Historia de Damián |
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“…comprendí
que no podíamos entendernos.
Éramos demasiado distintos
y demasiado parecidos”. No
podíamos engañarnos, lo
cual hace difícil el diálogo. Jorge Luis Borges, “El Otro” |
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Era
un tipo enjuto por vocación y figura. Apareció una mañana envuelto en
su enjutez, sosteniendo el cigarrillo con esa pulcritud que luego iba a
ser la comidilla del personal. Sobrio en el hablar, frugal, ojos ceniza de
mirada abatida y huidiza, también su manera de pitar el cigarrillo, difícil
definirla, era como distinguida, algo lacónica tal vez. No sonreía
excepto un leve rictus, una línea combada parecida a una sonrisa de
personaje de historieta. Lo conocí allá por la década del setenta. Yo
era secretario de redacción de una revista de la industria maderera y
necesitaba un redactor: me había decepcionado de los muchachos que se
enganchaban como periodistas y a los dos meses se mandaban mudar sin
siquiera avisarme. Damián
Domínguez se presentó con un hilo de voz. Dos veces tuve que pedirle que
me repita el nombre. —Vengo
por el aviso — precisó luego. —Usted
no es un pibe — le insinué — y aquí no pagan mucho sueldo, ¿sabe? —Necesito
trabajar, pruébeme. No tengo pretensiones. Lo
mandé hacer una nota a un aserradero. No perdía nada. Volvió después
del mediodía y preguntó si podía pasar la nota en la Olivetti 44.
Estaba en un rincón de la oficina, arrumbada sobre una mesa tumefacta y
gris. Lo escuché teclear con la misma módica elegancia que empleaba para
todos sus actos y gestos. Estaba sumido en la corrección de pruebas de
galera cuando el flamante redactor, sigiloso, casi en punta de pies, me
acercó su artículo. Podía percibir su mirada tratando de descifrar mis
sensaciones, penetrar en mi masa encefálica y descubrir las reacciones
que me generaba la lectura. Terminada ésta, hice como que aún leía el
texto, levanté la vista y regresé a la hoja de papel: quería
confundirlo, poner distancia entre los dos. Luego — tal vez porque le di
la oportunidad contrariando mi primera reacción — le dije con algo de
fastidio: —No
lo tome a mal, Domínguez, pero esta nota tiene demasiada calidad para
nuestra publicación: nosotros hacemos periodismo — esto último lo dije
con cierta ironía. —Podría
retocarla, hacerla más simple: necesito el trabajo —respondió
impasible. —Escúcheme,
lo que usted escribió tiene nivel pero es demasiado lírico para
describir las actividades de un aserradero. No sé que decirle... ¿Sabe
qué? ¡lo tomo! — le dije. Fue un impulso que aún hoy no me explico. Así
comenzamos nuestra relación, resaltada por la parquedad de Damián, su
labor silenciosa, la capacidad de escribir buenos artículos periodísticos
y la fluidez de sus conocimientos en política e historia Es
curioso: por regla general los lugares de trabajo se convierten en un
vivero de amistades transitorias y perecederas, en una fuente de compañerismo
que a veces enhebra la vida de las personas, o une como pareja a un hombre
y una mujer. Damián no era hosco: por el contrario, irradiaba
generosidad. Sus buenas maneras no parecían una pose o el ejercicio
meticuloso de la simulación. Empero, una delgada hebra de duda se
interponía entre su conducta cotidiana y cierta reticencia que emanaba de
su persona: como una delgada malla imposible de explicar.
Hombre
taciturno y soñador, dejó Montevideo para buscar ocupación. Trabajó
como oficinista y escribía por las noches cuentos y poemas. Al perder ese
empleo se convirtió en vendedor de colecciones de libros a domicilio (por
lo que sé, jamás vendió alguna). Luego encontró ocupación en una
librería céntríca. En realidad, nunca me dijo en qué lugares precisos
trabajó. Tampoco mencionaba a su familia. Eran sus conos de sombra, el
eclipse que dejaba en tinieblas los lados más íntimos de su
personalidad. Pasaron
algunos meses; Damián y yo hicimos buenas migas. Comentábamos temas de
historia, literatura o hechos políticos y con frecuencia cenábamos en el
Pipo o Bachín¹ . Eran los tiempos del cine Lorraine, los bares La Paz y
El Foro, la facultad de Filosofía y Letras, la polémica ruso—china, el
espejo fruncido de la revolución cubana y los grupos de izquierda que
actuaron en las grandes tormentas del sesenta y el setenta. Lector
de MARCHA, admiraba las notas de Quijano y Ángel Rama. Pero Damián jamás
se enzarzaba en discusiones que pudieran conducir a encontronazos
irreparables; prefería quedarse silencioso, algo ido, como ausente.
