Literatura y realidad
en Las babas del Diablo, de
Cortázar |
Creo que este cuento anuncia una actitud que preside la obra de Cortázar desde El perseguidor hasta, por lo menos, Rayuela[1]: la de emprender cada obra como aventura de entendimiento, esgrimir lo fantástico (o lo insólito) como arma secreta que amenace y aun derribe las fronteras de la realidad consabida, como trampa analógica de cazar superrealidades, como indagación liberadora (y no como formulación de una respuesta preconcebida y autoritaria). Quizá por eso vengo dedicándole mi atención preferente desde hace años[2] y me propongo hacer de él un análisis muy extenso, del cual anticipo aquí lo que el espacio de esta comunicación me permite. Esta concepción de la literatura está explícita e implícita en Las babas del diablo; el cuento representa, al menos a mis ojos, la relación del hombre con la realidad a través del lenguaje, la relación del escritor con la realidad a través de la literatura, la relación del artista con la realidad a través del arte. Representa, además, la función de la obra de arte en la realidad, la instalación del mundo imaginario en el mundo histórico, la acción de la literatura en sus lectores y también en su autor, en cuanto ellos y él se comprometen con la experiencia literaria y en cuanto la obra es autónoma, se libera del autor y lo libera (y libera a sus lectores). Las babas del diablo es también, literal y metafóricamente, una poética (y una realización, consecuente, de ella): dice por qué escribir, de qué escribir y para qué escribir. Según mi lectura, dice: se escribe porque una experiencia inusitada exige ser compartida; se escribe, entonces, acerca de lo insólito que merece ser comunicado; se escribe para entender y dar a entender una verdad cuyo conocimiento nos libera de lo consabido, convenido y consagrado; verdad y libertad son solidarias. Enunciados miméticos y no miméticos Aunque técnicamente pueda hablarse de más de un narrador en Las babas del diablo, convengamos en que el cuento es contado por un narrador-personaje, Roberto Michel, que, en conducta de apariencia esquizofrénica, se refiere a veces a sí mismo como a una tercera persona[3]. El discurso de este narrador contiene, fundamentalmente, enunciados miméticos, es decir: lenguaje suscitador de imágenes de tiempo-espacio y de personas que se sitúan en esos tiempo-espacios; enunciados que crean la historia de una seducción, tramada y frustrada en una placita del Quai de Bourbon, y reiterada y otra vez frustrada en el papel sensible de una fotografía puesta en una pared del quinto piso del número 11 de la rué Monsieur-lc-Prince. El discurso de Michel contiene, además, reflexiones del narrador acerca de lo que narra y de las dificultades que se oponen a su intento de fidelidad para con el objeto de su narración; reflexiones sobre el arte fotográfico y reflexiones sobre la conducta del propio narrador y de los otros personajes. Se llama no mimétivos a estos enunciados, aunque se reconoce que ellos son miméticos del narrador y del proceso de narrar. Dicho de modo más rápidamente inteligible: el texto nos propone, desde la primera palabra, la imagen de alguien que lo está escribiendo, narrador y personaje del cuento. Alguien que escribe para contar sucesos que ha experimentado y que exigen ser compartidos. Alguien que intenta transmitir con objetividad su experiencia y denuncia los relativismos que se oponen a su pretensión de fidelidad al objeto. Alguien que es, además, fotógrafo y enuncia, como narrador, su estimación del arte fotográfico y su estética de fotógrafo; alguien que opina sobre sí mismo y los demás personajes del cuento alguien que juzga los sucesos que evoca. Todos esos juicios, como dije, no son miméticos de los sucesos que motivan la narración, y los llamo por eso no miméticos, aunque ellos realizan una mimesis del narrador y personaje (mimesis psicológica, por llamarla de algún modo) y también la mimesis de la narración del cuento mismo, representativa de la escritura Aun cuando no incluyan a la primera persona gramatical (por impersonal que sea su formulación), los enunciados no miméticos implican y describen al narrador como sujeto de esos juicios. Nuestra experiencia de la situación comunicativa lingüística (aunque el autor o el narrador procuren apartarnos de este modelo) nos mueve a atribuir todo enunciado del discurso narrativo (como no sea en el plano dialógico del texto) a ese hablante ficticio que llamamos narrador y que, en Las babas del diablo, se llama Roberto Michel. Del plano no mimético del cuento, me interesan las actitudes de Roberto Michel ante las relaciones del lenguaje, la literatura y la fotografía con la realidad. Lenguaje y realidad: su relación, mentada o aludida en el plano