Los pulpos |
Yo sé, yo sé que ese próximo amor |
Hay
secretos de familia y secretos individuales, y en los pueblos los secretos
son más grandes, más secretos y más pesados. Lo dicen todos los psicólogos
que nacieron en pueblos. Cuando era joven y escuchaba eso me reía porque
yo mismo venía de un pueblo y mi familia también tenía sus secretos. Yo
entré como siempre al aula. Después de tantos años de docencia me sentía
más cómodo en la universidad que en la calle. Tal vez por eso estaba
desprevenido. Any Lorac se había sentado en la primera fila del
anfiteatro y desde su juventud me sonrió con el cariño hipócrita que
pueden exprimir los estudiantes a su profesor. Quizás fueron sus ojos
verdes agrisados o su piel pálida salpicada de pecas o su cabellera castaña
que caía sobre sus hombros o esos gestos de asombro con el que gustaba
jugar, pero lo cierto que Any Lorac me impulsó al pasado, a ese pasado
que uno busca olvidar y que siempre reviene como un bumerang. Por
aquel entonces, yo tenía 50 años y trabajaba como profesor en un sórdido
establecimiento de la periferia de París. Recuerdo que a ella la llamaban
Roro pero jamás me interesé mucho en el origen exacto de su sobrenombre.
Tampoco supe bien el lugar de donde Roro provenía, alguien comentó que
era argentina, sin embargo reconozco que nunca me importó demasiado. El
primer día que la conocí me llamo la atención su risa ática, altanera
y cautivante, bastante contradictoria con la tristeza de sus ojos. Roro
tenía 28 años, piernas bien formadas, poblada de minúsculos lunares,
como si fueran pequeñísimas islas de placeres epicúreos. Ella tenía
una mirada verde y su cabellera castaña clara, con reflejos dorados, le
caía en cascada por encima de sus hombros siempre desnudos. En resumen,
Roro era hermosa y se destacaba en cualquier sitio que estuviera, como
esas rosas rojas en los jardines de Luxemburgo del barrio latino. En esos
jardines artificiales donde ella iba a cazar sus presas. No
sé si la empecé amar en el mismo instante de nuestro primer encuentro o
si ya la amaba antes de conocerla, porque recuerdo que, otro profesor, ya
me había hablado de ella algún tiempo antes y desde entonces había
despertado mi curiosidad. De todas maneras, por Roro estaba dispuesto
abandonar todo: mujer, hijos, amigos y trabajo. Lo que se dice todo ¡Y
todo abandoné...! A
los 28 años, el amor se vive con una pasión espontánea y explosiva.
Nuestra relación fue así, salvaje, ácrata y posesiva, al igual que el
amor de los pulpos que se abrazan pegándose por sus tentáculos mientras
se golpean con saña contra las rocas despidiendo un líquido viscoso y
negro que termina tiñendo el mar por todos los costados. Nosotros fuimos
iguales y, poco a poco, nos fuimos alejando del mundo hasta quedar
prisioneros en un cuarto miserable de la zona baja de Montmartre, como si
la enfermedad de nuestro amor iconoclasta nos hubiera puesto marcas epidérmicas
que ahuyentaba la gente. Nadie quería vernos y nosotros tampoco queríamos
ver a nadie; nuestra historia nos pertenecía sin complejos y no estábamos
dispuestos a compartirla con ninguno. Un
cuarto sombrío, con míseros muebles de ocasión, fue nuestro universo idílico,
ese paisaje multicolor de un país sin carreteras ni fronteras, donde el
amor -y nada más que el amor- podía llegar a sobrevivir. Un amor tan
nuestro como egoísta que nos unió fundiéndonos en una sola entidad de
cariño lenitivo ¿Qué más se le podía pedir a la vida en ese entonces?
