De
sobremesa, la única novela de José Asunción Silva |
Miguel Cané[1] dejó un retrato de Bogotá en mil ochocientos ochenta y dos. Al llegar a la capital, durante el primer gobierno de Rafael Núñez, vio la plaza de San Victorino, un viernes, día de mercado. Una multitud de indios impide el paso al carruaje: “mirar uno es mirar a todos. El eterno sombrero de paja, el poncho corto hasta la cintura, los pantalones anchos, a media pierna, y descalzos”. Bogotá tiene calles estrechas, casas bajas, un caño rodeado de gallinazos, un Jockey Club, la plaza de Bolívar (“un cuadrado de una manzana, sin un árbol, sin bancos, frío y desierto”), un square Santander, setenta mil habitantes, leprosos, iglesias y el Altozano, donde se reúne la crème de la crème: Altozano es una palabra bogotana para designar simplemente el atrio de la catedral». Allí se habla de literatura, política, negocios, levantamientos: ”una bolsa, un círculo literario, un areópago, una coterie, un salón de solterones, una coulisse de teatro, un forum, toda la actividad de Bogotá en un centenar de metro cuadrados” . Cané conoció algunos de los intelectuales de la época: Diego Fallón, “el inimitable cantor de la luna vaga y misteriosa” ; José María Samper que “ha escrito seis y ocho tomos de historia, tres o cuatro versos, diez o doce novelas, otros tantos de viajes, de discursos, de estudios políticos, memorias, polémicas” ; Rafael Pombo, “un hombre que ha hecho soñar a todas las mujeres americanas con unas cuartetas vibrantes como las quejas de Safo”; José María Marroquín, los hermanos Cuervo, Camacho Roldán, Alberto Urdaneta, Ricardo Silva, padre del poeta, y Miguel Antonio Caro, ”que ha venido a aumentar la falange humana en suelo colombiano, su espíritu ha nacido, se ha formado y vive en pleno Madrid del siglo XVI .” Aunque no comparte sus ideas políticas conservadoras, le fascinan sus habilidades para improvisar, y cita a Pombo y a Gutiérrez González como ejemplo de espontaneidad con el verso: |
« ¡Fáciles!… he aquí el rasgo característico de los colombianos. No es posible imaginarse una habilidad semejante. Aturden. Confunden. En una mesa, cuando, a los postres, el vino aviva la inteligencia y la alegría común hace chispear el cerebro, !qué irrupción de cuartetas, décimas, quintillas! Eso es bogotano puro. La facilidad, la precisión, la soltura del verso.» En el ochenta y dos sólo faltaban tres años para que Núñez anunciara, después del combate de La Humareda, que la constitución de Ríonegro había dejado de existir. Silva tenía dieciséis años. A los dieciocho viajaría a París y Londres, para regresar en el ochenta y cinco. En plena juventud conoció el mundo europeo y sus rápidos cambios sociales y culturales y fue testigo del triunfo de la civilización frente a la barbarie, y el comienzo de una larga noche de persecuciones políticas y de craks financieros que favorecieron la aparición de los monopolistas. La más feroz de las castas colombianas se entronizó en el poder, de donde saldría, por un momento, medio siglo más tarde, con la llegada al gobierno de Olaya Herrera. Entre mil ochocientos ochenta y mil novecientos treinta, dice Germán Téllez[2] surgió una clase proletaria para cuya presencia nadie estuvo preparado y cuya irrupción en la vida tuvo hondas consecuencias de todo orden. El país que Núñez pudo arruinar, era, por supuesto, analfabeta. Ese país y su educación lo vendieron los Reformadores a la iglesia con la constitución del ochenta y seis y el concordato del ochenta y siete. El artículo 38 de la primera dice: “La religión católica, apostólica y romana es la de la nación. Los poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como elemento esencial del orden social”. Y los artículos 12 y 13 del concordato ordenan: «En las universidades y en los colegios, en las escuelas y en los demás centros de enseñanza, la educación e instrucción pública se organizará y dirigirá en conformidad con los dogmas y la moral de la religión católica. La enseñanza religiosa será obligatoria en tales centros y se observarán en ellos las prácticas piadosas de la Religión Católica. Por consiguiente, en dichos centros de enseñanza los respectivos ordinarios diocesanos, ya por sí, ya por medio de delegados especiales ejercerán el derecho, en lo que se refiere a la religión y a la moral, de inspección y de revisión de textos. El arzobispo de