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Cada
uno de estos relatos ha sido para mí un desgarro muy profundo. Como “La
Huída”, que recrea mi experiencia personal; el joven militante de
“Madre Orga”, que deambula entre el miedo físico, el temor a la
muerte, y el sentimiento de culpa que le generaban los compañeros caídos;
el pequeño botija uruguayo (“Y entonces entraron esos hombres”), víctima
del horror e inocente de toda inocencia; los dos viejos de “La
sospecha”, lastimados por los fariseos del martirologio sacralizado,
porque el hijo (“.un pendejo de 17 años”) no pudo soportar los
tormentos que le infligieron sus victimarios; el cinismo oportunista de
ese profesor que se montó en la gratuidad trepadora del escalafón
social, pisoteando a los centenares de colegas perseguidos, exiliados o
muertos, e incapaz de brindarle a su mujer “Tan sólo una flor”. Y
finalmente está Euzkadi Baztarrica, el Vasco huraño de “El Ajuste”,
que perdió a su hermano y renegó de la fe militarista, que tiene
desaparecida a esa novia adolescente con la cual pateaba piedritas en la
antológica plaza Irlanda de Caballito, que afronta un destierro que los años
han convertido en voluntario y desgarrador al mismo tiempo, porque su vida
transitaba en los páramos de la nostalgia partida por un navajazo que le
hurtó tantas mañanas y noches, extrañado de su mundo cotidiano;
arrojado de su cultura a las fauces de la adversidad. Fingía una
aclimatación que le curtía el epitelio, pero un lacerante desgarro
penetraba en su profunda soledad, en su ser más íntimo, desgajado de los
amigos, la música y los aromas de su ciudad,. Y de la poesía y el
policromo sabor de una urbe que ya no sería jamás la misma. Que sentía
como suya, desoladoramente propia; y sin embargo extraña, inmisericorde y
lejana. Ese Vasco, gladiador solitario que pretendió redimir a los
muertos, a los torturados, a los hijos sin padres, a los padres sin hijos,
a las abuelas y abuelos que han perdido a sus nietos, no importa si su
ajuste solitario es válido, si trasciende o no. Porque esas balas que le
“atravesaron” la vida a uno de los asesinos, es todo un símbolo y
genera un comprensible bienestar. Porque asesinos como esos no merecen
disfrutar las tibiezas de la vida cotidiana.
Los
relatos no buscan adhesiones o aplausos: tan sólo compartir un momento de
dolor con la gente que vivió la tragedia latinoamericana. Pero quise
hacerlo sin máscaras ni falsedades. Rescatando a las víctimas, pero sin
dejar de condenar a aquellos que pensaron en el acto revolucionario como
una misión de delirio y muerte, o denunciar a los Firmenich y su guardia
pretoriana, primos hermanos y compinches de Videla, Massera, Suárez Mason,
Menéndez, Bussi y toda la carroña militar que ha sobrevivido gracias a
los políticos, que han querido cerrar, sin honra, el nefando período que
comenzó con López Rega (gracias al acto senil y final del Viejo). Sé
muy bien que mi auto de fe no es atractivo ni triunfalista, ni va a
concitar las simpatías de los delirantes, o los que desenfundan el dedo fácil
de la crítica tóxica. No procuro complacer a nadie. Odio las medias
tintas. En esta época sin principios puedo asegurar que éstos, los
principios, y una conducta limpia, son mis únicos bienes. •
Andrés Aldao • junio 10, 1998
* Este prólogo, escrito hace una década, lo rubrico sin agregados ni
correcciones (A.A., septiembre, 2007).
El día que fue mañana
Ni el día de Ezeiza ni el 24/3/76 deben convocarnos con exclusividad para
denunciar la noche negra argentina. No celebramos nada en esas fechas. Los
crímenes fueron cotidianos. Permanentes. Continuos. Muchos argentinos se
preocupan y ocupan de candidatos, de recrear el humor cortesano del medio
pelo, la "parejita K", el micro macri, la pachamama mística e
irracional, la democracia Nación, Hadad, Tinelli.
K. es Esma museo, Etchecolaz perpetua, fin de obediencia debida y aministías
menemianas, aunque desde hace 32 años sueño con el Nuremberg argentino,
con la visión de criminales colgados al estilo de los modelos nazis.
Los gritos de los compañeros picaneados, noche tras noche, no se borran
en 32 años. Los nombres de los amigos y compañeros asesinados,
desaparecidos, no se borran: Rolo Condomí, César y el Chilito Gorría,
Oscar Olano "El Negro", cientos, miles de nombres... Ellos no
descansan en paz. (el autor).
Siente la ráfaga, percibe una inquietud sin identidad que revolotea en el
aire. La nada parece insinuarle algo. Profecía sin cara que lo azuza en
los últimos meses. Esa mañana fue una inquietud más cercana. Allí está;
precisamente como una ráfaga entretejida en intrigas y suspensos que
sigue sin decirle nada. Suena el teléfono. Lo observa, e intuye que es
como la génesis... ¿De qué? No tiene tiempo de penetrar en sus
reflexiones.
–Hola
–¡Reventó! ¡Voló como escombros sobre el techo!
–De qué mierda me estás hablando, Cura...
–¿No escuchaste la radio? ¿Eh?
–Qué carajo querés a las ocho y media de la mañana, Habláme claro...
–Esta mañana voló en el Tigre el yate en que que estaba Villar.
–Turros de mierda,,, ahora se viene la maroma... boletearon a un guacho
rabioso pero no terminaron con la rabia. Puta madre, Cura, ¡y me lo decís
por el tubo!... ¡chau!
Apacible; un término que recuerda pastoral, estado de desgano. Se hallaba
en el pequeño cuarto que le servía de laboratorio. Tiene delante la
bandeja de revelado: una imagen borrosa va tomando forma en el fondo
mientras lo agita con la pinzeta. Un helicóptero en vuelo aparece sobre
el papel.
Miró la hora: las tres menos diez de la tarde; de una tarde de feriado,
apacible. Esa hora tan corriente de una tarde apacible de un día feriado
iría a ser el preludio de un cambio irreversible. Como lo blanco que se
convierte en negro. La libertad en muerte. O en prisión, en Triple A y
exilio.
El timbre. Intuye. Se acercó a la mirilla y allí estaban, en abanico,
con sus metralletas listas y susurrándose disposiciones de combate.
Ninguna duda. Comprendió en el acto que venían por ellos. Fue corriendo
hacia el patiecito y se tiró a la planta baja. Quiso fugarse para llamar
la atención. No llegó muy lejos.
Reflexiona en la soledad del dos por dos tirado sobre un jergón
mugriento, condenado a compartir la soledad, los presagios y el temor de
tantos otros, anteriores huéspedes. Habrán tiritado – pensó –,
empapados por el miedo de lo que vendrá; o urdiendo historias pueriles de
inocencias cándidas y más pueriles aún.
Las tinieblas, el silencio – roto por voces y sonidos o roces que evocan
la cotidaneidad recién perdida – amedrenta. Aguardando; al acecho,
Atrapado en el no saber, a la espera de lo inevitable (¿qué es, qué será
lo inevitable?). Haciendo votos de heroísmo de fanfarria, acosado por la
angustia del no saber, del de qué se trata contiguo, inmediato.
Está en sus manos. ¿Verdad absoluta o relativa? En una celda de dos por
dos abarcada por tinieblas sobre un jergón tirado en el piso de cemento.
Ellos... Los que van a disponer de su presente; el ahora – que ya se va
–, y lo que ignora e imagina. Lo que vendrá luego. Y a la espera de ese
luego, la mente sigue lúcida a pesar de la mugrienta venda que lo ha
sumido en una oscuridad de amenazas sin caras ni formas. Aguarda.
Resignado – pero no vencido –, se repite entre las sombras, densas,
del dos por dos. Piensa en las próximas horas; las percibe cercanas y
recurre a subterfugios de la mente. Pretextos que lo consuelan o lo
abruman. Sabe que está en sus manos; que no tiene posibilidad de decisión;
que su voluntad está cercada, aunque que crea disponer de ella para
decidir – o elegir – las respuestas. Sólo le queda – si le queda
– la conciencia de no entregarse. De todos modos se percibe perdido; está
en sus manos; una manos que van a destrozarlo y buscarán quebrarle el
temple que aún conserva, aferrado en esas primeras horas.
Incertidumbre...
Después de darle “entrada”, quitarle lo que llevaba encima y
arrojarlo a la soledad para el ablande, le dan tiempo – ellos no lo
saben: suponen lo contrario – para elegir las coartadas o abismarse en
la profundidad del terror. Juegan con ventaja; tienen la fuerza, dominan
la situación, lo tienen aislado para acrecentar la angustia, los miedos.
O evitar la relación con el otro mundo, el que existe fuera de la celda
oscura y hedionda.
Piensa en los hijos. En el más pequeño de quince días; y en ella, en la
amiga de ojos verdes – ausente en el interín –. Su fantasía es un
ruego. El ruego un sueño. Tal vez pudo escabullirse... Y entonces, ¿cómo
evitará el largo brazo de la persecución…? Se le ocurren ideas que
desecha; piensa en la rutina que ya no va a recobrar. En el “Holandés”,
el viejo director de la revista, en las notas que quedaron sobre el
escritorio. En la vida del otro lado que prosigue imperturbable y de la
que lo han excluido. Es una certeza: lo que hay del otro lado no le
pertenece. El mundo que no transitará por bastante tiempo. O nunca más...
Continúa la espera, la pausa agobiante que usan para quebrarlo; para que
no atine a saber o intuir. Todo el reciente pasado, las próximas horas
que deberá enfrentar con algún pretexto creíble, al que tendrá que
ajustarse a pesar del aprete, la picana y los golpes. Cierra los ojos;
contempla señales en el cemento, las recorre una y otra vez mientras la
mente se acelera: cómo llegaron a mí cómo llegaron a mí cómo llegaron
a mí
Nunca dar un nombre... ni siquiera inventado. Entre datos que bailotean y
evocaciones que asume, borra de la mente nombres y lugares del cercano
pasado. Han muerto, los han demolido, no existieron, se han incorporado a
una ciénaga y se han hundido en ella.
Nunca dar un nombre... ni siquiera inventado. Sabe fehacientemente que a
partir del primer desliz, de la primera contradicción, está perdido. Ya
no van a darle tregua, escarbarán en su conciencia, lo molerán a golpes
e irán por nuevos datos, nombres, lugares.
Allí aparecen las letras negras, resaltantes... Un manual de explosivos.
Eso es, un manual de explosivos guardado con estúpida negligencia.
Cruje la traba herrumbrosa. Es como una profecía que lo estruja... Le
indican que salga. Presiente que se encamina hacia el averno. Querrá
asumirse digno de las tres décadas que dejó atras. Bravatas que exhibe
en ese soliloquio ininteligible: no soy un héroe, pero no debo perder lo
único que me queda entre estas paredes, se repite.
No. Aún no había llegado la hora. Un armenio sumariante – el bueno de
la historia – le toma declaración. Todo formal, demasiado formal. No le
cree – lo advierte en sus cara, en sus ojos – pero no lo fuerza. Y lo
previene: Sí, esta noche te van a interrogar los “otros”, le murmura
con cara de pena, un recurso para acrecentar la angustia y el temor. Técnica
arcaica...
Luego, devuelto al agujero oscuro, recupera terreno. No se engaña,
comprende que lo van a picanear, pero cree tener en la mochila tres datos
preciosos. Sqbe lo que hallaron en la casa –lapsus del armenio, o
indicador, esquina del naipe que te muestra el contrincante –, elementos
que le impedirán remontar hacia una supuesta inocencia. Pero no hay
lazos, no hay vinculaciones recientes, concretas. El delator informó,
pero no les alcanza.
De una sí se hará cargo: los tiempos juegan a su favor. La otra es un
nombre supuesto... Un minúsculo rollito de papel. Este es el eslabón, el
mojón que ha dejado en la retirada, la prueba de la desmemoria. Sobre
esto se van a ensañar. Le cuesta concentrarse en las coartadas (cómo
llegó a tus manos este manual, de quién es este apodo, quién es, dónde
es). No es tiempo de humor ni de sonrisas. La mente no descansa: una
respuesta, otra justificación, todo es el pasado. Sólo el 25 y la
aministía* – repite como obseso – pueden aliviarte el bulto legal, la
infracción a la ley.
