La magia de las palabras por Isabel Allende
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Agradezco mucho la invitación a este Congreso, que me brinda la oportunidad de intercambiar ideas y de aprender sobre literatura. Cuando supe que tendría que hablar, me asusté un poco, porque prefiero exponer mis ideas a través de un personaje o de una anécdota a hacerlo ante un micrófono. Sin embargo, asumo esa tarea con alegría, porque este intercambio es para mí una experiencia muy grata, muy enriquecedora. El poeta Pablo Neruda escribió en sus memorias: «Amo tanto las palabras... Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces... ¡Qué buen idioma el mío! ¡Qué buena .lengua heredamos de los conquistadores torvos! Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando «patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo. Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas. Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra. Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo. Salimos ganando. Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se lo llevaron todo y nos dejaron todo. Nos dejaron las palabras...» Estas líneas de Neruda me conmueven profundamente, porque describen mi propio asombro ante el poder del lenguaje. Mi oficio es la escritura. El único material que uso son palabras. Palabras... palabras... palabras de este dulce y sonoro idioma español. Están en el aire, las lleva y las trae el viento, puedo tomar la que quiera, son todas gratis, palabras cortas, largas., blancas, negras, alegres como campana, amigo, beso, o terribles como viuda, sangre, prisión. Infinitas palabras para combinarlas a mi antojo, para burlarme de ellas o tratarlas con respeto, para usarlas mil veces sin temor a desgastarlas. Están allí, al alcance de mi mano. Puedo echarles un lazo, atraparlas, domesticarlas. Y puedo, sobre todo, escribirlas. Es muy poco elegante que tome como ejemplo mi propia obra para hablar de vivencias que supongo son comunes a casi todos los escritores. Lo hago porque es el caso que tengo más cerca, el que mejor conozco; así es que les suplico ser tolerantes. Escribí La casa de los espíritus como un exorcismo, una forma de sacarme del alma los fantasmas que llevaba por dentro, que se me habían amotinado y no me dejaban en paz. Pensé que si lograba ponerlos por escrito les daría forma para que vivieran sus vidas, pero también los haría prisioneros y los obligaría a cumplir mis leyes. De manera muy primitiva, le atribuí a la palabra el poder de resucitar a los muertos, reunir ’a los desaparecidos, reconstruir el mundo perdido. Después del golpe militar en Chile, el 11 de septiembre de 1973, un hachazo partió el destino de millones de chilenos y también el mío. No voy a referirme aquí a la violencia de la dictadura, que no difiere mucho de otras tiranías en nuestro mundo atormentado, ni al dolor de mi familia, porque otros han sufrido y sufren mucho más. La tragedia de América Latina no se puede contar en casos particulares. Es un solo terrible lamento. Desde los picos australes de Chile hasta la verde naturaleza de Centroamérica, a lo largo y ancho de esa tierra impera la desigualdad social, el colonialismo, la miseria, la ignorancia, las lágrimas y la sangre vertida. No pude adaptarme a la dictadura. Junto a miles de chilenos, abandoné mi país con mi compañero de toda la vida y nuestros hijos. Nos acogió Venezuela, cálida y generosa. Allí encontramos trabajo, amigos, un hogar. Sin embargo, lejos de mi tierra me sentía moribunda, como un árbol al cual le cortan sus raíces, como un pobre pino de Navidad. Por largo tiempo, la nostalgia me paralizó, pero poco a poco las heridas comenzaron a sanar y el aire libertario de mi nueva patria consoló mi alma. Entonces sentí la necesidad de expresar mis sentimientos, mis vivencias, que eran similares a las de tantos latinoamericanos en la misma situación. Quise recuperar lo perdido: el paisaje de mi infancia, el pasado que la mala memoria estaba borrando, las gentes que amé y tuve que abandonar. Deseaba aprisionar esos recuerdos para siempre. Y así, un día de enero de 1981, coloqué una hoja en blanco en la máquina y escribí: «Barrabás llegó a la familia por vía marítima...», y seguí escribiendo y escribiendo sin pausa durante un año, hasta qué terminé la página número 500 con las mismas palabras con que comencé la primera. Mientras trabajaba no pensé que ese libro podría cambiar mi destino. No tenía ninguna experiencia con la literatura. Es verdad que a través del periodismo y el teatro había descubierto el valor de las palabras, pero ni aun en los sueños más extravagantes sospeché la repercusión que puede tener un libro. No sabía que Esteban Trueba y los otros espíritus de esas páginas le darían una insospechada dimensión a mi existencia. El libro fue publicado por Plaza y Janés en España, en otoño de 1982. Cuando lo vi sobre un mesón de librería sentí que me flaqueaban las piernas. La emoción de tenerlo por primera vez en las manos fue muy parecida a la que tuve