Bogotá designará los libros que han de servir de textos para los demás planteles de enseñanza oficial. El gobierno impedirá que en el desempeño de asignaturas literarias, científicas y, en general, en todos los ramos de la instrucción, se propaguen ideas contrarias al dogma católico y al respeto y veneración debidos a la iglesia.» El triunfo de la religión sobre la vida y la cultura fue de tal magnitud que, como en una resucitada Edad de la Fe, medio millar de templos, algunos de proporciones catedralicias, fueron levantados sobre el paisaje de un país que llevaba más de dos siglos luchando contra el feudalismo. En noventa años, dice Téllez, “se construyó tanta o más arquitectura religiosa que en todos los tres siglos de la colonia”. El año de la expedición del concordato murió el padre de Silva. Cuatro años más tarde, en mil ochocientos noventa y uno, después de la muerte de Elvira, al publicar Nocturno, Silva se convirtió en uno de los inventores del Modernismo. No sabemos cuándo redactó Silva De sobremesa, pero tuvo que reescribirla después del naufragio del Amérique (28 de enero de 1895), donde perdió los originales de sus obras. José Fernández dice que hace ocho años compuso el diario que lee a sus amigos, lo que indica que Silva habría venido trabajando en la novela por varios años, pero dado que el poeta murió en mayo del ochenta y seis, podemos conjeturar que la composición final fue su último desafío y que trabajó, compulsivamente, durante esos cuatro meses. “Recogida por la pantalla de gasa y encajes, la claridad tibia de la lámpara caía en círculo sobre el terciopelo carmesí de la carpeta, y al iluminar de lleno tres tazas de China, doradas en el fondo por un resto de café espeso, y un frasco de cristal tallado, lleno de licor transparente entre el cual brillaban partículas de oro, dejaba ahogado en una penumbra de sombría púrpura, producida por el tono de la alfombra, los tapices y las colgaduras, el resto de la estancia silenciosa”. Así comienza la novela, cuyo argumento puede resumirse de esta manera. José Fernández es un figurín, que luego de vivir por años en Europa, regresa a su país. Durante una tertulia de sobremesa acepta leer para sus amigos para leer el diario donde relata su estancia en el viejo continente. Allí describe cómo, tras una vida dedicada a la sensualidad y el placer, termina obsesionándose con Helena, una adolescente a quien ve de paso en un hotel suizo, y convierte en la personificación idealizada de sus deseos más puros. Luego de una larga búsqueda, descubre que Helena ha muerto, cayendo en una extraña enfermedad nerviosa y tras recuperarse retorna desencantado a su país. En la trama Silva usa de muchos tópicos de su tiempo y su clase, como la preocupación por el mas allá y los asuntos de la ciencia y el positivismo de entonces. Quizás el más interesante de estos elementos “extraños” a la trama sean las reflexiones que hace sobre el futuro de su país y el esbozo de un proyecto político que resume muchas de las ideas en boga acerca del progreso y la necesidad de oponer la civilización a la barbarie. Liberal, Fernández quiere aumentar su fortuna y la de la patria mediante la exportación de materias primas y piensa visitar los Estados Unidos para luego de aprender en el sitio las razones de su prodigioso progreso regresar y aplicarlas, así sea mediante la fuerza y la rotura del orden establecido. Una economía del libre cambio, fomentando la minería, la agricultura y el desarrollo de las industrias, en resumen, un proyecto político y social hecho casi a la medida de Rafael Nuñez. Silva puso en Fernández rasgos de su personalidad y abundante autobiografía, al tiempo que hace de sus deseos sueños del protagonista. Fernández, más que un retrato del autor es su mejor delirio. Rico, hermoso, poeta, vive rodeado de refinamientos y lujos pero es víctima de un suplicio de Tántalo: querer, tener y saberlo todo. En plena juventud, Fernández ha agotado los caminos que conducirían a la felicidad. «Es que como me fascina y me atrae la poesía, así me atrae -dice a sus amigos- y fascina todo, irresistiblemente: todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, el amor, la guerra, todas las formas de la vida, la misma vida material, las mismas sensaciones que por una exigencia de mis sentidos, necesito de día en día más intensas y delicadas.» Esta ansiedad le ha llevado