Marién |
Empiezo
por decirle que yo soy una persona seria. Tengo un currículo académico y
una historia de vida que lo comprueban. Puedo demostrarlo: el currículo,
no la historia, las historias personales no se muestran, sólo su saldo es
visible; positivo o negativo, se ve al final del recorrido del tiempo,
cuando el blanco de las sienes y las hormonas de reposición restablecen
la verdad en el cómputo general de las columnas del activo y del pasivo.
Y además de seria, soy sensata. Si hay algo de lo que me enorgullezco es
de ser una celosa madre de familia, una profesional honesta y una
ciudadana útil a la sociedad. Sí, seguro, siempre supe que tenemos
aspectos en nuestra personalidad que no son completamente conocidos, hay
áreas cenicientas, zonas de sombra, algo de escarcha y niebla, lo sé, la
ciencia lo explica -cuando no lo baraja-, pero en fin. De todos modos
puedo afirmar que jamás permití que esas siluetas menos luminosas se
asomasen al balcón de mi vida pública, por decirlo de algún modo. Tuve
el cuidado de mantener a mis fantasmas privados al resguardo de cualquier
mirada indiscreta y si alguna vez –y debo admitir que ha sucedido–
alguien se enteró de que había bultos enmascarados recorriendo mis íntimos
senderos, ésos fueron mis familiares más próximos, marido, hijos y
madre, en ese orden de información y con exclusividad. Muy
bien, sigo: esto expuesto y a bien de la verdad, no puedo decir que nunca
sospeché de la existencia de algún otro yo dentro de éste que aparento
y exhibo; un súper ego, por supuesto –¿Y quien no lo tiene?– con su
correspondiente id debidamente
controlado puesto que la información científica sobre esos temas es
accesible, si no a las masas por lo menos a quien tenga pincelado el
intelecto con el barniz de una educación de nivel superior, como es mi
caso; un lobo estepario, tal vez, pero debidamente entrenado para no
ensuciar con sus patas la alfombra de las etiquetas, seguro que usted ha
leído a Hermann Hesse; quizá un Dasein,
sintiéndose culpado por no ser el fruto de su propia creación, pero de
Heidegger por supuesto usted sabe más que yo. Como ve, todos esos fenómenos
no me eran desconocidos ni me fue ajeno el cuidado de mantenerlos
reducidos a sus debidas proporciones. Pero con ella no contaba. Se me
apareció un día con estatuto de alma melliza, otro yo, segundo ser, como
le quiera llamar, habitando el caparazón de mi dimensión corpórea. Dijo
que se llamaba Marién. Ésta es la razón por que vengo a consultarlo,
doctor. Pregunta
usted cuál fue mi reacción. Bien, no se puede decir que no haya
intentado convivir pacíficamente con la persona esa que se me presentó,
mejor dicho que me empujó hacia un lado para que le cediera espacio en
mis circunscritas realidades, sí que lo hice, en verdad tengo algunos
conocimientos de psicología, aunque principalmente de psicología social
–¿Le dije que soy socióloga?– pero no, el problema no se encuentra
en elaborar un esquema para una coexistencia armónica, sino en mantener
determinados trazos de su personalidad ceñidos en un ámbito razonable. ¿Que
le dé un ejemplo? Por supuesto, figúrese usted que ella habla español.