en el momento de tomar en brazos a mis hijos al nacer. Para esa fecha, en Chile ya no quemaban libros públicamente en las calles y plazas, como al comienzo de la dictadura, pero existía una inflexible censura amordazando todos los medios de comunicación y las expresiones del arte. Sin embargo, la autoridad no siempre tiene éxito en su propósito de poner grilletes a las palabras. Las palabras prohibidas son astutas, aprenden a moverse en la sombra, se introducen entre líneas, usan claves y símbolos, se deslizan en las canciones y en los chistes, van de boca en boca y así consiguen transmitir las ideas y escribir la historia secreta, la historia oculta y verdadera de la realidad. Así lo hemos comprobado en América Latina. Para las dictaduras es fundamental el control de la opinión pública, y creen lograrlo silenciando o manipulando la información. Pero una virtud extraordinaria del lenguaje es que no se deja utilizar. Tarde o temprano las ideas se rebelan, revientan sus camisas de fuerza y se vuelven contra quienes intentaron burlarse de ellas. Eso está ocurriendo en Chile y en otros países que soportan tiranías. Un largo apagón cultural ensombreció a la nación que durante cien años estuvo a la vanguardia del pensamiento latinoamericano, pero, a pesar de las drásticas medidas, las palabras andan sueltas por la calle, uniendo a las gentes y remeciendo conciencias. La más sorprendida con la buena acogida que tuvo La casa de los espíritus en España y en muchos otros países de lengua castellana fui yo. Me conmovió mucho que los personajes de mi libro pasearan por el mundo contando su historia a tantos lectores benevolentes. Me daba lástima pensar que no entrarían a mi patria, pero lo acepté como un hecho inevitable. Jamás imaginé que muchos chilenos desafiarían a la policía para introducir algunos ejemplares al país. Viajeros audaces lo disimularon en su equipaje; otros fueron enviados por correo sin tapas, o partidos en dos o tres pedazos para que no pudieran identificarlas al abrir los sobres. Conozco a una joven madre que pasó varios libros por la aduana ocultos en una bolsa de pañales de su recién nacido. No sé cuántos entraron así, burlando a la censura. No creo que fueran muchos, pero adentro se multiplicaron en fotocopias que circulaban de mano en mano. Me contaron que había listas para leerlo por turno y que algunas personas lo ofrecían en alquiler. Meses después, presionado por la opinión pública internacional, él gobierno militar consideró necesario levantar la censura de libros para mejorar su imagen. Esa nueva disposición permitió la entrada al país de textos proscritos durante diez años. Algunos libreros llevaron La casa de los espíritus, que fue acogida con cariño por mis compatriotas. Si los espíritus benéficos de mi libro han cumplido su misión, es posible que mostraran parte de la verdad a algunos que no desean verla. Me han dicho que la novela está de moda en Chile y que hasta los más reaccionarios la leen, para no desentonar. Deben de pasar de prisa los últimos capítulos, sobre el terror del golpe militar, pero es posible que algo quede en sus corazones. En ese caso habré contribuido de alguna manera al conocimiento de la dramática realidad de nuestra tierra, donde unos pocos son dueños de toda la riqueza y la inmensa mayoría restante vive en la miseria. La única forma de aceptar una situación así, para cualquier persona que posea un mínimo de decencia, es ignorar la verdad. Para disfrutar de los privilegios con tranquilidad es mejor no saber. El otro día, por ejemplo, recibí una carta de un lector que pertenece a esa oligarquía dorada que propicia el militarismo. Es una carta amable en la cual manifiesta que le gustó mi libro y espera que siga escribiendo, pero que, por favor, no toque temas sociales o políticos, porque es desagradable y puede acarrearme enemigos. Me quedé pensando en ese miedo tremendo que algunas personas sienten ante las palabras. No temen la violencia, la injusticia o la pobreza contenidas a presión en un caldo terrible que un día explotará. Sólo temen que se hable de ello y, mucho más, que alguien lo escriba. Cuando terminé La casa de los espíritus no sospeché que había tejido una telaraña que se extendería por lejanos territorios, uniéndome en estrecho abrazo con tantos lectores. No digo esto en un sentido figurado. Me refiero a un abrazo real, fraterno, formidable. El hecho de estar hoy aquí, tan lejos de mi casa, conversando con ustedes en esta Universidad, demuestra el increíble alcance que pueden tener las palabras escritas. Cada día voy al correo, y la viejita que atiende el mesón me entrega la correspondencia con una sonrisa de complicidad. Son cartas de lectores desconocidos que al volver la última página de La casa de los espíritus sintieron el impulso generoso de comunicarse conmigo. Una vez alguien me mandó el relato de su vida diciéndome: toma, escríbelo para que no lo borre el viento. Así lo hice. Parte de esa historia figura en Tiempo de amor y sombra, que se publicó en España en noviembre