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La mujer alquilada |
¿Es el destino que produce nuestras
elecciones en la vida o son las elecciones que hacemos que determinan
nuestro destino? Lo pensé mientras
observaba el lugar, porque estar en ese sitio no se debía al destino. De
todas maneras sabía que eso no explicaría mi comportamiento, ni tampoco
podría justificar mi presencia en ese lugar, y decidí cambiar de
pensamientos para no meditar demasiado sobre la responsabilidad de mis
actos. A cierta edad uno ya no pretende asumir más las responsabilidades. El cuarto no era un
cuarto sino un salón amplio con una mesa pequeña puesta discretamente
contra la pared, pero no tanto como para ignorarla y, sobre la mesa, había
un puñal de mango corto. En realidad tampoco era un puñal extraordinario
ni siquiera tenía nada de original, era más bien uno de esos cuchillos
que abundan en los escaparates de cualquier comercio del ramo y que
aparentan no tener propietarios ni valor. La mesa era rectangular,
daba la impresión que sus patas habían sido cortadas a la mitad para ser
baja y tampoco era original ni artística. La mesa, estaba cubierta con un
paño azul obispo, que pretendía ocultar su sentido banal, y estaba justo
debajo de un crucifijo de madera, donde la imagen de Cristo parecía
sufrir más de lo habitual. Sin dudas ese era un rincón religioso y místico. Delante de la mesa,
sobre el piso, había un almohadón cuadrado donde uno podía arrodillarse
para rezar o al menos era la idea que se pretendía dar. Ese rincón había
sido preparado cuidadosamente, como si alguien hubiera tratado de armar
una capilla casera para sus huéspedes. Sonreí, porque yo era cristiano más
por tradición que por convicción. Desde niño aprendí que tenía que
ser católico y que debía seguir algunas reglas que no siempre llevé a
cabo por simple negligencia. La estancia era grande y
se asemejaba al establo de una propiedad de campo, decorado y ordenado
para la circunstancia de mi estadía. Se podía caminar tranquilamente sin
experimentar la sensación de asfixia; pero indudablemente ese lugar jamás
había servido como establo. La estancia se encontraba en el primer piso
de la vivienda y el único acceso posible estaba ubicado en el interior,
había que subir la escalera hasta llegar al cuarto transformado en
establo, sin que jamás haya sido establo. Ese lugar nunca había servido
como cobertizo de animales de ninguna especie, aún cuando se sintiera el
olor de la alfalfa y se pudieran ver restos de pastos secos y herramientas
de labrador. El ambiente me resultaba
familiar, evocaba mi adolescencia ¿Cuántos nombres queridos quedaron
borrados de mis recuerdos? ¿Cuántas vivencias se acumularon detrás de
sufrimientos y alegrías repetidas? El lugar estaba bien decorado, pero la
cama contra la pared desentonaba en esa escenografía campestre. Era una
cama antigua pasada de moda, como esos lechos que se utilizaron en otra época
cuando el espacio de las viviendas no significaba un lujo. Mis padres habían
tenido una cama enorme de dos plazas y media, como si no quisieran
molestarse cuando dormían. Por entonces, yo estaba convencido que era mi
madre quien había escogido ese tipo de cama porque le molestaba la
presencia de mi padre. Ella dormía acurrucada en el lado opuesto,
buscando aumentar la distancia que la separaba de su marido por las
noches. Dormía en silencio, casi sin respirar, procurando no despertarlo.
Yo muchas veces los había espiado y los había descubierto en esa posición.
Mi padre tenía otro comportamiento; dormía de espalda con los brazos
abiertos, como si estuviera por ser crucificado y roncaba con la fuerza de
un toro cansado después de haber trajinado toda la jornada. Mi padre era
campesino y no lo ocultaba ni cuando dormía. Su sueño profundo, agitado
y pleno de ruidos extraños, contrastaba con el sueño de mi madre que
parecía dormir con miedo, con temor a despertar a su marido. Pero ¿por
qué me ponía a recordar cosas transcurridas ya hacía muchos años? ¿Era
el ambiente aldeano que me producía esas asociaciones de ideas? ¿O
simplemente era la cama que se parecía a la de mis padres? Posiblemente
las dos cosas. Esos recuerdos todavía
estaban marcados dentro de mí. Recuerdo que en los otoños mi padre
preparaba los víveres para el invierno, era la época de faena y carneaba
animales para hacer embutidos que apilaba en el galpón, detrás de la
casa. El sabía explicarme que la faena tenía que ser precisa y rápida,
sin dar tiempo a las bestias de sentir que estaban muriendo. Mi padre tenía
toda una teoría con respecto al sufrimiento de los animales y trataba de
inculcárnosla. Sin embargo, nunca seguí sus teorías piadosas, yo
experimentaba una especie de placer con la muerte y, la primera vez que me
dejó utilizar el cuchillo para degollar un lechón se lo clavé en el
vientre. En realidad lo hice a propósito, para que el animal se diera
cuenta que estaba por morir, ¿para qué engañarlo? Deseaba ver su miedo
ante la muerte. Fue un placer salvaje que sentí, pero no dije nada para
evitar una reprimenda mayor. De todas maneras sabía que, teorías
piadosas o no, el lechón terminaría en embutidos sobre los platos de
nuestra mesa. Mi historia estaba atada
al campo y mis reminiscencias pertenecían a esa época de la infancia.