a estudiar lenguas vivas y muertas, filosofías, historia, las formas del arte a través del tiempo, probar drogas y saciar el fuego en multiplicidad de cuerpos ganados con engaño o con dinero. Una de las metáforas más interesantes de la novela la descubre el lector al saber cómo el pasado de Fernández podía ser un presente de Silva. Por ese camino llegan, soñador y soñado, a despreciar el arte, la literatura y la fe en el destino. Sólo los placeres que ofrece la carne, los negocios y el enriquecimiento fácil son válidos: su hambre de poder es incontenible. La búsqueda de la belleza y de las formas es un camino más en la obtención del poder. El plan para dominar un país, que como telón de fondo frente al escenario de los viajes y las ciudades europeas aparece en la novela, resultó historia: Núñez llegó al poder y permaneció en él hasta su último suspiro, usando los planes, tácticas y estrategias con que sueñan Fernández-Silva. El José Fernández que se parece a María Bashkirtseff es el joven recién llegado a Europa, que cree en el poder del arte para expresar las visiones que la vida cotidiana impide contemplar. La escritora, que había muerto dos años antes del suicidio de Silva, es para Fernández , pero también el ejemplo superior de una vida asumida como encuentro con los placeres, recurso ineludible para ser parte del universo. María Constantinova había nacido en Rusia cinco años antes que Silva. Muerta en el ochenta y cuatro, el mismo en que el poeta bogotano llegó a París, es uno de los casos más fascinantes de la historia artística y literaria. A causa de la separación de sus padres, la madre y la niña se trasladaron a Niza cuando María tenía siete años y allí aprendió a leer en latín y griego, estudió música y pintura, hasta terminar siendo uno de los objetos amados del París decadente. Muerta a causa de cierta clase de tuberculosis, en su diario, (Journal de Marie Bashkirtseff, 1887), y en sus cartas con Maupassant, nos encontramos con esa niña que pasma a Fernández-Silva. A los veintiséis años, Fernández es un cuerpo en busca de placer y es Silva al encuentro de los sueños eróticos que vislumbró y bebió en Europa y sin duda sació en Caracas. Ambos sueñan con un . Sin que la consciencia de saberse en un mundo escindido le sea negada: «No eres nadie -se dice-, no eres un santo, no eres un bandido, no eres un creador, un artista que fije sus sueños con los colores, con el bronce, con las palabras o con los sonidos; no eres sabio, no eres un hombre siquiera, eres un muñeco borracho de sangre y fuerza que se sienta a escribir necedades… Ese obrero que pasa por la calle con su blusa azul lavada por la mujercita cariñosa y que tiene las manos ásperas por el duro trabajo, vale más que tú porque quiere a alguien, y el anarquista que guillotinaron antier porque lanzó una bomba que reventó un edificio, vale más que tú porque realizó una idea que se había encarnado en él. Eres un miserable que gasta diez minutos en pulirse las uñas como una cortesana y un inútil hinchado de orgullo monstruoso.» Fernández tiene el coraje de mostrarnos los misterios que han encontrado los críticos en Silva. De sobremesa está construida como una confesión que ilustra el desarrollo de la personalidad del autor. Siguiendo el texto encontramos un Fernández que a los veintiuno es un artista enamorado de lo griego, que desprecia la vulgaridad de la vida moderna; un filósofo descreído, un cínico, un gozador cansado de los placeres vulgares, y que busca, como una gota que vuelve, sensaciones más hirientes y finas, y a un analista que discrimina, hasta el agotamiento, todas sus sensaciones y conocimientos. Fernández-Silva sabe verse al espejo. En un lapso de cinco años, a los veintiséis, cuando redacta el diario, su lucidez es total: no hay para qué buscar nuevos paraísos, la búsqueda del yo ha concluido. El primero de septiembre, después de una opulenta fiesta ofrecida por le richissime américain don Joseph Fernández et Andrade, Silva anota: « ¿Que me importa el éxito de la fiesta si mi lucidez de analista me hizo ver que para mis elegantes amigos europeos no dejaré de ser nunca el rastaquouère que trata de codearse con ellos empinándose sobre sus talegas de oro; y para mis compatriotas no dejaré de ser un farolón que quería mostrarles hasta donde ha logra insinuarse en el gran mundo parisiense y en la high-life cosmopolita?
