Como han certificado
varios historiadores, fue durante el
cuatrienio [1974-1978] del gobierno de
Alfonso López Michelsen, cuando Colombia
se consolidó como el primer exportador
de estupefacientes de la historia
contemporánea, que algunos llaman con
una ironía digna de Caifás (AC y DC),
[antes y después] de la Coca. López
Michelsen (1913-2007), hijo del más
grande presidente republicano del siglo
pasado; bisnieto de un sastre radical
cuyos descendientes son miembros de esa
oligarquía que viaja a Paris, Londres o
New York a comprar camisas o cortarse el
cabello; incorregible adicto al sexo
femenino, odiaba, como Alberto Lleras
Camargo, el país donde habían nacido y
sólo soportaron para, al servir a los
poderosos de Londres y Washington,
hundirlo en la miseria y la humillación.
De las entrañas del
Frente Nacional saltó el basilisco que
en su odio por los liberales nunca
vislumbró Laureano y mucho menos su hijo
Álvaro Gómez: los narcotraficantes,
[discípulos de la camada nadaísta: José
Mario Arbeláez, Humberto Navarro, Mario
Cataño, Elmo Valencia, Eduardo Escobar,
Jaime Espinel, Juan Manuel Roca, Fanny
Buitrago, Patricia Ariza, Armando
Romero, Dario Lemus], eran ya la nueva
clase y la incontenible nueva fuerza
política, enquistada en todo el
entramado corruptor de sus gobiernos
milimétricos y bipartidistas, cuyos
dineros elegían el Congreso, nombraban
magistrados, ministros, gobernadores,
alcaldes, procuradores, jefes de la
policía, pervertían la debilitada
izquierda y terminarían liquidando
moralmente las guerrillas que decían
combatir el estado de cosas imperante.
El triunfo del
narcotráfico y la escalada de la guerra
civil entre guerrillas y paramilitares
[1.500.000 hectáreas expropiadas, 32.000
asesinados o desaparecidos en unas 1347
masacres, 2500 sindicalistas ultimados,
unos 3 millones desplazados, 300
periodistas liquidados, otros tantos
indígenas y cientos de concejales]
ofreció a un sector de la inteligencia
colombiana [digamos Andrés Carnederes,
Antanas Mockus, Alfredo Molano, Álvaro
Castaño Castillo, Álvaro Tirado Mejía,
Andrés Hoyos, Arturo Alape, Aura Lucía
Mera, Aseneth Velasquez, Bernardo Hoyos,
Carlos Duque, Carlos José Reyes, Chucho
Bejarano, Daniel Samper Pizano, Eduardo
Serrano, Estanislao Zuleta, Fanny
Mickey, Genoveva Carrasco, Gloria Zea,
Germán Castro Caicedo, Guillermo Páramo,
Héctor Abad Faciolince, Héctor Rojas
Herazo, Hernando Valencia Goelkel,
Ignacio Chaves Cuevas, Ivonne Nicholls,
Jean Claude Bessudo, Jorge Eliecer Ruiz,
Jorge Orlando y Moises Melo, José
Fernando Isaza, Juan Manuel Roca, Laura
Restrepo, Luis Ángel Parra, Marco
Palacios, Martha Senn, María Elvira
Bonilla, Patricia Lara, Piedad Bonnet,
R.H. Moreno Durán, Roberto Burgos
Cantor, Roberto Posada García Peña,
Rubén Sierra, Sandro Romero, Santiago
Mutis Durán, William Ospina] la
oportunidad de entrar en escena con
beneficios y resultados que nunca habían
conocido.