Sí, usted lo escuchó bien, fue lo que dije: habla castellano. Dice que
es de Andalucía, descendiente de moros, gitanos y judíos. Naturalmente,
en cuanto al habla castellana, le dije que no me parecía practicable,
puesto que mi idioma materno es el portugués, mi familia es lusitana
desde los tiempos de D. Afonso Henriques, que me conste nunca hubo en
nuestro árbol genealógico ningún fruto cogido por manos que se hubieran
extendido desde el otro lado de la frontera. Así que, cómo vamos a
entendernos, le pregunté educadamente. Dio de hombros. Ya veremos,
respondió con displicencia. Por hablar de eso, es una persona
displicente, debo decirlo. Lo noté de pronto, porque no compartía mis
preocupaciones. No parecía importarle la cuestión del idioma y la
consecuente carga cultural que eso implica. Usted sabe a qué me refiero,
los pisos con azulejos, el sol entre las ramas de las enredaderas, el
sonido del agua en el surtidor, el aroma a azahar, las columnas mudéjares,
las violetas, o por otras palabras, la sombra, el silencio y el embrujo de
un patio andaluz a las dos de la tarde. Una necesita una estructura
especialmente dotada para cargar con la imaginación de otra persona además
de la nuestra, sobre todo si la otra es andaluza. Sí, que no quepan
dudas, el ser andaluza altera considerablemente las proporciones de la
cuestión a causa de la soleá, la luna mora, el mantón de Manila, el
duende y el clavel. Por no hablar de los palos del flamenco. Como ve, no
es un tema que deba ser tratado con liviandad, una pasa la vida
fortaleciendo a sus columnas íntimas para sostener la propia herencia
cultural y de pronto nos surge un otro yo, huido de un patio andaluz, y
tenemos que hacer que quepan mezquitas, arrayanes, rosas de los vientos,
barrios de la judería, tardes de toros, alcázares, caballos árabes y
olivos en nuestra propia arquitectura interior, a mí me parece una ecuación
con demasiadas variables, por no decir que estamos al borde del absurdo.
Ya me dirá usted lo que piensa, por cierto ha estudiado esos casos. Bien,
de acuerdo, digamos que la cuestión del idioma y su respectiva carga
cultural sería manejable, si no fuera otro aspecto que a mí me parece
que escapa a los cómputos de la matemática existencial: es que además
de andaluza, mora, gitana, judía, displicente y de habla castellana,
también es poeta. Sí, lo que le digo, de ésos que escriben versos. Ni más
ni menos. Que lo lleva en la sangre, dice. Supongo que tiene que ver con
los duendes que antes mencioné. Parece ser algo incontrolable, como una
arritmia cerebral o algo semejante, se da a la métrica y la rima, y a
sabiendas de que con eso una no conlleva la vida de todos los días, hay
que pensar que las cosas verdaderamente importantes –al contrario de lo
que pueda parecer a muchos y entre ellos a los poetas– están en lo
cotidiano, los cuidados de la familia, la casa, el trabajo, los
compromisos, la vida social por reducida que sea, la salud sobre todo, en
fin, lo esencial está en todo el mecanismo organizado para sustentar la
vida y –hay que decirlo– a la sociedad en la que estamos insertos y de
la cual somos células. Ésa es la verdad y lo contrario es el caos,
aunque ella diga que lo contrario es la poesía. A mí me parece
discutible. Aun desde aquí, mirando desde esta perspectiva, es decir en
esta posición en que le hablo, acostada en el diván, cuando los
pensamientos parecen surgir de abajo para arriba y no de adentro para
afuera, me sigue pareciendo discutible. Pues
como le decía, suele poetizar. En las horas menos apropiadas, en los
momentos más inesperados, cuando se hace necesaria la serenidad para la
toma de decisiones, la firmeza para la conducción de los asuntos, la
crudeza para hacer frente a los desafíos de la vida, ella poetiza. Delira
en forma de versos, digo yo. Hay caballos galopando en las noches,
misterios descifrados en penumbras, un minotauro en su laberinto, polvo de
oro y arreboles, además de algunas cosas extrañas que, conforme juzgo
haber entendido, tienen que ver con olvidos amarillos, desiertos en
tinieblas, manantiales, mareas, golondrinas y, a veces –aunque más
ocasionalmente– orquídeas y paradojas. Vea usted la situación. ¿Qué
puede una hacer, impotente e ignorante, ante tan asombrosas fuerzas y tan
contradictorias? Dice que son metáforas. Supongo que también esos