Neotomismo de Tolstoy, teosofismo occidental de las duquesas chifladas, magia blanca del magnífico poeta cabelludo, de quien París se ríe; budismo de los elegantes que usan monóculo y tiran florete; culto a lo divino, de los filósofos que destruyeron la ciencia; culto del yo, inventado por los literatos aburridos de la literatura; espiritismo que cree en las mesas que bailan y en los espíritus que dan golpecitos; grotescas religiones del fin de siglo diecinueve, asquerosas parodias, plagios de los antiguos cultos, dejad que un hijo del siglo, al agonizar de este, os envuelva en una sola carcajada de desprecio y os escupa la cara!» A pesar del fraude de la realidad, Fernández se realiza en el placer, y en la búsqueda de la felicidad que representa una Helena hecha de trozos de rostros de jóvenes prerrafaelitas. Fernández da rienda suelta a sus fuerzas y experiencias cuando comercia con mujeres, sin importar su condición, nivel social o cultura. El cuerpo, la humedad de la carne es lo que importa. María Legendre, hija de un zapatero borrachín y una pobre mujer; que había sido amante de ocasión de un ex presidente suramericano, le ofrece el recuerdo de: «caricias lentas, sabias e insinuantes de aquellas manos delgadas y nerviosas, la lascivia de aquellos labios que modulan los besos como una cantatriz de genio modula las notas de una frase musical. Oh, el refinamiento de sensualidad, la furia del goce, la gravedad casi religiosa de todos los minutos consagrados al amor, como si en vez de tener de él la miserable noción moderna que lo relega al dominio de lo inmundo, lo sintiera ella grave y noble como una función augusta.» La lesbiana Orloff, que al ser encontrada entrelazada con su amante, el produce un ataque de furia donde intenta matarla, hace que escriba: «Yo, el libertino curioso de los pecados raros que ha tratado de ver en la vida real, con voluptuoso diletantismo, las más extrañas prácticas, inventadas por la depravación humana, yo, el poeta de las decadencias que ha cantado a Safo la lesbiana y los amores de Adriano y Antinoo en estrofas cinceladas como piedras preciosas? ¿ Celos? Sería grotesco… ¿ Odio por lo anormal? … No, puesto que lo anormal me fascina como una prueba de rebeldía del hombre contra el instinto.» o Nini Rousset, con quien después de haberse “prodigado los más groseros insultos, con toda la excitación del alcohol en el cuerpo, entremezclándolos con caricias depravadas” piensa en ahogarla entre las sábanas; o la americana Nelly, conseguida a cambio de un collar de diamantes, o la colombianísima Consuelo, víctima del casto José, todas ellas representan una fuente más valiosa de sensaciones que las del mismo arte o las provocadas por las drogas: “nadie seduce a nadie, dice Fernández. Si es la idea del placer la que nos seduce… Tan ardiente era el deseo en ellas como en mi” . No ha de creerse que este mundo, sacado de la vida real y las novelas de finales de siglo, era extraño a los bogotanos. Ni la sensualidad, ni el refinamiento, ni los avances de la ciencia eran ajenos a los capitalinos. Cané se asombra al encontrar, después de haber recorrido largos trechos a lomo de mula, y dormido en posadas medievales, una ciudad “de refinado gusto literario, de exquisita civilidad social y donde se habla de los últimos progresos de la ciencia como en el seno de una academia europea” . La descripción de las apariencias y la realidad del Bogotá finisecular son ejemplares: «Llegaba al frente de una casa de pobre y triste aspecto, en una calle mal empedrada, por cuyo centro corre el eterno caño; salvado el umbral, ¡qué transformación!. Miraba aquel mobiliario lujoso, los espesos tapices, el piano de cola de Erhard o Chickering y, sobre todo, los inmensos espejos, de lujosos marcos dorados, que tapizaban las paredes, y pensaba en el cambio de Honda a Bogotá, en los indios portadores, en la carga abandonada en la montaña, bajo la intemperie y la lluvia, en los golpes a que estaban expuestos todos esos objetos tan frágiles.» Menciona, de paso, la casa de Ricardo Silva como lugar habitual para partidas de tresillo y recuerda, cómo, la mayoría de las familias pudientes habían viajado a Europa, especialmente a París: «No me olvidaré nunca de aquellas deliciosas comidas en casa de don Diego Suárez, cuyo hogar hospitalario me fue abierto con