En 1986, de los trece
suplementos literarios que hubo en
Colombia, sólo el Magazín Dominical de
El Espectador tuvo una página dedicada a
la poesía. Para entonces
ya habían muerto las
revistas
dedicadas al género [Letras nacionales,
Espiral, Eco, Acuarimántima, Razón y
fábula, Estravagario, Olas, El café
literario] y sólo unas, más o menos
mediocres: Gradiva, Pluma, Gato
encerrado, Número, Puesto de Combate,
Ulrika, Aleph, El Malpensante y la
longeva y al fin difunta Golpe de Dados
sobrevivirían, mas como fuente de
ingresos y tráfico de influencias de sus
propietarios que como instrumentos para
la difusión de la literatura.
Hasta ese año existió el
programa Que hablen los poetas
auspiciado por el Banco de la República,
cuyas instituciones culturales
terminarían al servicio de las
multinacionales del libro de texto, la
literatura y las artes. Durante un
cuarto de siglo, un pretendido bardo
[léase Darío Jaramillo Agudelo]
convirtió los enormes fondos de esa
institución pública en una suerte de
peana para alcanzar una gloria que ni él
mismo merecía y en últimas sirvió a las
editoriales y poetas de España y México
más que a los genuflexos poetas
nacionales. El gran monumento a esas
ambiciones faraónicas del sub-gerente de
marras es el cínico Centro “García
Márquez” del Fondo de Cultura Económica,
levantado sobre las multimillonarias
compras de sus libros ordenadas por los
secretos comités de la Biblioteca Luis
Angel Arango, cuyo Boletín Cultural y
Bibliográfico es la fría lápida de esa
poesía aupada desde los extensas
despachos de la Casa de la Moneda y
colgada de las solapas de la propia
revista.
En 1997 Ernesto Samper
Pizano y Jacquin Strauss Lucena crearon
el Ministerio de Cultura para dotar de
ingresos a la nueva y descompuesta
inteligencia que pretendía hacer de
Colombia una república de festejos,
fandangos y rumba interminables. Desde
entonces Casa de Poesía Silva y el
Festival de Poesía de Medellín hicieron
de la poesía, con el apoyo infecto y
vicioso de ese ministerio y las nuevas
secretarias de cultura de los distritos
especiales, el más grande espectáculo de
nuestro tiempo. Filmes, videos, seriales
de televisión, grabaciones, lecturas
públicas, seminarios, todo ha servido
para prorratearse los presupuestos
municipales y de los ministerios. En
ningún otro país del mundo ha servido la
poesía tanto a los políticos de la
guerra en su ejercicio del poder. Y como
nunca antes, la inopia de la poesía ha
escalado hasta las profundidades de la
ignorancia y ordinariez.
Instrumentalizada y pervertida como
oficio y como forma de vida, la poesía,
colombiana o no, en Colombia ha
desaparecido y no parece dar señales de
vida en un futuro inmediato. Porque como
nunca antes, distritos y gabinetes,
secretarias de cultura y empresarios del
capital han invertido desmedidas sumas
de dinero para hacer brillar la lírica
como otra joya de la pasarela y el
entretenimiento contemporáneo.
Los poetas colombianos
crecen ahora como palma africana y
desaparecen como coco, según el criterio
del manipulador de turno, d´habitude
poeta él mismo. Hoy son más de medio
centenar los vates [Álvaro Miranda,
Álvaro Rodriguez, David Jimenez,
Fernando Herrera, Giovanny Gomez,
Gonzalo Mallarino, Gonzalo Márquez,
Jorge Cadavid, José Luis y Federico Diaz
Granados, Juan Felipe Robledo, Rafael
del Castillo, Ramón y Andrea Cote,
Robinson Quintero, Samuel Jaramillo,
Lucinda Estrada etc., etc] vivos y
muertos que lucen en sus faltriqueras
más de un laurel del erario público,
pero nadie, literalmente, nadie,
recuerda sus nombres y menos, sus
versos.
Colombia es un país en ruinas donde la mafia y el paramilitarismo han elegido más de un presidente y controlado las cortes y el parlamento. Una nación de analfabetos, donde si alguien grita en la puerta de un café “poeta” nadie responde.