Tiempo después descubrí que esos silencios eran huidas de la realidad.
En ciertas ocasiones parecía un hombre sin vida, las cuencas de sus ojos
resaltaban oquedad, permanecía estático, como en estado de catalepsia.
Luego se recuperaba, su rostro cobraba vida y daba la impresión de que
regresaba de una larga travesía, o que trepaba desde un profundo
precipicio. Nunca se me había ocurrido reflexionar sobre el carácter y
la personalidad de Damián. En definitiva, Domínguez era un integrante más
del personal. Una
tarde, antes de retirarse de la oficina, me comentó que se sentía sin
fuerzas y angustiado. Fue un comentario impropio de su personalidad retraída.
—Necesitaría
algunos días de licencia —agregó—, mañana me confirma si es
posible. —Lo
voy a considerar, Damián… ¿Quiere venir a tomar un café a Sorocabana?
—Gracias,
pero estoy apurado, me esperan. Déjelo para otro día. Chau. Agarró
su desvencijado portafolio y salió de la oficina —se evaporó más
bien—, pulcro y discreto como un duende. Al día siguiente, jueves 1o.
de noviembre día de todos los Santos, Damián no apareció por la
oficina. Tampoco el viernes. El lunes no se hizo presente en la redacción
y eso ya nos preocupó. Llamé a la pensión en la que vivía y la dueña
me dijo que Damián no había regresado desde la mañana del miércoles
31. Un desvanecimiento total y misterioso. Después
de un tiempo el asunto Damián pasó al archivo de sucesos extraños. Una
personalidad como la suya no podría borrarse con liviandad cortesana.
Retornaba de vez en cuando envuelta en un signo de interrogación y luego
se disipaba, hasta que otro hecho fortuito rescataba su imagen. Pero con
el tiempo fue empalideciéndose hasta quedar borrada. Cuando
me convencí de que no regresaría, decidí sacar sus pertenencias
personales del escritorio haciéndole lugar al nuevo cronista. Había sido
un día tranquilo y el último número de la revista se estaba
distribuyendo. De lo que había allí me llamó la atención una carpeta:
le eché una ojeada y hallé en su interior varios cuentos rubricados por
Damián. Llamó mi atención uno de ellos titulado El Laberinto. Lo
tomé y comencé a leerlo. No pude dejarlo: fue como introducirme en un
mundo tétrico, disparatado y enfermizo. Finalicé la lectura y me quedé
tamborileando sobre el escritorio. Era un cuento extraño, la alucinación
desbordada de un beato cuyo fanatismo lo situaba en el umbral del absurdo.
No sabía qué pensar aunque traté de atar algunos cabos, engarzar la
personalidad del personaje con lo que sabía de Damián. Era como hilar
muy fino y mi imaginación, bajo llave, no captaba esa dimensión tan
abstrusa. Retirado
del periodismo, hace unos meses fui a escuchar una disertación sobre
historia. Al salir de la sala vislumbré en la puerta de un bar a un tipo
enjuto de maneras muy suaves, hablando con otra persona. No lo podía
creer… me acerqué y le dije: «Perdone, ¿usted no es Damián Domínguez?».
Contemplé los ojos ceniza del tipo y recordé a alguien cuya desaparición
me intrigó durante años. El hombre quedó callado; apenas esbozó una
sonrisa. Me sentí conmovido contemplando aquella sonrisa (un leve rictus,
una línea combada parecida a una sonrisa de personaje de historieta). Ya
no tuve dudas. Extendiéndole la mano le dije: —Tantos
años Damián, ¿qué le pasó, che? ¿por dónde anduvo? —Perdóneme
—susurró—, usted me confunde con mi hermano. Mi nombre es Walter,
Walter Domínguez: Damián y yo éramos gemelos. —No
sabía que tenía un hermano. Es asombroso: fíjese que hace por lo menos
un cuarto de siglo que le perdí la pista a Damián y al verlo a usted
parado en la puerta de este bar me pareció estar delante de una visión.
