Álvaro Mutis (Bogotá,
25 de agosto de 1923 – Ciudad de México, 22 de septiembre de 2013) |
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Álvaro
Mutis nació en Bogotá. Hijo de un abogado que había sido secretario de
un presidente y luego ingresó a la diplomacia, en 1925 viajó a Bélgica
con su familia, como ministro consejero de la Embajada en Bruselas, donde
el futuro poeta viviría hasta los nueve años, cuando su padre murió, de
repente, a la edad de 33. Pero
el personaje que mas intervino en su formación de niño fue su madre, un
ser muy especial. Según García Márquez, Estos
exabruptos de Álvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos
a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió
a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta
de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y
vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de
La temprana muerte de su padre les hizo regresar a Colombia donde ocuparon una hacienda en Coello, parte de la herencia que habían recibido del difunto. Allí, en ese lugar del trópico, parece haber surgido buena parte de la materia que nutre sus escritos.
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Esta
noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales. Sobre
las hojas de plátano, sobre
las altas ramas de los cámbulos, ha
vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima que
crece las acequias y comienza a henchir los ríos que
gimen con su nocturna carga de lodos vegetales. La
lluvia sobre el zinc de los tejados canta
su presencia y me aleja del sueño hasta
dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego, en
la noche fresquísima que chorrea por
entre la bóveda de los cafetos y
escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes. Ahora,
de repente, en mitad de la noche ha
regresado la lluvia sobre los cafetales y
entre el vocerío vegetal de las aguas me
llega la intacta materia de otros días salvada del ajeno trabajo de los años.
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Aún
cuando nunca terminó el bachillerato, Mutis frecuentó en Bogotá al
poeta de derechas Eduardo Carranza, cuando era profesor de literatura en
el Colegio del Rosario, regido por jesuitas, pero los billares de los cafés
cercanos, el Europa y París, pudieron más que las altisonantes
declamatorias del joven maestro del piedracielismo, fanático admirador de
Primo de Rivera y Mussolini. A los 18 años ya trabajaba como director de Mutis
es el escritor colombiano que mas premios ha recibido en la historia de su
nación: Comendador de Tanto la llamada poesía como la prosa de Mutis son ejemplos flagrantes del arte de la sociedad de consumo. Un arte que vende el mejor de sus productos: el rechazo ramplón de lo que conocemos como modernidad, con sus ofertas de igualdad, libertad y fraternidad, consideradas por Mutis otras supersticiones de nuestro tiempo. Para él la literatura fue mera entonación o estilo, no comunicación. Heredero de la voz radial de Jorge Zalamea en sus traducciones de Perse, Mutis hizo de sus monodias presagio de la vacuidad, o como él prefiere llamarla: desesperanza. Desde
Los elementos del desastre
(1952), Reseña de los hospitales
de ultramar (1959) y Los
trabajos perdidos (1964) el
asunto es lo mismo. Según
José Miguel Oviedo "todos sus poemas revelan la misma actitud"
pues animados por una idea fija, "todas las palabras empleadas en el
fondo son iguales ya que es uno mismo el sentido que se les
otorga..." Y agrega: Mutis es uno de esos poetas que, a cualquier
edad, escriban lo que escriban, dicen siempre lo mismo... Cobo Borda ha
descubierto, además, que Un libro de Enrique Molina, Costumbres
errantes o la redondez de la tierra, aparecido en 1951, manejaba los
mismos tópicos de Mutis. Decadencia, soledad, ruina física y moral, trivia, abulia, pocilgas, camastros, mendrugos, trapos y errancia son las rutas y geografías que recorre sin descanso, y sin que importe al lector, Maqroll El gaviero, sosías y único pretexto literario de Mutis. Todo ello singularizado en cafetales, techos metálicos donde retumban las lluvias, catres desvencijados que resisten la angustia de quien descansa en ellos, hoteles de puerto de mar o de tierra, trapiches, quebradas murmurantes, mujeres opulentas de baja o dilapidada condición, socavones de minas, frutas descomponiéndose por el horrendo calor que nos acosa por todas partes, viejos combatientes desamparados y perdidos, colegios, hospitales, etc. Y
como en las óperas de magia,
el cambio de telón apenas deja sospechar un cambio de escenografía:
Bengala, Riga, Lisboa, Nueva Orleáns, Tashkent, Akaba, Caucasia, Alaska,
Trinidad, Jamaica, Spira, Amberes, Cocora, Paramaribo, Hamburgo, Cádiz,
Belem do Pará, etc., todos los caminos llevan a lo mismo. Quien maneja
los hilos del místico aventurero Maqroll, y el aventurero mismo, nunca
conocieron las gratificaciones de la salud corporal, el diálogo y el
entendimiento, sólo la peste del cuerpo y el monólogo. Para ellos,
avezados forajidos, acaso apenas importe reflejar en los Otros y ¿el
lector? su chorro de voz y la miseria de sus recuerdos. Octavio Paz, reseñando
Los elementos del desastre,
resumió lucidamente ese mundo: El paisaje espiritual y físico del Gaviero es insoportable de varias maneras. Enumeraré algunas: la precisión en el horror chabacano, la alianza del esplendor verbal y la descomposición de la materia, la descripción de una realidad anodina que desemboca en la revelación, apenas insinuada, de algo repugnante; la familiaridad con las imágenes desordenadas de la fiebre y, también, con las repeticiones del tedio y del aburrimiento; el gusto por las cosas concretas e insignificantes que, a fuerza de realidad, se vuelven misteriosas; la predilección por el encuentro de objetos cotidianos y vulgares en un escenario extraño, presencias que no dejan de producir escalofrío. |
Harold Alvarado Tenorio
Editado por el editor de Letras Uruguay
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