Paco |
Dormir
con una mujer es vivir el peligro de que se alce en el silencio y que nos
encuentre indefensos y aletargados ante esas frágiles manos. Peor es
abandonarse al sueño sin que ella haya llegado al lecho, algo común para
los hombres que se adueñan de muchas y raramente duermen solos. Pocos
deben darse cuenta de lo inermes que están semidesnudos y rendidos ante
aquella que tantas injurias y malos recuerdos atesora. En un instante
puede decidir lo más avieso y el cuchillo de la última cena penetrar el
cuerpo caliente e inmóvil, o un golpe fuerte y sordo estrellarse contra
la cabeza desvanecida a un lado de la almohada. Una cuerda que se cierra,
la garganta de un ahorcado, la entrega a un adversario anónimo, nacen de
un simple arrebato. También es concebible atravesar con una flecha el
rojo corazón tantas veces amado y dicho con sensual delicia. Pero una
flecha lanzada desde cerca es una señal demasiado fugaz, se necesita
mayor distancia para apreciar la belleza en su curso raudo y homicida.
Formas distintas, tan eficaces y breves, algunas gracias a un solo pero
intenso dolor, y luego la mirada fija e impotente, y el golpeteo acelerado
y final antes del largo viaje. Sin pensar siquiera en un disparo, vestigio
horrendo y vulgar. Paco,
sin duda existen muchas imágenes de venganza femenina, de discreta
revancha contra el tirano dominio de tus fuertes brazos. Llenar tu boca
con las hojas de un árbol que te fue consagrado, dejar que entre en el
sueño un salvaje jabalí y que la bestia destroce tu cuerpo. Pero no,
Paco, tú sabes que eso no se puede hacer y que tus manos no son tan
diestras como las de Atis, que dejó la vida con un gesto casi viril. No,
Paco, no... Emascular tu sangre tal vez sea un poco más doloroso, pero no
vas a morir y el resto sólo te será más difícil. Almagro, diciembre de 1991 |
Metamorfosis
Héctor Alvarez Castillo
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