De pronto escucha su voz. Esta allí. Sola y en tinieblas. Incomunicada.
Piensa en ella. En su fortaleza. Y que él la debe excluir, ponerla al
margen. Él el canalla, él el extremista. Ella inocente Piensa en los
hijos, y los recorta del recuerdo. Son el factor emocional, el talón de
Aquiles; no debe acordarse de ellos. Acorazarse, cercar con acero los
sentimientos. No tengo hijos; no me importan. Lastre que arroja por la
borda... Ahora debe sobrevivir... Resistir, dicho con propiedad.
Ellos saben como se trabaja en las orgas. Lo han aprendido y estudiado con
esmero en escuelas de la tortura y el crimen, con picana, con palizas y métodos
refinados de sadismo. Decidió aprovechar, precisamente, lo que puede
resultarles coherente. No hay salvación: el picaneo en las encías y los
testículos, tirado sobre la mesa húmeda, atadas las muñecas y tobillos,
y oyendo una voz que pretende ser graciosa y le acosa con preguntas a
repetición. Sabía que no hallaron material de la época. Debe seguir con
el juego (jirones de arrogancia fatua): volver a lo mismo, no salirse del
libreto. No salirse o está acabado. La ronda va y viene. Duele;
enloquece. Pero volver a lo mismo, siempre, mientras pueda aguantar.
Nunca dar un nombre... Ni siquiera inventado, repite mientras la corriente
de los electrodos lo sacude...
Siente el estetoscopio apoyado en el pecho; intuye las miradas de unos y
otros hacia el tipo que lo ausculta: Aguanta... pueden continuar –
escucha el susurro del bastardo –.No tiene información para darles...:
Se van convenciendo de que no tiene lo que buscan – se le ocurre –, lo
que necesitan. No soy un perejil, pero ahora no estoy en la “joda”...
Sigue aferrado en el papel del: sabía, era, fui... antes del 25* . El
informante lo aportó a él, lo vendió por monedas, por el pasado, por
prontuarios anteriores. O era informante o lo apretaron con un par de
bifes.
La cara del tipo gordito, con esos bigotitos finos y la barbita... El
telefónico ese. Él que nos decía una y otra vez en la casona de Montes
de Oca: ¿ven? ahí están los del Falcón.
No les importó la nada de la información presente. Lamentarían que esa
tarde apacible del 1º. de noviembre de 1974, día de todos los santos, no
pudieran abatirlo. Aunque lograron mandarlos a Devoto y Resistencia por un
año, al exilio de por vida.
Año y medio después – mientras él, la amiga y los hijos vivían ya el
desarraigo del destierro – los triples y los milicos protagonizarían la
noche negra de la dictadura militar y el terrorismo de estado.
Los dejaron sin pasado. Quedaron con vida, en este destierro de mierda.
Tres décadas, seis lustros. ■
___________________________
* El 25 de mayo de 1973 el Presidente Héctor J. Cámpora firmó el
decreto de amnistía para todos los involucrados en “delitos políticos”
anteriores a esa fecha. Por eso el protagonista resalta en su soliloquio
“hacerse cargo” sólo de hechos anteriores al 25/5/1975.
L a h u í d a
Jadea. acurrucado en ese insólito palomar, Abelardo, absorto, observa
despuntar los techos de Almagro.Terrazas, techos de chapa acanalada,
algunos oxidados y otros embadurnados de alquitrán. Por allí asoma, como
un obelisco en el desierto santiagueño, un edificio de varios pisos.
Abelardo jadea. el sol lo entibia; se siente feliz. Por un tris se escurrió
de la patota.
Jadea. Abelardo rememora −entre imágenes truncas− lo ocurrido
esa tarde. De pronto hace una pausa, frunce el entrecejo, se esfuerza por
coordinar sus recuerdos: “¿Hoy ocurrió?”, se pregunta.
Se queda preocupado; el lugar coincide, pero el cuando, el tiempo, giran
como un trompo y le generan un vacío en la mente. La angustia se anuda en
su estómago, lo presiona y lo inquieta.
Abelardo aleja el cuando; continúa con sus reflexiones. Algunas palomas,
mientras tanto, ronronean manteniéndose a prudente distancia. De pronto,
influído por los efluvios de su imaginación, Abelardo, sin saber porqué,
recuerda una película del lejano oeste en la cual el protagonista,
herido, yace rodeado por la aridez del paisaje agreste y solitario,
mientras la cámara enfoca a unos pájaros siniestros que revolotean al
acecho de un festín que presienten cercano.
Ahora vuelven sus cavilaciones. “Allí está la patota
−rememora− cuatro o cinco tipos con metralletas”.
Él los ve: no vacila. Llega al patiecito de su casa y se desliza hacia la
vivienda de abajo. El vecino le pide que se vaya. que no lo comprometa.
Abelardo atraviesa el largo pasillo, sale, y sin pensarlo corre y corre,
jadea y jadea, llega a la esquina, dobla y escucha el chirrido de los
frenos, los gritos de la patota, y los disparos. esos mensajes agoreros de
sombra y muerte.
Abelardo se convierte en pájaro, Corre, vuela, jadea y salta sobre los
techos de Almagro hasta encontrar el palomar. Allí llega, jadea,
transpira. Pese a la angustia, Abelardo sonríe y se dice sin voz: “Jodí
a los hijos de puta, ¡cómo los jodí!”.
Estaba tirado sobre la vereda, en la ochava. Pequeños arroyuelos de un
matiz púrpura triste le coloreaban la camisa. La barbita blancuzca
resaltaba la palidez del rostro; los ojos abiertos parecían contemplar fíjamente
el cielo, bordado con nubes grises de duelo y cenizas.
Una sonrisa, apenas esbozada, le daba a ese rostro fatigado una extraña
sensación de vida. hasta parecía jadear. Instantes previos, Abelardo había
comenzado a recorrer el largo itinerario de su exilio sin retorno. Fue el
1º de noviembre, año 1974, día de todos los muertos •
M a d r e O r g a
Le cuesta recordar porqué se encuentra allí, en ese portal oscuro,
mirando inquieto hacia la esquina. Ve la sombra deslizándose con cautela,
sigilosamente adosada a las protuberancias rugosas de los ladrillos del
muro, envejecidos por tantas inclemencias. La noche, somnolienta y
pringosa, esparce un suspenso extraño. Como un signo de pregunta
titilante que aguarda algo que debe ocurrir, un suceso imprevisto que dé
respuesta a la incógnita.
El auto, raudo, rasante, hace pedazos la calma de la noche. Como una
exhalación imprevista se detiene con violencia calculada a un paso de la
sombra. Los tres tipos saltan del vehículo con eficiente ferocidad y sin
preámbulos, con saña, acribillan la figura negruzca que cae revolcándose
en su sangre, como un cuerpo que libera sus entrañas y luego se
transforma en una masa compacta de desechos.
Los disparos secos, sucesivos, siegan con su estruendo la pastoral calma
nocturna. Uno de ellos se acerca a la cosa derrumbada y quieta y con la
punta del botín le patea las costillas. Parece disfrutar con esa última
profanación al hombre muerto, mientras la patota sonríe satisfecha. Se
van. El auto se extravía entre la bruma opaca que cubre las calles
silenciosas. Una pausa tristona parece detener fugazmente la noción de
tiempo, el sentido acrisolado de la vida. La esquina vuelve a sumirse en
su monotonía de suburbio, taciturno y aburrido.
Parapetado en el umbral sombrío, el enigmático espectador tirita. Tiene
una curiosa sensación: lo acaecido no le es ajeno. Como la proyección
refractada de algo que ocurrió. O de algo que va a ocurrir.
Se incorporó con violencia mientras 0la transpiración le empapaba el
rostro sin afeitar. Las ojeras, aviesas y oscuras, no se compadecían de
su juventud. Reconstruyó el sueño: “Truculento y tan vívido”, pensó,
mientras se pasaba la mano por la mejilla.
La preocupación le inundó los pensamientos. Fue inútil: ya no pudo
remontarse a otra cosa y la figura de la sombra convertida en un guiñapo
sin vida retornó con punzante nitidez. Se estremeció.
Con gesto exasperado se lavó la cara. Tenía que ir al empleo pero esa
pesadilla le arrasó el humor. Salió apurado y alcanzó a treparse al
colectivo. Contempló a los pasajeros buscando una figura que encajara en
el molde arcano de su visión.
Rastreó las causas que generaron ese sueño tan cercano a la memoria de
sus noches pretéritas, recientes. Percibió el miedo. Como una realidad
suya, enteramente propia y profunda. Reprodujo entonces en su mente las
escenas que supuso ver desde ese umbral onírico, uniendo imagen tras
imagen. Como un rompecabezas, o los vidrios esparcidos de un espejo roto,
que lograba recomponer en un todo homogéneo, hasta que el eco de los
disparos fragmentaba nuevamente la imagen en innumerables partículas
salpicadas de sangre.
Casi se pasó. Bajó apurado y llegó a la oficina a tiempo para firmar la
entrada. Los otros empleados lo miraron con curiosidad. Él no tenía ánimos
para enhebrar coloquios estúpidos acerca del tiempo o el fútbol. Se
abroqueló en el escritorio e inició su labor cotidiana. Se puso a
examinar bocetos de tapas para libros próximos a aparecer. Su mente
navegaba. Retrocedió tercamente a la esquina de barrio que vio en su sueño,
a los ladrillos rugosos cuyos resaltes picaneaban al hombre convertido en
sombra. Su mirada se extraviaba en algún punto infinito que cruzaba el
espacio, más allá de este universo que se le antojó cruel y
conflictivo. La tarea devino en una sensación fastidiosa, como si
estuviera sentado en un cepo que lo mantenía maniatado a la silla.
Alguien le dijo que en receptoría habían dejado una nota para él. Se
sobresaltó pero fue a recogerla:
«Estate a la hora convenida; hoy tenés el solo de trombón. Traélo.
Pepi», leyó en silencio.
Fue al lavatorio, rompió la nota y la quemó en el inodoro. Lo invadió
la angustia; como un rubor insolente que tiñe las mejillas y no pide
permiso. Pensó en el «Yorugua» Walter y en el Negro. «Cayeron con
honor y valentía cumpliendo una tarea revolucionaria», recuerda haber leído
en el boletín de la Orga. Lacónico y conciso, pero desajustándose de la
otra verdad, más triste, menos heroica, mucho más simple, insulsa y
terrible.
Él sabía que esos cumpas, y otros que no volvió a ver, cayeron en
acciones cuestionadas por irresponsables e improvisadas. Los rumores, que
fisuraban la presunta hermeticidad de la Orga, se filtraron por canales
dudosos y anclaron en su ánimo, ya percudido.
Al pensar en el compartimento se ofuscó. como si alguien le hubiese
restallado un látigo en los oídos. Cerró los ojos y sintió que un
sudor helado descendía desde sus sienes y la frente; lo percibió como
hilos de sangre que se iban coagulando. Pretextó una indisposición y
abandonó la oficina. En un teléfono público habló con la madre. Hacía
más de tres meses que no la veía: desde que alguien que conocía cayó
en una inexplicable emboscada.
Se tumbó sobre la cama sin probar bocado. Sabía que no era inapetencia.
porque el temor lo venía jaqueando incluyéndolo en un desalmado juego,
en el que los estímulos al martirio languidecían estrellándose contra
el muro del miedo físico, ante el temor a una muerte irreparable, total,
definitiva. También a él le llegó la narrativa triunfalista de los
boletines, las odas huecas y reiteradas ponderando la heroicidad de los
combatientes, artífices de las victorias populares: «La Orga ya es parte
de los sentimientos del pueblo», le recordaban sin darle resuello. Descreía.
Dudaba angustiándose, agonizando con esa implacable sensación de culpa
que lo mortificaba, que le usurpaba espacios vitales de sus sentimientos.
Se confesó el miedo a la muerte. Y luego cuestionó lo que sentía: «¿Porqué
esta caída en el derrotismo pequeño burgués?». Sollozó sin pudor en
la soledad de su cuarto gris, que de pronto se le antojó una celda, un féretro
que le farfullaba maliciosamente un final no invocado. Que rechazaba,
porque aún no había conocido la cara feliz de la existencia. Porque
amaba lo que no le fue dado disfrutar.
Vivía desplazándose en un laberinto lóbrego, temeroso de las celadas
que lo acechaban y que, sin duda, podían segregarlo de esta vida a la que
se aferraba desesperadamente. Se percibía abyecto cuando dudaba de la
Orga. Era como andar sobre el reverso crujiente de la felonía: «¿Qué
me pasa?», interrogó acongojado a su conciencia. Luego se durmió.
