La soledad del solitario |
Nuestro
personaje aparentaba vivir en
una profunda soledad. Desconocía como se llamaba; sin embargo lo
identifiqué con el nombre de “solitario”; era silencioso al caminar. Cierto día me
conmovió el hecho de verlo moverse renqueando; observé y deduje que
padecía de un profundo dolor
en la cadera derecha. Los vecinos del barrio lo ignoraban porque era un
“discapacitado” o un ser, como lo indica la nueva jerga profesional,
con “necesidades especiales”. Algunos creían que la causa del dolor
se debía a la inyección de una medicina que se había cristalizado en
los músculos traseros. Se alimentaba de las sobras que le ofrecían los
demás. Un alcohólico, conocido como “el muecoso”, porque era el hazmerreír
de la gente cuando realizaba sus
muecas y la manera de
ganarse un trago del guaro que
promueve el Estado, resultó con el tiempo su mejor amigo porque ambos al
vivir en el abandono, entablaron la amistad en el “hogar de la
injusticia”. Dormían
en las aceras de la calle principal de El Guanacaste. Su lecho era el
plácido y frío cemento. Se arropaban con las bolsas plásticas vacías
de la pútrida basura. Su compañía nocturna eran las
cucarachas gigantes que cuando
eran iluminadas por los
faroles de los autos alzaban vuelo confundidas para luego posarse sobre aquellos
dos cuerpos segregados por la discriminación social. El solitario, era
vencido por el sueño al inhalar el
aliento alcohólico de su único amigo. Cada
mañana me dedicaba a
observar la soledad de Solitario; la profunda tristeza, que se expresaba
en la mirada dirigida hacia
el suelo. Pensé que se trataba de un caso de depresión profunda y que
podría terminar en el
suicidio; me preocupaba el
hecho de que poco le importara cruzar la calle y ser atropellado por los
autos que circulaban a alta velocidad. En varias ocasiones rechazaba la
comida. Pensé en algún momento proporcionarle
medicina homeopática; se me ocurrió que Árnica
o Aurum metalicum podrían ser
los remedios indicados; pero cómo podría hacerlo sin pedir su autorización
o sin estar seguro si mis servicios podrían o no ser rechazados. Pasaron
algunas semanas y ocurrió una sorpresa; vi a Solitario sonreír, con un
espíritu muy alegre. Con la mirada frente a frente, desafiante y viva. El
desayuno que le ofrecí se lo comió con un apetito voraz. Por arte de
magia la depresión se había ido al cuerno. Aquella alegría fue
contagiosa; porque yo también me puse a sonreír, empecé a dormir plácidamente
y a escribir esta historia. Algunos
hechos no me quedaban claros y mi espíritu inquisitivo me llevó a
formularme las siguientes preguntas: ¿Qué contribuyó a la desaparición
de la depresión? ¿Cuál fue la causa de su alegría? ¿Por qué movía
constantemente la cabeza? Lo observé
de nuevo a la mañana siguiente y pude notar que tenía un hermoso
collar que sin ser de perlas tampoco restringía el movimiento de su
cuello. Era un collar de la esperanza y la alegría que le regaló una
generosa mujer que tuvo la intuición de que los actos pequeños y
sencillos llenos de cariño y ternura son significativos en la vida, no sólo
de los humanos sino de aquel perro que llamé Solitario. El animalito que
me enseñó a no olvidar que el
cariño es una de las mejores medicinas para la depresión. Luego,
cuando caminaba por la calle
principal de El Guanacaste, sentí el serio compromiso de luchar por los
derechos de los perros callejeros y
por un plan de justicia con
sus compañeros niños, niñas, hombres,
mujeres alcohólicas
que duermen bajo el frío y la lluvia; ajenos, en su miseria, que estaban
arropados con las bolsas de la basura pútrida de la corrupción. Tegucigalpa, abril, 2007. |
Juan Almendares
juan.almendares@gmail.com
http://www.movimientomadretierra.org/
www.dignidaddelospueblos.hazblog.com
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