Sin embargo, esa cama no era igual a la de mis padres que tenía
respaldares de hierro forjado, y que alguien de la familia había
fabricado especialmente como regalo de boda dónde hasta el pequeño
espacio que ocupaba mi madre parecía haber sido construido como un
refugio. Esta otra poseía respaldos en madera rústica, al estilo
provenzal, y no daba la impresión de que quien la hubiera fabricado
hubiese puesto un sentimiento particular. Seguramente porque desconocía
el destinatario de su trabajo. La cama de mis padres estaba impregnada con
la personalidad de sus ocupantes. ¿Por qué continuaba pensando en ellos
y sobre todo en mi madre? Su muerte se produjo cuando yo era niño y mis
reminiscencias eran indefinidas. Tuve deseos de reír, y
me senté en un sillón con una copa de vino en la mano. La culpa de estas
elucubraciones y reminiscencias, como de los acontecimientos que se
desarrollaban, la tenía sin lugar a dudas Yanusari Kawabata con su pérfida
historia de "Las bellas dormidas". Las camas no eran iguales y la
mujer que dormía en ese momento tampoco era una mujer; en todo caso todavía
no era una verdadera mujer, se parecía más bien una niña que aparentaba
tener 23 años aún cuando en realidad tuviera 27. Su belleza se componía
de la frescura espontánea de la juventud, como esos pimpollos de flores
que comienzan a reventar con los primeros calores de primavera. Pero toda
su apariencia era engañadora porque era una mujer alquilada que venía de
una ciudad agrícola. Era más de media noche,
afuera el clima continuaba cálido y lleno de silencio. Entonces pensé
que sería agradable salir a caminar por el campo, sentir el perfume
silvestre de la hierba mojada por el rocío, pero el cansancio nocturno
comenzaba a invadirme y decidí continuar en el interior del establo
transformado en dormitorio sin que nunca hubiera sido establo ni
dormitorio. A los 89 años uno se
cuida de la humedad nocturna y de los cambios de temperatura, aún cuando
fuera primavera. Sin embargo ¿qué importancia podía tener el tiempo en
ese momento? Me lo pregunté sin muchas ganas de responderme. Adentro me
encontraba bien, la temperatura había sido mejorada con la ayuda de algún
artefacto eléctrico que se notaba a simple vista. La joven proseguía
durmiendo profundamente y, como en la historia de Kawabata, tampoco se
despertaría hasta el día siguiente sin interesarse por los
acontecimientos que durante su sueño podrían ocurrir. La observé con
ternura, sabiendo que era un sentimiento que no correspondía a esa
realidad y hasta podía parecer ridículo. El ambiente era cálido y la
joven se había destapado por instinto dejando al descubierto la mayor
parte de su cuerpo desnudo. Ella estaba allí exánime,
ignorando mi presencia. Yo podía acariciarla sin impedimentos, sin la
vergüenza de los viejos vetustos y hasta podía liberar todas mis fantasías
sexuales. Podía jugar con su cuerpo en libertad y hasta morderla sin
riesgo de despertarla ni de hacerla sufrir. Pero, a los 89 años, las
fantasías también se van atemperando y concluyen durmiendo entre los
recuerdos que abundan cotidianamente, por eso me limité a contemplarla,
como quien observa una escultura por sus formas delicadas y su belleza estética. ¿Hasta dónde la
presencia de la joven podía ser consecuencia del destino? Lo imprevisible
no existía ¿o acaso debía aceptar la idea de que el destino es una
simple mezcla de imprevistos que se producen en orden cronológico? Fue en
ese instante que pensé en que debía haber traído el libro de Kawabata.
Al fin y al cabo si me encontraba en ese lugar era por esa razón. En ese
tiempo Borges también me fascinaba con sus historias inverosímiles. Pero
Borges con su moral victoriana me incomodaba, en cambio Kawabata, pagano e
irónico con su cultura mística y dramática, lograba crear una atmósfera
poética y su obra despertaba mis instintos sensoriales más profundos. Cuando leí por primera
vez "Las bellas dormidas" fue en una versión francesa mal
traducida y me pareció un libro erótico que había logrado transmitirme
sus propias fantasías. Mi esposa ya había fallecido hacía muchos años
y me dije que debía calmar mis energías libidinosas con una prostituta,
sin que en realidad pudiera hacerlo a causa de la vergüenza. Una puta
reiría a carcajadas del viejo cárcamo que yo era entonces y terminé por
incorporar otra nueva frustración a mi vida. En realidad, siempre estuve
cargado de autocensuras, eran sentimientos de culpabilidad que a menudo
torturaban mis pensamientos. La acumulación de
culpas y tormentos, de pecados y martirios, me transformó en poeta. La
mala fortuna de jugar con las palabras y la imaginación, o simplemente
una primera desilusión amorosa, hizo que de a poco fuera construyendo
poemas que nadie leía, porque eran mis propios sufrimientos, mis propias
culpas de no saber amar. No obstante, algún tiempo más tarde, me presenté
a un concurso de poesía que no gané, pero me sirvió para confirmar una
vocación que me seguiría a lo largo de la vida y los libros se
sucedieron para alimentar mi vanidad de escritor de amigos. Recuerdo el día que
cumplí 73 años, toda mi familia se había reunido para festejarlo, fue
un día feriado y algunos de mis nietos llegaron acompañados de amigos.