Al despertar se sintió más tranquilo. Asumió su miedo como una sensación
natural. Creyó haber dominado sus aprensiones, convenciéndose de que lo
importante era dar la batalla contra los enemigos.
Se preparó huevos fritos. Los comió en silencio, taciturno. El diario
dispuesto para la lectura esperaba en vano; el calor y algunos mosquitos
lo encolerizaron. Mientras se duchaba escuchó las sirenas que aturdían y
entonces recordó que más tarde debía participar en una actividad de la
Orga «Que es como nuestra madre», pensó como otras veces. Pero le
desafinaba. Finalmente decidió creer que se había reanimado.
Quitó un zócalo de la cocinita y extrajo la Parabellum. La acarició con
áspera ternura mientras entornaba los ojos. La visión de aquel sueño
volvió a embestirlo.
«Pum, pum, pum!». Los estampidos que le pareció escuchar, lacónicos,
terminantes, lo devolvieron a la vida. Un par de lágrimas le birlaron la
fe mientras fantaseó a los héroes de su infancia, a los prototipos de su
reciente adolescencia que le habían forjado mitos soberbios, según los
cuales la vida, en esencia, era la aventura trascendental de los humanos y
había que vivirla a imagen y semejanza de Búfalo Bill, Robin Hood,
Sandokan, Scarface o Jesucristo.
Llegó la medianoche. Se vistió, recogió el pequeño bolso e introdujo
la pistola y tres cargadores. Verificó si llevaba los documentos, le echó
una mirada de simpatía al cuarto y salió. Tomó el colectivo que lo
llevaría al lugar. Estaba vacío; como él. La memoria lo condujo al
mensaje que recibió esa mañana y entonces recordó la rúbrica: «Habíamos
decidido no poner nombres de guerra en las notas. ni la inicial ¿porqué
carajo lo hicieron?» No quiso pensar.
El colectivo penetró en el suburbio. Involuntariamente giró la cabeza y
contempló la ciudad que dejaba atrás. El suspiro fue como el gorjeo
tristón de un pájaro extraviado que ya no podía retornar al nido. Llegó
a destino y descendió sin apresurarse. Abandonó las luces de la avenida
internándose en las penunbras del barrio. Al rato divisó la larga pared
de ladrillo que daba a los fondos de la fábrica. Se detuvo, miró la hora
y esperó oculto detrás de un camión. Cuando llegó el momento caminó
como una sombra, «deslizándose con cautela, sigilosamente adosado a las
protuberancias rugosas de los ladrillos del muro, envejecidos por tantas
inclemencias. La noche, somnolienta y pringosa, esparce un suspenso extraño.
Como un signo de pregunta titilante que espera algo que debe ocurrir, un
suceso imprevisto que dé respuesta a la incógnita».
Caminaba absorto en sus visiones; distraído y displicente. La frenada y
la luz de los focos, brutales, feroces, pasmaron su última brizna de
vida. Lo ultimaron sin asco mientras él cerraba los ojos aferrándose a
su sueño, descartado de una realidad que ya no le pertenecía •
L a s o s p e c h a
Silenciosa y fácil, con un vaivén malintencionado, le remonta la
sospecha y se le clava en el alma. Como una travesía infernal en un
trance de delirio. A veces la percibe cáustica y arrogante, como una
sonrisa crispada y burlona que maltrata su orgullo; o la bravuconada
postrera de un compadrito que se queda sin resto y mata por matar.
El viejo tiene la certeza pero le faltan las pruebas. No sabe todo pero
intuye. Si es lo que piensa, la verdad va a adquirir para él dimensión
de tragedia. Ese suspiro moribundo es como un tajo de malevo que no le da
tregua y secciona sin piedad el ensueño de toda su vida. Le cuesta
asumirla; considerarla siquiera… La maldice y desea alejarla, pero las
dudas, como una bala certera, dan en el centro de su vejez.
Los dos viejos retoman la ceremonia mañanera del yuyo verde, el rito
matero cuya espuma rebosante se les antoja el elixir de sus vidas ya
cuesta abajo. Hablan del hijo con medias palabras; como guardando un
secreto cuyas espinas los desgarra.
−Qué raro que está nuestro hijo, viejo −se anima la mujer.
−Si, lo noto hosco, preocupado, pero no le hagás caso.
El silencio les bate palmas, y algún pájaro amistoso gorjea una extraña
melodía mientras revolotea buscando a su pareja.
Prefieren matear sin palabras inútiles, creyendo quizá que al no hablar
la imagen de la sospecha se va a desvanecer. Que el silencio les va a ir
borrando la angustia, en un arcaico y desusado gesto de alcurnia.
Se contemplan buscando una respuesta que no se atreven a insinuar. La
imagen del hijo, que es la honra de los dos viejos, se les boceta ahora
sesgada y dudosa. Recelan del futuro porque ellos no estarán para
protegerlo. Aunque ignoran de qué, porqué…
−La gente es mala, sabés? Me miran de reojo, murmuran…
−No seas así, mujer, a vos te parece… ¿Qué cosas se te ocurren?
− La cosa empezó desde aquellos días, viejo, desde que salió: no
nos engañemos…
−No empezó nada, carajo! Terminala, que nuestro hijo no ha hecho
nada malo… nada, ¿me oíste bien? Tenemos que estar orgullosos de él.
Ofuscado, colérico, sale a la calle con el perro. «¿Quiénes son los
que hablan?» −piensa con amargura− son los mismos que decían:
“Y. algo habrán hecho!”. ¿Y los capos, los jefes? Viven tranquilos
fuera del país mientras la muchachada se juega el pellejo, y los que caen
son crucificados. Cómo le digo esto a la vieja, pobrecita.» El pichicho
lo tironea y el viejo empieza a caminar.
Alguien pasa por enfrente y se para mirando hacia su lado. Él gira la
cabeza: sobre la pared blanca de la casita ve las letras en negro,
atronadoras, insultantes: ¡¡aquí vive un delator al servicio de
los milicos! «Hijos de puta, rastreros. mi pobre hijo, un
pendejo de diecisiete años, no aguantó la tortura pero nadie cayó en
cana por su culpa.”, recuerda en el desvencijo de un sollozo amargo. El
viejo se derrumba; como un roble batido por un ciclón. O la sospecha •
Y Entonces Entraron Esos Hombres
Siempre me acuerdo de mi mamá se preocupaba por alcanzarme el tazón de
leche ponerme el guardapolvo bien arregladito porque decía mi mamá que
la limpieza de afuera muestra la limpieza de adentro y la verdad que yo no
sé muy bien que quería decir mi mamá con eso pero si ella lo decía tenía
que ser muy importante y mi papá también la escuchaba a ella porque mi
mamá es la que nos decía a nosotros lo que teníamos que hacer y mi
hermanita Celia y mi hermano Juan y mi papá siempre le hacíamos caso
porque mi mamá sabía de todo y se ocupaba de nuestras necesidades y de
la comida y de la ropa y de nuestros juegos y si salíamos a pasear también
mamá nos decía como vestirnos y no te pongas esa corbata Atilio (que es
mi papá ¿saben?) porque no combina con el traje y a mi hermanita no la
dejaba ponerse el vestido con encaje que le regaló la abuela Sara que es
la mamá de mi mamá en el cumpleaños de Celita y cuando un día le pegué
al Beto porque me dijo "uruguayo muerto de hambre" fue mi mamá
al colegio porque la maestra la mandó llamar y me pusieron en penitencia
y también mi mamá me puso en penitencia en el rincón y no me dejó ver
la tele me acuerdo que me chilló y me dijo che botija sos un peleador y
al ratito se ablandó y dijo “ta ta” andá nomás y yo pensé que
buenaza que es mami y esa noche se lo contó a papá que se puso a reír y
le dijo a mamá pero dejalo al botija que aprenda a ser hombre y ese
domingo papá me llevó a la cancha de Atlanta pero ésta no es la
camiseta de Peñarol ya lo sé hijo pero no estamos en Montevideo y me
compró maníes y esa noche mamá nos dijo hoy comemos como si estuviéramos
en Andes y la 18 y nos preparó «chivitos» y después nos mandó a
dormir mamá nunca estaba cuando volvíamos de la escuela porque trabajaba
en lo de la señora Silvia y mi hermano nos calentaba la comida y todos
los días mamá preguntaba ¿comieron todo? ¿estaba rico el arrocito? y
me acuerdo el día ese que volvimos y mamá estaba en casa y le
preguntamos porqué no fue a trabajar y mamá nos dijo fuí pero algo pasó
en la casa de la señora Silvia porque estaba llena de policías y yo me
asusté y volví para casa bueno vengan a comer y esa noche nos fuimos a
dormir temprano y papá y mamá hablaron en voz baja parecían asustados y
a los ojos de mamá los vi llorosos y no me acuerdo más y entonces
entraron esos hombres y rompieron los muebles y le pegaron a mi papá y a
mi mamá que gritaba no se porqué «socorro, suéltenme por Dios!» la
tiraron al suelo y la pateaban y yo y mis hermanitos nos pusimos a llorar
y se los llevaron y no los vimos nunca más a mi mamá y a mi papi… y
después nos vino a buscar la abuela Sara y nos quedamos con ella y yo
ahora estoy aquí solo separado de mis hermanitos y de mi abuela que a
veces me viene a visitar con Juancito que tiene unos bigotes como de
hombre y Celia con los labios pintados y tacos de señorita ellos están
tan grandes y yo no sé porqué me quedé chiquito y ellos no… sí,
siempre me acuerdo de mi mamá… y entonces entraron esos hombres…•
Tan Solo Una Flor
Se restregó los ojos. Como ojos restregados en una oscuridad burlona y
obscena. Entonces la vió. En la confluencia del ángulo recto de las dos
paredes, el piso y las tinieblas. Marta −de ella se trataba−
parecía una figura elíptica y difusa, de tres dimensiones. Comprendió
que lo estaba contemplando.
−Otra vez, Marta. ¿qué es lo que te trae aquí? ¿Qué te da venir
en mitad de la noche, mirarme desde esos noventa grados, perturbar mi
descanso, como cumpliendo un ritual concertado? La ceremonia de la
despedida ya la hemos vivido. Es inútil. Enterremos el pasado de una
buena vez −dijo el hombre.
−No tengo nada mejor que hacer. Y ese pasado al que vos te referís
con tanta levedad es una historia de más de treinta años. ¡Qué te
parece! ¿no te dicen nada tres décadas? ¿Te das cuenta de que te brindé
mis mejores años, mi amor y mi ternura, que viví para vos, por vos? ¿Y
vos qué me diste a cambio? replicó la mujer.
−Pero porqué sos tan rencorosa; en una pareja no se hacen cuentas.
Entendeme, no hay nada para discutir, creo que todo lo hicimos por mutuo
acuerdo –adujo él.
−Sí, claro, «mutuo acuerdo». Al comienzo vos te dedicabas al
“sacerdocio” de la enseñanza, a tus alumnos, a la vida de relación
con tus colegas, a los congresos en el país y el exterior. ¿Y los hijos,
los problemas y preocupaciones de la vida cotidiana? ¿Y yo? Lo que te
pareció insulso, incompatible con tus títulos, debajo de lo que suponías
tu nivel, me lo dejaste a mí mientras vos mariposeabas, hacías carrera,
te «realizabas». Sos un cara rota –le dijo elevando la voz una décima.
−Yo creo que esta conversación está demás. Nuestras relaciones
deben de ser sosegadas, sin nervios ni reproches. ¿Comprendés lo que te
digo?
−¿Ahora querés reposo, calma, tranquilidad? Primero hacete un
examen profundo: analizá los actos de tu vida, recordá la pérdida de
nuestro hijo mientras vos participabas en un “Seminario para una cultura
nacional y cristiana”. Eduardito agonizaba y vos estabas de jarana. ¿Querés
que te deje tranquilo? ¡Olvidate! En todos esos años fuí un adorno, el
relleno de una fotografía de familia, la ama de casa, la muchacha,
cocinera, enfermera y planchadora −objetó con voz cascada.
El hombre puso las palmas de sus manos debajo de la cabeza. Desde una casa
vecina se escuchaba la voz de la Callas en un solo de «La Traviata». La
mujer era una sombra ingrávida que se mecía tenuemente en ese ángulo
del cuarto.