tanto cariño. Nunca éramos menos de quince o veinte, y desde el primer plato, la mesa era una arena para el espíritu de los concurrentes. ¡Qué animación! ¡Cómo se cruzaban las ocurrencias más originales e inesperadas! También, ¡cómo esperar que en Bogotá encontraría una obra maestra como la bodega del señor Suárez! Los vinos elegidos por él en Europa habían triplicado de valor en su larga travesía, y cuando los degustábamos, sentíamos que aquel chisporroteo de espíritus nos impedía entregarnos a esa grave tarea con la seriedad necesaria. Pero, ¿cómo hacer? Los postres servidos, todo el mundo saltaba por dejar la mesa. Cuando llegábamos al salón, una joven estaba ya sentada al piano -¿cuál de ellas no es música?-, los balcones abiertos nos invitaban a gozar de la caída de una de esas tardes frescas y serenas de la Sabana, los grupos se organizaban, llegaba el momento de las charlitas íntimas y deliciosas, y cuando las sombras venían, comenzaba la sauterie improvisada, el bambuco en coro, la buena música, todos los encantos sociales, en una atmósfera delicada de cordialidad y buen tono.» Silva tenía conciencia de la época de transición que vivía, entre la sociedad de peones, fisiócratas y caudillos, y la capitalista con sus obreros, artesanos y hombres de estado que daba golpes al pasado. Una Santafé que agonizaba y un Bogotá que alcanzaría su grosero afrancesamiento bajo la dictadura de Reyes. En un prólogo que escribió para un libro de homenaje a un monje, describe las diferencias entre: «… un Santafé dormilón, inocente y plácido de 1700, un pedazo de la vieja ciudad de la mula herrada, del espanto de la calle del Arco y de la luz de San Victorino, y el lujo de la Bogotá de hoy, de la ciudad de las emisiones clandestinas, del Petit Panamá y de los veintiséis millones de papel moneda. ¿No vienen siendo -se pregunta Silva-, las dos figuras, la del padre León y la del ministro X, como los dos polos de una ciudad que guarda en los antiguos rincones restos de la placidez deliciosa de Santafé y cuyos nuevos salones aristocráticos y cosmopolitas y cuya corrupción honda hacen pensar en un diminuto París?.» Como se sabe, Silva nació en el hogar de un rico comerciante cuya prosperidad dependía del auge de los artículos de lujo y del laissez faire, laissez passer. Hizo estudios de primaria en un colegio privado cuyos profesores eran los representantes de una literatura seminacionalista, interesada en encontrar el »verdadero» rostro del pasado nacional, frente a la novedad de las costumbres y literaturas francesa e inglesa. Manuela de Eugenio Díaz; Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia de Gregorio Gutiérrez González; Historia de la literatura de la Nueva Granada de José María Vergara y Vergara, y los innumerables cuadros de costumbres de Guarín, Kastos, Soledad Acosta y el padre de Silva, fueron las contribuciones colombianas a una corriente literario-ideológica que conoció cumbres como María y Martín Fierro, prosa y verso donde una clase social latinoamericana necesitaba ver, en la barbarie, un digno antepasado. En el almacén de Ricardo Silva, el poeta debió escuchar las discusiones que en torno al tema harían los redactores de El Mosaico. Allí, más que en la escuela de Ricardo Carrasquilla, debió aprender las primeras lecciones de un liberalismo económico que surgía de mentes conservadoras, en una de las épocas más convulsionadas de la historia de Colombia, donde, entre mil ochocientos sesenta y tres y mil ochocientos ochenta y cinco hubo más de cincuenta insurrecciones locales y cuarenta y dos constituciones, aparte de la guerra civil de 1876 a 1878. La adolescencia de Silva tuvo que estar marcada por esas luchas políticas entre comerciantes y artesanos; entre el libre cambio y el proteccionismo. Desde la niñez Silva conoció los dos polos entre los cuales se debatiría su vida: el dinero y los libros. En Bogotá lo más importante era ser, primero comerciante, y luego, hombre bien educado. Según Miramón[3] la casa de Ricardo Silva «era notable no solo por la prestancia social y la indiscutida cultura y belleza de las personas que la componían, sino también por el lujo y el refinamiento casi exagerados, o mejor dicho, por el boato excesivo. Allí los muebles, la vajilla, todo era extranjero». Los nuevos comerciantes eran retardatarios en ideas