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¡Qué sabrás de amor, hermanita!
por Andrés Aldao

Tirado en el catre, la pieza a oscuras y con la cabeza volcada sobre el almohadón, imagina escenas que desearía protagonizar... Aunque sólo las induce, fantasea peripecias de lo más atrayentes. Pero Alicia, el objeto sujeto de sus sueños, no es una conjetura ni una quimera. Todas las mañanas la encuentra en la parada del colectivo. La observa con mirada de “cordero degollado”... (él jamás supo qué era la mirada de un cordero degollado). Y ella panea con sus ojos verdes, sin moverse, como una cámara de fotos automática e insaciable. A veces se cruza con los suyos, pero huye, prosigue su vislumbre de 180º, la cabeza sin girar y sólo sus ojos merodean por los alrededores. Lo miran sin mirarlo... O contemplan el infinito.

Por las noches, su cabeza reposa sobre la almohada, los ojos sellados, la imaginación abierta de par en par y la figura de Alicia en la parada del colectivo. Precediéndole en la fila. Y suspirando. Él la vislumbra y tiembla: que no se cierre la puerta —farfulla—, maldito colectivero: sus encantos y el garbo —pìensa— se irán perdiendo disipados en el largor del recorrido.
La fantasía retorna... Ella, la Alicia de su país de las maravillas, está delante suyo. ¡La puerta no se la robó! Aspira el perfume de su cabello trigueño, piensa abrir la boca y decirle, con aire de galán que aún gorjea el cambio de voz... ¿en qué escuela estudiás, pebeta? Una afasia pusilánime lo inhibe y calla. Desesperado, piensa en acercar la boca a su oído y susurrarle:
−Alicia, aquí, en plena calle, en la parada del colectivo, ante la bandada de pájaros que revolotean allá arriba y frente a esta multidud, parado sobre las baldosas patizambas, te confieso mi amor...−qué digo, hereje−, ¡estoy loco por vos!...
Ella, lánguida, sus cabellos trigueños postrados sobre los hombros, los ojos verdes llenos de luz violeta, da vuelta la cabeza y responde, con ojos de sueño...
−¿Por qué tardaste tanto, mi vida? Hace tres meses que esperaba oír tu confesión de amor. Te amo, te amo con locura... tenemos que encontrarnos... quiero besarte, acariciar tus cabellos... oír tu vocesita algo aflautada todavía...

Toda la escena era una mezcla de película e irrealidad, ora muda, ora a través de un siseo en mitad de la noche, besuqueos al pequeño cojín que por un instante se ha mutado en la hermosa cabeza de Alicia. Una anécdota amorosa, casi real... Alicia dentro de su país de las maravillas. 
Luego, abrazó la almohada con ternura envuelto en el aroma del shampú L´oreal, acariciaba la mejilla suave de la tela y se disponía a besarla... Alguien en la fila pega un estornudo de aquéllos... El encanto se convierte en chatarra y él maldice a las alergias y los resfríos... Abrió los ojos y, maldición... escucha la voz de la hermana, impersonal y un poco paranoide, que luego del perverso estornudo exhaló un bramido impiadoso en medio de la oscuridad y el silencio:
¡Idiota, acabála, dejá de farfullar tus pavadas! ¡Jé, besar a una almohada de porquería! ¡Dejame dormir, revirado...!.
Se revuelve en el catre y piensa, sin abrir la boca: ¡Qué sabrás de amor, hermanita...! 
Bah, la hermana mayor, ¡qué castigo, qué Mefistófeles resultó esta chica! 

© Andrés Aldao
Autorizado por el autor el 1 oct 2009 
Gentileza de Artesanías Literarias

www.artesanias.argentina.co.il 

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