Enrique, el más grande, lo hizo con una joven con la que andaba en amoríos.
Era elegante, esbelta y vestía una pollera muy corta mostrando sus
piernas moldeadas que todos los hombres admiramos en silencio. Ella estaba
habituada a ser admirada y se desplazaba sin inhibición, como si la
mirada impertinente de los hombres fuera un acto natural y justo. Varias
veces se me aproximó interesada por cosas del pasado. El pasado parecía
tener una importancia grande en su vida. Pero cuando estaba frente mío,
parecía mudar de comportamiento y se sentía incómoda, casi enojada con
su pollera corta. Recuerdo que sentí vergüenza de haberla observado como
lo hacían los otros hombres y traté de hacer abstracción de sus
piernas. Alguien comentó irónico, que estaba haciendo méritos para
entrar en la familia, pero yo no sé qué pensé. Ella me recriminó haber
abandonado la escritura, como si la producción literaria –dijo- fuera
un trabajo para preparar la jubilación. Ella era una pesimista histórica,
y nos hacía responsables a los viejos de la herencia de sentimientos
confusos dejados sobre las espaldas de los jóvenes. Me gustó su
insolencia que mostraba sin maldad, apenas como una constatación de actos
y consecuencias. Me habló de su infancia, de sus estudios y de su anhelo
por ganar un espacio literario porque también escribía. Ella había leído
la mayor parte de mis libros y me los comentaba sin esperar explicaciones.
Recuerdo que me quedé dormido y, cuando desperté, ella continuaba a mi
lado leyendo un libro mío. Hacía calor y la transpiración se le pegaba
a la piel, su blusa amarilla dibujaba la forma de sus senos agitados. A los 73 años, uno ya
se es decrépito, pero aún restan fuertes vestigios de sexualidad que no
se llevan a cabo por vergüenza de enfrentar a una mujer. Cristina me había
despertado deseos carnales, y yo la recordaba con su blusa amarilla pegada
al cuerpo. Esas imágenes alimentaban mis fantasías con tanta intensidad
que un día tomé la decisión de ir caminando hasta la calle de las putas.
Era media mañana y no había mucha gente, el comercio del amor parecía
ser más próspero de noche, como si las sombras valorizaran más los
placeres. Recuerdo, que comencé a
buscar una mujer joven que se le pareciera; sin embargo, cada vez que me
encontraba delante de una joven prostituta un sentimiento de encogimiento
invadía mi cuerpo, entonces me dirigía hacia otras de mayor edad. Pero
como la vergüenza no disminuía, continué buscando hasta finalizar
delante de una mujer tan vieja y achacada como lo era yo mismo. La miré
con piedad, con repugnancia y tuve ganas de vomitar... Y vomité salpicándola
íntegra. La vieja prostituta me miró sin comprender, o tal vez
comprendiendo y por eso me tomó de un brazo para ayudarme a encontrar un
sitio donde apoyarme. La memoria es lo único que no se pierde, me
lo dije convencido por todos los recuerdos juveniles que había logrado
despertarme Cristina. Pero, delante de esa prostituta con sus dientes
corroídos por tanta nicotina, delante de esa vieja sin forma de mujer
porque los años ya la habían castigado mucho, sentí un hastío
profundo, como si estuviese traicionando todas mis reminiscencias. Ella me
miró sonriendo, reconociendo su calco deplorable. Yo estaba aturdido y
avergonzado, la situación se había tornado grotesca y la gente nos
contemplaba entre divertida y apenada porque nosotros éramos el espectáculo
decadente de la miseria humana. Por fortuna, un amigo de
mis nietos, pasó por el lugar en ese instante y cuando me vio en
semejante trance, pensando que una indisposición a mi edad podía ser
delicada, vino urgente en mi ayuda. - ¿Qué sucede don
Pablo? -interrogó preocupado. - Hace más de una hora
que estoy buscando la panadería y creo que me he perdido. La anécdota de la
panadería debe haber recorrido varias veces el mundo, porque hasta hace
poco la continué a escuchar con nuevos agregados que descomponían de
risa a los auditorios. A partir de ese día mi
familia pensó que era peligroso dejarme aventurar solo por las calles y,
desde entonces, cada vez que pretendí salir a caminar, siempre había un
chico que me acompañaba para evitar que me perdiera de nuevo. La libertad
se me restringió, pero no me molestó demasiado porque ya había
abandonado la idea de hacer el amor con una mujer. De todas maneras
Cristina desapareció luego de romper su noviazgo con mi nieto, y como
Enrique comenzó una nueva etapa casándose con otra mujer a la que todos
parecían querer bien, ya nadie habló más de ella. Muchas veces pensé que
la escritura era una trampa en la que es fácil caer, uno juega con los
sentimientos como quien juega con las palabras y la moral es una frontera
sin sentido, sin límites. ¿Por qué pensaba en Cristina? ¿Es que las
personas se vuelven significativas sólo por la intensidad de los
encuentros? Es posible. O quizás la presencia de la joven en el lecho me
llevara a recordarla. De alguna manera, también me estaba prestando su
cuerpo, aún cuando lo hiciera por dinero y no pudiera verme por su estado
de total inconsciencia. Pero rápidamente mudé de idea, esta joven no me
prestaba su cuerpo, ella no me conocía, lo suyo era un servicio social
como el de esas enfermeras que cuidan a sus pacientes durante toda la
noche. En esa actitud no había romanticismo ni sentimiento alguno, en
cambio, en el acto de Cristina hubo un valor mucho más profundo ¿Qué
podía pensar Cristina si supiera lo que estaba sucediendo allí?
