"Desapego" |
Cuando Zabala supo que iba a morir, comenzó a regalar todo. Primero fueron los libros, los discos, alguna revista. La colección de estampillas, las fotos autografiadas, las plantas, los perfumes sin abrir. Tres meses, se dijo ni bien recibió la noticia, serían suficientes para entregar sus pertenencias a manos amigas. El daño, como una daga, ya estaba hincado en su costado. No había contado con un inconveniente: la reticencia de los destinatarios a recibir sus presentes. Esbozaban una sonrisa forzada, se ponían serios, carraspeaban. Algunos agitaban la cabeza en una protesta muda, otros se quedaban mirándolo con los ojos empañados. En vano fueron sus argumentos y explicaciones. Para ellos, los otros, aceptar los obsequios era convalidar la idea de su muerte —la de él—, algo que, por doloroso e incompresible, los paralizaba. Pero, como ya había asumido la inexorabilidad de su destino, no se amedrentó. El dolor, que ya devoraba sus reservas, pasó a ser el único aliado. La primera tentativa en la calle, frente a un desconocido, fue todo un éxito: Era un chico esmirriado, con un mechón sobre el ojo izquierdo y la cara surcada por un tajo antiguo. Sonrió con desconfianza, pero aceptó los discos sin hacer preguntas. Para no despertar sospechas, cambió de barrio cada día. Vio caras y conoció lugares que, en otro tiempo, hubiera considerado de fantasía. Oyó voces, percibió aromas desconocidos. Lo rozaron manos ásperas, pieles suaves. Quedó perplejo ante algunas sonrisas, aterrado frente a otras. A veces debía detenerse durante horas para recuperar el aliento. La debilidad iba en aumento. |
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"El bosque mágico"
por Dino Masiero |
Cuando faltaba un mes para su muerte, según los cálculos, comenzó a sacar los muebles a la vereda. Siguió con los artefactos y algunas ropas que ya no usaba. Abarrotaba la vereda por las noches y a la mañana, satisfecho de verla desierta, comenzaba a organizar una nueva entrega. Diez días antes del final, algunos amigos, alertados acerca de su conducta, intentaron disuadirlo. Frustrados por su terca negativa, rezongaron, desistieron, y no volvió a verlos. El invierno llegó cuando faltaban sólo dos días, pero no cejó en su esfuerzo y continuó regalando las ropas. Conservó, por pudor, sólo una túnica raída, recuerdo de alguna fiesta de disfraces. Con esa prenda por único vestido, descalzo, mal comido, salió a la calle a buscar su último destino. Procuró
barrios tranquilos, calles de tierra. Al fin llegó al campo. Se
confundió entre linyeras y parias que aceptaron de buen grado sus
ropas. Desnudo, maltrecho, cayó tras un alambrado y quedó tendido
entre unas zarzas. Alcanzó a ver unos pies descalzos a su lado. Pensó: sólo mi dolor me queda, y lo entregó. El otro, sorprendido, atontado, se perdió a lo lejos entre alaridos. Liberado del sufrimiento, Zabala cayó en la cuenta de que morir sería apenas cerrar los ojos. Lo hizo, pero debió volver a abrirlos, porque otro par de pies a su lado, anhelantes, le reclamaban algo. Zabala se dijo: “Aún liberado de mi dolor, la enfermedad me consume. Entregarla, sería condenar a otro. Lo contrario, significaría renunciar al desapego que me he impuesto”. Así que, haciendo un esfuerzo, entregó su enfermedad. Lo sorprendió el golpe del otro cuerpo al caer. Extrañamente reconfortado, Zabala se puso de pie. A su lado, encogido por el padecimiento, un anciano agonizaba. Él
lo tomó entre sus brazos, le habló con dulzura. El viejo murió con
una sonrisa. |
Daniel
Aloisio
Gentileza del blog: Extrañas epervivencias
http://www.epervivencias.blogspot.com
email: aloisiodaniel@yahoo.com.ar
Autorizado por el autor
jueves 28 de mayo de 2009
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