−No puedo remediarlo, Marta. Si la hubo, quisiera pagar mi
inmadurez, reparar nuestra historia, la tuya, la mía y la de nuestros
hijos, volver el tiempo hacia atrás. pero es inútil: no se puede
confrontar el pasado con el futuro. Así estamos vos y yo. Y por favor,
deja de columpiarte que me crispa los nervios –argumentó él con voz
esquiva, pulcra y algo rastrera.
−«Volver el tiempo hacia atrás». ¿De qué tiempo me estás
hablando? Lo tuyo es una lamentación vacía, cómoda y estéril. Me pedís
enterrar el pasado. ¿vos creés por ventura que un pasado se entierra
simplemente por petición de principio? Esa maldita formación tuya,
inflexible, aprendida como un sofisma, en la que todo es negro o blanco,
positivo o negativo, sin matices. –le recordó.
−Desde cuando vos podés juzgar mi nivel, mis normas. Pienso que estás
metiéndote donde no debés. Y por otra parte, nunca me insinuaste una crítica
así, demoledora e inmerecida.
−Es que no tuviste sensibilidad con la familia, con los hijos,
conmigo: siempre recitando verdades absolutas, sin dejar lugar a la
controversia, reprimiendo los sentimientos de todos, como si se tratara de
un pecado, cual una máquina que trituraba las relaciones y el afecto. Un
tipo de hielo.
−Es una opinión, Marta: hice lo que hice por el bienestar de todos.
No merezco reproches –arguyó.
Una trifulca de gatos hambrientos estalló en las cercanías. Parecía una
riña de bebés parloteando en un extraño lenguaje. Se hizo un cortante
silencio. Como la pausa de un lacónico combate.
−Renuncié a mi carrera, a mis posibilidades −continuó
ella−, por ayudarte. Me lo pediste con una voz tan gentil y
zalamera: “Hasta que me nombren profesor titular”, dijiste. Y yo te
creí. Luego fue para “afirmarte”, hacerte “de nombre”. Nunca me
viniste a dar cuentas; vos eras el “intelectual”, el hombre de mundo,
el “profesor” titular de la cátedra de los mil demonios –le dijo
irritada.
−Había que mantener la casa, pagar la hipoteca, costear los
estudios de los hijos, ¿no te parece?
−¿Y yo? Nunca más mencionaste tu promesa; olvidaste que también
yo tenía derechos, que había estudiado y fuí una alumna que terminó la
licenciatura de literatura con las notas más altas, que mi monografía
fue publicada y mencionada en “El escarabajo de oro” –le recordó
angustiada.
−Nunca reclamaste nada. Pensé que estando en casa eras feliz, que
no te interesaba hacer una carrera. ¿Y tus estudios? ¿Querés saber la
verdad? Yo creí que vos estudiabas para complacer a tus viejos –insinuó
él.
−Sos un degenerado. No sé lo que me pasó pero tuviste mucha
suerte. Me sometí vegetando bajo los pliegues de tu gloria, me comprimí
hasta reducirme a un cero absoluto: cuanto más celebrada tu imagen
personal más anodina la mía, hasta que acabé marginada −protestó
dolorida
−Siempre estabas ocupada: que los chicos, que la reunión de padres,
qué sé yo. Yo tenía una vida académica, con sus deberes y compromisos
y no podía renunciar a ellos.
Se arrancó un pelo solitario de la nariz, se rascó la oreja y observó a
una mosca zumbona que revoloteaba en una suerte de danza mórbida. Luego
clavó la mirada en el vacío.
−Lo que vos decís es abyecto: yo para vos no contaba. Incluso, creo
que te avergonzabas de mí. Inventabas pretextos para no salir conmigo, ni
inmiscuirme en tu vida de relación. Ni una atención, ninguna gentileza.
Nuestra vida fue una ficción. Quiero darte un ejemplo, uno sólo: en
todos los años de nuestra vida en común jamás, me oís bien, jamás
tuviste un gesto de cariño que no fuera formal. No sabés cuánto me
hubiese conmovido, por lo menos una vez, haber recibido tan sólo una
flor. No, no lo podés saber –alegó Marta.
−Te consta que debí asumir responsabilidades. La situación en el
país era muy seria y decidí hacer algo para salvar lo que se podía. El
hogar era importante pero el país, en ese momento, era mucho más
relevante. No me arrepiento. –le aseguró.
−Voy a decirte algo: cuando me enteré de tu “comprensión”
sobre lo que estaba ocurriendo en el país, la actitud cómplice, las
delaciones incriminando a tus antiguos colegas, cuando me sugeriste que
cortara los vínculos con mis amigos intelectuales, me repugnaste. Luego
de un tiempo me enteré de que el hijo que adoptamos fue una criatura
robada a su madre. Al principio lo intuia; hoy me es fácil entender la
razón por la cual no te causó pena la muerte de ese chico.
−Te estás desollando, abriéndote viejas heridas para nada. No
entiendo el por qué −dijo él.
−Dejá de hacerte el estúpido. Cuando se produjo el golpe militar
te acomodaste, despreciaste los valores que nos identificó al comienzo de
nuestras vidas y sin los cuales, es hora de recordártelo, jamás hubiésemos
sido una pareja. Vos y tus amigos, ¡me dieron lástima y asco! Obraron
como posesos, al margen del mundo racional y despreciando al resto de los
humanos.
−El mundo evolucionó y también mis ideas. Ya no podía vivir más
en ese clima de brutalidad sin tomar partido. Tal vez no medí las
consecuencias pero había que frenar la violencia de los violentos. Tuve
que elegir entre la anarquía o el orden. Aposté por el orden que podían
imponer los milicos para construir un futuro con bienestar –murmuró él
con voz fétida, ausente.
−Llamarte cínico es hacerte un elogio. Vos y tus amigotes fueron cómplices
de una infamia, de un sistema aberrante en el que el crimen, la mentira y
la barbarie eran valores supremos: ¿Así que te inquietaba el futuro? ¿El
futuro de quién? ¡Pero por favor! ¡Dejate de joder!
Las palabras de Marta resonaron con ácida suavidad en el silencio de la
noche. Él se limitaba a escuchar, impasible, como recibiendo una
reprimenda repetida y fastidiosa. Luego se hizo un silencio viscoso. La
imagen de Marta se desvaneció y el rincón quedó en penumbras.
El hombre acostado encendió la minúscula luz y paseó su mirada por las
paredes umbrías del cuarto. Quería cerciorarse de que la imagen se había
esfumado. No movió la cabeza pero sus ojos desorbitados giraban buscándola.
Vió el retrato de Marta contemplándolo fijamente. Se tapó la cara con
las palmas de las manos y pareció sollozar: “Porqué me habrá hablado
con ese tono: si nunca se quejó”, farfulló en la gélida soledad de
las cuatro paredes. “Le dí una buena vida, jamás le faltó algo. Y
nuestro hijo, pobrecito. Ella era la encargada de llevarlo al médico y
ahora me responsabiliza a mí de su muerte. De todos modos, su verdadera
madre fue una subersiva: ¡Vaya a saber qué hubiera sido de él en el
futuro! ¡No la puedo entender!”. Finalmente se encogió de hombros.
Al día siguiente pasó por la florería del barrio y compró un jazmín
de pétalos color marfil. Era una flor extraña, aterciopelada y con una
suave fragancia. Tomó el ómnibus y bajó cerca del lugar en el que
estaba Marta. Caminó por el sendero mientras la cara del hombre no
expresaba ninguna emoción. Marchó un largo trecho hasta que reconoció
el lugar.
Creyó percibir una angustia de años, como una piedra áspera que le
picaneaba suavemente el corazón. Aproximándose paso a paso, se arrodilló
ante la tumba de su mujer y mientras algunas lágrimas de compromiso caían
como granizo sobre el cemento frío y gris del sepulcro, dejó caer tan sólo
una flor. Como para dejarla conforme. Luego se marchó silbando una canción
de moda •
El Ajuste
(Fragmento del “Diario de Viaje a Buenos Aires”, de Euzkadi Baztarrica)
(viernes 16 de enero)
Salí de la estafeta con el sobre en la mano. El azul desaliñado del
cielo de Madrid y algunas nubes desprolijamente despatarradas se
proyectaron en el vecindario de Fuencarral, que es donde tengo mi
vivienda. Me encaminé hacia ella sin prisa, aunque me intrigó saber a título
de qué Pelusa me mandó una carta expreso. La abrí leyéndola con atención.
Me mantuve impasible aunque la lectura me transportó a un pasado que
mantuve intacto en la vigilia de la memoria. Un pasado cuyas cuentas
muchos pagaron con horror, tinieblas y muerte.
Decidí viajar a la Argentina, con la firmeza forjada por la ira y el
dolor de una herida aún abierta. El recuerdo me tumbó el equilibrio; y
la bronca, encerrada bajo siete llaves en el cofre del ayer, comenzó a
trastabillar hasta que la percibí frente a mí, intacta, desafiándome,
“mojándome la oreja”. Esa ira, rencorosa y sólida como un edificio
de muchos pisos −uno por cada año perdido, quitado de mi
existencia− presentó «la cuenta». Había llegado el momento de
cobrarla.
(domingo 18 de enero)
Llevo veinte años viviendo en España. Tratando de olvidar, intentando
recordar. Rehaciendo mi vida de exiliado. No es fácil. No quise volver en
1983: temí enfrentarme con el pasado. Partido por los navajazos que me
hurtaron tantas mañanas y noches, extrañado de mi mundo y mi cultura,
soporté la adversidad del destierro. Parezcía aclimatado, dichoso. Pero
se trataba de una apariencia: es un desgarro muy profundo vivir desgajado
de los amigos, la música, la poesía, los recuerdos y la policromía
cocolichera de Buenos Aires, mi ciudad cuna. Que jamás será la misma.
Aunque la perciba mía, sé que es un espejismo, una ilusión, una
jugarreta melancólica para bobos.
(miércoles 28 de enero)
El Aeropuerto de Barajas parecía una pasarela colmada de gente que iba y
venía. Desde que resolví viajar a Buenos Aires la nostalgia untó mis
pensamientos. Pero no quise recordar.
Antes de pasar la puerta de embarque hablé por teléfono con Emilia, mi
amiga. Le expliqué que viajaba a la Argentina, que debía hacer allí
algo importante. Finalmente llegó la hora. Unos minutos antes de
medianoche el avión despegó. Cerré los ojos y me entretuve con mis
fantasías: imaginé ser un buen ciudadano que regresaba al terruño para
visitar la familia y a los viejos compinches del vecindario; jugar incluso
un partidito de bochas, algún truco ruidoso, ir a ver a los
“verdolagas” de Ferro. Con mi aspecto bonachón, quería aparecer como
un argentino que fue a hacerse la América a España y ahora retornaba a
la patria como triunfador, arrogante y generoso. Dos décadas atrás había
hecho el camino inverso y nunca volví. En tanto pergeñaba esas
estupideces me quedé dormido. Mientras tanto, el Boeing cruzaba el Atlántico.
(jueves 29 de enero, por la mañana)
Pasé Migraciones con el pasaporte español. El tipo me observó con una
fijeza turbia: “Le debe extrañar que soy nacido en la Argentina”,
pensé. Luego fuí a buscar la maleta. No reconocí Ezeiza. También la
gente me llamó la atención: su forma de hablar, la vestimenta y algunos
resabios del antiguo “chantismo” porteño. Me ubiqué en un remis y
partí hacia Buenos Aires.
jueves 29 de enero, por la tarde)
Dejé la maleta en el cuarto del hotel. Caminando llegué hasta Maipú y
Corrientes. En el antiguo boliche de “Suárez” tomé un café con una
ginebra. ¡Cuántos años, por Dios! En las cartas que cruzaba con
antiguos compinches les explicaba que el único sistema para sobrevivir en
el exilio era congelar el “cuore” y dejar los sentimientos, como la
guitarra del tango, “colgados en el ropero”.
No pude resistir la tentación: en el primer quiosco compré un atado de
Particulares. Aspirar el humo del tabaco negro fue como haber regresado al
barrio, a las esquinas que me esperaron en vano, a las veredas y los
recuerdos replegados en un sueño remoto, en la visión terca de un mundo
que sabía perdido. Me conmoví tanto que imaginé a los fantasmas y
duendes del viejo barrio diciéndome al oído: “¿Dónde estabas, che
pibe? ¡Cuánto que tardaste, hermano!”