Seguramente lo comprendería. Más aún, quizás la hubiera inspirado para
escribir una historia. Yo mismo hubiera hecho lo mismo si tuviera 30 años
menos. Sin embargo dejé de escribir el día que descubrí que mi
imaginación se había tornado salvaje para mi edad y que, entre la
imaginación y la realidad, las fronteras se habían vuelto una forma
peligrosa de vivir. Mi vida era calma, tranquila, como esos ríos que
corren pasivos por las llanuras, pero que en el fondo están llenos de
torbellinos, de corrientes subterráneas, transformando las apariencias
serenas en arriesgados sistemas de vida. El japonés Yasunari
Kawabata engendró la solución a mis problemas libidinosos. La idea del
amor como último acto de la vida se me fue encarnando poco a poco. En la
historia de Kawabata, los viejos decrépitos contrataban los servicios de
un prostíbulo, dónde las jóvenes eran drogadas y dormían durante el
tiempo en que los viejos liberaban sus fantasías. El método no era muy
ortodoxo, pero de esa forma los pobres ancianos no soportaban la humillación
senil. Por otro lado, las jóvenes desconocían a sus clientes, liberándolos
de la vergüenza de ser reconocidos más tarde en la calle. Visto desde
ese punto, el prostíbulo no era un prostíbulo sino una especie de centro
de asistencia para ancianos. Claro que eso podía existir solamente dentro
de la cultura japonesa, donde el respeto por la vejez era evidente, más
allá del cinismo del relato de Kawabata. La idea era interesante; pero en una sociedad
occidental, establecimientos de esa índole no podían existir. A
los viejos nos controlan los gastos personales, como si fuéramos niños
irresponsables, disminuyéndonos la posibilidad de contar con nuestros
propios fondos y poder pagarnos un buen placer. Lo que sucedió con mi
amigo René fue un ejemplo claro de la incomprensión humana. El gustaba
de las mujeres y siempre había corrido detrás de ellas, se complacía
teniendo sus relaciones sexuales en los sitios más inverosímiles: en los
ascensores, en las playas de estacionamientos, en las aceras públicas, en
los pórticos de los edificios o en el interior de las salas cinematográficas.
Era un hombre insólito, inesperado e inconcebible y, siempre, nos
deparaba sorpresas con sus aventuras sentimentales. Recuerdo que, durante
una fiesta familiar, se puso a hacer el amor con su prima debajo de una
mesa, y cuando lo descubrieron se produjo un escándalo general. Pero él
era así, necesitaba del sexo para vivir y a los 74 años continuaba con
toda su efervescencia erótica. Creo que fue más o
menos por esa época, estábamos conversando tranquilamente en la plaza
cuando descubrimos una pareja de jóvenes sentados en otro banco. No
estaban muy lejos de nosotros y pudimos verlos en pleno acto sexual; el
muchacho tenía a su compañera a caballo dándonos la espalda, sus
movimientos no eran violentos, más bien discretos y armoniosos, pero la
muchacha no podía controlar sus gemidos de satisfacción y eso fue lo que
atrajo nuestra atención. El hecho nos causó mucha gracia, nos recordaba
nuestra juventud lejana y rememoramos algunas anécdotas ya casi
olvidadas. Sin embargo, después de ese espectáculo, René quedó muy
excitado y le pidió dinero a su hijo para pagarse una prostituta. Fue
otro escándalo, dijeron que se había vuelto loco, lo catalogaron de
viejo verde, de perverso sexual, de maníaco incorregible. Semanas más
tarde, lo internaron en un geriátrico ocultándolo a la sociedad, lejos
de todas las tentaciones, porque había cometido un grave delito,
demostrar que los ancianos también podían mantener una sexualidad
activa. El pobre René no pudo soportar ese nuevo sistema de vida y
finalizó muriéndose mucho antes de lo que él mismo hubiera pretendido. - ¡Pobre René!, comenté
casi en voz alta. El, que tanto llegó a gustar de las mujeres jóvenes,
esbeltas y elegantes, y que era capaz de llevar en una libreta la cuenta
de sus conquistas para orgullo de nuestra clase machista, tuvo que morir
rodeado de otros viejos enclenques, caducos y celosos de los secretos.