detalles los conocerá usted de los compendios médicos, estoy informada
de que la psiquiatría está muy avanzada en esos temas. ¡Pero
que no! ¿Cómo no va a ser de conocimiento público? Mantenerla al abrigo
de los ojos ajenos, ocultarla a la curiosidad de extraños, enmascarar los
síntomas y las evidencias, borrar vestigios, eludir ardides, eso es lo
que querría yo, pero… ¿de qué manera? Usted dígame cómo, de qué
modo, si se metió en Internet y de allí no hay quien la desconecte. Sí,
por cierto, anda en la red como si estuviera en casa, armó el tablado y
se instaló de alpargatas y rosa en los cabellos. ¡Pues, si le digo que
está como en su patio! Frecuenta talleres literarios, salas de chat, páginas
de poesía, sitios de cultura general, bibliotecas virtuales,
observatorios de la ciber sociedad, foros, blogs, lo que venga. Dice que
necesita navegar, que uno debe expresarse, compartir opiniones,
intercambiar ideas. Sí, en ese aspecto no le va mal, se comunica, tiene
compañeros de red e incluso amigos fiables, algunas esporádicas
aventuras románticas, cada vez más esporádicas y cada vez menos románticas,
por suerte o por desgracia, no lo sé, de esos mundos virtuales una no
sabe nunca nada. No, eso no, afortunadamente no le dio por frecuentar
sitios de sexo virtual ni de pornografía. Dice que es por ser poeta que
no le da por esas cosas. Que necesita integración emocional, es lo que
afirma. Supongo que trata de interiorizar la percepción del binomio
espacio/tiempo reducido a las realidades cibernéticas. En cuanto a mí no
tengo por hábito maquillar la nomenclatura: las cosas son lo que son,
información, comunicación y tecnología, son los tres ejes fundamentales
de la ciber cultura, aunque a ella lo que le atrae en el mundo virtual son
las emociones: alegrías, esperanzas, desengaños, frustraciones, euforia,
desaliento, intimidad, devaneos, fantasía. Supongo que busca el otro yo
de los demás, con quien identificarse y en donde encontrar solidaridad.
Dice que son las emociones que la tienen enganchada a la red. Vea usted qué
lejos va una a buscar la gratificación para sus carencias. ¿Que
por qué no la desconecto? No puedo, le dan las tres cosas, a sabiendas:
los suspiros, los gemidos y el llanto, en ese orden, aunque pensando bien,
en las tardes de lluvia pueden darse en el orden inverso. Y además mira
de soslayo a las paredes como si quisiera sorprenderlas. Dice que busca
atisbar en la cal las grietas de las canciones. Al principio supuse que
serían las grietas en la pared, pero no, las grietas son en las
canciones. No me hago idea de lo que quiere decir con eso. No es todo lo
que consigo entender, algunos de sus procesos mentales se me escapan. Pero
lo que pude notar es que a causa de tales grietas a veces se echaba a
dormir tardes enteras, como si no quisiera estar. O como si no quisiera
ser, lo que no es lo mismo aunque bajo determinadas circunstancias se
puedan confundir los dos estados. Ahora por hablar de eso, y mirando hacia
atrás, me parece que fue así como empezó a irse. Con lo de las tardes
durmientes. Se durmió tres semanas y luego declaró que se iba. Que
echaba de menos a su patio andaluz, dijo. Que tenía que encontrar a la
rosa de los vientos para buscar el rumbo del Sur. Que había un jardín en
donde alguien la esperaba a la sombra de los arrayanes, y en cuanto a eso
debo admitir que escuché como un murmullo de voces que la llamaban. Habló
del olor a canela y a jazmín que volvían el aire más delgado y la vida
más antigua pero no aclaró de dónde soplaba el aire. De manera que se
fue, un poco como quien parte, un poco como quien olvida. La llamé: Marién.
Pero ya se había ido. Sí,
es como le digo, se fue. Así que ahora ya sabe usted mi historia, y además
ya se debe haber agotado el tiempo de la consulta, ¿verdad? Estoy segura
de que en los muchos estudios que usted ha hecho (sé que tiene una larga
experiencia profesional, importantes trabajos publicados y participaciones
de relieve en congresos médicos), por cierto… ¿Encontró casos
semejantes? ¿Los ha estudiado? ¿Y sabe el santo y la seña para
solucionarlos? ¿Cómo dice? ¿Que si Marién ya se fue el asunto está solucionado? ¡Ah, no! Me temo que no haya entendido, doctor, seguramente no me expliqué con claridad: vine a consultarlo porque quiero que vuelva. |
Tania
Alegria
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