de 1984. Hay mensajes que recorren tan tortuosos caminos, que parecen enviados desde la Edad Media. Así ocurrió con la carta de un pintor solitario que vive en una playa chilena. Se sintió conmovido por Esteban Trueba y su extravagante estirpe y me escribió una carta. La entregó al primer turista que arribó de vacaciones al pueblo, y así, de bolsillo en bolsillo, de amigo en amigo, de valija en valija, llegó por fin a mis manos en Caracas. Lloré al leerla, porque me trajo el olor del mar, el viento, el acento y el color de mi patria, el sonido de campana que pone en mi alma ese nombre pleno de nostalgia: Chile. Vinieron a mi memoria las palabras de Pablo Neruda en un discurso. Dijo el poeta: «Pero, por una razón o por otra, yo soy un triste desterrado. De alguna manera o de otra yo viajo con nuestro territorio y siguen viviendo conmigo, allá lejos, las esencias longitudinales de mi patria.» Coloqué la carta de ese pintor en una botella y la tengo sobre mi mesa de trabajo, como un símbolo. Llegó traída por el azar, como el mensaje lanzado al océano por un navegante extraviado, para recordarme en todo momento mi responsabilidad, mi compromiso. Eso tiene de maravilloso un libro: establece un vínculo entre quien lo escribe y quien lo lee. Es la magia de las palabras. Todo esto, que les he contado con tan poca modestia, significa mucho para mí. Escribir ya no es sólo un placer. Es también un deber que asumo con alegría y orgullo, porque comprendo que estoy en posesión de un instrumento eficaz, un arma poderosa, un ancho canal de comunicación. Siento que soy, junto a otros escritores latinoamericanos que, como yo, tienen la suerte de ser publicados, una voz que habla por los que sufren y callan en nuestra tierra. Mi trabajo deja de ser solitario y se convierte en un aporte al esfuerzo común por la causa de la libertad, la justicia y la fraternidad, en la cual creo. Los escritores somos intérpretes de la realidad. Es cierto que caminamos en el filo de los sueños, pero la ficción, aun la más subjetiva, tiene un asidero en el mundo real. A los escritores de América Latina se les reprocha a veces que su literatura sea de denuncia. ¿Por qué no se limitan al arte y dejan de ocuparse de problemas irremediables?, les reclaman algunos. Creo que la respuesta está en que conocemos el poder de las palabras y estamos obligados a emplearlas para contribuir a un mejor destino de nuestra tierra. Esto no significa hacer panfletos ni renunciar a la calidad estética, al contrario. El primer deber es crear buena literatura, para que ésta cumpla su tarea de conmover a los lectores y perdurar en el tiempo. América Latina, ese vasto continente formado por países desmembrados, por muchas razas y diversos climas, que sufre la agresión externa del colonialismo y sus propias, terribles contradicciones internas, posee un bien común, un fabuloso tesoro que, tal como escribió Neruda, se le cayó a los conquistadores de las botas, las barbas, los yelmos, las herraduras, y que une a sus habitantes en un solo pueblo: la lengua. Unica y maravillosa lengua es ésa para describir una tierra donde el desarrollo llega con centurias de atraso, pero donde también se gestan los mayores movimientos renovadores y revolucionarios; continente de huracanes, terremotos, ríos anchos como mares, selvas tan tupidas que no penetra la luz del sol; un suelo en cuyo humus eterno se arrastran animales mitológicos y viven seres humanos inmutables desde el origen del mundo; una desquiciada geografía donde se nace con una estrella en la frente, signo de lo maravilloso; región encantada de tremendas cordilleras donde el aire es delgado como un velo, desiertos absolutos, umbrosos bosques y serenos valles. Allí se mezclan todas las razas en el crisol de la violencia: indios emplumados, viajeros de lejanas repúblicas, negros caminantes, chinos llegados de contrabando en cajones de manzanas, turcos confundidos, muchachas de fuego, frailes, profetas y tiranos, todos codo a codo, los vivos y los fantasmas de aquéllos que a lo largo de siglos pisaron esa tierra bendita por tantas pasiones. En todas partes están los hombres y mujeres americanos, padeciendo en los cañaverales, temblando de fiebre en las minas de estaño y plata, perdidos bajo las aguas mariscando perlas y sobreviviendo, a pesar de todo, en las prisiones. En América Latina las sílabas se escriben con sangre. Pero tenemos al menos las palabras para contar a nuestros pueblos, a nuestros países, a nuestro fabuloso continente. Tenemos palabras para contar la verdad y son muchos los que lo están haciendo. Por eso, señoras y señores, amo tanto las palabras... |
ISABEL ALLENDE - DOCUMENTARY Biographie - Documental biográficoPublicado el 25 ago. 2016 |
Isabel Allende
Publicado,
originalmente, en Revista Iberoamericana (University of Pittsburgh)
Vol. LI, Núm. 132-133, Julio-Diciembre 1985
https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/4053/4221
Editado por el editor de Letras Uruguay
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