"¡Pobre René!", volví a repetir, pero esta vez tiernamente. La joven continuaba
durmiendo en la cama. La noche debía ser inolvidable, suntuosa,
significativa y, por consecuencia, la más fatídica de mis 89 años. Únicamente
por esa razón debía dedicársela a la memoria de René. Y así lo hice. Me senté en el borde la
cama para desvestirme y de pronto mis manos comenzaron a temblar como si
me atacara el mal de Parkinson, pero no podía ser esa enfermedad. A pesar
de mi edad todavía mis fuerzas motrices respondían a las órdenes del
cerebro. Mis manos se sacudieron irregulares y sentí una especie de
cosquillas debajo de la axila. Sonreí. Era un movimiento somático que,
cuando me contrariaba alguna situación, mis manos se ponían a temblar de
rabia, quizás por la impotencia de no poder modificar el destino. A veces
me divertía y otras tantas me encolerizaban. Sin embargo, me extrañó en
ese momento donde nada parecía contrariarme, todo se iba desarrollando
como estaba previsto, se había buscado controlar el azar en todos sus
detalles. No había motivos para inquietarme. Acaso me faltaba solamente
la excitación de la semana anterior cuando me preparaba para el evento de
esta noche, pero eso no era una contrariedad, la conmoción había sido
remplazada por otro estado de reflexión, calmo y tranquilo y sin duda me
hallaba satisfecho con lo que estaba viviendo. Decidí esperar unos
instantes para que pasara el temblor de mis manos que, normalmente, era
pasajero y duraba apenas unos minutos. A un costado del lecho,
cuidadosamente doblado, había un pijama. Los organizadores habían
considerado todo, hasta los mínimos pormenores y no tenía motivo para
quejas, el servicio saciaba los anhelos más encumbrados de cualquier
visitante. Me puse el pantalón dejando el torso desnudo según mi antigua
costumbre. A diferencia de Eguchi,
el personaje de Kawabata, yo sabía el nombre de la joven que dormía; se
llamaba Any Lorac y era estudiante en un jerarquizado establecimiento
universitario. Any era un diminutivo posiblemente de Ana y eso le daba un
contenido humano a su comportamiento inerte. Es cierto que hubiera
preferido poder conversar con ella, discutir sobre la condición humana y
sus mecanismos psicológicos, pero también era normal que ella prefiriera
estar anestesiada sin tener conciencia de los hechos que debía vivir.
Estar despierta, podía causarle un trauma difícil. Por eso no me extrañé,
yo mismo había propuesto esa alternativa al japonés que organizaba todo. El japonés me había
comentado que Any Lorac, a su manera, también era una prostituta que se
vendía por bienes materiales y que tenía experiencia con los ancianos.
Se había hecho mantener por un hombre de 60 años para terminar sus
estudios y hasta se había acostado con su tío de 75 años para que le
dejara el campo que poseía, ya que no tenía herederos directos. Ella no
tendría problemas de dormir con un viejo decrépito. Any era joven, se notaba
en la textura lisa de su piel y parecía haber frotado su cuerpo con
productos suaves que olían a madreselvas impregnando las sábanas con
cremas y colonias de buen gusto. Tenía una abundante cabellera rubia
dispersa sobre la almohada, imagen de una sacerdotisa enormemente bella, y
tal como correspondía a todas las sacerdotisas respiraba armónicamente
aguardando caricias más idólatras que su propio culto. Ella había
nacido para ser admirada, como un objeto de arte o para recordarnos, a
nosotros los hombres, que las mujeres continúan siendo el centro del
universo y del sentimiento sublime del amor. Había nacido para ser
admirada y yo la admiraba con la ternura de un hombre que ha llegado al
fin de sus días. Any Lorac tenía los cabellos dorados, como el sol de un
mediodía de verano, demasiado dorados para mi gusto, y de pronto me
intrigó la autenticidad del color. A lo mejor se los había teñido
desvalorizando la originalidad de su belleza agreste; después de todo, la
moda era teñirse los cabellos con una perfección que pasaba
desapercibida a la mirada indiscreta de la gente. Y casi en el mismo
instante de la duda, acerqué mi rostro a su vagina para verificar el
color de los vellos del pubis con la certeza de que allí se revelaría su
secreto. Ella mentía en el color de sus cabellos. Sobre la mesa de luz había
dos frascos llenos de comprimidos como para dormir un batallón de
doncellas, pero Any había sido anestesiada por un enfermero para que no
pudiera reaccionar ante el contacto de otro cuerpo. De todas maneras mis
perversiones se habían calmado con los años, sólo me satisfacía
observarla con ternura y curiosidad y, de tanto en tanto, acariciar
dulcemente sus pechos impregnando mis dedos con su perfume. Mis deseos no
eran sexuales; en realidad, creo que nunca tuve grande deseos sino fuertes
pasiones, mis relaciones amorosas fueron cerebrales, estudiadas en el
fondo del instinto. Recuerdo que los padres
de mi esposa habían concertado conmigo el matrimonio y ella lo aceptó
sin discutir. Después ella pasó el tiempo criando niños, tuvimos siete
hijos que nos dieron infinidad de nietos. Nuestra casa se transformó en
