Los libros de cuentos y la industria editorial
Héctor Álvarez Castillo

Podemos imaginar un futuro cercano, dentro de dos o tres décadas, en el que los lectores del siglo XXI seguirán disfrutando de los maestros del cuento de los siglos anteriores, pero no tendrán probabilidad de que suceda algo semejante con la obra de sus contemporáneos. Si a alguien le nace la inquietud acerca de los motivos por los cuales digo esto, lo indicado es consultar el criterio instalado en la industria editorial y luego se responderá a sí mismo, sin más explicaciones. Pero, en síntesis, este es el diagnóstico: El cuento no tiene valor. El cuento no le interesa como género a la gran masa de lectores. Se necesitan novelas, novelas sencillas, de playa, para leer en el viaje, en el hall del consultorio del dentista, del médico. Pero no esas piezas que acercan la literatura a la música de cámara. Esas piezas breves para lectores exigentes, venidas desde la poiesis de autores obsesivos, más exigentes aún que sus lectores. 

En el artículo "La poesía Cenicienta de las editoriales", analicé rápidamente algunos prejuicios y falsedades que se endilgan al género lírico, generados éstos, en su mayoría, desde la mediocre política empresarial que actualmente gobierna, con contundencia rapaz, los lugares de toma de decisión de las editoriales. Éstas manejan el mercado -por no decir que deciden sobre el ámbito físico de las cadenas de librerías y disponen sobre el criterio de los principales suplementos literarios y el de las principales revistas especializadas-, con mayor dosis de ignorancia acerca de lo artístico que de sabiduría para comprender la esencia del objeto, si se quiere, sobre el que operan.

Si conversamos con algún agente literario -intermediarios obligados hoy en día en lo que ayer era la simple relación autor-editor-, sin necesidad de ser excesivamente suspicaces, nos percatamos que los escritores realmente requeridos en estos momentos son escritores que bien podemos denominar "a la carta". No decide la fuerza creadora del texto ni su originalidad en ninguno de los lineamientos posibles para la literatura. Decide el posible encasillamiento del texto -conviene llamarlo producto- dentro de colecciones armadas no por la pasión que debe impulsar todo hacer relacionado a este arte, sino por consideraciones de mercado, marketing, et cetera.

La industria cultural que rodea al objeto libro parece, cada vez con mayor intensidad, dirigir sus mejores esfuerzos a cautivar lectores de textos complacientes, predecibles y triviales. Y la literatura es, en esencia, lo contrario a esto. El arte se opone a la "domesticación", a la "pasividad", que ahora son festejados. Parece existir un dictamen implícito de que no debe darse lugar a lo que hace ruido, a lo distinto, a lo que no se acomoda a los moldes de lo ordinario. Un mundo domesticado, bajo el barniz de esta "democracia secular”, parece ser lo único aceptado y favorecido desde los grupos de poder que promulgan qué y quién tiene credenciales suficientes para ser editado y dado a conocer, y quién y qué no. El criterio banal de lo correcto se impone al de la calidad y fuerza expresiva.

Escritores a la carta, editores dueños de emporios librescos como dueños de cadenas de restaurantes o supermercados, lectores complacientes, domesticados, que se fatigan al primer "desliz", ésa es nuestra modernidad, ésa es nuestra promesa de diversidad. Habitamos complacientes un mundo tan ordenado que se va tornando impecablemente aburrido para todos aquellos que prefieren algo de vértigo, un sacudón, ante tanta palabra inocua que no contagia ni una gripe. Aún nos quedan los escritores del pasado reciente, que guardan una filiación natural con nuestro mundo. Por cierto que esta familiaridad se irá extraviando si continúan decidiendo criterios tan mezquinos. Todo el mundo relacionado al libro y a la literatura, por amor a estos, es el que debe alzar la voz para defender con cada gesto y acto aquello que nos hace humanos como entendemos es digno serlo y no, luego de tanta historia, ruptura y tradición, quedarnos con los brazos cruzados presenciando cómo lo que “vulgarmente” se llama literatura se asemeja más a latas de conserva en serie que a la obra de un artista.

Héctor Álvarez Castillo
Sáenz Peña, febrero de 2008

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