(viernes 30 de enero, por la mañana)
Hoy a la mañana me desperté descansado, y luego de ducharme me fui a
tomar un café. Tenía que llamar por teléfono a “Pelusa”, mi viejo
amigo de Caballito y compinche en las luchas de los años 60 y 70. Él
escribió la esquela que motivó mi retorno. Lo encontré en la casa y
luego de la lógica sorpresa quedamos en vernos. No hubo efusiones en el
encuentro; ningún gesto, ni una sola muestra de algo especial. Sólo en
la mirada expresamos el hondo afecto que nos unía. Fuimos caminando por
Maipú y en un boliche tomamos Cinzano con una picada. Le inquirí
detalles sobre lo que me escribió. Seguimos caminando por Chacabuco y
casi llegando a San Juan Pelusa me señaló un edificio y la chapa de la
entrada: Segural * Agencia de Vigilancia Privada. Me dio todos los datos
que le pedí. Hasta el último detalle. Luego nos relajamos y evocamos anécdotas
del pasado. Antes de despedirnos le pedí que se borre, que no me busque,
que en el momento propicio le iba a escribir. Nos abrazamos: el Flaco me
dejó en la palma un papel y me entregó el paquete.
Lo ví alejarse: fue como perder el pasado una vez más. Y a pesar de la
angustia, me sonreí al contemplar la marcha peculiar de este querido
amigo al que el viento empujaba como a una pelusa; “igual que a las
hojas caídas de la Plaza Irlanda”, encorvado y más ligero que la
ligereza.
(Viernes 30 de enero, por la noche)
Recorrí la zona céntrica. Indudablemente, la ciudad había cambiado. Del
Buenos Aires que conocí ya no quedaban ni cenizas. Todo restaurado,
recuerdos decapitados, una urbe “trucha”, como suelen decir las nuevas
generaciones porteñas.
Regresé al hotel. Luego cené en un fondín, tomé un baño y me fui a
dormir. No podía conciliar el sueño. Entrecerré los ojos. Un sopor
apacible, como una bruma delicada, quebró el muro raído que venía
protegiéndome. Entonces la renuencia cayó de bruces y la evocación de
Estela irrumpió en la memoria. Como los remolinos bastardos de un huracán
proxeneta, que violaron la paz en la que había decidido acorazarme. La
imagen de Estela, bocetada de lágrimas, se clavó en mis pupilas.
(sábado 31 de enero, luego de la siesta)
No pude alejarla de mi mente. Es extraño, pero durante muchos años debí
hibernar mis sentimientos. Regresar a Buenos Aires fue como volver a ella,
a los recuerdos coloquiales e íntimos. Estela, la novia angelical de mi
adolescencia, que cada noche anegaba mis fantasías mientras cerraba los
ojos, saboreándola, recorriendo con tierna minuiciosidad sus blancas
orejas, la nariz media repingada, el mentón disfuminado en esa curva diáfana
que lo unía a la mandíbula, hasta cobijarse en el delicado cuello,
suave, apacible y tibio. La percibí a mi lado: era como si hubiese
recobrado, en ese fugaz instante, la tibieza de aquella novia inolvidable,
rastreando la tersura de su piel quinceañera, hurgando nuevamente con
temor virginal en los misterios que mis sueños no podían revelar, los
dedos haciendo escalas apacibles y tiernas en las teclas sedosas de su
pubis. Y ella, resistiéndose, se debatía entre el deleite de sus
sentidos y el miedo a un peligro que no conocía pero la perturbaba. Hasta
que se rindió abrazándome con el frenesí de quien muerde por primera
vez un fruto desconocido. Fundidos en el éxtasis efímero de la primera
vez, habíamos sellado entonces la quimera de aquel primer amor de barrio,
ajenos al anticuado plafond moral de los mayores. Las lágrimas me
trajeron paz. pero me incorporé con furia y astillé los recuerdos
martillando sin piedad los nudillos de mis manos. Luego me quedé dormido.
Con la rabia latiéndome en las sienes y el odio impregnando mi sangre.
(domingo 1° de febrero, por la mañana)
Las medialunas de grasa y el café con leche, el ritual de verter ese líquido
oscuro y fragante (sobre todo cuando el mozo me farfulló: “Avíseme señor”),
fue como contemplar un cuadro de Antonio Berni allí, en ese bar cualunque
de Buenos Aires convertido de pronto en el museo de la urbe porteña, la
patria tanguera de Troilo y Gardel, el retablo mistongo de Discépolo y
Manzi. La memoria me arrojó de un manotazo al espacio ausente. A los
recuerdos que no fueron, a ese blanco insoportable en el que cohabitan la
nada y el vacío, la amnesia del exilio y una lejanía inanimada.
Desplegué el “Clarín”, le eché una ojeada y al rato lo cerré
molesto. Me dediqué a la ceremonia de mojar la medialuna y engullirla.
Otra liturgia porteña cumplida. A la tarde anduve por Lavalle,
Corrientes, Maipú. Me pareció caminar por una ciudad fantasma; la gente
me resultaba extraña, forastera, como si estuviese dentro de una
pesadilla que me deshilachaba dejándome desnudo.
(lunes 2 de febrero, cerca del mediodía)
Tenía que empezar a moverme. Recogí la maleta en el hotel y viajé hacia
Caballito. Llegué a la casa de la calle Pujol y apreté el timbre. La
mujer entreabrió la puerta cancel y me observó con curiosidad: “¿Usted
es la señora Sofía Ibizarreta, no? ¿Mi cara no te dice nada, tía?”,
murmuré largándome a reír. La viejita se quedó mirándome unos
segundos y luego se sobresaltó: “Dios mío, Copete querido, ¡esa voz
inconfudible! ¿Cuándo llegaste.? Por Dios, que no lo puedo creer”, me
dijo mi tía Sofía mientras me abrazaba desbordada por un llanto
previsible.
Entré en la casa. Nos carteamos durante los años de ausencia y ahora la
tenía allí, sentada a mi lado con el vestido negro, los cabellos
plateados recogidos y esos ojos de mirada tierna. Como en aquellos años
de la niñez, en los que la tía reemplazó a mi madre muerta.
La tía Sofía expresaba, en la cara angulosa y los negros ojos metidos
detrás de sus ojeras esfumadas, el dolor y la pérdida de las dos únicas
personas que pudo amar en su vida, mi hermano Fermín, asesinado, y yo en
el destierro.
(martes 3 de febrero, de tarde)
Fui andando por Pampa y antes de la Libertador pasé por el edificio en el
cual vivía el tipo. Los lentes oscuros me protegían del sol y de los
curiosos. Mis ojos no se apartaban de la entrada, pero nada especial
atrajo mi atención. El cielo se encapotó y un chaparrón colérico pasó
como una ráfaga. El calor volvió por sus fueros. Me convencí de que en
esa zona me era casi imposible hacer el trabajo. De todos modos me quedé.
Cerca de las nueve ví salir una pareja. El contoneo del tipo me alertó.
Encajaba en los datos que tenía y se amoldaba a los indicios que aún
guardaba en mi memoria. Viajé detrás de ellos. En la zona de Recoleta
entraron en un restorán. Estudié sus facciones y las grabé ovillándolas
en mi retina. Habían pasado veinte años. Luego regresé a la casa de mi
tía.
(miércoles 4 de febrero, de mañana)
A media mañana entré en el edificio de Chacabuco al 1100 vestido con un
ambo de sarga, corbata a tono con la camisa celeste y unos lentes de
porte. Parecía un hombre de negocios respetable. En el primer piso divisé
la puerta de “Segural”. Una empleada me abrió. Le recordé que yo había
telefoneado pidiendo una entrevista con el gerente de la empresa.
El tipo salió de su oficina, se aproximó dándome la mano y se presentó:
“Alejandro Alaniz”. Percibí un leve escozor al sentir el contacto de
esa mano en mi piel. “Emilio Páez, es un placer conocerlo”, le dije
con tono pulcro.Me hizo pasar a su oficina. El tipo repasaba mis rasgos
con minuciosa atención mientras yo le pedía asesoramiento para una tarea
de vigilancia. Le fuí haciendo el gran verso, envolviéndolo en la red
que fuí tejiendo con paciencia. Él jugaba con una lapicera; la dejó
sobre el escritorio y me habló con suavidad. Me explicó que sin ver el
depósito para el cual yo quería contratar los servicios de la empresa,
él no me podía asesorar: “Yo le propongo ir al lugar con usted, ver
sobre el terreno los riesgos −me aclaró−, entonces podré
hacerle una proposición”. Asentí con la cabeza. Prometí telefonerle.
Mientras, el corazón comenzó a dar vueltas de carnero.
(jueves 5 de febrero, al mediodía)
Me hospedé en la casa de mi tía. Era más cómodo y mucho más seguro.
Le pedí que el “besugo a la vasca” que había preparado para el
mediodía lo dejáramos para la cena. “Voy a traer el vino y un postre
como los que te gustan a vos: no te enojás, ¿eh tía?”, le dije. Ella
no protestó.
Llegué a la zona industrial de San Martín siguiendo las sugerencias de
Pelusa. Dí vueltas durante un buen rato. En una gomería pregunté si no
sabían de algún galpón vacío para alquilar: no sabían. Continué la búsqueda
y de pronto observé un taller abandonado en un paraje que consideré
apropiado, incluso en pleno día. Dí algunas vueltas, estudié el
movimiento de las calles aledañas y la soledad del lugar.Decidí que era
ideal. Ahora iba a tratar de convencer al tipo de que nos encontráramos
en horas del atardecer. Volví a la casa de la tía Sofía y en el camino
compré una botella de vino blanco, un arrollado de coco y algunas otras
vituallas. En una florería de Gaona hice preparar un ramo de violetas y
al llegar a la casa de la calle Pujol abracé a mi tía y le obsequié las
flores. Pese a todo, me sentía feliz.
(viernes 6 de febrero, de mañana)
La voz de “Alaniz” me sonó empalagosa y amanerada a través del teléfono.
Decididamente falsa. Le propuse que nos encontráramos en la estación San
Martín: desde allí viajaríamos al lugar en uno de los autos. El tipo
aceptó y arreglamos para el próximo lunes a las siete de la tarde. Sentí
un inmenso alivio. En ese momento pude avizorar que la tarea estaba
adelantando. Que el fin se aproximaba, pero yo aún la percibía como una
imagen movida, fracturada, sin nitidez.
Entré en la casa de mi tía en silencio. “Ya no nos volveremos a ver,
querida Sofía”, pensé con pena. Atareada en la cocina, ella no me
escuchó caminar por la casa. Cuando la ví, con la mayor ternura y
aflicción le anuncié que el martes próximo partía de regreso. Ella lo
había presentido. Se acercó a mí y me estrechó entre sus brazos. Besé
conmovido la cara de suaves arrugas de esa anciana tan dulce, la entrañabla
tía Sofía, que es todo lo que queda de mi familia vasca.
(domingo 8 de febrero, al atardecer)
Este fin de semana procuré ordenar mis ideas, completar todos los
detalles de mi trabajo, descansar y dedicarle parte de mi tiempo a esa
mujer excepcional que, seguramente, ya no vería nunca más. Leí los
diarios del domingo, me puse al día con los vericuetos de la política y
la cultura. Ayer sábado recorrí las casas de música y algunas librerías.
Compré libros que me interesaban, como «Santa Evita» y «La novela de
Perón», «El presidente que no fue», y «De Senectute” de Norberto
Bobbio; compactos CD que no hallé en Madrid, y algunos obsequios para los
amigos que tengo en España. A mi amiga Emilia le llevo un abrigo de
cuero. espero que le agrade. Todos estos preparativos, naturalmente,
tienen un punto clave: que mi tarea culmine con éxito. Dentro de un rato
voy a ir al cine a ver una película que me recomendaron: “Tocando el
viento”. Mañana ha de ser el día elegido. O nunca más.
(lunes 9 de febrero, por la tarde)
«Me voy, tía. pero vuelvo a la noche y me quedo con vos hasta la hora de
viajar a Ezeiza», le anuncié antes de salir.