una especie de guardería infantil y ella vivió para eso. Fue hasta que
un día, así como se enfermó de golpe murió de golpe, sin darnos tiempo
para acostumbrarnos a su ausencia. Desde ese momento, me volví taciturno
y fui abandonando poco a poco la escritura. El sufrimiento no era ya
inventado, pertenecía a las raíces profundas de mi ser y no pretendía
hacerlo público. El día que falleció mi
esposa quedé como huérfano, sumido en la desolación de mi edad. El
destino alteraba una vez más la organización de mi vida. Siempre había
tenido la certeza de que sería yo el primero en morir, porque ella parecía
poseer una salud sólida capaz de remontar cualquier obstáculo. También
tenía la convicción de que nuestra familia necesitaba más de ella que
de mí. No fue así, y el dolor y la angustia se fueron adhiriendo con saña
a las paredes de mi estómago hasta producirme una úlcera que sangró
durante años. Sin embargo, me aferré a la vida con fuerza, y fue recién
a los 87 años que comencé a cansarme de vivir. Más de una vez pensé en
el suicidio, pero resultaba ridículo tomar una resolución de esa
naturaleza a mi edad. Además, pretendía una muerte poética que pudiera
justificar toda mi existencia cíclica. El último acto de mi vida tenía
que ser emotivo, apasionante y sin arrepentimientos morales. A esta altura
de la vida, la muerte no podía ser un producto depresivo ni de temor a la
existencia, debía ser el corolario de una última etapa en este mundo. Al
menos, esa era mi convicción. La cama era confortable
y el cuerpo de Any Lorac se sentía delicado y aromático. Sus labios, un
poco hinchados por la anestesia, se mostraban seductores y apetitosos, los
besé ligeramente para sentir su sabor. Entonces me levanté, cubrí su
cuerpo desnudo y me puse a mirar por la ventana. El cielo estaba poblado
de estrellas y misterios. Cubierta como estaba Any
Lorac parecía estar convaleciente, y recordé todas esas noches que pasé
despabilado ante el lecho de mis hijos cuando estaban enfermos. La idea de
comparar a Any con mis propios hijos me dejó un gusto rancio debajo del
paladar y me serví un vaso con vino. Sin embargo, era racional que los
recuerdos fueran desfilando en ese momento, no podía ser de otra manera. A diferencia de otros
amigos ya desaparecidos, debo reconocer que nunca llegué a sentirme un
estorbo en la familia, siempre fui rodeado con afectos y atenciones. El
ser bisabuelo tenía una importancia grande y la dimensión de la vida fue
la riqueza que alimentó mi memoria. En realidad creo que me fui cansando
de vivir de a poco, cuando la soledad comenzó a invadirme, cuando descubrí
que a mi edad ya no me quedaban amigos. Uno a uno, todos se fueron
muriendo, con mayor o menor cantidad de achaques, y más o menos
incomprendidos por las nuevas generaciones. Entonces mi soledad se
transformó en un simple espacio de reminiscencias. Era triste comprobar que mis anhelos de vivir se fueron agotando dentro de
una existencia extraña y monótona. La idea de morir en
armonía con mi propia naturaleza me fue naciendo mientras leía el libro
de. Kawabata. Él había esbozado una solución, sin embargo en occidente
no era fácil encontrar un lugar para morir ritualmente, pero igualmente
comencé a informarme sobre las posibilidades de lograr mi objetivo. En
circuitos tradicionales me tomarían por un loco y en las sectas místicas
confundirían mi anhelo con interpretaciones parapsicólogas y esotéricas.
Lo mejor era dirigir la búsqueda hacia la mafia oriental, porque sólo un
oriental podría comprender la voluntad de morir en armonía con el
pensamiento. Los orientales no mueren totalmente, ellos se transforman en
otra vida natural. Esa pesquisa me llevó
tiempo, hasta que una tarde me topé con la persona que estaba dispuesta a
preparar mi acto funerario como yo lo pretendía. Durante varios días
discutimos las características del servicio y las consecuencias que podía
acarrearle a su organización. Al japonés no le agradaba la historia de
la droga, no estaba en su campo de acción ni en los métodos de su
organización. La idea de la anestesia era la mejor solución. El ya conocía
a la estudiante que lo haría por dinero. Recuerdo que me dijo: “Las
prostitutas que no se sienten prostitutas son las que más conocidas como
putas. Todos quieren presentarle un amigo para acostarse y ellas buscan
desesperadamente alguien a quien aferrarse afectivamente justificándose
de esa manera”. Al japonés le pagué el
doble del precio estipulado para garantizar un buen servicio, y todas mis
economías pasaron a su posesión. El oriental tuvo palabra, a su manera
era un hombre de honor, me comunicó la fecha tres días antes para
prepararme psicológicamente. Con el puñal podía
suicidarme al estilo japonés. Pero, si a último momento no podía
efectuarlo por causa de mi edad o de un coraje que podía abandonarme,
sobre la mesa de luz estaban los dos frascos con comprimidos, seguramente
algún medicamento barbitúrico. En ese caso, el suicidio sería al estilo
occidental y la muerte me sorprendería en el lecho, como la continuación
de un largo sueño agradable. Los recuerdos de
infancia en el campo estuvieron a menudo presentes en mi vida, el decorado