no mimético Ya la primera frase del narrador alude al relativismo lingüístico, a condicionamientos que el lenguaje impone a la comunicación de nuestra experiencia de la realidad: «Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primer persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos[4].» El sistema pronórhinoverbal sitúa al hablante en un yo, lo enfrenta a su experiencia como a un ello y a su interlocutor como a un tú. Tal situación distancia al narrador del objeto de su narración y de su oyente ficticio, corroe la unidad de la experiencia narrada y de la comunicación de ella[5], subjetiviza !a experiencia e intersubjetiviza la comunicación. El cuento de Cortázar abunda en referencias del narrador a su afán de objetividad que él asimila a la de la máquina fotográfica[6]. Lo que Michel quiere contar es un ello en lo que él está incluido y que, para que fuese fielmente representado, debería representarse a sí mismo, sin el intermediario de un yo hablante, de una subjetividad manifiesta. En cuanto a la comunicación de ello, un nosotros que incluya al oyente junto con el hablante no hace sino darle cabida en una entonces compartida subjetividad. Que el lenguaje condiciona la representación verbal de la realidad está aludido en el cuento, en reflexiones del narrador como ésta: «Y después del “si”, ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración?» (pág. 79). Está aludido en abundantes rectificaciones y aclaraciones, como cuando Michel afirma que un sol «más grande» quiere decir «más tibio pero en realidad es lo mismo» (pág. 81); que «delgada y esbelta» y «blanca y sombría», como calificaciones de la mujer del cuento, son «palabras injustas» (pág. 84); que, al escribir «Ahora mismo», la palabra ahora es una «estúpida mentira» (pág. 81). Para Cortázar, como para tanto escritor contemporáneo, el lenguaje no es sino convención (thesei y no physei), un modelo convencional y relativamente dinámico, de la realidad, siempre más extensa y fluyente que este modelo; mera institución en la que se acumula la experiencia histórica de una comunidad (y que exige —y permite— su adaptación a nuevas y renovadoras visiones del mundo, aunque el sistema y la norma lingüísticas de un estado de lengua opongan fuertes resistencias al cambio). Las categorías que el sistema semántico de una lengua propone, nos clasifican la realidad según su convención, condicionan nuestro conocimiento conceptual y la transmisión de nuestra experiencia de la realidad. El sistema y la norma semánticos y morfosintácticos de cada lengua histórica condicionan nuestro pensamiento discursivo y su comunicación. Más acá o más allá de esos vectores transcurren la intuición o lo inefable. El narrador no sólo es inducido a asumir el relativismo de su yo prevenido por el sistema pronóminoverbal, sino también a clasificar y relacionar lo que percibe, conforme a un sistema y una norma que manifiestan el relativismo de la cultura establecida El escritor debe intentar salirse de esos moldes en cuanto lo conmueva una visión de la realidad no prevista, convenida y consagrada en el estado de lengua[7]. Literatura y realidad: su relación, mentada y aludida en el plano no mimético El narrador de Las babas del diablo es consciente de que sus juicios interrumpen la mimesis del objeto de su narración, dirigen la atención hacia él mismo, como sujeto del discurso; «(pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto»), dice en medio de uno de esos juicios (pág. 83). Dice también que «Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes» (página 89). Nos dirá, además, que Michel «es puritano, a ratos» (pág. 94). Admite, sin embargo, que la mujer de su cuento «invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad» (pág. 89). El escritor conoce y vigila sus propias tendencias; las contiene y también las acepta en cuanto tengan de conducente a la verdad. Lo ideal sería que su máquina de escribir «siguiera sola», que ocurriese el prodigio de que su máquina de escribir contase por sí misma aquel otro prodigio que ocurrió por mediación de su máquina fotográfica (página 77). Esta invocatio escéptica, proferida al comienzo del texto, precede a otras varias invocaciones a la objetividad. «Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto...» (pág. 77-78). «Ya sé que los más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo»... «o si sencillamente cuento una verdad que es sol-mente mi verdad» (pág. 79). Pero estos enunciados contienen la posibilidad de que lo ocurrido se cuente a sí mismo, se independice del narrador y se represente por sí, de modo que él entienda la propia experiencia: «ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué xecir...» (pág. 79); «quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguien