Voces |
Gris. El cielo está
gris, como mi alma, debo decir. No se trata de una ilusión, ni de un
sofisma, ni de la falaz argucia de un ilusionista de feria que intenta
impresionar a su público. Nada de eso. Ni remanso, ni quietud, ni calma,
ni sosiego. Tristeza. |
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Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago |
Profunda e
insondable, tan impenetrable como esos ojos que me apuñalan desde una
foto, rojiza como la cabellera de ese niño que me observa desde otra. Un
año, quizás dos. ¿Qué edad tenían mis hijos cuando se las tomé? No
importa. Han crecido. Mañana ya es
Viernes... -murmura alguien ociosamente en la cocina, y deja flotando la
frase. Quizás intenta
iniciar una conversación memorable, tal vez sólo quiere decir algo como
para acortar un poco la tarde. Es increíble cómo
pasa el tiempo -dice otra voz, y sus palabras suenan como si fueran una
respuesta. Suspiro con cierto
fastidio. No creo que lleguen a oírme. Su conversación deriva ahora
hacia el tema de los remedios. Los que han tomado, y los que les quedan aún
por tomar. Advierto que cada
frase que deslizan es apenas un pensamiento hecho palabras, una máxima
banal cuyo único valor es el que les otorga el haber partido de la boca
de un anciano. Hablan como si los años les disculparan la incoherencia,
como si el tiem-po justificara cada frase inconclusa. Quizás sea su
manera de aferrarse a la vida -pienso-. Tal vez se trate de... -¡Salga de acá,
viejo de mierda! La frase me llena
el oído, me sacude. ¿Se dirige a mí este joven? -digo para mis
adentros-. El puntapié en las costillas me obliga a ponerme de pie. Esa
no es la respuesta que esperaba a mi pregunta, pero es la única que
recibo. Abro los ojos desmesuradamente, mis oídos zumban como mil
panales. Comprendo entonces que algo ha cambiado. Ya no estoy en mi
habitación del geriátrico, estoy... ¿Dónde? -¿Dónde? -le digo
al muchacho que se queda mirándome con gesto hosco. No me responde.
Sigue en la vereda, acomodando el cajón con lechuga que hasta hace unos
segundos fue mi almohada. Después desaparece mascullando algo tras un
viejo cartel de verdulería. Aún no conozco el
dónde, pero ya estoy preguntándome el por qué. Sé que no debo estar
lejos. Qué tan lejos puede ir un viejo caminando -me digo. Avanzo unos pasos
por una acera húmeda, alejándome del cordón para no caer a la calle,
acercándome a los paredones gastados para sostenerme en caso de urgencia.
No llevo prisa, tampo-co me detengo. Quizás todo sería más fácil si
supiera adonde voy, adonde debo ir. Claro, esa sería demasiada pretensión
para un viejo de ochenta y... no recuerdo cuántos años. No debería
estar aquí, eso es claro, pero hay tantas cosas que no debería … Llego a la esquina
rodeado de formas que se atropellan abalanzándose presurosas sobre la
calle. Siluetas difusas que se dibujan ante mis ojos como fantasmas de
saco y corbata. Pienso en esto y me viene a la mente la imagen de un
hombre joven, maletín en mano y gesto adusto, mente alerta, corazón frío.
Me reconozco en el recuerdo e intento calcular la edad que tenía
entonces. ¡Qué locura!
-murmuro para mí. ¡Ni siquiera sé cuántos años tengo ahora! Me detengo con las
rodillas vacilantes en el filo de la vereda. Una voz silenciosa nos ha
ordenado a todos que permanezcamos quietos hasta que la luz cambie de
color. Rojo. Más rojo. Los autos me
abanican con su viento negro, me llenan la boca con el sabor amargo de sus
gases. Miro al costado. Los otros no parecen percatarse de que estamos
siendo envenenados. Verde. La marea cobra vida
de un lado a otro de la calle. Cruzo con ellos, entre ellos, bajo ellos.
Me esquivan, me rozan, me saltan como a un hierbajo seco que se asoma por
una grieta del asfalto. Llevan prisa, yo no. Además... ¿Por qué habría
de apurarme si no sé adonde voy? Un cartel. Algo borroso que
flota en su superficie. Deben ser letras, no lo sé. Tanteo mi rostro para
descubrir que no llevo puestos los anteojos. Es lo mismo, tampoco con
ellos hubiera podido leer qué es lo que dice. ¡Abuelo! -grita un
niño que pasa corriendo a mi lado. Alguien lo recibe
en brazos delante de mí. Lo alza, lo estruja, lo besa. Avanza, retrocede,
se bambolea carcajeando. El niño le despeina la barba con las manos. Me detengo a unos
pasos de ellos. La escena no parece llamar la atención a los demás. Es
una obra de teatro con un sólo espectador. Observo. No aplaudo ni
vitoreo, sólo me emociono sin saber por qué. ¿Algún recuerdo que se ha
despertado de su sueño? No lo sé. Me gustaría saberlo. El sol hace un
dibujo curioso sobre un charco y me llena los ojos de colores vivos.
Escucho un viejo tango que surge de la nada. Alguien lo está haciendo
rodar sobre el fuelle de los labios fruncidos. Silba a mis espaldas,
arriba, abajo. ¿Dónde? ...Yo imagino el
parpadeo de las luces... -me oigo cantando. La música decrece,
se aleja, se esconde tras la espalda del ciclista que roza el cordón a mi
lado. ¡Adiós! -le grito, pero ya es un punto más en la avenida-. Quizás
aún siga silbando cuando llegue a su casa. Su casa... ¿Y la mía?