¿Qué se hizo de Damián? Nunca más supimos de él. Incluso su último
sueldo quedó en la redacción. Mire, si tiene unos minutos lo invito a
tomar un café. Venga, vamos a ese bar de la esquina. Se
despidió de su interlocutor. Cruzamos hacia el bar de Montevideo y
Corrientes y pedimos dos cortados. Mientras esperábamos él encendió un
cigarrillo; lo contemplé a través de la densa bruma de humo. Un tipo muy
envejecido. Las arrugas en la comisura de los ojos me hicieron recordar a
Damián. Un detalle fugaz llamó mi atención: cierto resplandor difuso en
la retina. —Cuénteme
por favor lo ocurrido con Damián—le dije. —Es
una historia larga y muy compleja. Mi hermano era un muchacho culto,
incluso escribió muy buenos cuentos y poemas en Montevideo. No teníamos
buenas relaciones: Damián era talentoso y yo un fiasco muy grande,
siempre resentido y envidioso. Envidiaba su capacidad para escribir y
hacer amistades. También el éxito con las mujeres me provocaba rencor.
Una noche —ya éramos muchachos grandes— lo vi leyendo la novela de
Benedetti La Tregua y para mortificarlo le dije que era una
basurita romántica. Damián no era capaz de alzar la voz pero esa vez lo
vi empalidecer: «Andáte, Walter, ¡sos un hijo de puta!» me gritó.
Damián se fue de casa. Vivía en una pensión de la calle San José y la
Río Negro, en Montevideo, y de tanto en tanto visitaba a nuestra madre. Sonrió
apenas e hizo una pausa. Ansioso, sorbió el cortado de un tirón, como
desesperado. Sus ojos contemplaban a los peatones, escasos, que caminaban
por Corrientes recorrida por la brisa de la medianoche. Entonces le dije: —Perdóneme:
¿nunca se reconciliaron, o al menos llegaron a una especie de armisticio?
—Al
tiempo me encontré con Damián en Buenos Aires. Le traje algunas cosas
que le mandó nuestra madre y no volvimos a pelearnos. Para mí la cosa no
fue tan sencilla. Usted sabrá que esas rencillas entre hermanos se fundan
en nimiedades, celos, futilezas de la edad. El tiempo hace lo suyo, pero
en mi caso había sobrevivido el rencor. —¿También
Damián tenía ese sentimiento? —No
lo sé, pero supongo que en Damián era más dolor que rencor. Mire, un día
viajé para arreglar asuntos de la herencia. Yo quería vender la
propiedad de mis padres pero Damián no estaba convencido y entonces
discutimos. A la semana volví a Buenos Aires y lo cité en el Once. Yo
había arribado esa mañana en el vapor de la carrera, pero Damián nunca
llegó a la confitería La Perla: tuvo un accidente trágico… Fue a
tomar el subte en la estación Piedras y cayó a las vías cuando entraba
el tren. No tenía documentos encima y nadie lo reclamó. Eso ocurrió el
31 de octubre de 1974. —¡Qué
barbaridad, pobre muchacho! ¿Pero usted cuando se enteró? —La
misma tarde en que desapareció —me dijo con aquel hilo de voz y la
languidez que parece ser una característica de los hermanos Domínguez.
Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para captar las últimas palabras. —No
lo entiendo, ¿y porqué no nos avisó? —Fue
imposible, créame —susurró con suavidad, casi con desgano—. Estuve
preso. Me
sorprendió. No sabía cómo encararlo pero me animé: —Disculpe
que me entrometa en sus cosas, ¿qué le ocurrió, porqué estuvo preso? El
hermano de Damián, mirando hacia la calle, agregó: —
¿Quiere saber porqué estuve preso? Damián no se cayó: fui yo el que lo
empujó a las vías del tren. Hace unos días que recobré la libertad.