que lo lea» (pág. 80); «no describo nada, trato más bien de entender» (pág. 84). Contar es como una pregunta y quizá sea como una respuesta, porque la motivación de la literatura es un «agujero» (pág. 77), la nada que el sistema y la norma establecidos no alcanzan a cubrir y que, cuando se la descubre, exige ser contada, compartida. Dice Michel, a tiempo que se dispone a narrar lo sucedido: «De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar... o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar o ponerse los zapatos; son cosas que.se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago» (pág. 78). La motivación de la literatura es, para Cortázar, el descubrimiento de lo insólito que exige ser contado y que se cuenta para comunicarlo y entenderlo. Literatura (o arte) y realidad: su relación, representada metafóricamente en el plano no mimético Roberto Michel es fotógrafo y también traductor, dos ocupaciones que pueden entenderse como metafóricas de la función literaria. De la actividad de Michel como traductor es poco lo que se nos informa, quizá deba entenderse como una incitación de Cortázar a que se lo identifique con el narrador de su cuento; como el autor, Michel alterna este trabajo de pan llevar con una actividad artística. Los enunciados no miméticos de Michel sobre el arte fotográfico y su estética de fotógrafo demuestran la gravedad y la gracia con que él profesa la fotografía: «Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier repórter»... «cuando se anda con Ja cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa...» (pág. 81). Michel sabe mirar porque es fotógrafo (o es fotógrafo porque sabe mirar): «Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad...» De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena» (página 83). Por eso, ante la escena de la seducción, Michel quedó al acecho, «seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial» (pág. 88). Y por eso, testigo de aquel episodio, él descifró en parte el sentido de lo que miraba, pero esperaba que la foto habría de restituir a las cosas su verdad, verdad de ellas y no lo que «ponía» él (pág. 88). Es lícito leer en todas estas reflexiones una estética abarcadora de muchas artes, además de la fotográfica. Ellas son consecuentes con los enunciados de Michel acerca del lenguaje y la literatura. Pueden ser entendidas como manifestación metafórica de una poética. Lícitamente pueden ilustrar la actitud del escritor ante la realidad, su elección del objeto (o, quizá, su elección por el objetoJ, la cuenta y el descuento de su relativismo personal y del que la tradición y las costumbres («tanta ropa ajena») proponen a su contemplación del objeto, la esperanza en que la obra adquiera la vitalidad de su objeto y ofrezca a! lector y aun al autor esa verdad esencial. Literatura y realidad: su relación, representada alegóricamente en el discurso mimético de los episodios del cuento Si se acepta que la fotografía sea, en Las babas del diablo, metáfora del arte en general o, en particular, del arte literario, los episodios del cuento se presentan, entonces, como una representación alegórica de las relaciones entre arte y realidad o de las específicas entre literatura y realidad. En el episodio «cronológicamente primero, el «aura inquietante»(página 87) de una situación atrae el interés del fotógrafo, decide su elección del motivo. Michel ha percibido a una pareja, en una «íntima placita» del Quai de Bourbon. Pero «lo que había tomado por una pareja se parecía mucho mas a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas» (pág. 82). Conflictivas apariencias de normalidad («pareja», «chico con su madre») encubren una verdad anómala que incita a que se la descubra. Hay una imagen fuertemente dinámica, la del chico y su nerviosidad de ser acosado: «tan como un potrillo o una liebre»... «cambiando de postura, y sobre todo porque tenía miedo, pues eso se le adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida, conteniéndose en un último y lastimoso decoro» (págs. 82-83). Hay este dinamismo, resultante del enfrentamiento de la mujer experimentada y el chico inexperto. Hay abuso de fuerza, violencia, amenaza de la libertad. Y hay mentira, la de imponer una respuesta fraudulenta al erotismo en disponibilidad del chico. Comprometido con lo que percibe, Michel conjetura anudamientos y desenlaces de esa situación, es «culpable de literatura». En el momento de tomar la fotografía, el clic de la cámara desbarata la trampa, rompe la trama urdida por las babas del diablo. La mujer se adelanta hacia Michel, a reclamarle el rollo de película; el chico va quedando atrás —«con sólo no moverse» y huye a la carrera «pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana» (pág. 