¿Dónde está la mía?-propongo. Aparto las
preguntas para no darme de lleno con la respuesta. Otros interrogantes
toman su lugar sin pedir permiso. ¿Cómo voy a
explicarle a mis hijos que ya no viviré con ellos? ¿Comprenderán que
sigo amándolos aunque su madre y yo ya no estemos juntos? Sé que me he hecho
estas preguntas alguna vez, mil veces quizás. Lo que no comprendo es por
qué vuelven ahora desde el tiempo para teñir de gris mis recuerdos. ¿Diez? ¿Veinte años?
¿Treinta? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquel domingo de Febrero?
-murmuro para mí. La tarde comienza a
declinar. Se cae detrás de los edificios como un trapo sucio de tierra,
arrastrando jirones de cielo rojo hacia abajo, tironeando manchones de
negrura hacia lo alto. Alguien me toma del
brazo con firmeza. -¡¿Cuántas veces
tengo que repetirte que no es posible que salgas solo a la calle?! -gruñe
mi captor con fingido enojo. Lo miro. No
respondo. Su uniforme verde de enfermero me inhibe. Lo dejo hacer a
voluntad. No me maltrata, tampoco me trata bien. Me lleva hada el interior
de una vieja casona. El mismo cartel de antes se bambolea chirriando sobre
la puerta. -Así que decía
geriátrico -le comento a mi guía que camina demasiado ensimismado como
para oírme. El olor a sopa de
verduras me recibe al abrirse la puerta interior. Entro, más bien me
entran. El enfermero cierra con llave mientras me observa con una mueca de
disgusto dibujada en los labios. Chista, carraspea. Me señala el pasillo
con el mentón y desaparece detrás de una mampara. Algunos rostros
conocidos se asoman para darme la muda bienvenida. Uno de ellos me alcanza
los anteojos poniendo los dedos sucios sobre los vidrios. Me los coloco
con premura. Le agradezco el gesto con una inclinación Estoy
seguro de que la noticia de mi fuga ha corrido por todos los rincones.
Puedo sentirlo en sus miradas lánguidas. Lo saben. Quizás me envidien
por haber hecho lo que ellos no han podido, tal vez se burlen. No importa.
Estoy cansado. El instinto me lleva a tientas hasta la habitación. Mi
compañero yace boca arriba en su cama. Gruñe, ronca, se estremece con un
silbido en el pecho. Duerme como si fuera la última vez, se llena los
pulmones con avaricia y después larga el aire entre explosiones, como un
viejo motor fuera de punto. Me
recuesto y siento el golpeteo del corazón en mis oídos. Cierro los ojos
buscando calma. Las fotos de mis hijos pequeños me vuelven a acosar desde
el pasado. ¿Qué será de ellos? -me pregunto vanamente. Alguien
abre la puerta. El guardapolvo verde. Detrás uno blanco. Vino el doctor
-dice una voz lejana dentro de mi cabeza. -¡A
ver! ¿Qué está pasando aquí? ¿Quién es el pícaro que trata de
escaparse? -dice el médico frunciendo el ceño. No
está enojado conmigo, lo sé. Sólo intenta hacerme saber que él es el
que manda. Parece divertirle la situación, pero no se ríe. Se rasca la
nariz chata sin dejar de mirarme. Tiene pestañas gruesas, arqueadas, como
dos aleros de rancho que le cubren los ojos color montaña. Murmura
algo hacia el rubio que está detrás de él. El otro asiente, se
arremanga el guardapolvo verde, me observa ladeando un poco la cabeza. Se
muerde el labio hasta dejarlo blanco, piensa. La situación no dura más
que unos segundos, pero a mí me parece una hora. Al fin se van. Apagan la
luz y dejan la puerta entornada. Oigo sus pasos alejándose por el
pasillo. Hablan en voz baja, no logro comprender lo que dicen. Como
puedo me entrego al descanso, no me resisto, me relajo. Una canción de
cuna me suena en los oídos. Comprendo que soy yo quien está cantando. ¿Para
quién? -me pregunto. Nadie
responde. Nadie me detiene mientras caigo por un cielo abierto hasta el
mar de los sueños. Afuera,
el doctor revisa unos papeles. Mira dos o tres veces hacia la puerta
entreabierta de la habitación. Suspira. Llama al enfermero del
guardapolvo verde, al rubio. -¿Qué
fue lo quie te dijo anoche?- le pregunta con gesto adusto. -Que
oye voces –responde el rubio, rascándose la oreja. -Voces-
repite el médico con gesto pensativo. El
rubio asiente sin hablar. Parece preocupado, ambos lo están. -¿Algo
especial para esta noche? -murmura el enfermero. -Que no se levante sin
ayuda. No quiero sorpresas. ¿Entendido? El
rubio sacude la cabeza afirmativamente. Después pregunta. -¿Cómo
está en realidad? -Está bien -lo tranquiliza el médico-, sólo un poco
perdido. Le
palmea la espalda dos o tres veces. Después vuelve a hablar. Aún tiene
su guardapolvo blanco puesto, pero ya no parece doctor, el otro tampoco
enfermero. -Cuidemos
que a papá no le ocurra nada ¿Ok? -le dice mirándolo a los ojos. Después se abrazan, en silencio, y desaparecen cada uno por su lado entre los blancos pasillos. |
Daniel
Aloisio
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
3 de octubre 2010
Gentileza de http://www.epervivencias.blogspot.com/
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