del ambiente se ajustaba a esas antiguas imágenes. En realidad, todo
estaba en orden y tenía la noche entera para revivir el pasado. Desde el instante que el japonés me anunció
la fecha en que podría suicidarme, comencé a sentir excitación. No
todos tienen la suerte de poder conocer el momento de su muerte, la
posibilidad de elegirla. Por primera vez, algo extraordinario se estaba
presentando en mi vida y traté de excogitar el desarrollo de la noche, de
imaginar la mujer joven, la cama, los muros y el olor a campo. Pero
reconozco que la imaginación tiene caminos imponderables y mecanismos
específicos que no son siempre como la realidad proyecta. Any Lorac era
joven y su belleza me conmovía, era la bondad de la naturaleza que se me
ofrecía en un último regalo. Yo estaba por morir y pretendía tener un
pensamiento generoso, en homenaje a todos mis amigos, porque el último
acto de vida lo estaba por llevar a cabo como René lo hubiera querido
vivir. Un suicidio no se
improvisa, se lo prepara cuidadosamente. Uno es artista de su destino y lo
esculpe como un objeto de arte, donde toda la emoción tiende a grabarse a
fuego. En ese acto casi sublime, el artista se concentra y va penetrando
de a poco por todas las fibras internas, hasta lograr acariciar el corazón
del dolor y del sufrimiento. La exaltación de los sentimientos revienta
por las ventanas de los ojos adhiriéndose a la ternura de una mirada
perdida en algún punto indefinido del horizonte y, tan sólo en un
instante, la obra de arte se debe elevar enhiesta en una eclosión de
amor. Si no se posee esa capacidad de horizonte, tampoco se tiene la
capacidad del suicidio. A los 89 años uno ya no
tiene dónde proyectar la vida, es una simple repetición de vivencias
conocidas de ante mano. La soledad no es una soledad física, allí están
los recuerdos, la memoria que se niega a desaparecer divorciada del espíritu
aún cuando predomine la confusión y el renacimiento se produzca por
vertientes diferentes. A los 89 años, pretender morir es normal, sólo
basta abandonarse para llegar a ese estado. Lo que no es normal es buscar
elegir la muerte, porque es un acto de demencia o de una falsa
interpretación de la realidad. El caso de René era una muestra de ello,
por eso lo internaron y así, inconscientemente, lo asesinaron. El deseaba
sentirse vivo y necesitaba de mujeres jóvenes como Any Lorac para poder
canalizar su existencia, su perpetuidad. No lo comprendieron. Si a René lo
consideraron un perverso sexual, un viejo verde y un chiflado crónico ¿qué
dirían de mí? Mis hijos se preguntarían ¿por qué me suicidé?... sin
encontrar respuestas válidas para la moral social de su educación
cartesiana. Mis nietos, es posible, buscarían un justificativo senil a
tanta irresponsabilidad humana y, mis bisnietos, tal vez reirían a
carcajadas divertidos con mi último e imposible intento de hacer el amor.
Los únicos que podrían llegar a comprender este suicidio, serían otros
viejos tan decrépitos y caducos como nuestra propia historia porque ya no
se tiene compromisos con nadie ni siquiera con los acondicionamientos
sociales. Yo le había prometido
al oriental evitarle toda complicación, y durante tres días escribí
cartas a cada uno de mis hijos explicando este anhelo de morir. En uno de
los bolsillos también dejé otra, dirigida a mi esposa fallecida ya hacía
muchos años, dónde le comentaba que iba a su encuentro. De esa manera,
la familia pensaría que no podía vivir sin ella, a pesar que ya lo había
hecho durante años. Con todas esas pruebas a nadie se le ocurriría
pensar que el suicidio había sido organizado por otra gente. El alquiler
de la casa se concretó a mi nombre y la bebida que estaba consumiendo la
había comprado yo mismo esa mañana en el negocio donde todos me conocían.
Any era una mujer alquilada, parte de la organización del oriental y,
seguramente, tendría su propia explicación para justificarse. A ella le
correspondería la tarea de llamar al médico en el momento de encontrarme
muerto. Me introduje desnudo en
la cama, porque lo usual es estar sin ropas si uno pasa la noche con una
mujer. Sin embargo no estaba habituado a dormir desnudo y el contacto con
las sábanas sirvió para movilizar nuevas reminiscencias. Yo solía
acostarme desnudo cuando recién me casé pero mi esposa se escandalizaba,
decía que dormir sin ropas era pecado, que no se podía tolerar en una
familia cristiana y tuve que modificar esa costumbre para adaptarme a un
pijama ancho y bien abotonado. Tuve la impresión que Any Lorac se movió
ante el contacto de mi cuerpo o, al menos, que se estremeció, pero
enseguida pensé que era absurdo; no podía tener conciencia de nada
porque estaba anestesiada y dormiría hasta el día siguiente. La contemplé
con cariño y acaricié suavemente sus cabellos. Miré su seno izquierdo,
su corazón latía rítmicamente e imaginé que estaría soñando con algún
evento agradable. Las aureolas de sus senos no eran bien marcadas y tenían
un color rosáceo, pálido, que se confundía con la piel de su cuerpo.
Humedecí uno de mis dedos con la lengua y luego lo pasé por sus pezones.