Llegué a la estación San Martín minutos antes de la siete. Al rato
apareció el Alaniz ese. Deliberamos unos momentos y decidimos viajar en
su auto. Me dió una perorata sobre la vigilancia armada, la seguridad y
otras pautas que yo no escuchaba. Estaba atento y alerta. Le hice dar
algunas vueltas para relajarme y finalmente le fuí indicando como llegar
al lugar.Lo observaba en el espejo. Oía la respiración ramplona del tipo
que manejaba y tuve una sensación reprimida, una especie de bramido
agazapado que aguardaba el momento de liberarse y estallar; como una
granada rabiosa que desintegrase al hombre sentado a mi lado en mil partículas
de polvo y nada. Percibí en mi frente gotas de sudor heladas deshenebrándose
con crispante lentitud. Sabía que mi mirada tenía esa frialdad acerada
que precede a una eclosión. No me impacienté: quería disfrutar esos
minutos uno a uno, como la voracidad que está por saciarse y se posterga
deliberadamente en un acto de voluptuosidad. Esbocé una sonrisa mientras
el tipo jadeaba. sus ojos miopes se habían replegado y todo él se tensó
percibiendo, acaso, una acechanza imprecisa, amorfa, que revoloteaba a su
lado embozada, tenue e implacable.
No había un alma. Sólo la brisa caliente y viscosa. Cuando detuvo el
auto y bajó, me miró con una mueca impredecible. Fue la imagen postrera
de Alaniz, porque cinco balas de mi pistola le atravesaron la vida. El
rostro del tipo se tiñó de púrpura, los ojos y la lengua giraron sobre
el eje imaginario de una muerte real, simple y absoluta. En unos segundos
culminó la ceremonia. Limpié los lugares en los que pude haber dejado
huellas, observé los alrededores y finalmente, conduciendo el auto de
Alaniz, me dirigí a la estación San Martín dejándolo estacionado en
una calle lateral.
Llegué a la casa de la tía, cenamos y nos quedamos hablando hasta el
amanecer. Luego me marché en un taxi. Llegué a Ezeiza a las siete y al
rato abordé el Boeing..
(martes 10 de febrero, a bordo de un avión Air France)
Desplegué el periódico que me dió la azafata. En la primera página leí
una noticia que me llamó la atención:
«En la zona fabril del partido de San Martín fue encontrado ayer el cadáver
de un hombre. De acuerdo a los primeros informes de la policía, el muerto
fue ultimado de varios balazos. En el lugar del hecho no se halló ningún
elemento que permita orientar la investigación. El vehículo del muerto
fue hallado cerca de la estación San Martín del ferrocarril Mitre. El (o
los) posibles autores del hecho se llevaron el teléfono móvil y las
llaves, amén de otras pertenencias y documentos. Los días venideros tal
vez arrojen alguna luz sobre este enmarañado suceso». Doblé el diario y
cerré los ojos.
(viernes santo, 10 de abril, por la noche en mi casa madrileña)
Han pasado dos meses desde que ocurrieron los hechos narrados en este
diario. Es indudable que una razón debe explicar y justificar las causas
de ese juicio sumario en un descampado de San Martín. No quiero entrar en
un debate moral: el condenado a muerte fue uno de los asesinos que entre
1973 y 1983 formó parte de los escuadrones de la muerte. Por supuesto, en
este caso particular tuve un motivo personal y doloroso que nunca va a
cicatrizarse.
“Fue una tarde, como fueron otras tardes, el martes 22 de septiembre del
año 1977”, recordé. Íbamos a encontrarnos en aquel bar de dos
entradas. Llegué con Estela, mi mano sobre el hombro de la muchacha
vestida con la blusa blanca, los vaqueros cortos, el cabello flameando
entre la brisa húmeda, y los pechos erguidos, como un reto juguetón que
desafiaba el deseo vidrioso y sensual de los caminantes. Sentados
alrededor de una mesa estaban mi hermano Fermín, otros dos compañeros y
el nuevo tipo que habían incorporado al grupo. Le pedí a Estela que
entrara al bar mientras yo iba a buscar a Pelusa. Nos besamos en un rapto
de no saber cómo, cuándo, porqué. La ví entrar, y mientras se iba
alejando me sentí como atrapado en un pozo sin aire. Me angustió
enormemente.
Me encaminé hacia las sombras y a las dos cuadras vi a Pelusa, que me
estaba esperando. Nos dirigimos hacia el bar comentando pavadas. Ahí fue
cuando escuchamos los aullidos, los disparos, las corridas, el miedo y la
sangre alborotando la maldita esquina. Pelusa y yo, confundidos con los
curiosos, nos fuimos yendo. Impotentes, vimos cómo baleaban a Fermín,
capturaban a Estela y a otros compañeros, luego desaparecidos. Entre los
integrantes de la patota advertimos, pese a la confusión, la figura cuyos
lentes resguardaban unos ojos miopes, torvos y crueles que nunca podríamos
olvidar. Pegado al tipo ese advertí al nuevo “cumpa” que mandó la
“orga”. Sentí que todo se me desmoronaba. “Fue una tarde, como
fueron otras tardes”.
Una tragedia más entre tantas otras que ocurrieron en la década
sangrienta. Nunca me resigné a la muerte de mi hermano, la de Estela y la
de muchos otros jóvenes que no conocí y que cayeron en celadas
semejantes. Nunca perdoné a los irresponsables que, con frenesí banal y
exitista, reclutaban a tiras enviados a perforar la orga y delatar a la
gente.
Solitario, descreído de la dirección, prófugo, de cuclillas en la
clandestinidad, me perdí en la incógnita del exilio prometiéndome
volver algún día. Volver y cerrar el capítulo •
Euzkadi Baztarrica * Madrid, Viernes Santo, 10 de abril de 1998
Post Scriptum: Paseando con Ana por los cautivantes barrios madrileños,
en esos inestables días de mayo de este 1998, una tarde me topé en el
vecindario de Fuencarral con un viejo y querido amigo: Euzkadi Baztarrica.
Luego de la alegría y atento a su conmovedor soliloquio, recorrimos
juntos la larga marcha por los pasillos de la memoria. La triste memoria
de una década que nos ha dejado heridas sin cerrar. El Vasco me prometió
su “Diario de viaje a Buenos Aires”. Antes de que regresáramos,
Euzkadi me entregó las notas pidiéndome que escribiera un relato, si es
que el material me parecía adecuado e interesante. Lo leí atentamente y
lo asumí como un deber. Respeté, en lo posible, los hechos de acuerdo a
la versión que me entregó. En aquel diálogo que tuvimos en Madrid, el
Vasco señaló algo que no olvidé: “¿Porqué a más de cincuenta años
de terminada la segunda guerra buscan, atrapan y juzgan a los ex nazis, a
los colaboracionistas franceses, a los «ustachis»? ¿Qué diferencia hay
entre Hitler, Eichman, Papen, y fieras como Astiz, el tigre Acosta, Videla
o Massera?” Yo aduje que Alfonsín y Menem les tiraron la cuerda del
perdón y la aministía. Entonces me dijo esa frase que me dejó pensando:
“¿Y quién determinó qué justicia debe juzgarlos, condenarlos y
ajusticiarlos? ¿Nosotros quedamos al margen? Fuimos los torturados, los
muertos, los desaparecidos. los hijos que se quedaron sin sus padres y los
padres que perdieron a sus hijos. ¿De qué ética y justicia me hablan,
de cuáles escrúpulos? ¿Qué justicia, qué etica, qué escrúpulos
tuvieron esos asesinos que todavía están entre nosotros? ”. Contemplé
esos ojos cansados, de a ratos tristes, testigos de los actos de barbarie
cometidos por los militares, rufianes de la patria. Luego nos abrazamos
conmovidos. Como dos sobrevivientes que no olvidan. (A.A.)
por la copia, Andrés Aldao * junio 5, 1998
Tragedia de una generación decapitada
Recorte amarillo
Siempre lo contempla desde su palidez conmovedora. Y ahora siente deseos
de abrazarla, de percibir muy dentro suyo la docilidad de su piel tan
suave, callada.
No está a su lado. Piensa en sus ojos anclados en esa mirada que jamás
parpadea. Quisiera reclinarse sobre la imagen de María Teresa, la de sus
sueños perennes.
Atisba esas pequeñas cosas, anécdotas que con el paso del tiempo se
convierten en una agenda íntima de ternuras. Y las despoja de pasado
recobrándolas en un presente muy fugaz.
Vuelven esas sensaciones tan entrañables, profundas, recuperadas en el
milagro de la nostalgia. De la piel tan suave, callada. María Teresa, que
lo contempla siempre desde su palidez conmovedora.
Amándose como dos adolescentes agobiados por la devoción recíproca, y
la ternura, y la pasión, y el hechizo. Su piel tersa y pálida. Los ojos
distantes. A veces, con ese dejo de ausencia en aquel extraño matiz
almendrado de la mirada.
Y él siempre abatido por las miradas toscas de los otros. Entonces la
abraza –recuerda–, para reclamar su prioridad, confirmar la decisión
precisa del destino. Y distingue el cabello manso que se confunde con esa
palidez conmovedora. Que desde alli lo contempla, siempre, infaltable, María
Teresa.
No puede vivir a solas, sin su presencia. Necesita tenerla consigo,
vislumbrar por un instante esas formas tan suyas, tan queridas; percibir
sus ojos tiernos que jamás parpadean. Como un reto infantil o un juego
maravilloso que perpetúa la terquedad de su silencio.
Debe verla. Le falta esa tenuedad silenciosa, la mirada que no puede
olvidar. Se abrocha la camisa, calza los mocasines, apaga la luz y sale
del cuarto.
Entra en la salita, abre el álbum de lánguidas tapas y allí está, en
el recorte amarillo de un diario muerto, el título jaspeado por el
tiempo, lacónico, sin sentimientos, que vocifera en su negrura
inmisericorde: En un enfrentamiento con fuerzas del orden fue muerta la
subersiva María Teresa Lamborghini.
Debajo, el retrato de María Teresa, que siempre lo contempla desde su
palidez conmovedora. Sólo han transcurrido veinticinco años de un
recorte amarillo ■
Ojos celestes
Entró a la casa y abrió la ventana que da al parque. Vio el tobogán y
algunos pibes chapoteando en la arena húmeda.
Entonces surgieron los recuerdos como vorágines recortadas de la memoria.
Pensó en Rubén, en su rostro suave sin pliegues, la voz tímida, los
ojos iguales a los de Nora, celestes y profundos, como un océano calmo. A
veces le parecía un bebé agigantado; el boceto frágil de un carácter
de hierro asumido en la candidez del muchacho bueno. Volvió a su imagen,
casi sin querer…
Es extraño –recuerda–, cuando era pequeño lo contemplaba con
detenimiento y me parecía que Rubén guardaba la suavidad de Nora, su
madre. Todo resultó distinto, ningún vaticinio se hizo realidad,
presencia. Excepto la imagen apacible, la hondura y el tono celeste de sus
ojos.
En la escuela primaria ─rememora─ Rubén era un chico dócil,
pero ante las pullas sus reacciones eran irascibles. Luego retornaba a su
diáfana quietud. Un día se trompeó con alguien mucho mayor. Fue un
combate increíble, le explicó el maestro. Estaba aprendiendo a
conocerlo.
Rubén penetró en la adolescencia con paso firme, sin rupturas. Protegió
a sus hermanos mientras vivía en la casa. Escribía con su letra redonda
–recuerda– y llenaba cuadernos. A veces me leía sus poemas, abría
alguna rendija de su intimidad para volverla a cerrar. Abruptamente.
Terminó la secundaria y fue retrayéndose más aún, ensimismado, serio.
Hubieron noches en las que no volvía a la casa. Hablaba poco, lo que era
habitual, pero él ya no sabría nada de su vida interior, de las
amistades, de planes futuros. De los sueños que –hoy tiene la duda –
no sabe si eran de Rubén o fueron suyos.
Tenía la sensación de que lo perdía. Una pérdida distinta, más
abismal que la distancia física. Creía conocerlo. Ahora no está seguro.
Sólo tiene presunciones y es un interrogante que le duele reabrir. A
veces se pregunta, con crueldad, si hizo todo lo que debía. Uno no es
dios, y es imposible vivir alerta. Alerta siempre.
Una tarde gris, desapacible y hosca le dijo que se iba a vivir con un
amigo y la novia a un departamento recién alquilado. No quiso darle datos
de la calle ni el teléfono: no quiero crearles molestias a mis amigos.
Cuando haga falta voy a llamarte. Y no te preocupés, pa, que sigo
estudiando en la facultad. Y sigo en mi trabajo.
