Los libros de cuentos y la industria editorial |
Podemos
imaginar un futuro cercano, dentro de dos o tres décadas, en el que los
lectores del siglo XXI seguirán disfrutando de los maestros del cuento de
los siglos anteriores, pero no tendrán probabilidad de que suceda algo
semejante con la obra de sus contemporáneos. Si a alguien le nace la
inquietud acerca de los motivos por los cuales digo esto, lo indicado es
consultar el criterio instalado en la industria editorial y luego se
responderá a sí mismo, sin más explicaciones. Pero, en síntesis, este
es el diagnóstico: El cuento no tiene valor. El cuento no le interesa
como género a la gran masa de lectores. Se necesitan novelas, novelas
sencillas, de playa, para leer en el viaje, en el hall del consultorio del
dentista, del médico. Pero no esas piezas que acercan la literatura a la
música de cámara. Esas piezas breves para lectores exigentes, venidas
desde la poiesis de autores
obsesivos, más exigentes aún que sus lectores. En
el artículo "La poesía Cenicienta de las editoriales", analicé rápidamente
algunos prejuicios y falsedades que se endilgan al género lírico,
generados éstos, en su mayoría, desde la mediocre política empresarial
que actualmente gobierna, con contundencia rapaz, los lugares de toma de
decisión de las editoriales. Éstas manejan el mercado -por no decir que
deciden sobre el ámbito físico de las cadenas de librerías y disponen
sobre el criterio de los principales suplementos literarios y el de las
principales revistas especializadas-, con mayor dosis de ignorancia acerca
de lo artístico que de sabiduría para comprender la esencia del objeto,
si se quiere, sobre el que operan. Si
conversamos con algún agente literario -intermediarios obligados hoy en día
en lo que ayer era la simple relación autor-editor-,
sin necesidad de ser excesivamente suspicaces, nos percatamos que los
escritores realmente requeridos en estos momentos son escritores que bien
podemos denominar "a la
carta". No decide la fuerza creadora del texto ni su originalidad
en ninguno de los lineamientos posibles para la literatura. Decide el
posible encasillamiento del texto -conviene llamarlo producto- dentro de
colecciones armadas no por la pasión que debe impulsar todo hacer
relacionado a este arte, sino por consideraciones de mercado, marketing, et
cetera. La
industria cultural que rodea al objeto libro parece, cada vez con mayor
intensidad, dirigir sus mejores esfuerzos a cautivar lectores de textos
complacientes, predecibles y triviales. Y la literatura es, en esencia, lo
contrario a esto. El arte se opone a la "domesticación",
a la "pasividad",
que ahora son festejados. Parece existir un dictamen implícito de que no
debe darse lugar a lo que hace ruido, a lo distinto, a lo que no se
acomoda a los moldes de lo ordinario. Un mundo domesticado, bajo el barniz
de esta "democracia secular”, parece ser lo único aceptado y
favorecido desde los grupos de poder que promulgan qué y quién tiene
credenciales suficientes para ser editado y dado a conocer, y quién y qué
no. El criterio banal de lo correcto se impone al de la calidad y fuerza
expresiva. Escritores a la carta, editores dueños de emporios librescos como dueños de cadenas de restaurantes o supermercados, lectores complacientes, domesticados, que se fatigan al primer "desliz", ésa es nuestra modernidad, ésa es nuestra promesa de diversidad. Habitamos complacientes un mundo tan ordenado que se va tornando impecablemente aburrido para todos aquellos que prefieren algo de vértigo, un sacudón, ante tanta palabra inocua que no contagia ni una gripe. Aún nos quedan los escritores del pasado reciente, que guardan una filiación natural con nuestro mundo. Por cierto que esta familiaridad se irá extraviando si continúan decidiendo criterios tan mezquinos. Todo el mundo relacionado al libro y a la literatura, por amor a estos, es el que debe alzar la voz para defender con cada gesto y acto aquello que nos hace humanos como entendemos es digno serlo y no, luego de tanta historia, ruptura y tradición, quedarnos con los brazos cruzados presenciando cómo lo que “vulgarmente” se llama literatura se asemeja más a latas de conserva en serie que a la obra de un artista. |
Héctor
Álvarez Castillo
Sáenz Peña, febrero de 2008
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