Pasé en la cárcel veintisiete años. —murmuró con dulzura mientras
esbozaba un leve rictus, una línea combada parecida a una sonrisa de
personaje de historieta. —¿Dónde
está enterrado? —le pregunté confundido. No me respondió. Atiné
a decirle que lo lamentaba. Pagué la cuenta y salimos. Dejé a Walter Domínguez
en la esquina de Rodríguez Peña y Corrientes. Mientras se perdía en la
noche, su modo de caminar me retrotrajo a la imagen del hermano, aquellos
pasos suaves y módicos. El viento del río era fresco; eché a andar
hacia el Obelisco. Tenía ganas de caminar por la Corrientes fantasmal
mientras mi mente reelaboraba lo ocurrido. No podía dejar de pensar en la
muerte de Damián y en la personalidad del hermano cuyas frustraciones,
probablemente, lo llevaron al fraticidio. Me
eché sobre la cama, las manos detrás de la cabeza, el pucho colgando de
los labios y la ceniza columpiándose, a punto de caer. Mi mujer dormía
con placidez y yo reabría la historia de los hermanos Domínguez. La
imaginé una parábola montevideana de Abel y Caín. Una idea maligna se
me ocurrió, una idea para sobresaltar a viejitas que toman el té con
masas en Las Violetas a las cinco de la tarde. Pero el sueño me tumbó. A
la mañana siguiente fui a visitar a Félix, un amigo que trabaja en los
archivos de LA NACIÓN. Le pedí que revisara las noticias policiales
aparecidas en el mes de noviembre del año 1974. Nada: nadie caído entre
las vías del subte A, ningún accidente en la estación Piedras,
ningún Damián, ningún crimen, ningún uruguayo, ningún extraño. Nada.
Volví
a mi casa y le conté a mi mujer el raro encuentro con el hermano de Damián,
la historia que me narró y el resultado negativo de mi búsqueda.
Contemplándome con malicia susurró: «Averiguá en el depósito de
fiambres». No entendí donde estaba la gracia, pero le hice caso. Llegué
temprano a la morgue. Le mostré mi carné de periodista al empleado del
archivo, un tipo alto de rostro pálido, piel agrietada y amarilla. Sólo
el guiño involuntario de sus párpados me convenció de que pertenecía
al mundo de los vivos. Le pedí que buscara en el libro de entradas los
datos de cadáveres llevados a la morgue entre el 31 de octubre y los
primeros días de noviembre de 1974. Revisó entre las páginas mustias y
resecas de un bibliorato lleno de polvo y telas de araña, luego se encogió
de hombros y me dijo: “Durante esos días no hubo ningún caso de NN
recogido en las vías del subterráneo”. Exánime, el tipo alto de
rostro pálido volvió a sus guiños involuntarios. Regresé
a mi casa y le conté a Odina, mi mujer, el fracaso de esas averiguaciones:
«Ninguna noticia en los diarios —le dije—, en la morgue no recibieron
tipos caídos en las vías del subte: creo que voy a mandar todo el asunto
al diablo». Con los ojos puestos en la jaula donde el canario efectuaba
sus piruetas, me insinuó: « Dejá a los muertos en paz y buscá algo que
tenga relación con los vivos…». Sus palabras fueron acompañadas de
sugerencias concretas. Me parecieron razonables. Decidí que éste sería
mi último intento. Escribí una nota, la fotocopié enviándola a
diversos institutos de Buenos Aires y la periferia. Y me dispuse a esperar
un milagro. A las dos semanas llegó un sobre. Lo abrí con impaciencia y leí: «A su pedido se le informa que una persona de ese nombre está internada en este hospital desde hace veintiocho años y padece un tipo singular de esquizofrenia. Por sus reiterados períodos de agresividad fue recluido en un pabellón de internos peligrosos». La frase final decía: «En el último año fue autorizado a salir de este nosocomio los fines de semana por el término de setenta y dos horas. A pesar de su mejoría, al paciente Damián W. Domínguez no se le puede dar el alta.». Lo firmaba un tal doctor Alberto Inchauspe, director del Departamento de Psiquiatría del Hospital Borda ■ |
©
Andrés Aldao
Autorizado por el autor el 5 feb 2009
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