¿Qué otro destino podía compararse con esa felicidad? Difícil de
pensarlo, tampoco hoy llego a encontrar una explicación racional a ese
período de mi vida. El
tiempo transcurría así, entre primaveras florecidas y otoños cálidos;
fue hasta que comprendí que, el amor, podía ser también un roedor
salvaje que nos devoraba sin piedad por dentro. El amor, que había
engullido mi corazón comenzó a carcomer lentamente mis entrañas, mi
existencia, mis fuerzas intrínsecas de sobre vivencia. Y nuestro amor fue
así, ardiente, brutal, impío, bebiéndose nuestra sangre para
aniquilarnos, consumiéndonos íntegro. Hay
amores que son tiernos y calmos, como simples encuentros de flores en las
esquinas; hay esos que son violentos vividos con celos y desconfianza;
pero, también están esos otros, como fue el nuestro, salvaje, primitivo,
con una fuerza sibarita engendrando la corrupción de la carne. Entonces,
la realidad muda de faceta y nos volvemos esclavos, marginales, temerosos
de perder lo conquistado y tratamos de comprar los afectos a cualquier
precio. En
esa época yo no tenía 28 años como Roro sino 50 ó 51 y a ese ritmo
sicalíptico no podía llevarlo eternamente. Tendría que haberlo
comprendido desde el principio, porque la experiencia es el cúmulo de una
vida cotidiana. Pero no lo comprendí y me fui invistiendo de deseos
infinitos, inagotables y siempre renovados. Con el tiempo, comencé a
sentir las consecuencias y mi cuerpo empezó a debilitarse, a volverse
enteco y latoso; casi no me alimentaba y la mayor parte del día lo pasaba
consumiendo bebidas alcohólicas, buscando elementos donde reafirmar mis
energías y poder continuar avanzando en la carrera contra el diablo. Yo
sabía que en el mismo instante que no pudiese hacer más el amor, todo el
castillo de cristal caería al piso en miles de pedazos, porque ese amor
estaba compuesto únicamente de sexo y ella partiría abandonando la presa
que ya no la satisfacía. Roro había nacido para amar y ser amada y su
existencia de sacerdotisa pagana florecía rejuvenecida desde el placer
insaciable del acto sexual, mil veces repetido cotidianamente. Al
alcohol lo permuté por la droga y con la droga se reanudó nuestro lecho
siempre nupcial y nuestros cuerpos se inundaron de nuevas caricias, de
besos torpes y de una angustia demente por no poder detener ese destino.
La amé como ningún otro hombre pudo haberla amado. Le ofrecí el agua de
los mares, sus flores acuáticas y la pasión desmesurada de los pulpos.
Le ofrecí mi universo perplejo, mis pensamientos y mi vida íntegra. Y
ella lo tomó todo, como esas arenas sedientas del desierto. A
veces, cuando ella dormía, yo aprovechaba para salir a la calle y caminar
hasta la plaza Clichy. Pero también eso comenzó a costarme un esfuerzo
grande a causa de mi debilidad; entonces retornaba lentamente al cuarto lúgubre
donde Roro me esperaba con sus brazos abiertos, con su sonrisa cautivante
y su mirada color verde; siempre con sus efervescentes deseos de posesión,
esos deseos que se asemejaban a un abismo sin fondo, sin límites. ¿Cuánto
tiempo vivimos en esas condiciones? ¿Cuántos días, semanas y meses y años
habitamos la fiebre de un lecho que me aniquilaba paulatinamente y del
cual yo era consciente? ¿Cuántas veces me negué a despertar de mis sueños
agitados para no encontrarme en el torrente de sus caricias tiernas y
perversas? ¡No lo sé...! Aún hoy no lo sé. Pero recuerdo, que mientras
más iba dejando retazos de mi vida sobre ese lecho impregnado con
sudores, alcoholes y drogas, Roro parecía alimentarse con el amor, y
rejuvenecía cada vez más. Día a día se transformaba en un nuevo
pimpollo de rosa, sensual, provocadora y más hermosa que nunca ¿Es que
la pasión de dos seres que se quieren, como nos quisimos nosotros, no fue
el juego satánico y delirante del destino? ¿Es que nuestro amor no se
podría comparar con el amor de los pulpos? Yo la amaba, y ella no quería
otra cosa que amor. Yo la deseaba, y ella no pretendía otra cosa que ser
deseada. Yo me entregaba con vida y alma, y ella no buscaba otra cosa que
una vida y un alma en mi persona. Yo moría inevitablemente, perdiéndome
entre la geografía de su cuerpo adolescente, y Roro renacía con mayor ahínco
plena de vida y de nuevas ansias. No
sé en qué momento, ni cómo ni cuándo, no sé si fue de noche o de día,
pero de repente comprendí que estaba siendo víctima de un amor que, como
la flor de mandrágora, me arrastraba hacia un mundo de sueños y ternuras
maléficas del cual no saldría jamás vivo, y quise huir, escapar del
afecto de sus caricias, del fragor de sus besos y de esos nuevos y pequeños
lunares que le nacían, bellos y atrayentes, cada vez que hacía el amor. Une
noche intenté fugar, pero las fuerzas ya me habían abandonado y caí
junto a una silla ¿Es que se puede llorar por amar tanto? Yo lo hice,
desconsolado, indolente, desvalido, sabiéndome preso de un sentimiento
compartido, que por tan sublime se había vuelto grotesco. Recuerdo que
Roro me contempló absorta, como si no entendiese lo que me sucedía,
luego dibujó la mejor de sus sonrisas seductoras mientras estiraba sus
manos para acurrucarme de cariño. Ella estaba sentada en la cama,
desnuda, con las piernas en cuclillas y sus senos latiendo palpitantes.
