usaban una breve sombrilla los días de tormenta y llovizna. La sombrilla, luego denominada paraguas, tenía un diámetro que oscilaba entre noventa centímetros y el metro veinte. Era de color oscuro para los obreros menos calificados e iba atenuándose según la jerarquía en la construcción. Y, por destacamento de soldados obreros, existía una gran sombrilla o sombrilla mayor preparada para proteger cuadrillas enteras de obreros y al capataz. Ésta -debido a su extenso diámetro, cercano a los ocho metros- era transportada y sostenida por uno o dos chinos alimentados especialmente para esa tarea. ¿Dónde guardaban los chinos estos implementos en los días de sol? Ésa es otra clave, ahí cuando llovía, llovía y cuando no, no. Y estos rudimentos pasaban a la custodia de seres especialmente adiestrados para esas tareas, que los dejaban, cuidadosamente, uno al lado del otro en ocultas cavernas construidas a la vera de la gran muralla, sitios que han alcanzado pocas manos y ojos desde aquellos lejanos años. Pero eso es otra historia y no debemos mezclarnos y confundirnos y hablar de uno y otro tema, todos, al mismo tiempo. Ésa no es nuestra intención, esos no son nuestros hábitos. |
Héctor
Álvarez Castillo
Saenz
Peña, agosto de 2005
("De por qué se pierden los paraguas" es un texto que integra el volumen inédito "Naif")
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