Ver erguirlos, levantarse como dos pequeños pimpollos en primavera era un
espectáculo que me había fascinado desde muy joven. Pero Any estaba
insensible por la anestesia y continuaron inertes. Me pregunté si su
vagina podía emanar flujo en ese estado, pero no me atreví a tocarla. Lo
mío no era apetito sexual sino simple curiosidad por las reacciones de un
cuerpo artificialmente dormido. El tiempo transcurría a
velocidad vertiginosa y el reloj marcó las cuatro de la madrugada. El
momento había llegado, no podía continuar con los cabildeos del pasado,
si el efecto de la anestesia se evaporaba el programa debía mudar de
característica. Entonces me dirigí hacia el rincón en penumbra y me
arrodillé sobre el almohadón, debajo del crucifijo, tenía ganas de
rezar pero no sentía nada especial. La situación casi me divertía, el
ambiente fabricado me producía la sensación de una escena surrealista,
ni siquiera el puñal lograba despertar tormentos y dudas, era sólo un
objeto dentro de la escenografía de la noche. El sistema oriental no
funcionaba conmigo, como tampoco esa adaptación cristiana que le habían
acoplado. Me acosté de nuevo y
decidí utilizar los comprimidos. Esa manera de morir era más banal pero
tenía la ventaja de no producir esfuerzos físicos ni el riesgo de quedar
a medio camino en la resolución de sucumbir. Y fue en ese momento que una
duda me acosó ¿los muertos tienen un mundo propio? Mi formación
cristiana determinaba otra vida más allá de la muerte; sin embargo la
vida fundamentada en la resurrección había que merecerla. Los buenos
partían al Paraíso y los malos hacían sus valijas rumbo al infierno.
Dante que estructuró ese universo en siete círculos, le daba bastante
importancia al Purgatorio dónde se ejecutaba el dictamen de las almas;
una especie de tribunal moral que, conforme a sus criterios, determinaba
el sitio final de residencia. Pero, la moral, la ética y las costumbres
se modificaban en función del medio, de la cultura y de la época ¿acaso
los jueces del Purgatorio estaban actualizados de los cambios sociales? La
disyuntiva religiosa era global: todo o nada. Como cualquier anciano yo
había leído bastante sobre el tema de la muerte, teorías tan
contradictorias unas de las otras que finalmente terminé no creyendo en
nada. Mi curiosidad continuaba virgen, como sucede con todos los misterios
irresolubles. Puse una pastilla sobre
mi mano, era minúscula y blanca, como si el óbito fuera un túnel blanco
¿la muerte es un universo de color? En todo caso es negro igual al fondo
de todos los túneles sin salida. Si yo hubiera sido artista plástico
podría haber imaginado la muerte como un universo multicolor ¿y si
hubiera sido músico? ¿la exprimiría en sonidos? Es posible que lo
hiciera en sonidos cristalinos de campanas o en coros gregorianos, pero
también sería una interpretación religiosa. ¿Y como ateo? La visión
presentaría una variante, buscaría un análisis filosófico fundamentado
en la lógica y en la duda y, tal vez, hubiera leído a Nietzsche con
mayor atención. En realidad, no sé si a esta altura de los
acontecimientos me atrevía a morir. La noche había sido muy rica en
emociones y se había producido en mi espíritu una catarsis que servía
para evacuar las incertidumbres existenciales, esas inquietudes del hombre
sobre el bien y el mal. La noche había sido el purgatorio, el último
acto humano y consciente de la vida ¿y los jueces...? ¿Quiénes habían
sido los jueces sino mi propia conciencia? El color de los comprimidos
inducía nuevas reflexiones que no agotaban mis interrogantes. Entonces
pensé que el sabor de las pastillas debía aportarme nuevos fundamentos
de análisis. Lo pensé mientras pasaba la lengua sobre uno de los pequeños
comprimidos, convencido de que el sabor de la muerte era amargo, ácido y
agrio ¡Error...! La pastilla tenía un gusto dulce, un fuerte sabor a
glucosa, demasiado azucarada para mi paladar, casi como esas pastillas de
menta que venden en los supermercados. Algo no funcionaba como
debía, la incertidumbre carcomió mis entrañas y, en el mismo segundo
que tomé conciencia, salté de la cama y me vestí con las mismas ropas
que había llegado horas antes. Si me apuraba un poco, podía compartir el
desayuno con mis hijos, hasta podía comprar algunas facturas como me
gustaban. Pero, antes de salir, tomé el puñal entre mis manos para
estudiarlo detalladamente. No era un puñal, en todo caso no era un puñal
verdadero, era un arma de utilería como las que se utilizan en el teatro,
que al clavarse contra un objeto la hoja se introduce dentro del mango por
un juego de resortes. El japonés me había hecho una broma de mal
gusto... ¿de mal gusto...? ¡Oh no! Seguramente había pretendido
ayudarme a encontrarme conmigo mismo y nunca creyó seriamente en mi
necesidad de suicidio Entonces salí a la calle y sentí el aire fresco de la mañana que vino a revitalizar con ahínco mis pulmones. El japonés me ofreció una sonrisa de complicidad y comprensión humana, mi nieto Enrique fumaba un cigarrillo como ignorando la escena y mi hijo ponía en marcha su vehículo para llevarme de regreso a casa, Miré el cielo que comenzaba aclarar y tuve ganas de reír y todos terminamos contagiados en una carcajada. En algún rincón de mi alma la vida renacía con fuerza. Emprendimos el regreso a casa, pero antes de subir al auto le pedí al japonés el teléfono de Any Lorac, después de todo ahora habían inventado la pastilla que resolvía nuestros problemas seniles. |
Juan Carlos Alarcón
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