La separación, su madurez, las visitas esporádicas, lo tomaron
desprevenido. Los hijos son nuestros retoños, pensaba. Reciben la
influencia de los padres. Pero crecen y llegan a un punto nodal: se
liberan o viven en el cono de sombra de la casa paterna por el resto de
sus días. Surgió entonces la nostalgia de quien envejece y siente culpas
y responsabilidades. Así ovilló anécdotas, detalles, gestos, instantes
en común. Para tenerlos en la memoria. Y recrearlos en futuros sueños.
¿En qué andás, Rubén?, le preguntó ese domingo. Sos cargoso, pa,
contestó. Mirá, quedate tranquilo. Y haceme un favor, no le preguntés a
mis hermanos. Ellos saben lo mismo que vos y mamá. No se sulfuró. Calmo
y tierno como siempre, aunque lejano.
Pero aquel día, contemplándolo, llegó hasta el fondo de sus ojos
celestes. No sabe si fue intuición u otra cosa, pero advirtió reflejos
de dudas, decepción; tal vez angustias que no quería compartir.
Rubén, le dijo en otra ocasión, sé que andás en asuntos políticos. A
vos no te gustan los consejos y no pienso dártelos. Sólo quiero
recordarte que hoy, con los milicos, la situación se puso muy seria. Soy
incapaz de describirte lo que siento, la angustia que me aflige, el temor
a que te ocurra algo. No sé cómo expresarlo. Sos mi hijo y significás
mucho para mí. Tengo pesadillas terribles, Rubén.
Se quedó mirándolo. Sus ojos celestes lo consolaban sin palabras.
Respetarle el silencio, pensó entonces, era valorar su dignidad. Aunque
le fue muy duro y difícil.
Otra tarde de un otoño borrascoso, por eso quizás la recobra, Rubén
apareció en la casa. Estaba delgado, desconocido, óvalos oscuros
resaltaban sus ojos celestes. Me voy, pa; les escribiré cuando pueda. No
me preguntes nada, por favor. Y no se preocupen. Era una despedida. Desde
entonces, nunca volvió a verlo ni supo nada de él.
Las hojas del calendario no cesan su monótono destierro cotidiano. Tiempo
y ausencia que se suceden inflexibles. El recuerdo de Rubén es para él
como abrir un diario en cuyas páginas se hubiesen consignado las anécdotas
comunes, las evidencias compartidas. Y otras que no ocurrieron. Fantasías.
Levísimos estímulos, imaginados apenas, que fueron enhebrando ensueños
de lo que no existió, idealizando así su relación con Rubén. Como una
antología de nostalgias, idílica, desesperada e irreal. Ahora recupera
en la memoria, en los intrincados laberintos de los sueños, aquella
presencia callada y expresiva; sus gestos, ese silencio tan lleno de
sugerencias, la intriga de su vida y el desvanecimiento en la ausencia
irrecuperable.
Sólo sueños y memoria. De ellos regresó cuando ese día entró a la
casa, y al abrir la ventana que da al parque vio el tobogán y algunos
pibes chapoteando en la arena húmeda. Como cuando Rubén era pequeño y
tenía los ojos celestes •
Por la causa (1)
«Evocarían hombres como torres que se fueron
desmoronando, compañeros que no regresarían nunca
de su sueño, y que no quedaría de ellos ni el recuerdo,
ni una imagen... Ni la postura en que cayeron
acribillados quedaría.»
Juan Marsé
Se arrebujó en el portal para protegerse del chubasco. Y del miedo. Un
miedo que iba creciendo al compás de las horas, las sirenas y esos ruidos
que, afinados en la noche, se descarnan y explicitan. Dormitaban en su
mente, tensas, en vigilia, las preocupaciones que absorbieron sus dos últimos
años: militancia, encuentros, reuniones, riesgos y el temor a la tortura
y la muerte. Los recuerdos lo llevaron a la que fue su vida cotidiana; la
ligereza existencial, los días descomprometidos del estudio en el
nacional, los amigos, la música y los libros, las charlas telefónicas
casi siempre intrascendentes, las noviecitas del secundario, el bulín en
la casa de sus padres con pósteres de Los Beatles, Sui Generis. Sueños
adolescentes bocetados casi siempre ante el espejo: pitando el cigarrillo
como los grandes, ensayando jetas de enamorado y el susurro de frases de
galán en la oreja de una minita fabulada, acomodando las ondas del pelo,
o examinándose, en delirio, los brulotes impiadosos del acné pustulento.
Deseaba olvidar. Aunque el desvanecimiento volvía a recobrar sus formas
definidas, el miedo retornaba, recrudecía y no le dejaba huir de la
pesadilla de las últimas horas. Ahora percibía, nítidos, el pánico, la
orfandad, el mañana incierto. Aguardaba el nuevo día sin saber hacia
donde rumbear. Sabía que estaba cerca de plaza Once; oía las sirenas de
los coches policiales, raudos, amenazantes. Estaba agotado, pero el miedo
continuaba apremiándolo. Tengo que permanecer lúcido, o pierdo, pensó
desesperado. Los otros habían muerto. Estaba seguro. Y pensaba en Inés.
Su imagen, límpida y cálida, se insertaba en su temor. Sobrevivir, ¿pero
cómo? Que llegue la mañana de una vez, la gran puta, murmuró.
El día remontaba grisáceo, triste. Caminando llegó hasta Medrano y
Rivadavia. Entró a un bar y pidió café con leche y un churro. Estaba
desvinculado de todo. Absolutamente. Se le ocurrió llamar al “buzón”.
Quería cerciorarse – ingenuo – de que fue una delación y no
casualidad. La voz melosa de la mujer le dijo: Te dejaron una cita en…
Fue como oír la sentencia: sabía que era una celada estúpida. Tan estúpida
como su llamada. Nosotros vamos a ser los próximos – se le ocurrió
impotente –. Tenemos que salir del país. Debo avisarle a Inés; que se
raje cuanto antes... Que corte toda relación con la gente de la orga:
debe haber un buchón infiltrado, carajo.
Llamó por teléfono a la tía de la madre.¿Puedo ir a tu casa
Mercedes?...¡Por favor,!...Y no le cuentes a mi vieja que te llamé...
Tomó el 104 hasta Liniers. El cielo parecía una plancha
plomiza; las nubes tenían un tono oscuro mate. Contemplaba al gentío que
circulaba por Liniers; era como una romería ocupada por vendedores de
baratijas, quioscos de cualquier cosa, gente apretujándose para subir a
los colectivos. La vida daba vueltas y él metido en un callejón cuyo
final no podía vislumbrar.
Llegó a la casita de Ventura Bosch. Mercedes lo hizo entrar toda
compungida:¿Qué te pasó? Estas a la miseria... andá a pegarte un baño.
Le narró parte de lo sucedido: Si tu madre llega a enterarse le va a dar
un patatús, comentó la tía. Durmió hasta bien entrada la noche.
La mujer le pidió que no se quedara: Dejame sólo pasar la noche, tía,
mañana me voy. Vieja cagona, la ofendió en silencio. Sabía que era
injusto.
Los pocos que conocía estaban muertos; otros andaban ocultos y no podían
dar la cara. Ignoraba, incluso, como retomar los vínculos. Desesperado,
llamó a Darío al trabajo y le relató con medias frases parte de lo
ocurrido
−Andá a verlo a Atilio, es un viejo amigo de la infancia –le
sugirió el hermano–. No es trigo limpio pero tiene vinculaciones y te
va a echar una mano. Por guita no te hagás problemas, hermanito. La gran
joda es como lo va a tomar la vieja.
−Decime, ¿desde qué teléfono me estás llamando…? Ah, bueno.
Anotá...
Se encontró por fin con Atilio. José Luis le resumió lo que había
ocurrido:
–Tengo que rajar: ayudáme a salir del país –. le dijo mirándolo con
preocupación.
–Ya sé, me lo contó Darío y lo leí en el diario. Che, ¡Qué
desastre!
Se encontró por fin con Atilio. José Luis le resumió lo que había
ocurrido:
–Tengo que rajar: ayudáme a salir del país –. le dijo mirándolo con
preocupación.
–Ya sé, me lo contó Darío y lo leí en el diario. Che, ¡Qué
desastre! ¿Y vos como te piraste, pibe? – le preguntó relojeándolo.
–Inés y yo – es mi amiga, ¿sabés? – perdimos el colectivo:
tomamos el siguiente y nos bajamos dos paradas antes. Por seguridad.
Llegamos un poco tarde. Mientras caminábamos hacia el lugar escuchamos
sirenas, tiros, un quilombo terrible. Cruzamos la calle y tomamos el
primer colectivo que pasó por la parada. Más tarde vi el noticioso de la
tele en un bar y me enteré que habían matado a todos.
Se quedó callado: tenía un sollozo a flor de ojos.
–¿Qué pasa con tus otros compañeros? ¿Cómo es que te dejaron en la
estacada, eh? – José Luis no respondió.
−Para mí es un compromiso muy serio y peligroso, pibe – le dijo
Atilio – Mañana te
contesto...
Al día siguiente Atilio le informó que le conseguiría documentos. Le
pidió un par de fotos: Te vas en lancha vía Uruguay. Arreglaron la próxima
cita y cada uno se fue por su lado. Un tiempo más a la deriva.
No tenía dónde dormir y no quería comprometer al hermano. Se hizo
cortar el pelo y la barba. Continuó yirando discretamente por recovecos
de Buenos Aires. Pasaba horas en los cines de Santa Fe y Lavalle tratando
de no llamar la atención. Lo flanqueaban parejas tomadas de la mano;
mujeres y hombres, tipos trajeados y empleaditos, muchachos y chicas con
vaqueros ceñidos, sonriendo despreocupados. Él los contemplaba con ganas
de quebrarse. Se sentía como una uva solitaria dentro del racimo. Andaba
en la zona de los bancos; hombres y mujeres se le antojaban hormigas.
Confundido dentro de la multitud se sentía protegido: era otro gregario
de la manada.
Trató de recordar cuándo fue la última vez que durmió de un tirón,
sin sobresaltarse por ruidos extraños, el gorjeo de un ave nocturna o los
vientos que arrastraban hojas secas, el vómito belicoso de algún
borracho despreocupado en la madrugada, las sirenas agoreras que cruzaban
sus temores, aullidos de perros y gatos riñendo por la carroña junto al
contenedor.
Cada sonido le evocaba peligros. El miedo le incordiaba, se le iba
convirtiendo en un terror melancólico. Percibía la angustia como una cuña
alojada en el estómago. La espera se le antojaba una agonía; como sentir
las discretas zancadas de la muerte. Un par de días después volvió a
encontrarse con Atilio. Éste lo invitó a comer en el pequeño restorán
de la calle Maipú cerca de Corrientes, al lado de la parada del colectivo
10.
–Esta noche te pasan a la otra orilla – le dijo –. Hacéme caso,
pibe, si no rajás te boletean. Posta. Los que están muertos chau, pelito
pa’la vieja, pero vos todavía podés tomártelas. No hablés de esto
con nadies. En esta vida no hay amigos, ni minas, ni un corno. Te voy a
dar una mano pero cerrá el buche. Voy a pedirle a Darío que te lleve
esta noche a la estación de servicio de YPF, la que está apenas salís
de Campana. A las once y media. Traé algo de ropa y toda la guita que
puedas juntar... y no vayas a batirle nada a nadies, ¿entendistes? Vos no
le hablés a tu hermano por teléfono. Yo te arreglo el fato. Y no te
preocupés, pibe, vos hoy te pirás.
José Luis se fue caminando. Estaba más tranquilo. Y se asombró de la
actitud solidaria de un “desclasado” (como los llaman algunos cumpas).
No quería morir y desaparecer como un N.N.
El hermano lo llevó esa noche hasta Campana. Mientras se abrazaban, le
dijo, lacónico: Decile a la vieja que la quiero mucho, que lamento no
despedirme de ella. Nos veremos, Darío. Se acongojó.
La lancha tajeaba el fuerte oleaje del río y un viento obcecado mecía
con furia la embarcación, amenazando tumbarla en la negrura y hundirla
sobre el limo del fondo. José Luis tiritaba; el frío penetraba a través
del abrigo. Se puso sentimental; recordó a Inés y se entristeció. Cerró
los ojos; evocó a los cinco cumpas baleados sin compasión. Le pareció
escuchar los disparos y supuso el repentino sobresalto –último, final
– de los amigos abatidos por la patota. Imaginó como fueron sus últimos
momentos.