y moral pero no en buen vivir. En toda América se vivió un clima de opulencia entre los comerciantes. De elementos progresistas y radicales, se convirtieron en enconados enemigos del cambio social. En coautores de los fracasos políticos que impidieron a nuestras sociedades defenderse de las garras del imperialismo que crecía en los Estados Unidos tras el triunfo yanqui en la guerra civil en 1865. Al cumplir los dieciocho Silva fue enviado a Europa para estudiar la posibilidad de ensanchar los negocios familiares. Los meses que gastó en París y Londres fueron suficientes para quedar intoxicado con las ideas y los vicios, que como un mal del siglo, circulaban al son de las canciones de anarquistas y revolucionarios. La novela de Silva es prueba de ello. A principios del ochenta y seis regresó a Bogotá, donde redactó algunos de los poemas que aparecieron en La lira nueva. Un año más tarde morirá su padre, y vendrá para Silva la peor época de su vida, si a las cincuenta y dos ejecuciones judiciales por deudas, sumamos la desaparición de Elvira en el noventa y uno. En diez años, entre el ochenta y cinco y el noventa y cinco, Silva escribió los textos más dolorosos e irónicos de su obra y su tono fue cambiando a medida que se acercaba a la muerte. Desde su retorno a Bogotá, la contradicción que tuvo que enfrentar fue producto de sus ideales de grandeza y la mezquindad del medio. El artículo de Camilo de Brigard[4], sobre los fracasos comerciales de su tío, muestra detalladamente el desarrollo de su tragedia. Todos los lujos que se criticaron en Silva son pocos ante la angustiosa vida diaria que tenía que enfrentar. Una vez arruinado, el gobierno le nombró en un cargo diplomático. En Caracas, la vida pareció abrirle nuevas ventanas. Las gentes cultas le recibieron con entusiasmo, las mujeres lo halagaron, las revistas le invitaron a colaborar. «Aquí me han recibido, escribió a Emilio Cuervo Márquez en mil ochocientos noventa y cuatro-, como no merezco; no sé cómo hacer para devolver atenciones y bondades y fiestas. El país va bien, rebosa en oro, tiene el sentimiento del arte y adora la buena literatura. En Bogotá hay muchos que creen lo contrario en lo referente a los dos últimos puntos; pues bien, están equivocados de medio a medio». La muerte de Núñez, y el ofrecimiento de Caro de un puesto inferior en Guatemala, hicieron que Silva regresará a Bogotá. Volvió lleno de entusiasmo y con la cabeza atiborrada de planes industriales. Pero fracasó. Nadie quiso creerle, a pesar de los esfuerzos que hizo por mostrar que se había reformado, que ya no era más un poeta sino un hombre de empresa. No obstante, su desprecio por el pragmatismo se había acentuado. En una carta a Rosa Ponce de Portocarrero dice: «Es que usted y yo, más felices que los otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril inconcluso, en el ministro incapaz, en la sementera malograda o en el papel moneda que pierde su valor, en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave de oro con que se abre la puerta de un mundo que muchos no sospechan y que desprecian otros; de un mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo; es que usted y yo preferimos, al atravesar el desierto, los mirajes del cielo a las arenas movedizas, donde no se puede construir nada perdurable; en una palabra, es que usted y yo tenemos la chifladura del arte, como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos.» Lo que le llevó sin duda a tomar partido por el naciente proletariado capitalino y por las ideas de Rafael Uribe Uribe. En su leyenda ha quedado escrito que terminó el secretariado general de los Centros Mutuarios, herederos de las Sociedades Democráticas y considerados abiertamente subversivos, como lo afirma un artículo anónimo aparecido en la revista Gil Blas (nº 2541, Bogotá, mayo 24, 1920, pgs 1-2), titulado Silva bolchevique. De su amistad y admiración por Uribe quedaron dos cartas. Notas: |
®Harold
Alvarado Tenorio
www.haroldalvaradotenorio.com
Revista de Poesía Arquitrave
www.arquitrave.com
Cattleya, el portal de los escritores colombianos
http://www.arquitrave.com/cattleya/index.html
Ajuste de cuentas, una antología de la poesía colombiana del siglo XX
http://www.arquitrave.com/Ajuste_de_Cuentas/inicio.html
Bogotá DC
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