90). Michel, que es «puritano» ante la mentira o la violencia, ve con alivio la escapada del chico. En lo que sigue, la presencia del hombre, que deja el auto donde estaba disimulado, y acude junto a la mujer, al reclamo de la película, sugiere que la trampa tendida al chico era aún más engañosa y violenta. Las actitudes de Michel, como testigo avezado y partícipe casual de este episodio pueden representar a la motivación y el génesis de la obra literaria. El segundo episodio ocurre en la habitación de Michel, en el quinto piso del número 11 de la rué Monsieur-le-Prince. Michel ha revelado y amplificado la fotografía. La ha fijado en la pared de enfrente al sitio en que trabaja como traductor. Por azar, él queda situado de la foto a distancia analógica de la que separó a la lente de la escena captada. Está «instalado en el punto de mira del objetivo» de su cámara (pág. 93).Entonces las imágenes de la foto comienzan a moverse y es como si él estuviera muerto, ajeno de la vida que las imágenes recrean. Recibida la «gracia» literaria, la vida del escritor se suspende para que su obra viva. La obra tiene autonomía, se libra de su autor y lo libera a él de si mismo. Por eso Michel puede decir: «De mí no quedó nada...» (pág. 95), «ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rápido, incapaz de intervención» (pág. 96). Ya al comenzar el cuento, Michel había advertido que, de entre los narradores posibles (o imposibles) de lo sucedido, era mejor que fuese él el narrador: «...yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; ...yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento...» (págs. 77-78). Lo que ocurre en la foto difiere en algo de lo ocurrido en la placita: el hombre, entonces disimulado dentro del automóvil (que el encuadre fotográfico excluyó concienzudamente —pág. 88—), acude ahora junto a la mujer y al chico, y los mira de cerca, «las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos de la plaza» (pág. 95). Michel no puede dudar ahora de la función vicaria de la mujer en la corrupción del chico;’la fotografía le presenta una verdad más repugnante que la que él había percibido en el Quai de Bourbon. Y él no puede ahora salvar al chico, gritarle que huya «o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume» (pág. 97). La verdad literaria presenta a la realidad histórica con mejor economía, con mayor evidencia. Y el destino de esa verdad parece Pero Michel había colaborado con su máquina en atrapar «el gesto revelador, la expresión que todo lo resume..., la imperceptible fracción esencial». Y la verdad que él acechó y atrapó contenía la defensa de sí misma, la defensa de la libertad del chico. No creo que la nueva liberación resulte de la renovada angustia con que Michel corre gritando hasta la foto (pág. 97). La fotografía se ha movido por la dinámica inmanente en el enfrentamiento de mentira y verdad, violencia y libertad; y las escenas han transcurrido necesariamente en el sentido que la mirada previsora del creador, conformada a la virtud mágica o secreta de su instrumento, les había impreso. La mostración de una verdad por la literatura opera Dispersadas las imágenes del conflicto dramático, queda en la foto el cielo en que se recortaban, cruzado desde entonces por nubes y pájaros confirmadores de la vida. «Casi» en seguida (pág. 91) empieza lo que puede llamarse episodio tercero en el orden cronológico. A él me he referido al considerar los enunciados no miméticos. Qusiera reconsiderarlo aquí en cuanto abarca y organiza la totalidad del cuento. Manifestaciones (o realización) literaria de la poética de Cortázar en «Las babas del diablo» La presencia del narrador, manifiesta en los enunciados no miméticos y (entre paréntesis) en las nubes y pájaros que él ve, a tiempo que relata la experiencia pasada, crea un presente de eternidad, que es el de la obra misma. Sirve, además, para amenazar la convención de tiempo que el lenguaje propone. Cronológicamente el tercero, este episodio de que Michel escriba lo sucedido es, en cierto modo, el primero, precede y atraviesa Si se acepta mi interpretación alegórica de lo contado, este episodio de la escritura por Michel, representativo de la escritura de Las babas del diablo por Cortázar, propone un desarrollo y un desenlace análogos a los de los episodios «anteriores». Es a ellos dos, lo que el segundo es al primero (fuera del texto, podría establecerse esa misma relación entre el autor y el narrador de Las babas del diablo, entre el cuento de Cortázar Este «tercer» episodio empieza con la primera palabra del texto (o acaso antes) y concluye con el último párrafo (o concluye después, o no concluye). Es un presente, el del narrador, desde el cual lo pasado se representa: por él el narrador y su oyente descienden desde un quinto piso a una mañana de domingo con sol (pág. 79). La representación del pasado conserva su cordón umbilical con un presente en el que pájaros y nubes cruzan el cielo del papel sensible hacia el futuro. El tiempo fluye más allá del «año en curso» (pág. 80); el ciclo de papel abre el espacio del narrador (y de su oyente) a más allá de la habitación del número 11 de la rué Monsieur-le-Prince. La foto es, para Michel, mandala o rayuela[8]» por la que él accede a ese cielo. Michel entenderá y comunicará, al escribir su historia, una visión superrealista (o, si se quiere, metafísica), libre de condicionamientos culturales, que lo libera a él mismo, superada la condición disgregadora de ser sujeto de ella (y entonces estará «bien», «contento», y podrá «volver a su trabajo»). Las babas del diablo ha de ser, para Cortázar (y para sus lectores más atentos) un ejercicio que conmueva a una visión de la realidad libre de los relativismos de la propia persona y de las prevenidas instituciones que la condicionan. Notas: [1] Véase, por ejemplo, Harss, Los nuestros, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 3.a ed., 1969, pp. 272-274. O la entrevista de Vargas Llosa (diario «Expreso», 7-H-1965) publicada en Lezama Lima y otros, Cinco miradas sobre Cortázar, Buenos Aires, Ed. Tiempo Contemporáneo, pp. 83 y ss. Las declaraciones de Cortázar lo sitúan desde entonces en lo que, en el sentido más amplio (y quizá el más preciso) suele llamarse super-realismo (o surrealismo). [2] En 1961 obtuve apuntes de un luminoso curso sobre la narrativa de Cortázar dictado en la Universidad de Buenos Aíres por Ana María Barrenechea, cuya crítica ha sido la primera y más iluminadora en el reconocimiento de los valores literarios de este autor. De aquellas clases (18-25 de abril), que no sé cómo citar, se derivan algunos de mis enfoques de este cuento. Debo también a García Canclini (Cortázar, una antropología poética, Buenos Aires, Ed. Nova, 1968) una importante orientación a mi entendimiento de la poética de Cortázar. Mi concepción de narrador y oyente ficticio y de los planos mimético y no-mimético del discurso literario provienen de Martínez Bonati {La estructura de la obra literaria, Santiago de Chile, Ed. de la Universidad de Chile, 1960). Mi lectura del cuento, desde hace más de diez años, compartida con mis alumnos de Buenos Aires y de Santa Bárbara, incluye también aquí la presencia de ese diálogo que es la cátedra. [3] Véase el segundo parágrafo de la nota 5. [4] Cito de Las armas secretas, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1959, p. 77. En adelante, refiero simplemente a número de página en esa edición. [5] Sobre la actitud del narrador ante el condicionamiento lingüístico de la situación comunicativa verbal, debe observarse, como aconsejaba A. M. Barrenechea (apuntes citados), la intención con la que el texto acude a primeras personas plurales. P. c.: «(porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo)»; «Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa...»; «Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo» (p. 79). Estos plurales pueden entenderse como inclusivos del lector, señales de la colaboración de él en la existencia del mundo imaginario. Y también, en el caso, como intento de anular la oposición yo/tú de la situación comunicativa. También, como recurso para incluirse manifiestamente en el ello de su experiencia, habría que analizar la conducta lingüística (de tipo esquizofrénico) por la que Michel. esporádicamente, habla de si (como narrador y como personaje) mentándose en tercera persona. Mi voluntad de no describir este hecho como cambio de narrador exige una explicación que no cabe en el presente trabajo. [6] «Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), seria la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo. [7] Es probablemente innecesario recordar que el principio del relativismo lingüístico tiene una larga tradición y una activa vigencia. Basta invocar, en cuanto a Europa, los nombres de Hammand y Humboldt o los recientes de De Saussure y Hjelmslev. O, en cuanto a Estados Unidos, la tradición de la corriente antropológico-lingüistica, desde Sapir y Whorf hasta Hockett y Haugen. [8] Véase Harrs, op. cit., pp. 266-67. |
ponencia de Carlos Albarracín Sarmiento
Publicado, originalmente, en: Actas del Cuarto Congreso Internacional de Hispanistas Volumen I
Asociación
Internacional de Hispanistas - Salamanca, España, agosto de 1971
Link del texto:
https://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/04/aih_04_1_012.pdf
Ver, además:
Julio Cortázar en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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