Roro, en ese momento, era la imagen profética de una diosa pagana ¿Cómo
evitar la tentación cuando el amor es el estímulo del deseo? Entonces,
también le sonreí y, en un esfuerzo sobrehumano, busqué las cavidades
de su cuerpo, ese oasis pleno de deleites donde podía saciar todas mis
angustias, mis miedos, mis celos de saber que ya había comenzado a
perderla. Roro gimió de placer y, sobre cada una de mis caricias, fue
absorbiendo con brío mis ansias, mi cuerpo y mi alma. Yo la amé como
ningún hombre pudo haberla amado y me postré a sus pies, como el feligrés
humilde delante de su sacerdotisa y dejé que las horas transcurrieran
abandonándome a sus caprichos sibaríticos. Pero, cuando Roro se durmió,
me vino la idea de asesinarla: matar para vivir, triste paradoja del
destino; sin embargo, no tuve coraje ni la energía física para hacerlo.
Entonces, decidí huir de una vez para siempre. Creo
que fue muy tarde, altamente en la noche; las entradas del subterráneo ya
estaban cerradas y las calles desierta. Recuerdo que sentí el aire fresco
de Montmartre penetrar en mis pulmones y me arrastré por la acera,
buscando alejarme lo más rápido del lugar, como si todo Montmartre
estuviera contaminado por el sortilegio de una hechicera perniciosa. No sé
hasta dónde llegué ni cuánto tiempo duró mi huida. Me desvanecí
tratando de evitarlo y, cuando abrí los ojos, tuve pánico de encontrarme
de nuevo con su mirada color verde, con su risa cristalina y sus manos
imantadas de cariño. Pero me hallaba en una cama limpia con olor a
desinfectante. Era el hospital regional y una enfermera me miraba con una
sonrisa de bienvenida, como si yo estuviera regresando de un paraje
cercano a la agonía. Mi esposa me tomaba de la mano y mi hija jugaba con
los dedos de mi pié izquierdo. Quise decir algo, pero había perdido el
sonido de las palabras. Quise sentarme en el lecho, pero mi cuerpo no
respondía por tanta debilidad. Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas
y lloré lágrimas de tristezas ¿Qué médico podía curar el amor? ¿Quién
podía comprender la historia de los pulpos, que mientras más se amaban,
más se destruían uno al otro?. ¿Cuánto
tiempo necesita una herida para cicatrizar? ¿Cuántos calendarios deben
gastarse para que las imágenes se transformen en simple reminiscencia? ¡No,
no lo sé! Pero si sé que muchas veces volví a pasar por los jardines de
Luxemburgo para espiarla, escondido detrás de los árboles. Ella
continuaba paseando su belleza, mezclándose entre las flores y siempre
sobresaliendo como una rosa roja, cada vez más joven, cada vez más
hermosa, cada vez con un nuevo y pequeñísimo lunar en su cuerpo
remarcando el esplendor de sus deseos. Más de una vez la espiaba de
lejos, más de una vez estuve tentado de enfrentarla para explicarle que
todo eso que se hace por amor, no muere nunca. Fue hasta que sentí que me
hablaron: -
Profesor... ¡Eh, profesor!... ¿No se siente bien?... -
¿Sí, Any Lorac?... - ¿Cuando me dará la respuesta si mi trabajo está bien hecho? ¡Los exámenes son en una semana! |
Juan Carlos Alarcón
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