Quedó deprimido; contemplaba las tinieblas mientras escuchaba el monótono
pistoneo del motor de la lancha. Eran cerca de las cinco. La madrugada era
fría y oscura. Iban a dejarlo en la costa uruguaya, en un pequeño muelle
entre Nueva Palmira y Carmelo. Un amigo de Atilio vendría a buscarlo.
Le avisaron que ya estaban cerca de la orilla. El lanchero desactivó el
motor, la embarcación se deslizó con el impulso de la corriente hasta el
muelle de tablas podridas y bulones oxidados. Lo ayudaron a bajar.
Ahí estaba esperándolo el personaje que le había descripto Atilio. Bajo
y fornido, cabello blanco recortado con prolijidad, ojos escrutadores,
algo metálicos e impasibles. A unos quinientos metros del muelle lo
aguardaba otro tipo con un Valiant. Sintió alivio. Se acercaron al auto.
El conductor, con cara de pájaro y ojos saltones, lo puso en marcha
dirigiéndose a una pequeña localidad alejada de la costa. No querían
llamar la atención. Poco tránsito en la carretera; sólo algunos
transportes de ganado que exhalaban un olor pestilente. El cara de pájaro
manejaba callado; parecía conocer la zona.
–Escuchame, pibe – le explicó el hombre bajo y apático
mientras viajaban –, este favor te lo hizo un gran amigazo. ¡No sabés
que flor de favor te hizo! En este tiempo la mano está muy dura, botija.
No se trata de la yuta... son los milicos, y con los milicos no hay jodas,
¿sabés? Pero Atilio es un maestro de lo grandes. Él sabe que no voy a
hacer doblete, ¡para nadies, botija, para nadies más! Bueno, te esplico
el fato en dos palabras. Acá tené el pasaporte: vos viajás a Caracas
hoy a la do de la tarde en el vuelo 734 de Pluna. Después hacés la
combinación a Madrid. Vení, vamo a lastrar algo y de mientra te esplico
como tené que hacerte el gil en Carrasco, con quien chamuyás. Y ojo con
los ortiva, ¿stamos pibe? –. La voz del tipo era como un susurro áspero
y decidido.
Mojaba las medialunas en el café con leche. El de los ojos saltones había
pedido una grapa doble, el de pelo blanco, un guindado. Ojeroso, exhausto,
José Luis comía en silencio. Terminó el desayuno. El de pelo blanco
prendió un cigarrillo, pagó y dejó unas monedas. Se
levantaron y salieron. Antes de abrir la puerta el flaco cara de pájaro
les dijo: “Salgan, yo voy al baño... me estoy meando”. El otro lo miró
con fastidio. Entreabrió la puerta, dejó pasar al muchacho y él lo
siguió...
La descarga es como una serie de truenos cortos y repetidos: ¡ta ta ta ta
ta! Los dos cuerpos, ensangrentados, caen como muñecos... Reflejan
sorpresa en la cara, tristeza en los ojos abiertos, los brazos
encogidos... como una instintiva e inútil defensa ante la muerte.
El cigarrillo, inmutable, lacónico, continúa humeando entre los dedos
del hombre de los cabellos blancos… El cara de pájaro, detrás de la
ventana del boliche, se muerde el labio y exhala un suspiro repelente de
Judas Iscariote. Repelente y contumaz ■
Por la causa (2)
En memoria de Susana Buconic,
compañera de cárcel y exilio
«vuelve a sentir en la sangre aquel
vértigo de promesas que un día no muy lejano
la vida les susurró a todos
ellos, y que ya no se iban a cumplir.»
Juan Marsé
Estaba agotada por tantas vigilias nocturnas. A pesar de su promesa,
Ignacio había salido a la caída de la tarde y no regresó. Le dio un
beso de compromiso y ella lo miró con bronca. Otra noche de vigilia y
miedo, pensó.
Aquella vez, sin saber por qué, echó una mirada a los estantes de libros
y su vista se posó en uno de Jauretche que él le había regalado. Lo miró
con enfado, resentida. Espiaba la calle desierta entre los visillos.
Encendió un cigarrillo, y mientras las volutas se aplastaban sumisas
contra el vidrio del cerramiento, advirtió desde la ventana el trajinar
nervioso y callado de los hombres con metralletas. O era una increíble
casualidad o venían por ellos...
No dudó. De alguna manera, y a pesar del miedo, se había preparado para
esa circunstancia. “Qué suerte que Ignacio se fue a tiempo... Qué
suerte que no me fui a dormir”, farfulló. Se puso la peluca rubia,
vistió el abrigo, agarró la cartera con los documentos y el dinero.
Presta, con los zapatos en la mano bajó por la escalera desde el séptimo
piso hasta el segundo y pasó por la puerta de hierro que comunicaba con
el estacionamiento. Descendió hasta el entrepiso y se metió en el
Renault Dolphine. Allí se quedó acurrucada, quieta, sin fumar a pesar
del deseo acuciante. Escuchó los disparos y alaridos de la patota armada
que, de seguro, estaba destrozando la puerta de la vivienda. Después, un
silencio de campo santo. El tiempo le pareció estanco y ella, inmóvil,
horadaba la oscuridad. Por momentos tiritaba...
Muy temprano, algunos pocos vecinos madrugadores entraron en el
estacionamiento y salieron con sus autos. Al rato, otro inquilino se sentó
en el coche. Ella puso en marcha el Renault y lo siguió: los pararon en
la esquina exigiéndoles que se identificaran. Examinaron el documento a
nombre de María del Carmen Sanguinetti: “Soy hija del cónsul del
Uruguay”, adujo con todo el aplomo que pudo exhibir. Le dieron vía
libre, sin mirarla. Inquieta, dobló en la esquina de Anchorena y sin
entender el porqué estacionó a las pocas cuadras.
Fue caminando con lentitud, el corazón atrapado por el miedo. Atrás
quedaron los gritos, los estampidos, los autos de la patota, y la
muerte... Su muerte. Hubiese preferido echarse a volar. Eran las cinco de
la mañana.
Anduvo confundida, sin posibilidad de pensar o tomar alguna decisión. Las
calles vacías; por allí algún grito solitario quebrando el silencio.
Subió a un taxi. Temblaba y no podía sostener el cigarrillo. Bajó en
Recoleta. Podría viajar a Córdoba, a la casa de la tía Noemí, se le
ocurrió mientras le pagaba al tachero.
Debía esperar algunas horas. La madrugada era fría y húmeda, cerrada
por una niebla fastidiosa. Entró a un bar donde algunos pocos idiotas reían
sin motivo; tal vez el alcohol, o algo más. Luces – como disparos de
focos – se alternaban perforando la bruma opaca que confundía la visión
de los conductores. Mientras, el miedo y la soledad le infundían coraje.
Amaba a la vida más que a ninguna otra cosa. Escuchaba resonar sus tacos
en la menguada penumbra, como acompañando los restallantes latidos de su
corazón estragado por el temor y la incertidumbre.
Ni una nota. Ningún mensaje o señal. Prefirió darlo por muerto,
considerarlo desaparecido. No tenía indicios de que aún estaba vivo.
Pese al terrible riesgo telefoneó a viejos conocidos, preguntó, tomó
contacto con la tía, con familiares de presos y desaparecidos, mandó
mensajes a compañeros exiliados en Perú, Méjico, España, incluso un
telegrama en clave a Antoine en Marsella: era una cuestión de compañerismo.
Ninguno de los cumpas conocía la casa, ningún amigo o familiar. Ni
siquiera los padres. Era el secreto que sólo había compartido con
Ignacio. Aun viviendo en el horror, un detalle tan nimio le daba una pizca
de certeza. Sólo pudieron llegar hasta la casa a través de una
rastrillada. Una mentira complaciente...
Sabía que se estaba engañando. Como un rayo fugaz que penetraba su
temor, comenzó a intuir otra posibilidad. Se le ocurrió una estupidez:
llamar a la casa de la madre de Ignacio desde un teléfono público. Marcó
el número. Sonó seis o siete veces y escuchó el seco hola de esa voz
tan conocida. Comprendió la verdad; tiritaba conteniendo apenas el
sollozo. Era hora de huir, irse del país. Sólo habían transcurrido tres
días y tres noches. Para ella, una eternidad. La casa de la antigua
condiscípula le pareció una ratonera.
Sacó el pasaje en la Chevalier disponiéndose a viajar a Villa María:
Noemí iría a esperarla. El ómnibus se puso en marcha internándose en
las cerradas sombras de la ruta ocho. Estaba agotada por el estrés, el
miedo y la incertidumbre.
Cerró los ojos, pero no pudo dormirse. Fue recordando, una tras otra, las
detenciones, las caídas, las delaciones, los compañeros asesinados
durante los últimos meses. Y comenzó a enhebrar, con el sutil hilo de la
memoria, cada uno de los hechos hasta cerrar el collar. Botón hijo de
puta. Es como si la felonía les descubriera a estos gusanos su verdadera
vocación – pensó con rabia –, les extrae la auténtica personalidad.
La vida de un tipo como Ignacio cobra sentido con la traición –
discurrió luego –. El pasado le habrá resultado una pesadilla, una
desesperada búsqueda de su verdadero yo. Ya lo encontró...
No supo si era el despecho, la cólera, pero los recuerdos se ensamblaban,
tenían coherencia, todo coincidía. Entonces la angustia la desplomó en
el llanto contenido.
Lágrimas furtivas cayeron sobre el libro de Jauretche que sacó de la
cartera, mientras lo iba desgajando... hasta las últimas hojas. Venganza
pueril. Se quedó dormida. A la madrugada arribó a Villa María. La tía
Noemí la abrazó y se dirigieron a la casita que tenía en las afueras de
la ciudad.
A la semana siguiente se integró a un grupo turístico que partiría de Córdoba
hacia las Cataratas del Iguazú. Uno de los viajeros se le había pegado.
Le contó la historia de su vida, el divorcio, las hijas pequeñas que vivían
con la madre. Ausente, no le prestaba atención.
El avión planeó en la pista de aterrizaje. Trató de despegarse del
tipo, buen mozo, cabello gris y simpático. Él le dijo que iba a recoger
la maleta y ella aprovechó para subir a un taxi y viajar a la frontera
paraguaya. A pesar del miedo se sentía casi feliz.
Se había documentado: Cerca de las cataratas se encuentran la ciudad
argentina Puerto Iguazú y la brasileña de Foz do Iguaçú, comunicadas
por el puente Tancredo Neves. Hasta éste llegaba la ruta 12 que conduce a
Foz do Iguaçu y a Ciudad del Este (Paraguay). Aún no había decidido si
se iría a Paraguay o al Brasil. Como primer paso se dispuso a cruzar la
frontera. Le pagó al taxista, tomó su bolso y se dirigió a pie al
control fronterizo. Allí anclaría la pesadilla
Dos tipos de civil estaban parados detrás de la casilla de control de
pasaportes. Acercándose le dijeron: Acompáñenos señorita, es una
cuestión de rutina,. La tomaron de los brazos y la metieron en el auto
sin chapa que se perdió en medio de la polvareda.
Sólo polvareda. Como si jamás hubiese existido ■
Andrés Aldao. (Buenos Aires, 1929), vive exiliado en
Israel desde 1975. Militante de izquierda, estuvo preso durante un año en
Devoto y Resistencia. En 1996 comenzó a escribir cuentos y relatos en los
que, de un modo u otro, revive experiencias de su vida. Fuera de su país
de exilio es conocido por un reducido grupo de escritores y poetas. Aldao
ha pagado con el obvio ostracismo el vivir fuera de su país, y de su
ciudad cuna, a la que ha dedicado muchas de sus páginas.
Ha publicado los siguientes libros de cuentos y relatos: Cuentos desde
Lejos (1998); Al Servicio de la Vida (1999, cuatro ediciones, fue
traducido al hebreo); Ensayitos y Sarcasmos en compás de 2X4 (2001);
Calles Empolvadas de Recuerdos (2002); A + B Memoria Cotidiana (2004, en
conjunto con Ernesto Bavio); Aventuras y Desventuras de Ale Aspis (novela,
2006 − tercera edición: julio 2007).
Edita la revista virtual Artesanías Literarias desde 2003
www.artesanias.argentina.co.il, y dos blogs literarios:
Los Escritos de andrés Aldao
www.escritosdeandresaldao.blogspot.com
Artesanías en Literatura
www.artesaniaenliteraria.blogspot.com |