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En el recodo (II)
Andrés Aldao

Es la maldita naturaleza humana la que tiende las trampas y nosotros, querida amiga, no necesitábamos entonces de muchos estímulos para inmiscuirnos en aquéllo con todo. Estuve releyendo una de las cartas que me escribiste en 1974, cuando estábamos en Devoto. En esos remotos tiempos no nos dimos la oportunidad de vivir, como tantos otros, atrapados por la diabólica sensación de que estábamos en la gesta de cambiar al mundo de raíz y darle al hombre la tremenda posibilidad de concretar los sueños de un mundo justo, modificar su naturaleza unívoca y transformarse en un ser justo y solidario.

Mientras tanto, no supimos disfrutar en plenitud cada segundo de nuestra existencia, de amar lo que debíamos y no supimos hacer.

Desaprovechamos irremisiblemente los años, los meses, las horas y minutos que estaban a nuestra disposición: consagramos nuestra vida a un objetivo, o la malgastamos (según quien lo mire). No lo sabíamos… Es una de las lecciones que aprendimos mucho después. Pero luego, asimismo, proseguí con las lamentaciones. Y el objetivo sigue pendiente. No deseo filosofar pero tu misiva me causó placer, dicha y amargura. Y debo confesar que también sorpresa.

En aquel remoto primer encuentro en tu departamento de la calle Yerbal ya habíamos decidido nuestro futuro: nos echamos una mirada y nos enamoramos. Sin saberlo aún. Iniciamos la travesía a través del puente tendido entre nuestros sentimientos y necesidades más profundas. Como una apuesta del destino en la cual nosotros dos deberíamos encontrarnos como alternativa única; sin posibilidad de faltar a la cita. Como dos líneas paralelas que convergieron en el mismo punto y en el mismo instante, mucho antes del infinito. Luego, todo se hizo fácil y cómodo. Y mientras vos me suponías inmortal, yo te llevaba prendida en mis sentimientos soñando tus ojos color verde, añorando tu sonrisa tan llena de ternura y tus carcajadas suaves y dichosas. Aunque no te lo hacía saber. Me hice a la idea de que carecía de tiempo mientras dejaba pasar la oportunidad, fragmentado en ocupaciones alienantes.

Reaccionaste mucho antes que yo: hoy lo fantaseo como si hubieses volcado un balde de detritus sobre los espejismos, sobre la ilusión salpicada de sangre y lodo. Las utopías ya no te deslumbrarían y los cantos de sirenas no pudieron embelesarte. Embaucarte diría más bien. Y te fuiste marginando: truncaste el sueño antes de que el sueño nos truncara a los dos. Por eso afirmaba que vos no abandonaste la acción pero ya no creías. Y no te lo reprochaba: Sabía como vos que todo estaba terminado pero entendí que yo no podía alejarme, abandonar todo abruptamente. Lo que te escribo, en realidad, es una especie de confesión aunque en estas líneas deseaba descubrirte ciertos secretos como vos hiciste con los tuyos.

Ahora quiero referirme a tu ocurrencia, ¡qué ocurrencia! Pensar en mi inmortalidad fue una típica expresión de tu candidez, de ternura, de la inocencia que te hacía creer en mis invenciones estrafalarias; descabelladas casi siempre. Nunca me lo hiciste saber. Pero no, querida amiga: te consta que no era, no soy inmortal...

Y al pasar te acordaste de Emilio. Emilio Jáuregui. Me conmoviste. Ese era el nombre de aquel flaco que estuvo con nosotros en el Pipo. Sí, lo mataron en una emboscada en el barrio de Once. Sigo cavilando: ¿porqué te acordaste de Emilio? El Flaco me había dado una carta del Sindicato de Prensa para nuestros colegas chinos (fue antes de que viajase a China en 1965, ¿te acordás?). Tal vez como un hito de referencia: Emilio no era inmortal, es cierto, pero tampoco yo. Es cuestión de espacio, tiempo; y la maldita oportunidad y el destino, querida amiga.
Ya lo expresaste en tu síntesis (lacónica, sencilla): nos pasó el cuarto de hora y ser más sabios hoy no nos remonta hacia las corrientes adversas del tiempo transcurrido. Es cierto que hay una perversa asincronía entre lo que aprendés como individuo y tu existencia social, Para uno es tarde –escribiste–. Y a los otros, amigo, tu sabiduría les importa un rábano.

Al enterarte de mi enfermedad decidiste, pues, mandarme esas líneas confesándome tu creencia (rocambolesca, diría Arlt) en mi inmortalidad. Esto me obliga a ser cuidadoso con mi salud y justificar tu juicio. Y prometo cuidarme, querida y consecuente amiga, porque como vos lo enfatizás, es tan maravillosa la aventura de vivir que uno nunca desea dar la vuelta en el intrigante y desconocido recodo que mencionás al final de tu carta. Aunque llegaremos. Sin falta . 


Tuyo, Federico (2002)

© Andrés Aldao
Autorizado por el autor el 3 de agosto de 2010 
Gentileza de Artesanías Literarias

www.artesanias.argentina.co.il 

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